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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (38 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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—Ojalá las cosas hubieran sido diferentes, Takeo; pero no te guardo rencor.

Esta vez, no le reproché su familiaridad para conmigo. Kenji continuó, y ahora su forma de hablar recordaba a la de mi antiguo maestro:

—Sueles actuar como un necio, pero da la impresión de que el destino te utiliza para algún propósito, y nuestras vidas permanecen unidas. Estoy dispuesto a encomendarte a Zenko y a Taku como señal de buena voluntad.

—Bebamos para celebrarlo —propuse.

Llamé a la hija de Shiro para que trajera vino y, una vez que la joven se hubo retirado a la cocina, dije:

—¿Sabes dónde está mi hijo?

Me costaba imaginar a aquel niño recién nacido, huérfano de madre.

—Me ha sido imposible tener noticias de él, pero sospecho que Akio le ha llevado al norte, más allá de los Tres Países. Imaginó que quieres buscarle.

—Lo haré cuando todo esto termine.

Estuve tentado de hablar a Kenji de la profecía, de explicarle que mi propio hijo me daría muerte; pero al final decidí mantener el secreto.

—Dicen que Kotaro, el maestro Kikuta, está en Hagi —comentó Kenji mientras bebíamos.

—Entonces, allí nos encontraremos. Confío en que me acompañes.

Él prometió que lo haría y nos dimos un abrazo.

—¿Qué quieres hacer con los chicos? —preguntó Kenji—. ¿Se quedarán aquí, contigo?

—Sí. Parece que Taku tiene grandes dotes. ¿Le enviarías en una misión como espía? Tengo un trabajo para él.

—¿Piensas enviarle a Hagi? Quizá sea una responsabilidad excesiva.

—No, es por aquí, por esta zona. Quiero dar caza a unos bandoleros.

—Taku desconoce este territorio. Lo más probable es que se perdiera. ¿Qué quieres averiguar?

—Cuántos son, cómo es su refugio, cosas así. Tiene el don de la invisibilidad, ¿no es cierto? De otra forma, no podría haber burlado a mis guardias.

Kenji asintió.

—Tal vez Shizuka pueda ir con él. ¿Hay alguien de los alrededores que pueda acompañarlos, al menos parte del camino? Se ahorraría mucho tiempo.

Hablamos con las hijas de Shiro y la menor accedió a acompañarlos. La joven solía ir a recoger setas y plantas silvestres para cocinar y elaborar medicinas y, aunque se mantenía alejada de la zona de los bandidos, conocía bien el terreno hasta la costa.

Mientras hablábamos, Taku se despertó. Los guardias me llamaron, y Kenji y yo fuimos a verle. Zenko seguía sentado donde yo le había dejado, sin moverse.

Taku nos dedicó una amplia sonrisa y exclamó:

—¡Vi a Hachiman en el sueño!

—Eso está muy bien —repliqué—, porque vas a ir a la guerra.

Taku y Shizuka partieron aquella noche y regresaron con la información que necesitaba. Makoto volvió de la costa justo a tiempo para acompañarme. Llevamos con nosotros doscientos hombres y asaltamos la guarida de los bandidos, escondida entre las rocas. Sufrimos tan pocas pérdidas en el enfrentamiento que apenas podía describirse como una auténtica batalla. Los resultados fueron excelentes: todos los bandoleros murieron, salvo dos que capturamos vivos, y nos incautamos de las provisiones que habían acumulado para el invierno. También liberamos a varias mujeres que habían sido tomadas por la fuerza, entre ellas la madre y las hermanas del niño al que yo había alimentado en la playa. Zenko nos acompañó y combatió como un hombre. En cuanto a Taku, demostró ser de incalculable valor: hasta su exigente madre elogió la actuación del niño. A las aldeas del litoral llegó rápidamente la noticia de que yo había regresado para cumplir la promesa que le había hecho al pescador. Todos vinieron a ofrecerme sus barcas para ayudar a transportar a mis soldados.

Me dije que toda aquella actividad tenía como fin mantener a mis hombres ocupados, pero en realidad también lo hacía por mí mismo. Después de haber hablado con Shizuka sobre Kaede y de enterarme de su terrible suplicio, mi deseo de encontrarme con ella llegaba a resultarme insoportable. Durante el día estaba lo suficientemente atareado como para dejar mis pensamientos a un lado, pero por la noche regresaban para atormentarme con intensidad. Durante toda la semana se produjeron pequeños temblores de tierra. No me quitaba de la cabeza la visión de Kaede atrapada en un edificio sacudido por el terremoto, derruido y envuelto en llamas. La ansiedad me atenazaba ante la idea de que muriera, de que pudiera pensar que yo la había abandonado, de que se marchara de este mundo sin que yo tuviera la oportunidad de decirle cuánto la amaba y que nunca querría a nadie más que a ella. El pensamiento de que Shizuka tal vez podría hacerle llegar un mensaje regresaba a mi mente una y otra vez.

Taku e Hiroshi establecieron entre ellos una relación un tanto tormentosa, porque tenían una edad parecida pero eran totalmente opuestos en cuanto a formación y manera de ser. Hiroshi demostraba su desaprobación hacia Taku y sentía celos de él. Taku le hacía trucos aprovechando sus poderes de la Tribu e Hiroshi se enfurecía. Yo me encontraba demasiado ocupado como para mediar entre ellos, pero ambos me seguían adondequiera que iba, enzarzados en disputas permanentes. Zenko, más mayor que ellos, se mantenía al margen. Yo sabía que sus dotes de la Tribu no eran excepcionales, pero era un hábil jinete y experto en el arte de la espada. También parecía haber sido entrenado con éxito en el sumo deber de la obediencia. No sabía a ciencia cierta qué haría con él en el futuro, pero no olvidaba que era el heredero de Arai y tenía la certeza de que tendría que tomar una decisión al respecto antes o después.

Celebramos una gran fiesta para despedirnos de los habitantes de Shuho y después, con la comida requisada a los bandidos, Kahei, Makoto y el cuerpo principal de mi ejército emprendieron la marcha hacia Hagi. Envié con ellos a Hiroshi, silenciando sus protestas diciéndole que podía montar a
Shun,
pues abrigaba la esperanza de que el caballo protegiese al niño, tal y como había hecho conmigo mismo.

Me resultó difícil despedirme de ellos, especialmente de Makoto. Mi mejor amigo y yo nos dimos un largo abrazo. Deseé que pudiéramos tomar parte juntos en la batalla, pero él no tenía experiencia en navegación y yo le necesitaba para que liderase mis tropas de tierra junto con Kahei.

—Nos encontraremos en Hagi —nos prometimos el uno al otro.

Una vez que se hubieron marchado, sentí la necesidad de estar informado sobre sus movimientos, sobre el avance de Arai, sobre la situación en Maruyama y en la residencia del señor Fujiwara. Quería saber la reacción del aristócrata ante mi nueva alianza con Arai. Ahora podía empezar a utilizar las redes de la Tribu a través de los Muto.

Kondo Kiichi había acompañado a Shizuka y a Kenji hasta Shuho, y me percaté de que también me podía ser útil, pues en ese momento estaba al servicio de Arai. A fin de cuentas, éste y Fujiwara eran aliados, lo que daba a Kiichi la excusa para acercarse directamente al aristócrata. Shizuka me explicó que Kondo era en esencia un hombre pragmático y obediente, que serviría a quienquiera que Kenji le indicase. Pareció no tener problemas a la hora de jurarme su fidelidad. Con la aprobación de Kenji, Kondo y Shizuka partieron hacia el suroeste para establecer contacto con los espías de la Tribu allí apostados. Antes de que emprendieran camino, llevé a la joven a un aparte y le di un mensaje para que le comunicara a Kaede: que la amaba, que pronto iría a buscarla, que tuviera paciencia, que no debía morir antes de que yo la volviera a ver.

—Es peligroso, no creo que pueda llegar hasta la propia Kaede —dijo Shizuka—. Haré lo que esté en mi mano, pero no puedo prometer nada. En todo caso, te haré llegar un mensaje antes de la luna llena.

Regresé al templo abandonado de la costa y establecí allí el campamento. Pasó una semana; la luna entró en el primer cuarto. Nos llegó el primer mensaje de Kondo: Arai se había enfrentado al ejército de los Otori cerca de Yamagata y éste se estaba batiendo en retirada hacia Hagi. Ryoma regreso de Oshima y nos hizo saber que los Torada estaban preparados. El estado del tiempo era bueno y el mar estaba en calma, con excepción de la marejada que los temblores de tierra provocaban. Mi impaciencia por emprender la travesía iba en aumento.

Dos días antes de la luna llena, al mediodía, divisamos en la distancia oscuras siluetas que procedían de Oshima: era la flota de barcos piratas. Había doce naves, suficientes —junto con las barcas de pesca— para transportar a todos los hombres que llevaba conmigo. Alineé a mis guerreros en la playa, preparados para embarcar.

Fumio bajó de la primera barca de un salto y avanzó por el agua a mi encuentro. Uno de sus hombres le seguía cargando con un bulto de gran tamaño y dos cestas más pequeñas. Después de abrazarnos, me dijo:

—He traído una cosa que quiero enseñarte. Llévame dentro; nadie más debe verla.

Nos dirigimos al interior del templo mientras que sus marineros empezaron a dar instrucciones para el embarco. El hombre colocó los bultos en el suelo y luego fue a sentarse al borde de la veranda. Por el olor, pude imaginar el contenido de una de las cestas y me extrañó mucho que Fumio se hubiera tomado la molestia de traerme una cabeza decapitada. ¿De quién sería? Primero, la desenvolvió.

—Mírala, después la enterraremos. Hace un par de semanas nos apropiamos de un barco y allí estaba este hombre, con varios más.

Miré la cabeza con disgusto. La piel se veía blanca como el nácar, y el cabello, amarillo como la yema de un huevo de pájaro. Los rasgos eran grandes; la nariz, aguileña.

—¿Es realmente un hombre o un demonio?

—Es uno de los bárbaros que fabricaron el tubo para ver de cerca.

—¿Es eso lo que llevas ahí? —indiqué el bulto grande con un gesto.

—¡No! Es algo mucho más interesante.

Fumio desenvolvió el objeto y me lo mostró. Lo agarré con cautela.

—¿Un arma?

No estaba seguro de cómo esgrimirla, pero tenía el aspecto inconfundible de un artefacto diseñado para matar.

—Sí, es un arma y estoy convencido de que podemos reproducirla. Ya han fabricado otra por encargo mío. No salió muy bien, la verdad: mató al hombre que la probaba. Pero creo que sé dónde estaba el error.

En ese momento, los ojos de Fumio brillaban y el rostro le resplandecía.

—¿Cómo funciona?

—Ahora verás... ¿Tienes a alguien de quien puedas librarte?

Pensé en los dos bandidos que habíamos capturado. Estaban amarrados en la playa, como ejemplo para quienes intentaran seguir sus pasos; les dábamos la cantidad justa de agua para que sobrevivieran. Yo había escuchado sus gemidos mientras esperábamos a Fumio y pensé que tendría que hacer algo con ellos antes de que partiéramos.

Fumio llamó al hombre que le había acompañado, quien trajo una marmita llena de carbón ardiendo. Atamos a los bandidos, que no cesaban de suplicar y maldecir, a los troncos de unos árboles. Fumio se separó de ellos unos veinte pasos y me hizo una señal para que le siguiera. Encendió una mecha en el carbón ardiendo y la aplicó a un extremo del tubo del arma. Ésta tenía una especie de gancho, como un resorte. Fumio elevó el tubo en el aire y, mirando a través de él, apuntó a los prisioneros. De repente sonó un estallido que me hizo dar un respingo, seguido por una nube de humo. El bandolero emitió un grito espantoso. La sangre manaba abundantemente de una herida en su garganta. Murió en cuestión de segundos.

—¡Ah! —exclamó Fumio con satisfacción—. Ya voy perfeccionando la técnica.

—¿Cuánto tiempo tiene que pasar antes de disparar otra vez? —pregunté.

El aspecto del arma era tosco y feo. Carecía de la belleza de un sable, de la majestuosidad de un arco; pero en tendí que sería mucho más eficaz que cualquiera de los dos.

Fumio repitió el proceso mientras yo contaba mis respiraciones: más de cien, demasiado tiempo en pleno fragor de una batalla. El segundo tiro alcanzó al otro bandido en el pecho y le produjo un agujero descomunal. Imaginé que la bala podría atravesar casi todas las corazas. Las posibilidades de aquel arma me intrigaban y desagradaban a mismo tiempo.

—Los guerreros dirán que es un arma para cobarde. —le dije a Fumio.

Él soltó una carcajada.

—No me importa luchar como un cobarde si de ese forma consigo sobrevivir.

—¿La llevarás contigo?

—Siempre que me prometas destruirla en caso de que perdamos —Fumio sonrió abiertamente—. Nadie más debe aprender a fabricarla.

—No vamos a perder. ¿Qué nombre tiene?

—Arma de fuego —respondió Fumio.

Regresamos al interior del templo y Fumio envolvió otra vez el artefacto. La horrible cabeza nos miraba con ojos ciegos. Las moscas empezaban a posarse sobre ella y el olor parecía penetrar en todos los rincones de la estancia, lo que me producía náuseas.

—Llévatela —le ordené al pirata.

Éste miró a su amo.

—Antes, te enseñaré otra cosa —Fumio agarró el tercer bulto y lo desenvolvió—. Llevaba esto alrededor del cuello.

—¿Cuentas para la oración? —dije yo, tomando la hilera de abalorios en mis manos.

Parecían de marfil. Al desenroscarse, ante mis ojos apareció una cruz, el símbolo de los Ocultos. Me conmocionó ver tan abiertamente algo que para mí siempre había sido secreto. En la casa de nuestro sacerdote, en Mino, las ventanas estaban instaladas de manera que, a ciertas horas del día, el sol formaba una cruz dorada en la pared; pero aquella fugaz imagen era todo lo que yo había visto hasta entonces.

Con el rostro inexpresivo, le devolví aquel rosario a Fumio.

—¡Qué raro! ¿Se trata de alguna religión bárbara?

—No seas ¡nocente, Takeo. Éste es el símbolo de la doctrina de los Ocultos.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo sé todo tipo de cosas —respondió él con impaciencia—. No temo al conocimiento. He estado en el continente. Sé que el mundo es mucho más grande que nuestro archipiélago. Los bárbaros comparten las creencias de los Ocultos; lo encuentro fascinante.

—¡De poco sirven en la batalla!

Más que fascinante, encontraba aquel hecho alarmante, como si se tratara de un mensaje siniestro que me llegaba de un dios en el que yo había dejado de creer.

—Esos bárbaros deben de tener muchas más cosas que desconocemos. Takeo, cuando te hayas establecido en Hagi, envíame al continente. Debemos comerciar con otros pueblos y aprender de ellos.

Me resultaba difícil imaginar aquel momento del futuro. Sólo podía pensar en la batalla inminente.

A media tarde ya habían embarcado todos los hombres. Fumio me comunicó que teníamos que partir para aprovechar la marea del atardecer. Me puse a Taku sobre los hombros. Kenji, Zenko y yo avanzamos a través del agua hasta la barca de Fumio y nos subieron a bordo por encima de las regalas. La flota ya estaba en camino y las velas amarillas se hinchaban con la brisa. Me quedé mirando la costa mientras se alejaba más y más, hasta que finalmente desapareció bajo la bruma del ocaso. Shizuka me había dicho que enviaría mensajes antes de que partiéramos, pero no había tenido noticias suyas. Su silencio aumentaba mi preocupación por ella, y por Kaede.

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