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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (32 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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—Estoy preparando una obra de teatro, Changez, y precisamente andaba buscando un personaje, cuando se me ha ocurrido que podría basarlo en alguien que los dos conocemos muy bien. Es todo un honor y un privilegio que te lleven a escena. Un golpe de suerte.

—Bien, bien. Se trata de Jamila, ¿eh?

—No. De ti.

—¿Qué? ¿De mí? —De pronto Changez se puso muy recto y se llevó la mano a la cabeza para atusarse el pelo, como si estuvieran a punto de hacerle una fotografía—. Pero si ni siquiera me he afeitado,
yaar
.

—Es una idea estupenda, ¿no te parece? Una de las mejores que he tenido.

—Me siento orgulloso de ser el tema principal de una obra de categoría —dijo. De pronto se le ensombreció el rostro—. ¿No me vas a hacer quedar mal, no?

—¿Mal? ¿Te has vuelto loco? Te voy a mostrar tal como eres.

Aquella promesa pareció dejarle tranquilo. Como ya había conseguido que me diera su consentimiento, decidí cambiar de tema enseguida.

—¿Y Shinko? ¿Cómo está, Changez?

—Ah, como siempre, como siempre —dijo con expresión satisfecha señalándose el pene.

Changez sabía que me divertía hablar de eso y como, además, era lo único de lo que podía jactarse, los dos salíamos ganando en el intercambio.

—He probado más posiciones que la mayoría de los hombres. Me estoy planteando incluso escribir un manual. Me gusta mucho por detrás con la mujer de rodillas, como si estuviera montando a caballo a lo John Wayne.

—¿Y Jamila no se opone a estas prácticas? —le pregunté, observándole con mucha atención sin poder dejar de preguntarme cómo me las iba a arreglar para representar aquel brazo de tullido—. Me refiero a la prostitución y todo eso.

—¡Has dado en el clavo! Al principio las dos me trataron como si fuera un facineroso, un cochino explotador machista…

—¡No!

—Y, durante unos días, tuve que conformarme con masturbarme un par de veces al día. Hasta Shinko se estuvo planteando el dejarlo y ponerse a trabajar de jardinera.

—¿Y tú crees que sería una buena jardinera?

Changez se encogió de hombros.

—Tiene buena mano… Pero gracias a Dios Todopoderoso por fin se dieron cuenta de que era Shinko la que me estaba explotando. La víctima era yo, así que enseguida volvió al trabajo de siempre.

Changuez me agarró del brazo y me miró fijamente a los ojos. Se había puesto triste. ¡Menudo sentimental estaba hecho!

—¿Puedo decirte una cosa? —Su mirada se quedó prendida en la nada (y atravesó la ventana hasta la cocina del vecino)—. Hay un par de facetas de mi carácter que dan risa, eso es verdad, pero ahora te voy a decir una cosa que no hace ninguna gracia: de buena gana renunciaría a todas las posiciones que he probado por besar a mi esposa cinco minutos en los labios.

¿Esposa? ¿Qué esposa? Empecé a dar vueltas y más vueltas a esas palabras hasta que me acordé. Siempre se me olvidaba que estaba casado con Jamila.

—Tu mujer todavía no quiere tocarte, ¿eh?

Changez negó con la cabeza con aire abatido y tragó saliva.

—¿Y tú y ella? ¿Seguís haciéndolo regularmente?

—¡No, no, por el amor de Dios, Burbuja! Desde la vez que nos viste no. Sin ti ya no sería lo mismo.

Changez soltó un gruñido.

—¿Así que no hace nada de nada?

—Nada de nada, chaval.

—Eso está bien.

—Sí. Las mujeres no son como nosotros. No tienen que estar pendientes de eso todo el día. Sólo les apetece si un tío les gusta. En cambio, a nosotros tanto nos da quién sea.

Pero Changez no parecía prestar atención a mis consideraciones sobre la psicología de la aventura amorosa. De pronto se volvió hacia mí y me miró con aire exaltado y decidido, y eso que no eran cualidades que Dios le hubiese otorgado.

—¡Pues conseguiré que le guste! —exclamó descargando su puño sano contra la mesa—. ¡Un día lo conseguiré, lo sé!

—Changez —le dije muy serio—, no cuentes con ello. Conozco a Jamila de toda la vida. ¿No te das cuenta de que puede que nunca cambie con respecto a ti?

—¡Pues cuento con ello! Si no, acabaré con mi vida, ¡me degollaré!

—Haz lo que quieras, pero…

—Por supuesto que lo haré. Me cortaré el cuello.

—¿Con qué?

—¡Con una polla!

Changez arrojó taza y plato al suelo, se levantó con esfuerzo y empezó a pasearse arriba y abajo por la habitación. Normalmente el muñón le colgaba quieto a un costado, como un apéndice inútil. Pero en ese momento asomaba por la manga de la bata rosa que llevaba arremangada muy tieso y lo blandía de un lado a otro. Changez parecía otra persona y actuaba azuzado por un dolor profundo en lugar de aquel autodesprecio irónico con el que solía hablar de su curiosa vida. Cuando me miró a mí, a su amigo, lo hizo con reserva, y eso que estaba haciendo todo cuanto estaba en mi mano por ayudar a aquel cabrón gordinflón.

—Changez, hay muchas mujeres en el mundo. A lo mejor hasta puedo presentarte a algunas actrices… siempre que te pongas a régimen. Conozco a montones y las hay que son verdaderas preciosidades. Les encanta follar. Algunas están dispuestas incluso a ayudar a la gente de color y al Tercer Mundo. Esas son las que a ti te van. Ya te presentaré a algunas.

—Eres un inglesito de piel amarillenta como el diablo. ¡Tu sentido moral es nulo! Pero yo tengo esposa, la quiero y ella me querrá. Así que esperaré hasta el día del Juicio Final si es necesario para que…

—Quizá sea un poco largo.

—¡Quiero estrecharla entre mis brazos!

—Pues eso es precisamente de lo que te estoy hablando. Mientras tanto podrías…

—¡Lo voy a mandar todo a la mierda! ¡Lo voy a mandar todo a la mierda hasta que la consiga! Y otra cosa más: no voy a permitir que uses mi personaje en tus trapicheos. No, no, no y rotundamente no. ¡Y si tratas de robarme vamos a dejar de ser amigos para siempre, nunca más te voy a dirigir la palabra! ¿Me lo prometes?

Me puse histérico. ¿Qué era aquello… censura?

—¿Que te lo prometa? ¡Qué coño! ¡Ahora no te puedo prometer nada de nada! ¿De qué estás hablando?

Pero era como hablar con una pared. Había algo en él que se había puesto contra mí.

—Te tiraste a mi esposa —dijo— y ahora me vas a tener que prometer que no vas a darme por el culo y me vas a representar en tu obra.

Me sentía derrotado. ¿Qué podía decirle?

—De acuerdo, de acuerdo, te prometo no darte por el culo —dije, descorazonado.

—Te encanta despreciarme, te encanta burlarte de mí y decir que soy un bobo en cuanto te doy la espalda. Pero un día voy a hacer que te tragues tus risitas. ¿Vas a mantener tu promesa?

Asentí con la cabeza y me marché.

Pedaleé como un poseso hasta el piso de Eleanor. Tenía que hablar de la situación con ella. Primero había perdido a Anwar y ahora estaba a punto de perder a Changez. Sin él, toda mi carrera se desmoronaría. ¿En qué otra persona iba a basar mi personaje si no? No conocía a ningún otro «negro». Pyke me iba a poner de patitas en la calle.

Cuando iba a entrar en casa de Eleanor, Heater salió. Me bloqueaba la entrada como una montaña de harapos, y cada vez que trataba de esquivarlo me daba contra su apestoso corpachón.

—¡Por Dios, tío! ¿Qué haces, Heater?

—Tiene la negra —dijo—, así que largo, chiquitín.

—¿Qué negra? ¿La peste negra? ¡Quítate de en medio, cabrón! Eleanor y yo tenemos cosas que hacer.

—Te digo que tiene la negra. Está deprimida. De modo que hoy nada de nada, muchas gracias. Ven otro día.

Pero yo era demasiado escurridizo y rápido para Heater, así que logré colarme por debajo de su brazo maloliente, le propiné un empujón, me metí en el piso de Eleanor a la velocidad del rayo y cerré la puerta con llave. Le oí insultarme desde el otro lado.

—¡Vete y limpia las calles de cagarros de perro con la lengua, proletario de mierda! —le grité.

Entré en el cuarto de Eleanor y al principio me resultó irreconocible. Había ropa tirada por todas partes. La tabla de planchar estaba en el centro de la habitación y Eleanor, desnuda, planchando un montón de ropa. Apretaba la plancha con tal fuerza que parecía querer atravesar la tabla y, mientras lloraba, las lágrimas iban empapando la ropa.

—Eleanor, ¿qué te pasa? Anda, dímelo, por favor. ¿Te ha llamado tu agente para darte malas noticias?

Me acerqué. Sus labios resecos se movían, pero no quería hablar. Seguía pasando la plancha una y otra vez por la misma, parte de una camisa. Cuando la levantó tuve el presentimiento de que iba a usarla contra ella misma, contra el dorso de su mano o de su brazo. Parecía haberse vuelto loca.

Desenchufé la plancha y le coloqué mi chaqueta de cuero sobre los hombros. Le pregunté de nuevo qué le ocurría, pero se limitó a menear la cabeza y a salpicarme de lágrimas. Decidí olvidarme de preguntas estúpidas, la acompañé hasta el dormitorio y la acosté. Eleanor se quedó tumbada mirando al techo y cerró los ojos. Cogí su mano entre las mías, me senté y miré la ropa que sembraba el suelo a mi alrededor, los cosméticos, la laca para el pelo y las cajitas lacadas encima del tocador, el cojín de seda de Tailandia con su elefante y los montones de libros apilados en el suelo. Encima de la mesilla de noche había una fotografía de marco dorado de un negro de unos treinta y tantos años con un jersey oscuro de cuello cisne. Tenía el pelo corto, aspecto atlético y era muy guapo. Supuse que la fotografía debía de tener unos cuatro o cinco años.

Tenía la sensación de que Eleanor quería que me quedara, que no hablara, pero que no me fuera. Así que mientras ella se adormilaba, me puse a pensar muy seriamente en Changez. En Eleanor ya pensaría más tarde, de momento no podía hacer más.

Si no cumplía la promesa que le había hecho a Changez, si empezaba a trabajar en un personaje basado en él, si utilizaba a aquel cabrón, no haría más que demostrar que no era digno de confianza, que era un mentiroso. Por otro lado, no utilizarle significaba tener que presentarme delante del grupo con una mierda después del fracaso total de «yo en el papel de Anwar». Mientras estaba allí sentado caí en la cuenta de que era una de las primeras veces en mi vida que tenía que enfrentarme a un dilema moral. Hasta entonces siempre había hecho lo que me había dado la gana, mis deseos habían sido mi guía y lo único capaz de detenerme fueron mis temores. Y sin embargo ahora, a mis veinte años apenas cumplidos, empezaba a notar que algo nuevo estaba creciendo dentro de mí. Al igual que la pubertad había transformado mi cuerpo, en aquel momento empezaba a desarrollar un sentido de culpabilidad, una preocupación no sólo por mi apariencia ante los demás, sino ante mí mismo, especialmente cuando se trataba de transgredir unos límites que yo mismo me había impuesto. Quizá nadie se diera cuenta de que mi personaje estaba basado en Changez; quizá, una vez estrenada la obra, a Changez ni siquiera le importara y hasta se sintiera halagado. Con todo, yo siempre sería consciente de lo que había hecho, sabría que había elegido ser un mentiroso, engañar a un amigo, utilizar a alguien. ¿Qué podía hacer? No tenía ni la menor idea. Por más y más vueltas que le daba, no conseguía dar con una solución.

Miré a Eleanor para asegurarme de que estaba dormida. Pensaba marcharme sin hacer ruido y pedir a Eva que me preparara unas verduras fritas en su cazuela china. Tenía que recobrar fuerzas. Pero cuando me levanté, Eleanor me estaba mirando y también sonreía ligeramente.

—Eh, estoy contenta de que estés aquí.

—Pues tenía la intención de marcharme y dejarte durmiendo.

—No, no te vayas, cariño.

Dio una palmada en la cama.

—Ven aquí debajo conmigo, Karim.

Estaba tan contento de verla animada que no me hice rogar: levanté las mantas, me tumbé a su lado y apoyé la cabeza en la almohada junto a la suya.

—Karim, no seas idiota, quítate los zapatos y todo lo demás.

Eleanor se echó a reír mientras me bajaba los pantalones, pero los tenía todavía por las rodillas y ya me estaba mordisqueando el pene, saltándose a la torera todos esos preliminares que, según los manuales sobre sexo que había devorado durante años, eran fundamentales para alcanzar el séptimo cielo haciendo el amor. Pero es que a Eleanor se le ocurría cada cosa…, pensé mientras permanecía tumbado disfrutando. Para ella no existían límites y, en determinadas circunstancias, era capaz de cualquier cosa. Por lo demás, siempre hacía lo primero que se le pasaba por la cabeza sin pensarlo dos veces, lo cual, hay que reconocerlo, no era especialmente complicado para una persona en su situación, para alguien que procedía de un medio en el que el riesgo de fracaso era mínimo; es más, en su mundo para conseguir fracasar había que hacer un gran esfuerzo.

Así es como empezó nuestra vida sexual. Y yo me sentía aturdido, pues nunca había experimentado sensaciones emocionales y físicas tan fuertes. Quería proclamar a los cuatro vientos que era posible sentir la sangre hervir en las venas sin cesar porque estaba seguro de que, al enterarse, los demás también se lanzarían. ¡Menuda embriaguez! Durante los ensayos, cuando la veía sentada en una silla, con una falda larga blanca y azul y los pies descalzos encima del asiento, y tiraba de los pliegues de tela para que le taparan la entrepierna —le había pedido que no llevara ropa interior— se me hacía la boca agua. A veces tenía una erección y debía marcharme en plena improvisación para ir al lavabo corriendo y hacerme una paja pensando en ella. Cuando mis sonrisas delataban mi propósito, Eleanor me acompañaba. Empezamos a pensar que todos los edificios públicos tendrían que disponer de unos servicios cómodos, con flores y música, para masturbarse y hacer el amor.

Eleanor no era tímida con su cuerpo como yo, no disimulaba el deseo, no se avergonzaba. En el momento más inesperado era capaz de cogerme la mano, colocarla sobre su pecho y apretarme los dedos sobre el pezón, que yo pellizcaba y manoseaba hasta el tormento. Otras veces se levantaba la camiseta y me ofrecía el pecho, que me metía en la boca para que mamara, o hacía desaparecer mi mano por debajo de su falda porque quería que la tocara. En algunas ocasiones esnifábamos coca, tomábamos anfetas o fumábamos hachís, y desnudaba a Eleanor en el sofá, quitándole las prendas una a una hasta que se quedaba desnuda con las piernas abiertas y yo estaba vestido. Eleanor fue también la primera que me enseñó la magia del lenguaje durante el sexo. Sus susurros me dejaban sin aliento: quería que me la tirara, que me la follara, que la chupara, que le pegara así o asá. El sexo era siempre distinto: tenía un ritmo distinto, había nuevas caricias, besos que duraban una hora entera, polvos repentinos en lugares insólitos —detrás de garajes o en trenes— donde nos quitábamos la ropa a toda prisa. Otras veces el sexo duraba siglos y me tumbaba con la cabeza entre sus piernas y la lamía con movimientos circulares de lengua, mientras ella mantenía los labios abiertos con los dedos.

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