Sabía que no era nada normal que un arquero tan hábil como Oladahn pasara tanto tiempo persiguiendo a un carnero salvaje. Y, sin embargo, allí no parecía haber ninguna clase de peligro. Quizá Oladahn se había sentido tan cansado que había decidido dormir una hora o dos antes de emprender el esfuerzo de cargar con el animal. Aun cuando fuera eso lo único que lo estaba retrasando, Hawkmoon llegó a la conclusión de que quizá necesitara ayuda.
Montó en su caballo y recorrió las calles en ruinas hasta llegar a los muros exteriores de la ciudad y dirigirse hacia las colinas que había más allá. El caballo pareció recuperar buena parte de su antigua energía en cuanto sus cascos pisaron hierba, y Hawkmoon tuvo que tensar las riendas cabalgando hacia las colinas a un trote ligero.
Allá delante vio una manada de ovejas dirigidas por un carnero de aspecto prudente, quizás el que Oladahn había mencionado, pero no se veía la menor señal del pequeño hombre bestia. —¡Oladahn! —gritó Hawkmoon, mirando a su alrededor—. ¡Oladahn!
Pero sólo le contestaron los ecos apagados de su propia voz.
Hawkmoon frunció el ceño y lanzó su caballo al galope, subiendo a la cresta de una colina algo más elevada que las demás, con la ventaja de poder distinguir a su amigo desde aquella altura. Las ovejas se desparramaron ante él cuando el caballo avanzó sobre la hierba de primavera. Llegó a lo más alto de la colina y se protegió los ojos del resplandor del sol. Miró en todas direcciones, pero siguió sin ver la menor señal de Oladahn.
Continuó mirando a su alrededor durante un momento más, confiando en descubrir algún rastro de su amigo; entonces, al mirar hacia la ciudad, vio un movimiento cerca de la plaza de la fuente. ¿Le habían engañado sus ojos o había visto realmente a un hombre que entraba en las sombras de las calles que conducían a la parte oriental de la plaza? ¿Podía haber regresado Oladahn siguiendo otra ruta? En tal caso, ¿por qué no había contestado a sus llamadas?
Ahora, Hawkmoon experimentó una cosquilleante sensación de terror en el fondo de su mente, pero seguía sin creer que aquella ciudad pudiera representar ningún tipo de amenaza.
Espoleó al caballo colina abajo y en cuanto llegó a la ciudad lo hizo meterse por entre un trozo de murallas derrumbadas.
Los cascos del caballo, amortiguados por el polvo, retumbaron por entre las calles mientras Hawkmoon se dirigía hacia la plaza gritando el nombre de Oladahn. Pero, una vez más, únicamente le contestaron los ecos de su propia voz. En la plaza no había el menor rastro del pequeño hombre montado.
Hawkmoon frunció el ceño. Ahora estaba casi seguro de que, después de todo, él y Oladahn no estaban solos en aquella ciudad. Y, sin embargo, no había señales de la presencia de habitantes.
Hizo dar media vuelta a su caballo para dirigirse hacia las calles. Al hacerlo, sus oídos captaron un débil sonido procedente de lo alto. Miró hacia arriba, con los ojos escudriñando el cielo, seguro de haber reconocido aquel sonido. Finalmente, lo vio… Era una distante figura negra suspendida en el aire. Entonces, la luz del sol relampagueó sobre el metal y el sonido se escuchó con mayor claridad. Correspondía al aleteo de unas gigantescas alas de bronce, A Hawkmoon se le hundió el corazón en el pecho.
La cosa que descendía de! cielo era, indudablemente, un ornitóptero que tenía la figura de un cóndor gigantesco, esmaltado en azul, escarlata y verde. Se trataba de una máquina voladora del Imperio Oscuro de Granbretan. Ninguna otra nación de la Tierra poseía tales naves.
Ahora se explicaba por completo la desaparición de Oladahn. Los guerreros del Imperio Oscuro estaban en Soryandum. Además, era muy probable que hubieran reconocido a Oladahn y que, a estas alturas, ya supieran que Hawkmoon no podía hallarse muy lejos.
Y Hawkmoon era el enemigo más odiado del Imperio Oscuro.
Hawkmoon se dirigió hacia las sombras de la calle, confiando en no haber sido descubierto por el ornitóptero. ¿Podrían haberles seguido los granbretanianos a lo largo de todo el camino recorrido por el desierto? No era probable. Y, sin embargo, ¿de qué otro modo explicar su presencia en este lugar tan remoto?
Hawkmoon desenvainó de la funda su gran espada de batalla y desmontó. Vestido como iba con finas ropas de seda y algodón se sentía extraordinariamente vulnerable.
Corrió por las calles, tratando de ocultarse.
Ahora, el ornitóptero sólo volaba unos pocos metros por encima de las torres más altas de Soryandum. Sin duda alguna le estaban buscando a él, el hombre del que el reyemperador Huon había jurado vengarse como consecuencia de su «traición» contra el Imperio Oscuro. Hawkmoon había podido matar al barón Meliadus en la batalla de Hamadán, pero, sin lugar a dudas, el rey Huon se había apresurado a enviar a un emisario con la tarea de dar caza a su odiado enemigo.
No es que el joven duque de Colonia hubiera esperado viajar sin contratiempos, pero no había creído posible encontrárselos tan pronto.
Llegó a un edificio oscuro medio en ruinas cuyo frío portal le ofreció protección. Entró en el edificio y se encontró en un amplio salón de muros pálidos y piedra tallada, parcialmente cubiertos de suaves musgos y liqúenes. Una escalera partía de uno de los lados del salón, y Hawkmoon, con la espada en la mano, subió los escalones cubiertos de musgo hasta encontrarse en una pequeña estancia iluminada por la luz del sol, que penetraba por un agujero del muro, allí donde las piedras se habían caído. Se protegió contra el muro y miró por el trozo desmoronado. Desde allí podía ver una buena parte de la ciudad, y distinguió al ornitóptero que daba vueltas mientras su piloto, con una máscara de buitre, escudriñaba las calles.
No muy lejos de donde se encontraba se levantaba una torre de granito verde descolorido. Se hallaba situada más o menos en el centro de Soryandum, dominando la ciudad. El ornitóptero trazó círculos a su alrededor durante un rato y, al principio, Hawkmoon pensó que el piloto estaba convencido de que se ocultaba allí. Pero entonces, la máquina voladora se posó sobre el tejado plano de la torre, rodeado por almenas.
Desde alguna parte de abajo surgieron otras figuras que se unieron al piloto.
Evidentemente, aquellos hombres también eran de Granbretan. Todos llevaban puestas pesadas armaduras y capas y, a pesar del calor que hacía, unas enormes máscaras de metal les cubrían las cabezas. La naturaleza retorcida de los hombres del Imperio Oscuro era tal que no podían quitarse las máscaras, fueran cuales fuesen las circunstancias. Parecían tener una profunda dependencia psicológica con respecto a tales máscaras.
Las máscaras eran de un rojo óxido y un amarillo turbio, y estaban hechas de modo que parecieran osos salvajes rampantes, con ojos feroces en forma de joyas que refulgían bajo la luz del sol, y grandes colmillos de marfil surgiendo en espiral de los acampanados hocicos.
Así pues, aquellos eran los hombres de la orden del Oso, famosos en toda Europa por su salvajismo. Había seis rodeando a sujete, un hombre alto y delgado, cuya máscara estaba hecha de oro y bronce y que mostraba un acabado mucho más delicado, casi hasta el punto de caricaturizar la máscara de la orden. El hombre se apoyaba en los brazos de dos de sus compañeros, uno de ellos pequeño y fornido y el otro tan alto que era virtualmente un gigante, con los brazos desnudos y las piernas cubiertas con tanto pelo que casi parecía inhumano. ¿Estaría enfermo o herido su líder?, se preguntó Hawkmoon. Casi parecía haber algo de artificial en la forma en que se apoyaba en los dos hombres…, alto histriónico. Hawkmoon creyó reconocer entonces al líder de la orden del Oso. Se trataba, casi sin lugar a dudas, del renegado francés Huillam d'Averc, que en otros tiempos fuera brillante pintor y arquitecto, y que se había unido a la causa de Granbretan mucho antes de que el Imperio Oscuro conquistara Francia. D'Averc era un enigma, aunque un hombre peligroso, a pesar de toda su afectada enfermedad.
Ahora, el jefe de la orden del Oso habló con el piloto con máscara de buitre y éste sacudió la cabeza negativamente. Era evidente que no había descubierto a Hawkmoon, aunque señaló hacia el lugar donde Hawkmoon había dejado su caballo. D'Averc, si es que se trataba de él, hizo lánguidamente una señal a uno de sus hombres, quien desapareció hacia abajo, reapareciendo casi inmediatamente sujetando a un Oladahn que se debatía y bufaba.
Aliviado, Hawkmoon observó como dos de los hombres con máscaras de oso empujaban a Oladahn cerca de las almenas. Su amigo, al menos, estaba vivo.
Entonces, el jefe del grupo volvió a hacer una señal y el piloto se inclinó hacia el interior de la cabina de su máquina voladora y extrajo un megáfono con forma de campana, que entregó a! gigante sobre cuyo brazo seguía apoyado el jefe. El gigante colocó el megáfono cerca del hocico de la máscara de su jefe.
De repente, la quietud del aire de la ciudad se vio perturbada por la aburrida y cansina voz del jefe de los guerreros Oso.
—Duque de Colonia, sabemos que os encontráis en la ciudad, pues hemos capturado a vuestro sirviente. El sol se pondrá dentro de una hora. Si para entonces no os habéis entregado, nos veremos obligados a matar a este pequeño…
Hawkmoon estuvo seguro ahora de que se trataba de D'Averc. Ningún otro ser humano podía tener aquel aspecto y poseer una voz como aquella. Hawkmoon vio que el gigante volvía a entregar el megáfono al piloto y a continuación, con ayuda de su compañero bajo y rechoncho, ayudó a su jefe a dirigirse hacia las almenas parcialmente destrozadas, de modo que D'Averc pudiera apoyarse en ellas y mirar hacia abajo, escudriñando las calles.
Hawkmoon controló la furia que sentía y estudió la distancia que separaba la torre del edificio donde estaba. Saltando por el hueco del muro podría alcanzar una serie de tejados planos que le permitirían acercarse a un montón de manipostería caída, amontonada contra un muro de la torre. Observó que desde allí podría escalar fácilmente hasta alcanzar las almenas. Pero lo descubrirían en cuanto abandonara su refugio. Sólo de noche podría seguir aquella ruta…, y en cuanto aquélla cayera empezarían a torturar a Oladahn.
Desconcertado, Hawkmoon se acarició la Joya Negra, la señal de su antigua esclavitud con respecto a Granbretan. Sabía que, si se entregaba, lo matarían instantáneamente, o bien lo llevarían de regreso a Granbretan, donde lo matarían con una terrible lentitud para servir de diversión a los pervertidos lores del Imperio Oscuro. Pensó en Yisselda, a quien había jurado que regresaría; en el conde Brass, a quien había prometido ayudar en su lucha contra Granbretan…, y también pensó en Oladahn, con quien había intercambiado un juramento de amistad después de que el pequeño hombre bestia le salvara la vida. ¿Podía sacrificar a su amigo? ¿Podía justificar tal acción, aun cuando la lógica le dijera que su propia vida era mucho más valiosa en la lucha contra el Imperio Oscuro?
Hawkmoon sabía que aquella clase de lógica no servía de nada en una situación como ésta. Pero también sabía que su sacrificio podía ser inútil, pues no tenía la menor garantía de que el jefe de los guerreros Oso pusiera a Oladahn en libertad una vez que Hawkmoon se le hubiera entregado.
Se mordió los labios, apretando la espada con fuerza; entonces, tomó una decisión.
Introdujo el cuerpo por el hueco abierto en el muro, se agarró a las piedras con una mano e hizo oscilar la brillante espada hacia la torre. D'Averc levantó lentamente la mirada hacia él.
—Tenéis que poner en libertad a Oladahn antes de que yo me entregue —gritó Hawkmoon—. Sé que todos los hombres de Granbretan son unos embusteros. Sin embargo, si dejáis a Oladahn en libertad, tenéis mi palabra de que me entregaré en vuestras manos.
—Es posible que seamos embusteros —dijo la voz lánguida, apenas audible —, pero no somos idiotas. ¿Cómo puedo confiar en vuestra palabra?
—Porque soy el duque de Colonia —contestó Hawkmoon con sencillez—. Yo no miento.
Una risa ligera e irónica surgió del interior de la máscara oso.
—Vos podéis ser un ingenuo, duque de Colonia, pero sir Huillam d'Averc no lo es. No obstante, ¿puedo sugeriros un compromiso? —¿De qué se trata? —preguntó Hawkmoon secamente.
—Sugiero que os acerquéis hacia donde estamos nosotros, de modo que os encontréis a tiro de la lanza de fuego de nuestro ornitóptero. Entonces pondré en libertad a vuestro sirviente. —D'Averc tosió ostentosamente y después se apoyó pesadamente sobre una almena—. ¿Qué me decís?
—Eso no es un compromiso —replicó Hawkmoon—. En tal caso nos podríais matar a ambos con muy poco esfuerzo o peligro para vos.
—Mi querido duque, el rey–emperador os prefiere vivo. Seguramente lo sabéis, ¿verdad? Pongo en juego mi propio interés. El mataros ahora sólo me reportaría un título de barón, mientras que entregaros vivo para que sirváis de diversión al rey–emperador, me convertiría casi con toda seguridad en príncipe. ¿Acaso no habéis oído hablar de mí, duque Dorian? Yo soy el ambicioso Huillam d'Averc.
El argumento de D'Averc parecía convincente, pero Hawkmoon no podía olvidar la reputación de taimado que tenía el francés. Aun siendo cierto que para D'Averc tenía más valor vivo que muerto, el renegado bien podría decidir no arriesgar sus ganancias y, en consecuencia, matar a Hawkmoon en cuanto se hallara a tiro de la lanza de fuego del ornitóptero.
Hawkmoon reflexionó un momento y finalmente suspiró.
—Haré lo que sugerís, sir Huillam.
Se dispuso entonces a saltar sobre la estrecha callejuela que le separaba de los tejados que había debajo. —¡No, duque Dorian! —gritó entonces Oladahn—. ¡Dejad que me mate! ¡Mi vida no tiene ningún valor!
Hawkmoon actuó como si no hubiera escuchado las palabras de su amigo y saltó todo lo que pudo, cayendo de pie sobre el tejado. La vieja manipostería se estremeció bajo el impacto y, por un momento, creyó que iba a caer tras el tejado desmoronado. Pero la obra resistió, y él empezó a caminar cautelosamente hacia la torre.
Oladahn volvió a gritarle y empezó a forcejear en manos de sus captores.
Hawkmoon lo ignoró y siguió avanzando, con la espada todavía en una mano, pero sosteniéndola con imprecisión, virtualmente olvidada.
Entonces, Oladahn logró librarse y se movió rápidamente por la torre, perseguido por dos guerreros. Hawkmoon le vio precipitarse hacia el extremo más alejado de las almenas, detenerse allí un instante, y luego saltar sobre el parapeto al vacío.