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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (28 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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De ahí que la aparición de Pyke despertara tanto entusiasmo. Era la visita más importante que habíamos tenido. Disponía de compañía propia y, además, no tenías que pasar por él para llegar a contactar con alguien de peso: Pyke tenía peso por derecho propio. ¿Qué le habría traído a nuestro ínfimo espectáculo? No nos cabía en la cabeza, pero enseguida me di cuenta de que Terry se lo tomaba con mucha tranquilidad.

Antes del comienzo de la función, algunos nos metimos en la cabina del luminotécnico y vimos cómo Pyke tomaba asiento vestido con pantalones de dril y camiseta blanca; todavía llevaba el pelo largo. Iba acompañado de su esposa, Marlene, una rubia de mediana edad. Le estuvimos observando mientras estudiaba el programa e iba pasando las páginas una a una, examinando nuestras caras y las cuatro líneas de biografía que había impresas al pie.

Los que no cabían tuvieron que esperar fuera a que les llegara el turno para echar un vistazo a Pyke. Yo no decía palabra, pero es que no tenía ni la menor idea de quién podía ser ese Pyke y de qué había hecho. ¿Obras de teatro?, ¿películas?, ¿ópera?, ¿televisión? ¿Era norteamericano? Por fin decidí preguntárselo a Terry, porque sabía que no iba a burlarse de mi ignorancia. Terry me hizo un retrato completo sin hacerse de rogar y parecía saber lo suficiente de Pyke como para escribir su biografía.

Pyke era la estrella del floreciente teatro alternativo, uno de los directores más originales en activo. Había trabajado y enseñado en el Magic Theater de San Francisco, había hecho terapia con Fritz Perls en el Esalen Institute de Big Sur, había trabajado en Nueva York con Chaikin y La Mama. En Londres había fundado su propia compañía, The Movable Theatre, con un par de compañeros de Cambridge y estrenaba con ellos un par de espectáculos estupendos al año.

Las obras llegaban a Londres al final de la gira de rigor por todos los centros artísticos, clubes juveniles y talleres de teatro. Toda la gente de los círculos famosos asistía al estreno de Londres: había estrellas de rock celebérrimas, actores como Terence Stamp, radicales como Tariq Ali, la mayoría de la gente importante del mundo del espectáculo y hasta un poco de público. En los espectáculos de Pyke hasta los fantásticos entreactos eran noticia, ocasiones memorables en las que aquel público tan a la moda se paseaba vestido a lo campesino chino, a lo obrero industrial (con mono de faena) o a lo rebelde sudamericano (boina).

Como era de esperar, Terry tenía una visión muy concreta de todo aquel asunto y, mientras nos cambiábamos para la función de aquella noche cargada de expectativas, se dirigió a todos los actores como si acabara de tomar la palabra en un mitin político.

—¡Camaradas! ¿En qué consiste el trabajo de Pyke? Reflexionad un momento. ¿Qué es, al fin y al cabo, sino un vanidoso y reformista politiqueo «de izquierdas»? Es muy burdo que los actores se hagan pasar por miembros de la clase trabajadora cuando sus padres son neurocirujanos. Y esas actrices voluptuosas… mucho más guapas que cualquiera de vosotras, que Pyke elige y acaricia una a una. ¿Por qué tienen que actuar siempre desnudas? ¿Os lo habéis preguntado alguna vez? Eso es tragar mierda, camaradas. ¡Tragar mierda de verdad!

Todos los actores trataron de acallar a Terry.

—¡Eso no es tragar mierda! —le gritaron—. Por lo menos es un trabajo decente, comparado con
El libro de la selva
, las películas policíacas y los anuncios de cerveza.

A estas alturas, Terry ya se había quitado los pantalones y había un par de actrices que estaban espiando por un hueco del telón, mientras Terry se disponía a soltarnos una arenga sobre su opinión de Pyke. Colocó los pantalones en una percha con mucha parsimonia y luego la colgó en la barra que todos compartíamos en el camerino. Le encantaba que las chicas admiraran la solidez de sus piernas, del mismo modo que le gustaba también que admiraran la solidez de sus ideas.

—Sí, claro —dijo—. Tenéis razón. Hay algo de verdad en lo que decís. Es mejor que joderse. Mucho mejor. Por eso mismo, camaradas, he mandado mis datos a Pyke.

Todo el mundo protestó. Sin embargo, con la impresionante presencia de Pyke entre el público, teníamos muy buenos motivos para desahogarnos saltando con energía por el andamiaje. Fue la mejor función de todas y, aunque sólo fuera una vez, duró lo que tenía que durar. Últimamente solíamos acortar la función de noche unos diez minutos para poder estar más rato en el pub. Después del espectáculo, nos cambiamos a toda prisa, sin entretenernos con las peleas y bromitas de costumbre y sin tratar de bajarnos los calzoncillos los unos a los otros. Como es natural, yo fui el más lento, porque también era el que más me tenía que quitar. Como no había ni una sola ducha que funcionara, tuve que desmaquillarme con crema, y luego enjuagarme con agua del lavabo. Terry me esperaba con impaciencia. Cuando estuve listo ya sólo quedábamos los dos, así que le rodeé con mis brazos y le di un beso.

—Venga —me dijo—, vámonos. Pyke me está esperando.

—Quedémonos aquí un ratito.

—¿Para qué?

—Me estoy planteando afiliarme al Partido —le expliqué—. Y quiero que me aclares unas cuantas dudas ideológicas que tengo.

—¡Venga ya! —soltó y se apartó de mí—. Y que conste que no es porque esté en contra de esto —añadió.

—¿De qué?

—De tocarse.

Pero estaba en contra.

—Lo que pasa es que ahora tengo que pensar en mi futuro. Mi llamada ya está aquí, Karim.

—¿Ah, sí? —me sorprendí—. ¿Así que era eso? ¿Esta era la llamada?

—Sí, ésta es la puñetera llamada —dijo—. Y date prisa, por favor.

—Abróchame los botones —le pedí.

—¡Por Dios! ¡Mira que eres estúpido! De acuerdo, venga, que Pyke me está esperando.

Nos encaminamos al pub enseguida. Era la primera vez que veía a Terry tan ilusionado por algo. Deseaba con todas mis fuerzas que le contrataran.

Pyke estaba acodado en la barra con Marlene bebiendo una jarra pequeña de cerveza a sorbitos. No encajaba con el prototipo de bebedor. Tres actores de la compañía se le acercaron y hablaron un poquito con él. Pyke les respondió, pero por lo demás apenas pareció molestarse en mover los labios. Y entonces Shadwell entró y, al ver a Pyke, nos saludó con un desdeñoso movimiento de cabeza y se marchó. En lugar de acercarse a Pyke, Terry me condujo hasta la mesa del rincón y, sentados entre los viejos que iban allí a beber a solas todas las noches, se fumó sus cigarrillos liados con toda la calma del mundo mientras alternábamos los sorbos de cerveza con el chupito de whisky de costumbre.

—Pyke no es que demuestre demasiado interés por ti —le hice notar.

Pero Terry tenía confianza.

—Ya vendrá. Es muy frío… ya sabes cómo es la gente de clase media. No tienen sentimientos. Supongo que pretende que mi experiencia proletaria dé un cierto toque de autenticidad a sus pueriles ideas políticas.

—Pues dile que no —le aconsejé.

—Pues a lo mejor lo hago. Los críticos siempre definen su trabajo como «austero» y «riguroso» sólo porque le gustan los escenarios vacíos y desnudos y los teatros con obra de ladrillo visto y sin decorados. ¡Como si a mi madre y a la gente proletaria les gustaran este tipo de cosas! Lo que ellos quieren son butacas cómodas, grandes ventanales y bombones.

Justo en ese momento, Pyke se volvió hacia nosotros y alzó la jarra un imperceptible centímetro. Terry le devolvió la sonrisa.

—Claro que Pyke también tiene sus virtudes. No anda por ahí pavoneándose como todos esos directores de teatro, de orquesta y productores que viven a costa del talento de los demás. Nunca concede entrevistas ni sale por televisión. En este sentido está bien, pero —y Terry se me acercó con aire misterioso— hay algo que deberías saber, si es que algún día tienes la suerte de trabajar con él.

Entonces me contó que la vida de Pyke no era precisamente un modelo de prácticas austeras y rigurosas. Si aquellos críticos inevitablemente deformes que tanto admiraban su trabajo —y es verdad que los críticos que estaban siempre ahí sentados, con los ojos fijos en nosotros, tenían cierta expresión de gárgola y sus sillas de ruedas bloqueaban siempre los pasillos— estuvieran al corriente de algunas de sus debilidades… de ciertos caprichos suyos, verían el trabajo de Pyke desde una perspectiva muy distinta.

—Sí señor, desde una perspectiva muy distinta.

—¿Qué tipo de perspectiva?

—Eso ya no te lo puedo decir.

—Pero Terry, entre nosotros no puede haber secretos.

—Te digo que no, no puedo. Lo siento.

A Terry no le gustaban los chismorreos. Estaba convencido de que la gente era producto de las fuerzas impersonales de la historia, que nada tenían que ver con la codicia, la maldad y la lujuria. Y es que, además, Pyke venía derecho hacia nosotros. Terry apagó su cigarro liado a toda prisa, empujó la silla hacia atrás y se levantó. Hasta se llevó la mano a la cabeza para atusarse el pelo. Después de estrecharle la mano a Pyke nos presentó.

—Encantado de verte, Terry —le saludó Pyke, con cortesía.

—Lo mismo digo.

—Tu serpiente es excelente.

—Gracias. Pero por suerte todavía queda gente que hace algo de calidad en este asqueroso país, ¿eh?

—¿A quién te refieres?

—A ti, Matthew.

—Ah, claro, a mí.

—Sí.

Pyke me miró y sonrió.

—Ven a tomarte una copa a la barra conmigo, Karim.

—¿Yo?

—¿Por qué no?

—De acuerdo. Nos veremos luego, Terry —le dije.

Cuando me levanté, Terry me miró como si acabara de anunciarle que tenía una renta personal, y, mientras Pyke y yo nos alejábamos de la mesa, se dejó caer de nuevo en su silla y se bebió el whisky de un solo trago.

Pyke me pidió una jarra pequeña de cerveza y, mientras tanto, me quedé ensimismado mirando las hileras de botellas dispuestas al revés detrás de la cabeza del camarero, sin atreverme a mirar a los demás actores que estaban en el pub porque sabía que todos tenían los ojos puestos en mí. Dediqué unos segundos a la meditación, me concentré en el ritmo de la respiración y enseguida me di cuenta de lo entrecortada que era. Cuando nos sirvieron las copas, Pyke me pidió:

—Háblame de ti.

Vacilé. Miré a Marlene, que estaba de pie detrás de nosotros, hablando con un actor.

—No sé por dónde empezar.

—Cuéntame cualquier cosa que tú creas que me puede interesar.

Y se quedó mirándome fijamente, muy atento. No tenía elección, así que empecé a hablar de un modo atropellado, sin pensar. Pyke no abría la boca. Seguí hablando. De pronto pensé: «Me está psicoanalizando.» Y entonces se me ocurrió que Pyke entendería todo cuanto le contara. Me alegraba tenerle delante, porque había cosas que tenía que explicar a alguien. Y empecé a contarle cosas que nunca había contado: lo muy resentido que estaba con papá por lo que le había hecho a mamá; lo mucho que había sufrido mamá; lo doloroso que había sido todo el asunto, a pesar de que sólo entonces empezaba a darme cuenta.

Los demás actores, que habían ido a sentarse a la mesa de Terry con sus jarras de cerveza rubia, habían vuelto las sillas hacia mí para mirarme, como si fuera un partido de fútbol. Supongo que debían de estar pasmados y ofendidos porque Pyke había preferido hablar conmigo, precisamente conmigo, con alguien que apenas era actor. Cuando vacilé al caer en la cuenta de que no era mamá la que me había abandonado, sino yo el que había abandonado a mamá, Pyke me dijo con amabilidad:

—Quizá te gustaría trabajar en mi próximo espectáculo.

Desperté de mi sueño introspectivo.

—¿Qué tipo de espectáculo va a ser? —le pregunté.

Noté que cada vez que Pyke estaba a punto de hablar, ladeaba la cabeza con aire meditabundo y su mirada se perdía en el vacío. Sus ademanes eran coquetos, lentos, y sus manos no se movían con brusquedad, ni señalaban, sino que parecían flotar, acariciar, como si la palma pasara casi rozando por encima de la superficie de un lienzo.

—No lo sé —repuso.

—¿Qué tipo de papel tendré?

Meneó la cabeza con tristeza.

—No sabría decírtelo.

—¿Pues cuántos actores habrá en el reparto?

Hubo una pausa bastante larga y la mano de Pyke osciló por delante de su cara con los dedos tensos y extendidos.

—A mí no me lo preguntes.

—Pero, por lo menos, debe de saber lo que quiere hacer… —dije, con mayor atrevimiento.

—No.

—En ese caso, no sé si me conviene trabajar en un proyecto tan vago. No tengo experiencia, ¿sabe?

Pyke cedió.

—Creo que va a girar en torno al único tema que existe en Inglaterra.

—Ya.

—Sí.

Me miraba como si lo que acababa de decir fuera evidente.

—Las clases —me aclaró—. ¿De acuerdo, entonces?

—Sí, creo que sí.

Me puso la mano en el hombro.

—Gracias por unirte a nosotros.

Me lo dijo como si fuera yo el que le estuviera haciendo un gran favor.

Me terminé la cerveza, me despedí de mis compañeros sin entretenerme y me marché tan aprisa como pude, porque no quería saber nada de risitas afectadas ni de preguntas curiosas. Y estaba ya atravesando el aparcamiento cuando alguien se abalanzó sobre mi espalda. Era Terry.

—Déjame —le dije, enfadado, quitándomelo de encima.

—Vale, hombre.

No había ni un amago de sonrisa en su cara. Tenía un aire abatido. Hacía que me sintiera avergonzado de aquella alegría tan inesperada. Me encaminé a la parada del autobús en silencio, con Terry caminando a mi lado. Hacía frío, estaba muy oscuro y llovía.

—¿Te ha ofrecido un papel? —me preguntó por fin.

—Sí.

—¡Mentiroso!

No contesté.

—¡Mentiroso! —repitió.

Sabía que estaba tan furioso que había perdido el control y sin embargo, no podía reprocharle la rabia que sentía.

—¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! —gritaba.

—¡Pues, sí, sí, sí, es verdad! —grité a la noche.

El mundo se me aparecía de pronto henchido de fuerza. ¡Estaba impregnado y vibraba de sentido y posibilidades!

—Sí, sí, ¡joder!, sí.

Al día siguiente, al llegar al teatro descubrí que alguien había desplegado una alfombra roja mugrienta que terminaba justo en el rincón del camerino donde solía cambiarme.

—¿Puedo ayudarle a desnudarse? —se ofreció un actor.

—¿Me da su autógrafo? —me pidió otro.

Me regalaron narcisos, rosas y un manual para actores. Mientras se quitaba los pantalones y se meneaba el pene delante de mis narices, Boyd, el chalado del electrochoque, soltó:

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