Read El brillo de la Luna Online

Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (22 page)

BOOK: El brillo de la Luna
3.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Le dio la impresión de que alguien acababa de salir de la estancia. Había un pincel sobre el escritorio. Hana debía de haber continuado con sus estudios tras la marcha de Kaede. Ésta recogió el pincel y lo estaba mirando meditativamente cuando Shoji llamó a la puerta.

El lacayo entró, se arrodilló ante ella y se disculpó:

—Nunca imaginamos que no fuera tu deseo, señora. Parecía lógico. El señor Fujiwara vino personalmente y habló con Ai.

Kaede creyó detectar un matiz de falsedad en su tono.

—¿Por qué las invitó? ¿Qué intenciones tenía? —gritó Kaede con voz temblorosa.

—A menudo la propia señora Shirakawa frecuentaba la residencia —replicó Shoji.

—¡Todo ha cambiado desde entonces! —exclamó Kaede—. El señor Otori Takeo y yo nos casamos en Terayama. Nos hemos instalado en Maruyama. Sin duda te han llegado noticias de la ceremonia.

—Me costó creerlo, señora —respondió él—, pues todos pensábamos que estabas prometida al señor Fujiwara y que te casarías con él.

—¡No existía compromiso matrimonial! —exclamó Kaede furiosa—. ¿Cómo te atreves a cuestionar mi boda?

La joven notó que los músculos de las mandíbulas de Shoji se tensaban y entendió que estaba tan indignado como ella. El lacayo se inclinó hacia delante.

—¿Qué quieres que pensemos? —estalló—. Nos enteramos de un matrimonio que se lleva a cabo sin compromiso previo, sin solicitar ni obtener autorización alguna, sin ningún miembro de tu familia presente. Me alegro de que tu padre haya muerto. La deshonra que le infligiste le mató; al menos se ha ahorrado esta nueva humillación...

Shoji se interrumpió. Se quedaron mirando el uno al otro, ambos conmocionados por aquel arranque de cólera.

"Tendré que matarle", pensó Kaede horrorizada. "No puede hablarme de esa forma y seguir viviendo. Pero le necesito... ¿Quién si no cuidaría de los asuntos del dominio en mi ausencia?". Entonces le asaltó el temor de que tal vez Shoji intentara arrebatarle sus propiedades y que quizá estuviera empleando la ira para enmascarar su avaricia y sus ansias de poder. También se preguntó si Shoji habría tomado el control de los hombres que ella y Kondo habían reunido el invierno anterior; en cualquier caso, ahora le obedecerían a él. Deseó que Kondo estuviera allí, si bien de inmediato entendió que podía fiarse aún menos de un miembro de la Tribu que del lacayo principal de su padre. Nadie podía ayudarla. Haciendo un esfuerzo por ocultar sus sospechas, mantuvo la mirada de Shoji hasta que él bajó los ojos.

El lacayo recobró el control de sí mismo y se limpió la saliva de los labios.

—Perdóname. Te conozco desde que naciste. Es mi deber decirte la verdad, aunque me produzca dolor.

—Por esta vez te perdonaré —respondió Kaede—. Pero eres tú quien avergüenza a mi padre con la falta de respeto a su heredera. Si vuelves a dirigirte a mí de semejante forma, te ordenaré que te claves la espada en el vientre.

—Sólo eres una mujer —replicó él, intentado sin éxito aplacar la furia de Kaede—. No tienes a nadie que te aconseje.

—Tengo a mi marido —cortó ella—. No hay nada que tú ni el señor Fujiwara podáis hacer para cambiar esa circunstancia. Ve a su residencia y dile que mis hermanas deben volver de inmediato. Regresarán conmigo a Maruyama.

Shoji partió al instante. Conmocionada y nerviosa, Kaede no fue capaz de sentarse a aguardar su regreso. Llamó a Hiroshi, y le enseñó la casa y el jardín, al tiempo que examinaba las reparaciones que había llevado a cabo durante el otoño anterior. Las ibis, luciendo su plumaje de verano, se alimentaban a orillas de los campos de arroz y el alcaudón seguía protestando a medida que la joven y el niño atravesaban su territorio. Entonces Kaede le pidió a Hiroshi que fuese a buscar los arcones con los documentos y, transportando un baúl cada uno, se dirigieron corriente arriba por la orilla del Shirakawa, el río blanco, hasta su nacimiento, en las profundidades de la montaña. Kaede no quería esconder los archivos de Shigeru en la casa familiar, donde Shoji podría encontrarlos. No se los confiaría a ningún humano; había decidido entregárselos a la diosa.

El lugar sagrado serenó el ánimo de Kaede; pero aquel ambiente, solemne e inmortal, en cierta forma la entristecía. Por debajo del arco gigantesco de la entrada a la cueva el río fluía lentamente y formaba estanques de agua verdosa; bajo la tenue luz, las retorcidas formaciones rocosas brillaban como madreperla.

La pareja de ancianos que custodiaba la cueva salió a saludarla. Kaede dejó a Hiroshi en compañía del marido y se adentró en la gruta junto a la esposa. Cada una de ellas cargaba con un arcón.

Dentro de la caverna se habían encendido lámparas y linternas, y las húmedas paredes de roca centelleaban. El rugido del río ahogaba cualquier otro sonido. Avanzaron con cuidado pisando las piedras, una detrás de otra; pasaron junto al champiñón gigante, la cascada inmóvil, la escalera del cielo... —formaciones calcáreas producidas por la lenta filtración del agua—, hasta que llegaron a una roca con la forma de la diosa, de la que caían gotas blanquecinas, como lágrimas de leche materna.

Kaede le dijo a la anciana:

—Voy a pedirle a la diosa que proteja estos tesoros. A menos que yo misma venga a buscarlos, se quedarán junto a ella para siempre.

La mujer asintió e hizo una reverencia. Detrás de la roca se veía una cavidad situada por encima de la superficie del río, a una altura suficiente como para que el agua no la alcanzara. Allí colocaron los arcones. Kaede reparó en que había muchos otros objetos bajo la custodia de la diosa. Se preguntó sobre su historia y sobre el destino de las mujeres que allí los depositaron. Se apreciaba un olor húmedo y rancio. Algunos de los objetos se encontraban en proceso de descomposición; otros estaban putrefactos. ¿Se echarían a perder también los documentos de la Tribu allí, bajo la montaña?

El aire, frío y pegajoso, hizo tiritar a Kaede. Cuando se liberó del peso del arcón notó una extraña sensación de ligereza en los brazos y tuvo la impresión de que la diosa entendía la necesidad que sentía de que sus brazos vacíos, su útero vacío, se llenaran.

Se arrodilló ante la roca y recogió agua del estanque formado a los pies de la diosa. Mientras bebía, entonaba una plegaria en silencio. El agua tenía la suavidad de la leche.

La anciana, arrodillada junto a Kaede, empezó a entonar un cántico tan antiguo que Kaede no reconoció las palabras; pero éstas le llegaron al alma y se mezclaron con sus propios anhelos. La formación rocosa carecía de ojos o rasgos faciales; sin embargo, Kaede sentía la bondadosa mirada de la diosa sobre ella. Recordó la visión que había tenido en Terayama y las palabras que había escuchado: "Ten paciencia. Él vendrá a buscarte".

Volvió a oír las palabras con tal nitidez que, por un momento, se sintió confundida. Entonces, comprendió su significado: él regresaría. "Sin duda regresará. Seré paciente", se juró a sí misma. "En cuanto mis hermanas se reúnan conmigo, partiremos hacia Maruyama. Cuando Takeo esté de vuelta, concebiré un hijo. Me alegro de haber venido hasta aquí".

Kaede se sentía tan reconfortada por la visita a las cuevas que hacia la media tarde decidió dirigirse al templo familiar para presentar sus respetos ante la tumba de su padre. Hiroshi la acompañó, al igual que Ayako, una de las mujeres de la casa, quien llevaba ofrendas de fruta y arroz, además de un cuenco con incienso encendido.

Las cenizas de su padre yacían enterradas entre las tumbas de sus ancestros, los antiguos señores de Shirakawa. Bajo los cedros gigantescos el ambiente resultaba fresco y sombreado. El viento susurraba en las ramas y arrastraba el chirrido de las cigarras. A lo largo de los años, los terremotos habían desplazado las columnas y los pilares y el suelo se había levantado, como si los muertos intentaran escapar.

La tumba de su padre permanecía intacta. Kaede tomó en sus manos las ofrendas que le entregó Ayako y las colocó delante de la lápida. Entonces dio unas palmadas e inclinó la cabeza. Temía escuchar o ver el espíritu de su progenitor; pero, al mismo tiempo, deseaba aplacarlo. No era capaz de pensar en la muerte de su padre con serenidad. Él había deseado morir, pero no tuvo el coraje de quitarse la vida. Shizuka y Kondo le mataron. ¿Fue realmente un asesinato? Kaede era consciente del papel que ella misma había jugado, la deshonra que había infligido sobre él. ¿Acaso su espíritu exigiría una compensación?

Kaede sujetó el cuenco con incienso incandescente y dejó que el humo flotase sobre la tumba, sobre su rostro y sus manos, para purificarlos. Luego colocó e! recipiente sobre la lápida y, de nuevo, dio tres palmadas. El viento cesó, los grillos quedaron en silencio y, en ese mismo momento, la tierra tembló ligeramente bajo sus pies. El paisaje se estremeció y los árboles se agitaron.

—¡Un terremoto! —exclamó Hiroshi a sus espaldas, al tiempo que Ayako emitía un chillido de pánico.

Sólo fue un pequeño temblor y no hubo ninguno más; pero Ayako se mostró nerviosa y agitada durante todo el camino de regreso a casa.

—El espíritu de tu padre ha hablado —murmuró la mujer a Kaede—. ¿Qué te ha dicho?

—Aprueba todo lo que he hecho —replicó la joven con fingida seguridad.

De hecho, el temblor la había conmocionado. Sentía miedo del espíritu furioso y amargado de su padre y tuvo la impresión de que el ánimo que había recobrado en las cuevas sagradas, a los pies de la diosa, se esfumaba por momentos.

—Alabado sea el cielo —respondió Ayako; pero acto seguido frunció los labios y continuó lanzando miradas nerviosas a Kaede durante el resto de la tarde.

—Por cierto —le dijo Kaede, mientras ambas compartían la cena—, ¿qué ha sido de Sunoda, el sobrino de Akita?

Aquel joven había llegado a Shirakawa con su tío el invierno anterior y Kaede le había obligado a permanecer allí en calidad de rehén, al cuidado de Shoji. Ahora empezaba a pensar que podría necesitarle.

—Le permitieron regresar a Inuyama —respondió Ayako.

—¿Cómo? —exclamó Kaede, desconcertada. ¿Es que Shoji había liberado a su rehén? Kaede no daba crédito a la magnitud de la traición del lacayo.

—Dijeron que su padre estaba enfermo —explicó Ayako.

Su rehén se había marchado, lo que disminuía en mayor medida el poder de Kaede. Ya había caído la tarde cuando escuchó la voz de Shoji, procedente del exterior. Hiroshi había acompañado a Amano a la casa de éste para conocer a su familia y pasar allí la noche, y Kaede aguardaba en la alcoba de su padre, repasando los informes de las tierras. Había descubierto numerosos indicios de mala administración y al comprobar que Shoji regresaba solo la cólera que sentía hacia el lacayo principal de su padre se intensificó.

Cuando el sirviente llegó a su presencia, Ayako le seguía trayendo una bandeja con té; pero Kaede se sentía demasiado impaciente para beberlo.

—¿Dónde están mis hermanas? —exigió.

Shoji dio un sorbo de la infusión antes de responder. Parecía cansado y acalorado.

—El señor Fujiwara se alegra de tu regreso —dijo—. Te envía saludos y te pide que le visites mañana. Enviará su palanquín y una escolta de hombres.

—No tengo intención de visitarle —replicó Kaede, haciendo un esfuerzo por no perder los nervios—. Cuento con que mis hermanas me sean devueltas mañana. Partiremos sin demora hacia Maruyama.

—Me temo que tus hermanas no se encuentran aquí —replicó.

El corazón de Kaede dio un vuelco.

—¿Dónde están?

—El señor Fujiwara dice que la señora Shirakawa no debe alarmarse. Están sanas y salvas y, cuando vayas a visitarle mañana, él personalmente te explicará el paradero de tus hermanas.

—¿Cómo te atreves a traerme semejante mensaje?

La voz de Kaede sonaba insegura, incluso a sus propios oídos. Shoji inclinó la cabeza.

—No me agrada, pero el señor Fujiwara es muy poderoso. No me es posible desafiarle ni desobedecerle, como, en mi opinión, tampoco puedes hacer tú.

—Entonces, se encuentran retenidas..., ahora son rehenes —dedujo Kaede con un hilo de voz.

Shoji no contestó, sino que se limitó a decir:

—Daré órdenes para iniciar los preparativos del viaje de mañana. ¿Quieres que te acompañe?

—¡No! —contestó Kaede con un grito—. Y, ya que tengo que ir, lo haré cabalgando. No voy a esperar a su palanquín. Dile a Amano que montaré mi caballo gris y que él vendrá conmigo.

Por un momento Kaede tuvo la impresión de que Shoji iba a discutir sus órdenes, pero el lacayo hizo una profunda reverencia y obedeció.

Una vez que se hubo marchado, la mente de Kaede se convirtió en un torbellino. Si no podía confiar en Shoji ¿qué otro hombre del dominio sería digno de su confianza? ¿Intentaban tenderle una trampa? Con toda seguridad, Fujiwara no se atrevería. Ahora Kaede estaba casada. Por un momento, contempló la idea de regresar inmediatamente a Maruyama; pero acto seguido cayó en la cuenta de que Ai y Hana se encontraban en manos de algún desconocido y entendió lo que implicaba para ella que las hubieran capturado como rehenes.

"Así debieron de sufrir mi madre y la señora Naomi", pensó. "Tengo que acudir a Fujiwara y negociar con él la libertad de mis hermanas. Él me ayudó en el pasado. Ahora no me abandonará".

A continuación, Kaede empezó a preocuparse por Hiroshi: no sabía qué hacer con el niño. En un primer momento, había parecido que el viaje no entrañaba riesgo alguno, pero ahora se sentía culpable por haber arrastrado al muchacho al peligro. No sabía si Hiroshi debía acompañarla a la residencia de Fujiwara o si sería mejor enviarle de regreso a Maruyama lo antes posible.

Kaede se levantó temprano y envió a buscar a Amano. Se vistió con las sencillas ropas de viaje que había traído de Maruyama, a pesar de que las palabras de Shizuka le resonaban en la mente: "No debes aparecer ante el señor Fujiwara a lomos de un caballo, como si fueras un guerrero". En el fondo, Kaede sabía que debería retrasar la visita unos días, enviar mensajes y obsequios y, después, viajar hasta la residencia en el palanquín de Fujiwara, con la escolta enviada por el aristócrata y vestida de forma impecable, acicalada como uno de los preciosos tesoros que él tanto admiraba. Tal proceder era el que Shizuka y Manami le habrían aconsejado; pero Kaede se encontraba demasiado impaciente. Sabía que no podría soportar la espera ni la inactividad. Se encontraría una vez más con el señor Fujiwara, averiguaría dónde estaban sus hermanas y qué quería de ella el aristócrata. Entonces, regresaría de inmediato a Maruyama, donde se reuniría con Takeo.

BOOK: El brillo de la Luna
3.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Coastal Event Memories by A. G. Kimbrough
Hearts Attached by Scarlet Wolfe
Charlotte Street by Danny Wallace
The Liverpool Rose by Katie Flynn
Crucible by S. G. MacLean
The Sister Solution by Trudi Trueit
Callie's Heart by Cia Leah
Brain Droppings by Carlin, George
TROUBLE 2 by Kristina Weaver