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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (13 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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—A esta balada le he puesto el título de El emperador Glaucoma, y confío en que os divertirá —dijo, y a continuación empezó a recitar las palabras:

El emperador Glaucoma pasó ante los formales guardias en la arcada más lejana y entró en el bazar, donde yacían entre las sombras de las palmeras del templo los restos de la última guerra, desde los caballeros templarios hasta el otomano, los huéspedes del alcázar y el poderoso khan.

Pero el emperador Glaucoma pasó sin detenerse, mientras flautas y tambores tocaban en honor del paso del emperador.

El conde Brass observaba cuidadosamente el grave rostro de Bowgentle con una irónica sonrisa en sus labios. Mientras tanto, el poeta recitaba la compleja poesía con ingenio y graciosos ademanes. Hawkmoon miró en derredor y vio que unos sonreían y otros tenían la mirada perdida, a causa del alcohol. Hawkmoon permanecía impertérrito.

Yisselda se inclinó hacia él y murmuró algo inaudible.

Los barcos del puerto hicieron sonar sus cañones cuando el emperador rechazó al embajador vaticano. —¿De qué diablos está hablando? —gruñó Von Villach.

—De cosas antiguas —contestó el viejo Zhonzhac Ekare —. De cosas que sucedieron antes del Milenio Trágico.

—Pues yo preferiría escuchar una balada de combate.

Zhonzhac Ekare se llevó un dedo a los labios casi cubiertos por la barba y le hizo guardar silencio a su amigo, mientras Bowgentle continuaba: que le había hecho regalos de alabastro, y una hoja de Damasco, y una escayola de París, de la tumba de Zoroastro, allí donde florecen las sombras de la noche.

Hawkmoon apenas si escuchaba las palabras, aunque su cadencia parecía ejercer sobre él un efecto peculiar. Al principio pensó que sólo se trataba del vino, pero entonces se dio cuenta de que en un determinado momento de la recitación su mente pareció estremecerse, y unas olvidadas sensaciones brotaron de pronto en su pecho. Se revolvió, incómodo, en su asiento.

Bowgentle observó duramente a Hawkmoon, mientras continuaba con su poema, al tiempo que gesticulaba de un modo exagerado.

El poeta laureado con laurel y brocados de color naranja adornado con topacio, y ópalo, y lucido jade, lleno de fragantes ungüentos, perfumado con mirra y lavanda, los tesoros de Tracia y Samarcanda, cayó postrado en la plaza del mercado, —¿Os encontráis bien, milord? —preguntó Yisselda inclinándose hacia Hawkmoon y hablándole con una expresión de preocupación.

—Estoy bien, gracias —contestó Hawkmoon sacudiendo la cabeza. Se estaba preguntando si no habría ofendido de algún modo a los señores de Granbretan y ellos habían decidido transmitir ahora a la Joya Negra todo su poder vital. Sentía que la cabeza le daba vueltas, insensato, y mientras las antífonas corales cantaban su gloria, el emperador, majestuoso, con babuchas de oro y marfil, tropezó con él, arrancando aplausos al dios mortal.

Ahora, todo lo que Hawkmoon podía ver era la figura y el rostro de Bowgentle, y no podía escuchar más que el ritmo de las palabras, preguntándose si no sería aquello una especie de encantamiento. Y si Bowgentle estaba tratando de encantarle, ¿cuál era la razón de su actitud?

Desde ventanas y torres alegremente ornamentadas con guirnaldas de flores y ramos frescos, los niños arrojaban lluvias de pétalos de rosas y de jacintos a la calle por donde Glaucoma pasaba.

Abajo, desde las casas y los parapetos otros niños arrojaban violetas, pimpollos de flores, lilas y peonías, y finalmente, ellos mismos, por donde Glaucoma pasaba.

Hawkmoon bebió un largo trago de vino y respiró profundamente, mirando con fijeza a Bowgentle mientras el poeta continuaba recitando sus versos:

La luna brillaba débilmente, el caliente sol oscilaba retrasando el mediodía, y las estrellas se esparcían, con serafín elevando un himno pues pronto el emperador estaría ante la ruina sagrada, sublime, y apoyaría su mano en aquella puerta desconocida para el tiempo, que sólo él, entre los mortales, podía abrir.

Hawkmoon boqueó como puede hacerlo un hombre cuando acaba de ser arrojado al agua helada. Yisselda le puso la mano sobre la frente humedecida por el sudor y sus dulces ojos reflejaban una expresión preocupada. —¿Milord…?

Hawkmoon miró fijamente a Bowgentle mientras el poeta, implacable, seguía recitando:

Glaucoma cruzó con los ojos bajos el tenebroso portal ancestral incrustado de piedras preciosas, perlas, huesos y rubíes.

Cruzó la puerta y la columnata, mientras el sonido de trombones y trompetas hacían retemblar la tierra, y por encima se extendían las huestes, y un olor de ámbar gris quemaba en el aire.

Débilmente, Hawkmoon fue consciente de la mano de Yisselda tocándole el rostro, pero no pudo escuchar lo que ella le dijo. Tenía los ojos fijos en Bowgentle, y sus oídos se concentraban en la tarea de escuchar lo que éste seguía recitando. Una copa se le cayó de la mano. Indudablemente, se sentía enfermo, pero el conde Brass no hizo el menor movimiento por ayudarle. En lugar de ello, miraba de Hawkmoon a Bowgentle, con el rostro medio oculto tras su propia copa de vino y una expresión irónica en los ojos.

Ahora el emperador libera una paloma blanca como la nieve.

Oh, una paloma tan justa como la propia paz, tan rara que el amor aumenta en todas partes.

Hawkmoon gimió. En el extremo más alejado de la mesa, Von Villach dejó su copa de vino sobre la mesa.

—Estaría de acuerdo con eso —dijo—. ¿Por qué no recitar La montaña del baño de sangre? Es una buena…

El emperador liberó esa paloma blanca como la nieve, y ésta voló hasta que nadie pudo verla volar a través del aire nítido, a través del fuego, volando aún más alto, aún más y más alto, justo hacia el sol, para morir por el emperador Glaucoma.

Hawkmoon se incorporó, tambaleante, y trató de decirle algo a Bowgentle, pero finalmente cayó sobre la mesa, derramando el vino en todas direcciones. —¿Está borracho? —preguntó Von Villach con un tono de disgusto—. ¡Está enfermo! —exclamó Yisselda—. ¡Oh, está enfermo!

—No creo que esté borracho —dijo el conde Brass inclinándose sobre el cuerpo de Hawkmoon y levantándole un párpado—. Pero, desde luego, ha perdido el conocimiento.

Levantó la mirada hacia Bowgentle y sonrió. Bowgentle le devolvió la sonrisa y se encogió de hombros, diciendo:

—Espero que estéis seguro de eso, conde Brass.

Hawkmoon permaneció durante toda la noche en un coma profundo, del que despertó a la mañana siguiente, encontrando a Bowgentle, que actuaba como físico del castillo, inclinado sobre él. Aún no podía estar seguro de si lo sucedido había sido causado por la bebida, la Joya Negra, o Bowgentle. Ahora se sentía muy caliente y débil.

—Tenéis fiebre, milord duque —le dijo Bowgentle con suavidad—. Pero os curaremos, no temáis.

Después acudió a verle Yisselda, que se sentó al lado de la cama y le sonrió.

—Bowgentle dice que no es nada serio —le dijo—. Yo os cuidaré. No tardaréis en volver a sentiros bien.

Hawkmoon escudriñó su semblante y experimentó una gran oleada de emoción.

—Lady Yisselda… —¿Sí, milord?

—Yo…, gracias…

Hawkmoon desvió la mirada, aturdido. Desde detrás de él escuchó una voz que hablaba con urgencia. Era la del conde Brass.

—No digáis nada más. Descansad. Controlad vuestros pensamientos. Dormid todo lo que podáis.

Hawkmoon no se había dado cuenta de que el conde Brass estaba en la habitación.

Entonces, Yisselda le acercó un vaso a los labios. Bebió el frío líquido y no tardó en volver a quedarse dormido.

Al día siguiente la fiebre ya había desaparecido y, en lugar de una ausencia de emoción. Dorian Hawkmoon se sintió más bien como si estuviera física y espiritualmente entumecido. Se preguntó si acaso no le habrían drogado.

Yisselda acudió a verle cuando estaba terminando de desayunar, y le preguntó si se sentía con fuerzas para acompañarla a dar un paseo por los jardines, ya que hacía un día estupendo.

Se frotó la frente, sintiendo el extraño calor de la Joya Negra bajo su mano. Apartó la mano, alarmado. —¿Os sentís mal todavía, milord? —preguntó Yisselda.

—No… Yo… —Hawkmoon suspiró —. No sé. Me siento extraño… Es algo desconocido…

—Quizá un poco de aire fresco os ayude a despejaros la cabeza.

Pasivamente, Hawkmoon se levantó para acompañarla a los jardines. El aire de éstos estaba lleno con toda clase de agradables aromas, el sol lucía espléndidamente, haciendo que los arbustos y los árboles se destacaran nítidamente en el claro aire invernal.

El contacto del brazo de Yisselda, apoyado en el suyo, aún agitó más los sentimientos de Hawkmoon. Era una sensación agradable, como lo era la sensación del viento en la cara y la vista de los jardines y de las casas de la ciudad. Sentía una mezcla de temor y desconfianza… Temor por la Joya Negra, pues estaba seguro de que le destruiría si dejaba entrever cualquier indicio de lo que ahora estaba ocurriendo; y desconfianza para con el conde Brass y los demás, pues tenía la sensación de que le estaban engañando de algún modo, y de que tenían algo más que un indicio sobre el verdadero propósito de su presencia en el castillo de Brass. Podía raptar a la muchacha ahora mismo, robar un caballo y quizá contara con una buena oportunidad para escapar. De pronto, se volvió hacia ella, mirándola.

Ella le sonrió dulcemente. —¿Os hace sentir mejor el aire, milord duque?

Hawkmoon escudriñó su rostro al tiempo que sentía en su interior el conflicto de numerosas y encontradas emociones. —¿Mejor? —replicó roncamente —. ¿Mejor? No estoy seguro… —¿Estáis cansado?

—No.

Empezó a dolerle la cabeza y volvió a tener miedo de la Joya Negra. Extendió una mano y agarró a la muchacha. Ésta, creyendo que estaba a punto de caerse a causa de la debilidad, le cogió a su vez de los brazos tratando de sostenerle. Entonces, las manos de Hawkmoon perdieron su fuerza y no pudo hacer nada.

—Sois muy amable —dijo el duque.

—Y vos sois un hombre muy extraño —dijo ella, casi hablando consigo misma—. Sois un hombre que se siente infeliz.

—Ah…

Se apartó de ella y empezó a caminar sobre el césped, en dirección al borde de la terraza. ¿Podrían saber los señores de Granbretan lo que estaba sucediendo en su interior? No era muy probable. Por otro lado, le parecía verosímil que hubieran entrado en sospechas y que pudieran activar la fuerza vital de la Joya Negra en cualquier momento.

Respiró profundamente el aire frío y enderezó los hombros, recordando lo que le había dicho la noche anterior el conde Brass: «Controlad vuestros pensamientos».

El dolor de su cabeza iba en aumento. Se volvió hacia la joven.

—Creo que será mejor que regresemos al castillo —le dijo a Yisselda.

Ella asintió con un gesto y volvió a cogerle del brazo. Ambos regresaron por el mismo camino por el que habían venido.

Ya en el salón principal, el conde Brass salió a su encuentro. Tenía una expresión de amable preocupación, pero no distinguió en su semblante nada capaz de confirmarle el tono de urgencia que había empleado la noche anterior. Hawkmoon se preguntó si no lo habría soñado, o si quizá el conde Brass había supuesto la naturaleza de la Joya Negra y estaba actuando ahora para engañar tanto a la joya como a los lores oscuros, que incluso ahora podrían estar observando aquella escena desde los laboratorios del palacio en Londra.

—El duque de Colonia no se encuentra bien —dijo Yisselda.

—Me apena mucho saberlo —replicó el conde Brass—. ¿Necesitáis algo, milord?

—No —se apresuró a contestar Hawkmoon—. No…, gracias.

Se dirigió hacia la escalera, caminando con la mayor firmeza que pudo. Yisselda le acompañó, sosteniéndole todavía por un brazo, hasta que llegaron a sus habitaciones.

Una vez ante la puerta, él se detuvo y la miró. Los ojos de la muchacha estaban muy abiertos y le miraban con una expresión llena de simpatía; ella levantó una mano y le acarició suavemente la mejilla por un breve instante. Ante aquel contacto, Hawkmoon experimentó un estremecimiento y tuvo que abrir la boca para respirar con fuerza.

Después, ella se volvió y casi echó a correr por el pasillo.

Hawkmoon entró en sus habitaciones y se arrojó sobre la cama. Respiraba con rapidez, tenía todo el cuerpo en tensión y trataba desesperadamente de comprender lo que le estaba sucediendo y cuál era la fuente del dolor que sentía en la cabeza.

Finalmente, volvió a dormirse.

Se despertó por la tarde, sintiéndose débil. El dolor ya casi había desaparecido por completo y Bowgentle estaba junto a la cama, dejando un cuenco lleno de fruta en una mesa cercana.

—Me equivoqué al creer que ya habíais dejado de tener fiebre —dijo—. ¿Qué me está sucediendo? —murmuró Hawkmoon.

—Por lo que yo puedo decir, creo que estáis sufriendo una ligera fiebre causada por todas las penalidades por las que habéis tenido que pasar, y me temo también que a causa de nuestra hospitalidad. Sin duda alguna era demasiado pronto para que comierais una comida tan abundante y rica y bebierais tanto vino. Tendríamos que habernos dado cuenta de eso. Sin embargo, os encontraréis bien dentro de muy poco, milord.

En su fuero interno, Hawkmoon sabía que aquel diagnóstico no era acertado, pero no dijo nada. Escuchó una ligera tos a su izquierda y volvió la cabeza, pero sólo vio la puerta abierta que conducía al despacho, en cuyo interior parecía haber alguien. Volvió a mirar interrogativamente a Bowgentle, pero el semblante del hombre permaneció inexpresivo, mientras aparentaba controlar el pulso de Hawkmoon.

—No debéis temer nada —dijo una voz procedente del cuarto contiguo—. Deseamos ayudaros. —La voz correspondía a la del conde Brass —. Comprendemos la naturaleza de la joya que lleváis en la cabeza. En cuanto hayáis descansado, levantaros y acudid al salón principal, donde Bowgentle os entretendrá con una conversación trivial. No os sorprendáis aunque sus acciones os parezcan un tanto extrañas.

Bowgentle apretó los labios y se incorporó.

—No tardaréis en estar bien, milord. Y ahora, os dejo.

Hawkmoon le vio marcharse y después oyó que se cerraba otra puerta…, la de la habitación donde había estado el conde Brass. ¿Cómo podían haber descubierto la verdad? ¿Y cómo le afectaría eso a él? A estas alturas, los lores oscuros debían de estar muy extrañados ante el raro giro que habían tomado los acontecimientos, y quizá hubieran empezado a sospechar algo. Podían poner en funcionamiento toda la fuerza vital de la Joya Negra en cualquier momento. Y, por alguna razón, el saberlo así le perturbó mucho más de lo que le había preocupado hasta entonces.

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