Las tiras de tejido negro, dorado y plateado le murmuraban, pero ahora no le acariciaban como lo habían hecho la vez anterior; en lugar de eso, se contraían, alejándose de donde él estaba, haciéndose más y más pequeña, hasta que sólo ocuparon una fracción del espacio. Hawkmoon miró a su alrededor y vio a Malagigi y detrás de él el laboratorio donde antes había rescatado al mago de los hombres del Imperio Oscuro.
Malagigi parecía exhausto, pero en su viejo rostro había una expresión de gran autosatisfacción.
Avanzó hacia él sosteniendo una caja de metal, levantó la máquina de la Joya Negra y la guardó en la caja, cerrándola firmemente con llave.
—La máquina —dijo Hawkmoon espesamente —. ¿Cómo la conseguisteis?
—Yo mismo la construí —contestó Malagigi sonriendo—. Así es, duque Hawkmoon, yo mismo la construí. Me ha costado una semana de intenso esfuerzo mientras vos yacíais aquí, protegido en parte de esa otra máquina…, la que está en Londra…, gracias a mis hechizos. Hubo momentos en que creí haber perdido la batalla, pero esta mañana terminé por fin la máquina, a excepción de un solo elemento… —¿De qué se trataba?
—De su fuerza vital. Esa era la cuestión crucial…, saber si podría pronunciar el hechizo a tiempo. Tenía que conseguir que toda la fuerza vital de la Joya Negra apareciera y llenara vuestra mente, confiando en que esta máquina absorbería todo su poder antes de que pudiera empezar a devorar vuestro cerebro. —¡Y lo hizo! —exclamó Hawkmoon aliviado.
—En efecto, lo hizo. Ahora, en cualquier caso, estáis libre de ese temor.
—En cuanto a los peligros humanos, los puedo aceptar y arrostrar alegremente —dijo Hawkmoon levantándose de la cama donde había estado tumbado—. Estoy en deuda con vos, lord Malagigi. Si puedo serviros en algo…
—No, en nada —replicó Malagigi con una sonrisa de satisfacción—. Me alegra poder tener aquí esta máquina —añadió dando unos golpecitos sobre la caja cerrada—. Quizá en algún momento me sea de gran utilidad. Además…
Frunció el ceño, mirando pensativamente a Hawkmoon. —¿Qué sucede?
—Ah, nada —contestó Malagigi encogiéndose de hombros. Hawkmoon se tocó la frente. La Joya Negra seguía incrustada allí, pero ahora estaba fría—. ¿No me habéis quitado la joya?
—No, aunque podría hacerse si así lo deseáis. Pero ahora no ofrece peligro alguno para vos. Quitarla de vuestra frente sólo será una cuestión de cirugía menor.
Hawkmoon estaba a punto de preguntarle cómo se podría hacer eso, cuando se le ocurrió otra idea.
—No —dijo al fin —. No, dejádmela… Será un símbolo de mi odio contra el Imperio Oscuro. Confío en que no tarden en temer ese símbolo—. ¿Queréis decir que tenéis la intención de continuar la lucha contra ellos?
—En efecto…, y con un esfuerzo redoblado ahora que me habéis liberado.
—Representan una fuerza a la que hay que oponerse —dijo Malagigi. Después, dando un profundo suspiro, añadió—: Ahora tengo que dormir. Me siento muy cansado.
Encontraréis a vuestros amigos esperándoos en el patio de la casa.
Hawkmoon bajó los escalones de la casa, saliendo a la brillante y cálida luz solar de la mañana, y allí estaba Oladahn, con una brillante sonrisa casi dividiendo su rostro en dos.
Junto a él estaba la alta figura del Guerrero de Negro y Oro. —¿Estáis completamente bien? —preguntó el guerrero.
—Completamente.
—Bien. En tal caso, os dejo. Adiós. Dorian Hawkmoon.
—Os agradezco toda vuestra ayuda —dijo Hawkmoon mientras el guerrero se encaminaba hacia su gran caballo blanco de combate. Entonces, cuando ya se disponía a montar, le asaltó un recuerdo y añadió—: Esperad. —¿Qué ocurre? —preguntó la cabeza cubierta por el casco, volviéndose hacia él.
—Fuisteis vos quien convencisteis a Malagigi para que eliminara la fuerza vital de la Joya Negra. Le dijisteis que yo estaba al servicio del mismo poder al que vos servís. Y, sin embargo, no conozco poder alguno a cuyo servicio me encuentre.
—Algún día lo conoceréis. —¿A qué poder servís vos?
—Sirvo al Bastón Rúnico —contestó el Guerrero de Negro y Oro.
Montó en su cabalgadura y la espoleó, pasando a través de la gran puerta y alejándose antes de que Hawkmoon pudiera hacerle más preguntas. —¿Ha dicho el Bastón Rúnico? —murmuró Oladahn, frunciendo el ceño—. Creo que se trata de un mito…
—Sí, un mito. Creo que a ese guerrero le gustan mucho los misterios. Sin duda alguna se ha burlado de nosotros. —Hawkmoon sonrió burlonamente, palmeando ligeramente a Oladahn en el hombro—. Si volvemos a verle le sonsacaremos la verdad de todo esto. Y ahora, estoy hambriento. Vendría muy bien un buen almuerzo…
—Se está preparando un banquete en el palacio de la reina Frawbra —dijo Oladahn con un guiño—. El más exquisito que he visto jamás. Y creo que el interés que la reina siente por vos no sólo se debe a la gratitud. —¿De veras? Bueno, confío en no desilusionarla, amigo Oladahn, puesto que estoy comprometido con una doncella más hermosa que la propia Frawbra—. ¿Es eso posible?
—Sí. Vamos, pequeño amigo…, disfrutemos de la buena comida de la reina y hagamos nuestros preparativos para regresar al oeste. —¿Tenemos que marcharnos tan pronto? Aquí somos héroes y, además, nos merecemos un buen descanso, ¿no os parece?
—Quedaos si queréis —le dijo Hawkmoon sonriendo—. Pero yo tengo que asistir a una boda…, la mía.
—Oh, si es así —concedió Oladahn con un suspiro y una mueca burlona—. Yo tampoco debería perderme ese acontecimiento. Supongo que tendré que acortar mi estancia en Hamadán.
A la mañana siguiente, la propia reina Frawbra les escoltó hasta las puertas de Hamadán. —¿No queréis cambiar de opinión, Dorian Hawkmoon? Os ofrezco un trono… El trono por el que mi hermano encontró la muerte.
Hawkmoon miró hacia el oeste. A más de tres mil kilómetros de distancia y varios meses de viaje estaría Yisselda esperándole, sin saber si había tenido éxito en su misión o si en estos momentos había caído víctima de la Joya Negra. El conde Brass también le esperaba y debía contarle la nueva infamia cometida por Granbretan. Sin duda alguna, Bowgentle estaba ahora junto a Yisselda, en la torreta de la torre más alta del castillo de Brass, contemplando las marismas de Camarga, tratando de consolar a la joven, que se preguntaría si el hombre que se había comprometido a casarse con ella regresaría alguna vez.
Se inclinó en su silla y besó la mano de la reina.
—Os lo agradezco, majestad, y me honráis mucho al creerme digno de gobernar a vuestro lado, pero debo cumplir un compromiso… por el que renunciaría a veinte tronos si fuera necesario… Debo marcharme. También se necesita mi espada para luchar contra el Imperio Oscuro.
—En tal caso, marchaos —dijo ella con tristeza—, pero acordaos de Hamadán y de su reina.
—Asi lo haré.
Espoleó a su gran caballo azul y se lanzó al galope sobre la rocosa llanura. Detrás de él, Oladahn se volvió, lanzó un beso hacia la reina Frawbra, le sonrió, haciéndole un guiño, y cabalgó en pos de su amigo.
Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, cabalgó firmemente en dirección al oeste, dispuesto a afirmar su amor y tomar su venganza.
Sabemos ahora cómo Dorian Hawkmoon, el último duque de Colonia, se desembarazó del poder de la Joya Negra y salvó a la ciudad de Hamadán de ser conquistada por el Imperio Oscuro de Granbretan. Su archienemigo, el barón Meliadus, había sido derrotado.
Hawkmoon se puso de nuevo en marcha hacia el oeste, en dirección hacia la sitiada Camarga, donde le esperaba su amada Yisselda, la hija del conde Brass. Junto con su compañero inseparable, Oladahn, hombre–bestia de las Montañas Búlgaras, Hawkmoon cabalgó desde Persia hasta el mar de Chipre y el puerto de Tarabulus, donde confiaban en encontrar un buque con una tripulación lo bastante valiente como para llevarles a ambos de regreso a Camarga. Pero se perdieron en el desierto sirio y estuvieron a punto de morir de sed y agotamiento antes de divisar las pacíficas ruinas de Soryandum, situadas al pie de una cadena de verdes colinas sobre las que pastaba el ganado salvaje…
Mientras tanto, en Europa, el Imperio Oscuro extendía su terrible gobierno, mientras el Bastón Rúnico palpitaba en otras partes, ejerciendo su influencia sobre miles de kilómetros, implicando con ello los destinos de unos pocos seres humanos de caracteres y ambiciones muy distintos…
—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO
La ciudad era antigua y se notaba en ella el paso del tiempo. Era un lugar lleno de piedras desgastadas por el viento, y de manipostería desmoronada, con sus torres ladeadas y los muros derrumbados. Las ovejas salvajes apacentaban la hierba que crecía entre las piedras cuarteadas del pavimento, y las aves con plumajes de brillantes colores anidaban entre columnas cubiertas de mosaicos descoloridos. Daba la impresión de que, en otros tiempos, la ciudad había sido espléndida y terrible, pero ahora sólo era hermosa y tranquila. Los dos viajeros llegaron a ella envueltos en el halo amarillento de la mañana, cuando una suave brisa melancólica soplaba por entre las antiguas calles, rompiendo su silencio. Los cascos de los caballos se impusieron al silencio, mientras los dos viajeros los conducían por entre las torres verdeantes por el transcurso de! tiempo, y pasaban junto a ruinas llenas de colorido, gracias a las flores de color naranja, ocre y púrpura. Se encontraban en Soryandum, abandonada por sus gentes.
Los nombres y sus caballos únicamente mostraban un solo color gracias al polvo que les cubría, haciéndoles parecerse a estatuas que, de pronto, hubieran cobrado vida. Se movieron con lentitud, contemplando admirativamente lo que veían a su alrededor: la belleza de la ciudad muerta.
El primero de ellos era un hombre alto y delgado y, aunque agotado, se movía con la gracia propia de un guerrero bien entrenado. Su largo pelo rubio había quedado casi blanqueado por el sol, y en sus pálidos ojos azules se observaba un atisbo de locura.
Pero lo más notable de todo su aspecto era la opaca joya negra incrustada en su frente, justo por encima y entre los ojos, un estigma que debía a los pervertidos hechos milagrosos de los hechiceros científicos de Granbretan. Se trataba de Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, expulsado de sus tierras por las conquistas del Imperio Oscuro, que abrigaba el propósito de extender su gobierno a todo el mundo. Dorian Hawkmoon había jurado vengarse de la nación más poderosa de todo su planeta, atormentado por la guerra.
La criatura que seguía a Hawkmoon portaba un gran arco de hueso y un carcaj de flechas en la espalda. Iba únicamente vestido con un par de pantalones bombachos y unas botas de cuero blando, pero todo su cuerpo, incluyendo el rostro, estaba cubierto de un pelo rojo lanudo. La cabeza sólo le llegaba a la altura de la parte inferior del hombro de Hawkmoon. Se trataba de Oladahn, descendiente cruzado entre un hechicero y una mujer gigante procedente de las Montañas Búlgaras.
Oladahn se limpió el pelo de arena y mostró una expresión de perplejidad.
—Jamás había visto una ciudad tan extraña. ¿Por qué está desierta? ¿Quién pudo haber vivido en un lugar como éste?
Hawkmoon se frotó la opaca Joya Negra de su frente, como solía hacer siempre que se sentía desconcertado.
—Quizá a causa de una enfermedad… ¿quién sabe? Confiemos en que, si fue una enfermedad, no quede ahora nada de ella. Quizá especule más tarde, pero no en estos momentos. Estoy seguro de escuchar el ruido del agua en alguna parte…, y ésa es mi primera necesidad. La segunda será comer, y la tercera dormir… Y creo, amigo Oladahn, que la cuarta aún está muy distante…
En una de las plazas de la ciudad descubrieron una roca azulgrisácea, con bajorrelieves en los que se mostraban figuras corrientes. De los ojos de una doncella de piedra brotaba una verdadera fuente de agua que caía en un hueco hecho debajo.
Hawkmoon se detuvo y bebió, pasándose las manos humedecidas por el rostro polvoriento. Se apartó para que Oladahn pudiera beber y después ambos permitieron que los caballos saciaran su sed.
Hawkmoon buscó en el interior de una de sus alforjas y sacó el arrugado mapa de pergamino que les habían entregado en Hamadán. Su dedo recorrió el mapa hasta que se detuvo sobre la palabra «Soryandum». Sonrió, aliviado.
—No estamos tan lejos de nuestra ruta original —comentó—. Por detrás de estas colinas fluye el Eufrates, y Tarabulas está más allá, aproximadamente a una semana de camino. Descansaremos aquí y mañana continuaremos nuestro viaje. Una vez nos hayamos refrescado y descansado, viajaremos más rápidamente.
—Sí —asintió Oladahn—, y me imagino que exploraréis la ciudad antes de marcharnos. —Se roció el pelo con agua fresca y después se inclinó para recoger el arco y el carcaj —. Y ahora procuremos atender vuestra segunda exigencia: la comida. No estaré ausente durante mucho tiempo. He visto un carnero salvaje en las colinas. Esta noche cenaremos buena carne asada.
Volvió a montar en su caballo y se alejó, dirigiéndose hacia las derrumbadas puertas de la ciudad, mientras Hawkmoon se quitaba las ropas y metía las manos en el agua fresca de la fuente, sonriendo con una sensación de extraordinaria lujuria, al tiempo que vertía parte del agua sobre la cabeza y el cuerpo. A continuación, sacó ropas limpias de las alforjas, poniéndose una camisa de seda que le había regalado la reina Frawbra de Hamadán, y un par de pantalones bombachos de algodón azul. Contento de verse libre de los pesados avíos de cuero y hierro que había llevado hasta entonces como medida de protección contra los hombres del Imperio Oscuro con los que pudieran encontrarse en el desierto, Hawkmoon se puso un par de sandalias para completar su nueva vestimenta. La única concesión que hizo a la precaución consistió en ajustarse el cinto del que pendía la espada.
No era muy probable que les hubieran seguido hasta allí y, además, la ciudad parecía tan pacífica que no le pareció posible verse amenazado por ningún peligro.
Se acercó al caballo y lo desensilló, para dirigirse después hacia la sombra de una torre medio desmoronada, donde se sentó con la espalda apoyada contra el muro, en espera de que Oladahn regresara con el carnero.
Pasó el mediodía y Hawkmoon empezó a preguntarse qué habría sido de su amigo.
Dormitó durante otra hora antes de empezar a sentirse realmente preocupado, y finalmente se levantó y volvió a ensillar su caballo.