El Bastón Rúnico (53 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El Bastón Rúnico
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Los pasajes se hicieron más anchos y empezaron a escucharse unos extraños sonidos, como un retumbar apagado y unos ruidos mecánicos y regulares. Meliadus se dio cuenta de que estaba escuchando los relojes de Taragorm.

Al acercarse a la entrada del palacio del Tiempo, el ruido se hizo ensordecedor, al compás de mil péndulos gigantes que se balanceaban a velocidades distintas, así como de los crujidos de la maquinaria, de las campanas, gongs y címbalos, de las aves y las voces mecánicas que sonaban. Se trataba de sonidos increíblemente confusos pues, aunque el palacio contenía varios miles de relojes de tamaños diferentes, todo él era en realidad como un reloj gigantesco, que era como el regulador principal para todos los demás, de tal modo que, por encima de los otros sonidos, se escuchaba el lento y pesado de la maciza palanca de relojería situada cerca del techo, y el silbido del monstruoso péndulo que se balanceaba en el aire, en el salón del Péndulo, donde Taragorm llevaba a cabo la mayor parte de sus experimentos.

La litera de Meliadus llegó por fin ante una serie de puertas de bronce relativamente pequeñas, de las que surgieron unas figuras mecánicas que bloquearon el paso, al tiempo que una voz igualmente mecánica se sobreponía al ruido de los relojes y preguntaba: —¿Quién visita a lord Taragorm en el palacio del Tiempo?

—El barón Meliadus, su cuñado, con el permiso del rey–emperador —contestó el barón, viéndose obligado a gritar para ser escuchado.

Las puertas permanecieron cerradas durante un buen rato, mucho más de lo que debieran haber estado, según pensó Meliadus. Finalmente, se abrieron con lentitud para permitir el paso de la litera.

Entraron en un salón con muros de metal curvados, que era como la base de un gran reloj, y el ruido se incrementó notablemente. El salón estaba lleno de sonidos y si no hubiera tenido la cabeza cubierta por el casco de lobo, se habría llevado las manos a las orejas. Empezó a pensar que, de seguir así, no tardaría en quedarse sordo.

Atravesaron este salón y entraron en otro que estaba cubierto de tapices (que, inevitablemente, representaban los dibujos de cien instrumentos distintos destinados a marcar el transcurso del tiempo), gracias a los cuales quedaba amortiguado lo peor del ruido. Una vez allí, las esclavas dejaron la litera en el suelo y el barón Meliadus apartó las cortinas con sus manos cubiertas por los guanteletes. Permaneció allí en espera de que apareciera su cuñado.

Una vez más, tuvo que esperar un tiempo que le pareció excesivo antes de que apareciera el hombre, que cruzó tranquilamente las puertas situadas en el extremo más alejado del salón, asintiendo con gestos de su enorme máscara de reloj.

—Es muy temprano, hermano —dijo Taragorm —. Lamento haberos hecho esperar tanto tiempo, pero no había desayunado todavía.

Meliadus pensó que Taragorm jamás había tenido una decente consideración de las exquisiteces de la etiqueta y dijo:

—Os ruego que me disculpéis, hermano, pero me sentía ansioso por ver vuestro trabajo.

—Me halagáis. Por aquí, hermano.

Taragorm se volvió y desapareció por la misma puerta por donde había llegado, seguido de cerca por Meliadus.

Recorrieron más pasillos cubiertos también de tapices hasta que Taragorm apoyó todo su peso sobre la barra que cerraba una puerta enorme y ésta se abrió. El aire se llenó de pronto con el sonido de un gran viento, acompañado por el de un gigantesco tambor que sonaba con un golpeteo dolorosamente lento.

Meliadus levantó la mirada con un gesto automático y vio el péndulo que se balanceaba en el aire, por encima de su cabeza. Sus cincuenta toneladas de latón tenían la forma de un sol ornamentado y refulgente, y su movimiento creaba una corriente de aire que hizo mover todos los tapices de los salones dejados atrás y que levantó la capa de Meliadus como si sólo se tratara de un par de ligeras alas de seda. El péndulo suministraba el aire y la oculta palanca situada mucho más arriba era la que producía el sonido similar a un tambor gigantesco. Sobre el vasto salón del Péndulo se veían diseminadas una gran cantidad de máquinas en distintas fases de construcción, bancos que contenían equipo de laboratorio, instrumentos de latón, bronce y plata, una gran maraña de finos hilos de oro, telarañas de joyas y de instrumentos destinados a marcar el paso del tiempo: relojes de agua, movimientos de péndulo, de palancas, de bolas, relojes, cronómetros, astrolabios, relojes de hoja, de esqueleto, de mesa, de sol… Y los esclavos de Taragorm se hallaban trabajando en todos estos instrumentos. Se trataba de científicos e ingenieros capturados en una gran cantidad de países, muchos de los cuales habían sido los mejores de sus respectivas naciones.

Mientras Meliadus observaba surgió un fogonazo de luz purpúrea de una parte del salón y una lluvia de chispas verdes, seguida por una humareda de humo rojizo procedente de otra parte. Vio como una máquina negra quedaba hecha añicos y quien la atendía se tambaleaba hacia adelante, tosiendo, y se desvanecía entre el polvo. —¿Qué ha sido eso? —preguntó una voz lacónica que sonó cerca.

Meliadus se volvió y vio a Kalan de Vitall, científico jefe ante el rey–emperador, que también estaba de visita en el palacio de Taragorm.

—Un experimento en tiempo acelerado —contestó Taragorm—. Somos capaces de crear el proceso, pero no podemos controlarlo. Hasta el momento, nada ha funcionado bien. Mirad allí… —Señaló una gran máquina ovoide, de una sustancia amarillenta y vidriosa—. Eso crea el efecto opuesto pero seguimos sin poder controlarlo. El hombre que veis a su lado ha permanecido así desde hace semanas, congelado —dijo, indicando una figura que a Meliadus le había parecido una estatua y que tomó por una figura mecánica de un reloj que estaba siendo reparado—. ¿Y qué me decís de viajar a través del tiempo? —preguntó Meliadus.

—Allí —contestó Taragorm—. ¿Veis esa serie de cajas plateadas? Cada una de ellas contiene un instrumento que hemos creado nosotros y que es capaz de enviar un objeto a través del tiempo, ya sea hacia el futuro o hacia el pasado, aunque aún no estamos seguros de a qué distancias. No obstante, los seres vivos sufren mucho cuando son sometidos al mismo viaje. De entre los esclavos o animales que hemos utilizado, muy pocos han sobrevivido, y ninguno de ellos ha dejado de sufrir considerables dolores y deformidades.

—Si hubiéramos creído lo que nos dijo Tozer —comentó Kalan —, quizá entonces podríamos haber descubierto el secreto de viajar a través del tiempo. No tendríamos que habernos burlado de él, pero, en realidad, no pude creer que ese bufón de escritorzuelo hubiera descubierto de veras el secreto—. ¿Qué decís? ¿Qué? —Meliadus ni siquiera había oído hablar de Tozer—. ¿Os referís a Tozer el dramaturgo? ¡Pero si creía que había muerto! ¿Qué sabía él sobre el viaje a través del tiempo?

—Reapareció, intentando recuperar su antigua posición ante el rey–emperador, contando la historia de que un anciano del oeste le había enseñado a viajar a través del tiempo. Según él, sólo se trataba de un truco mental. Lo trajimos aquí y, riéndonos, le pedimos que nos demostrara la veracidad de sus palabras viajando a través del tiempo. Y el caso fue que desapareció. —¿Y… y no hicisteis ringún esfuerzo para que se quedara con nosotros?

—Era imposible creer en sus palabras —intervino Taragorm—. ¿Acaso le habríais creído vos?

—En cualquier caso, habría llevado mucho más cuidado al someterlo a prueba.

—Creímos que sólo había regresado por interés propio. Además, hermano, no estábamos para fútiles distracciones. —¿Qué queréis decir con eso…, hermano? —preguntó Meliadus.

—Quiero decir que aquí trabajamos de acuerdo con el espíritu de la más pura investigación científica, mientras que vos exigís resultados inmediatos para continuar vuestra venganza contra el castillo de Brass.

—Yo, hermano, soy un guerrero…, un hombre de acción. A mí no me va eso de permanecer sentado manipulando los juguetes o reflexionando con la lectura de los libros.

—Una vez satisfecho su honor con aquella afirmación, el barón Meliadus volvió su atención al tema de Tozer. —¿Decís que el dramaturgo obtuvo el secreto de un anciano que vivía en el oeste?

—Eso fue lo que nos dijo —contestó Kalan —. Pero creo que estaba mintiendo. Nos dijo que se trataba de un truco mental que él había desarrollado, pero no le creímos capaz de tal disciplina. No obstante, lo cierto es que se desvaneció y desapareció ante nuestros propios ojos—. ¿Por qué no se me ha informado de nada de todo esto? —gimió Meliadus, sintiéndose frustrado.

—Porque todavía estabais en el continente cuando sucedió —señaló Taragorm —.

Además, no creímos que fuera de interés para un hombre de acción como vos.

—Pero los conocimientos de Tozer habrían podido clarificar vuestro trabajo —observó Meliadus—. Parecéis aceptar con mucha naturalidad el hecho de haber perdido esa oportunidad. —¿Qué podemos hacer ahora al respecto? —replicó Taragorm encogiéndose de hombros—. Estamos progresando poco a poco… —En alguna parte se produjo un estallido, un hombre gritó y una llamarada naranja y malva iluminó el salón—, y no tardaremos en haber dominado el tiempo del mismo modo que hemos dominado el espacio. —¡Quizá dentro de mil años! —bufó Meliadus—. El oeste…, ¿habéis dicho un anciano que vive en el oeste? Tenemos que localizarlo. ¿Cómo se llamaba?

—Tozer sólo nos dijo que se llamaba Mygian…, y que era un hechicero de considerable sabiduría. Pero, como os he dicho, creo que mentía. Después de todo, ¿qué hay en el oeste salvo desolación? Allí no ha quedado nada con vida desde el Milenio Trágico, a excepción de criaturas malformadas.

—Tenemos que ir allí —dijo Meliadus—. No debemos dejar piedra sin revolver, ni posibilidad alguna sin considerar…

—No contéis conmigo…, yo no iré a esas montañas peladas para dedicar mi tiempo a la caza —dijo Kalan con un estremecimiento—. Aquí tengo mucho trabajo que hacer, ocupado en instalar mis nuevas máquinas en barcos, que nos ayudarán a conquistar el resto del mundo con la misma rapidez con que hemos conquistado Europa. Además, tengo entendido que vos también tenéis responsabilidades que cumplir aquí, barón Meliadus… Nuestros visitantes…

—Condenados visitantes. Me están costando un tiempo precioso.

—No tardaré en poder ofreceros todo el tiempo que necesitéis, hermano —le dijo Taragorm—. Sólo necesitamos un poco más de… —¡Bah! Aquí no puedo aprender nada nuevo. Vuestras cajas humeantes y vuestras máquinas que explotan tienen un aspecto muy espectacular, pero a mí me son inútiles.

Seguid jugando a vuestros juegos, hermanos, seguid jugando. ¡Os deseo buenos días!

Sintiéndose aliviado al darse cuenta de que ya no necesitaba seguir siendo amable con su cuñado, Meliadus se volvió y salió del salón del Péndulo, recorrió los pasillos y los salones cubiertos de tapices, y regresó a donde estaba su litera.

Se dejó caer en ella y les lanzó un gruñido a las esclavas para que le sacaran de allí.

Mientras era transportado hacia su palacio, Meliadus reflexionó sobre la nueva información obtenida.

En cuanto se le presentara la primera oportunidad se libraría de las tareas que ahora tenía que cumplir, y viajaría al oeste para ver si podía seguir las huellas de Tozer y descubrir al anciano que no sólo disponía del secreto del tiempo, sino también de los medios que por fin le permitirían lanzar toda su venganza sobre el castillo de Brass.

9. Interludio en el castillo de Brass

En el castillo de Brass, el conde y Oladahn de las Montañas Búlgaras montaron en los caballos con cuernos y salieron al trote, cruzaron la ciudad de tejados rojos y se alejaron hacia los pantanos, como habían adquirido la costumbre de hacer cada mañana.

El conde Brass ya se encontraba algo mejor de su malhumor y empezaba a desear de nuevo la compañía de alguien, sobre todo desde la visita que les hiciera el Guerrero de Negro y Oro.

Elvereza Tozer permanecía prisionero en una de las habitaciones de las torres, y pareció sentirse contento cuando Bowgentle le proporcionó papel, pluma y tinta y le dijo que se ganara el sustento escribiendo una obra, prometiéndole un público que, aunque pequeño, sabría apreciarla.

—Me pregunto cómo le irán las cosas a Hawkmoon —dijo el conde mientras cabalgaban juntos en agradable compañía—. Siento mucho no haber sacado la paja que me hubiera permitido acompañarle.

—Yo también —asintió Oladahn—. D'Averc tuvo mucha suerte. Fue una lástima que sólo dispusiéramos de dos anillos para utilizarlos, el de Tozer y el del Guerrero. Si regresan con el resto, todos nosotros podremos hacerle la guerra al Imperio Oscuro…

—Amigo Oladahn, ha sido peligroso aceptar la idea del Guerrero de Negro y Oro. No deberían haber ido a Granbretan para tratar de descubrir por ellos mismos el paradero de Mygan de Llandar, en Yel.

—He oído decir a menudo que resulta más seguro meterse en la cueva del león, que permanecer fuera —observó Oladahn.

—Pero es mucho más seguro vivir en un país donde no haya leones —replicó el conde Brass con una ligera sonrisa en los labios.

—Bueno, confío en que el león no los devore, eso es todo, conde Brass —dijo Oladahn frunciendo el ceño—. Puede ser perverso por mi parte, pero sigo envidiándoles la oportunidad que han tenido.

—Tengo la sensación de que pasaremos mucho más tiempo hundidos en esta inacción —comentó el conde Brass, conduciendo su caballo por el estrecho sendero que cruzaba las marismas, entre los juncos—. Me parece que nuestra seguridad no sólo se ve amenazada desde un punto, sino desde muchos…

—Esa posibilidad no me preocupa en exceso —afirmó Oladahn—, pero temo por Yisselda, Bowgentle y las gentes del pueblo, pues ellos no sienten ningún entusiasmo por la clase de actividad que tanto nos agrada a nosotros.

Los dos hombres cabalgaron hacia el mar, disfrutando de la soledad y, al mismo tiempo, anhelando que llegara el momento de la acción y el combate.

El conde Brass empezó a preguntarse si acaso no valdría la pena hacer añicos el instrumento de cristal que representaba su seguridad y la de todos, llevando así el castillo de Brass al mundo que habían abandonado, y dedicándose de nuevo a la lucha, a pesar de que no había muchas posibilidades de derrotar a las grandes hordas del Imperio Oscuro.

10. Las vistas de Londra

Las alas del ornitóptero zumbaron en el aire mientras la máquina voladora trazaba círculos sobre las agujas de Londra.

Se trataba de una máquina de grandes proporciones, construida para transportar a cuatro o cinco personas, y su casco de metal relucía con dibujos barrocos en forma de volutas.

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