El caballero del jubón amarillo (26 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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No respondí. Puse los pies en el suelo frío y empecé a buscar a tientas mis ropas. Estaba completamente desnudo.

—¿Adónde vas?

Encontré la camisa. Recogí calzones y jubón. Angélica se había levantado y ya no hacía preguntas. Quiso sujetarme por la espalda y la rechacé con violencia. Forcejeamos allí mismo, a oscuras: Sentí cómo al cabo ella caía sobre la cama con un gemido de dolor o de rabia. No me importó. En aquel momento no me importaba otra cosa que la cólera contra mí mismo. La angustia de mi deserción.

—Maldito seas —dijo.

Me agaché de nuevo, tanteando por el suelo. Mis zapatos tenían que estar en alguna parte. Di con el cinturón de cuero y al ir a ponérmelo comprobé que no pesaba lo debido.

La vaina de la daga estaba vacía. Dónde diablos, pensé. Dónde está. Iba a hacer en voz alta una pregunta que ya sonaba estúpida antes de llegar a mis labios, cuando sentí un dolor agudo y muy frío en la espalda, y la oscuridad se inundó de puntitos luminosos, como minúsculas estrellas. Grité una vez, corto y seco. Luego quise volverme y golpear, pero fallaron mis fuerzas y caí de rodillas. Angélica me sujetaba por el pelo, obligándome a echar atrás la cabeza. Sentí correr la sangre por mi espalda, hasta las corvas, y luego el filo de la daga contra mi cuello. Pensé, extrañamente lúcido: me va degollar como a un ternasco. O como a un cerdo. Había leído algo una vez sobre la maga, la mujer, que en la Antigüedad convertía a los hombres en cerdos.

Me llevó de nuevo hasta la cama, a tirones del pelo, sin apartar la daga de mi garganta, haciendo que me tumbase de nuevo en ella, boca abajo. Después se sentó a horcajadas sobre mí, medio desnuda como estaba, sus muslos abiertos en torno a mi cintura, aprisionándola. Seguía asiéndome por el cabello con fuerza. Entonces apartó la daga y sentí sus labios posarse en mi herida sangrante, acariciando sus bordes con la lengua, besándola como antes había besado mi boca.

—Me alegro —susurró— de no haberte matado todavía.

La luz deslumbraba los ojos de Diego Alatriste. O más bien el ojo derecho, porque el izquierdo seguía hinchado y los párpados le pesaban como dados cargados de plomo. Esta vez, comprobó, eran dos las sombras que se movían en la puerta del sótano. Se las quedó mirando, sentado en el suelo como estaba, recostado en la pared, las manos que no había logrado liberar, pese al esfuerzo que le desollaba las muñecas, atadas a la espalda.

—¿Me reconoces? —lo interrogó una voz agria.

Ahora estaba iluminado por el farol. Alatriste lo reconoció en el acto, y también con un escalofrío y un asombro que, supuso, debía de pintársele en la cara. Nadie hubiera podido olvidar aquella enorme tonsura, el rostro descarnado y ascético, los ojos fanáticos, el hábito negro y blanco de los dominicos. Fray Emilio Bocanegra, presidente del Tribunal de la Inquisición, era el último hombre que habría esperado encontrar allí.

—Ahora —dijo el capitán— sí que estoy bien jodido.

Tras el farol sonó la risa chirriante, apreciativa por el comentario, de Gualterio Malatesta. Pero el inquisidor carecía de sentido del humor. Sus ojos, muy hundidos en las órbitas, asaeteaban al prisionero.

—He venido a confesarte —dijo.

Alatriste dirigió una mirada estupefacta hacia la silueta oscura de Malatesta, pero esta vez el italiano se guardó de reír o hacer comentario alguno. Aquello iba en serio, por lo visto. Demasiado en serio.

—Eres un mercenario y un asesino —prosiguió el fraile—. En tu desgraciada vida has vulnerado todos y cada uno de los mandamientos de la ley de Dios. Y ahora estás a punto de rendir cuentas.

El capitán despegó la lengua, que al oír lo de la confesión se le había pegado al paladar. Sorprendido de sí mismo lograba mantener la sangre fría.

—Mis cuentas —apuntó— son cosa mía.

Fray Emilio Bocanegra lo miraba inexpresivo, cual si no hubiera escuchado el comentario.

—La Divina Providencia —prosiguió— te da ocasión de reconciliarte. De salvar tu alma aunque hayas de pasar cientos de años en el Purgatorio… Dentro de unas horas te habrás convertido en instrumento de Dios, cuando actúen la espada del arcángel y el acero de Josué… De ti depende ir a ello con el corazón cerrado a la gracia del Creador, o aceptarlo con buena voluntad y la conciencia limpia… ¿Me entiendes?

Encogió los hombros el capitán. Una cosa era que lo despacharan y otra que le marearan de aquel modo la cabeza. Seguía sin comprender qué diablos hacía aquel fraile allí.

—Lo que entiendo es que vuestra paternidad debería ahorrarme el púlpito, porque no es domingo. Y ceñirse al asunto.

Fray Emilio Bocanegra guardó silencio un instante, sin dejar de mirar al prisionero. Luego alzó un dedo descarnado, admonitorio.

—El asunto es que dentro de muy poco el mundo sabrá que un espadachín llamado Diego Alatriste, por celos de una pecadora trasunto de Jezabel, liberó a España de un rey indigno de llevar corona… Ya ves. Un vil instrumento en manos de Dios para una justa cruzada.

Ahora relampagueaban los ojos del dominico, encendidos con la ira divina. Y por fin Alatriste confirmó sus barruntos. Él era la espada de Josué. O al menos iba a pasar los libros de historia como tal.

—Los caminos de Dios —apuntó Malatesta a espaldas del fraile, consciente de que el prisionero había comprendido al fin— son inescrutables.

Sonaba casi alentador, persuasivo y respetuoso. Demasiado, conociendo como conocía Alatriste el cinismo del sirio. Que debía de estar para su coleto, decidió, disfrutaba horrores con aquel absurdo entremés. Sombrío, el dominico se volvió a medias, sin llegar a mirar al italiano, y la chanza de éste le murió en la boca. En presencia del inquisidor ni Gualterio Malatesta osaba ir demasiado lejos.

—Lo que me faltaba —suspiró en voz alta el capitán—. Escurrir la bola en manos de un fraile loco.

La bofetada restalló como un latigazo, volviéndole la a un lado.

—Ten la lengua, bellaco —el dominico mostraba la mano alto, amenazando con repetir—. Es tu última oportunidad antes de la condenación eterna.

El capitán miró de nuevo a fray Emilio Bocanegra. Ardía la mejilla donde había recibido el golpe, y él no era los que ponían la otra. La desesperación se le anudó en la boca del estómago. Voto a los mismísimos huevos de Lucifer, dijo conteniéndose. Hasta esa noche nadie le había puesto la mano en la cara, nunca. Por Cristo quien lo engendró, estaba dispuesto a dar su alma de barato, si la tenía, por un instante con las manos libres para estrangular al fraile. Miró hacia la silueta negra de Malatesta, que seguía detrás del farol: ni risa ni comentarios. Al italiano no le había regocijado la bofetada. No entre hombres como ellos. Matar era una cosa, e iba de oficio. Humillar era otra.

—¿Quién más anda en esto? —preguntó, rehaciéndose—. Además de Luis de Alquézar, por supuesto… No se escabechan reyes así como así; hace falta un sucesor. Y el nuestro no tiene todavía un hijo varón.

—Correrá el orden natural —dijo muy tranquilo el dominico.

Así que era eso, resolvió Alatriste mordiéndose los labios. El orden natural de sucesión recaía en el infante don Carlos, el mayor de los dos hermanos del rey. Se decía que era el menos dotado de la familia, y que su poca inteligencia y blanda voluntad lo hacían influenciable por quien situara cerca de él a un confesor adecuado. Felipe IV era hombre devoto pese a sus libertinajes juveniles, pero —a diferencia de su padre Felipe III, que anduvo toda la vida salteado de frailes— tenía a raya al clero. Aconsejado por el conde-duque de Olivares, el rey español guardaba las distancias con Roma, cuyos pontífices sabían, a su pesar, que los tercios de los Austrias eran el principal baluarte católico frente a la herejía protestante. Lo mismo que Olivares, el joven rey mostraba simpatía por los jesuitas; mas en una tierra donde cien mil sacerdotes y religiosos se enfrentaban entre sí por el control de las almas y los privilegios eclesiásticos, pronunciarse era fácil, ni conveniente. Los ignacianos eran odiados por q dominicos, que manejaban el Santo Oficio mostrándose enemigos implacables de franciscanos y agustinos; y todos, a s vez, formaban liga a la hora de sustraerse a la autoridad y justicia reales. En esa lucha por el poder alimentada de fanatismo, orgullo y ambición, no era punto menor que la orden de santo Domingo, y con ella la Inquisición, mantuviese excelentes relaciones con el infante don Carlos. Tampoco e un secreto que éste los favorecía hasta el punto de haber elegido por confesor a un dominico. Tinto y en jarra, decido Alatriste, sólo podía ser vino. O sangre.

—Si el infante moja en esto —dijo— es un mal nacido.

Con el ademán de quien espanta una mosca, fray Emilio Bocanegra apeló a la retórica profesional:

—A veces la mano derecha ignora lo que hace la izquierda Lo esencial es que Dios Todopoderoso quede servido. Y en, eso estamos.

—Os costará la cabeza. A vuestra paternidad, a ese italiano de ahí, al secretario Alquézar y al propio infante.

—Si de cabezas de trata, preocupaos de la vuestra —apuntó, desde atrás Malatesta, flemático.

—O más bien —apostilló el inquisidor— de la salud del alma —sus ojos terribles traspasaron de nuevo a Alatriste—… ¿Os decidís a confesar conmigo?

—El capitán apoyó la cabeza en la pared. Alguna vez tenía que ocurrir; lo grotesco era que fuese de aquella manera Diego Alatriste, regicida. No era así como deseaba que lo recordasen los pocos amigos que lo iban a recordar en una taberna o en una trinchera. Aunque peor, concluyó, era terminar enfermo en un hospital de veteranos, o lisiado pidiendo limosna a la puerta de una iglesia. Al menos en su caso Malatesta oficiaría con limpieza y rapidez. No podían arriesgarse a que se volviera lenguaraz en el potro.

—Antes confesaré con el diablo. Tengo más trato.

Sonó atrás la risa sofocada y espontánea del italiano, interrumpida por una feroz mirada de fray Emilio Bocanegra. Después el inquisidor estudió largamente el rostro de Alatriste. Al rato movió la cabeza a modo de sentencia inapelable y se puso en pie sacudiéndose el hábito.

—Así será, entonces. El diablo y vos, cara a cara.

Salió, seguido por Malatesta con el farol. La puerta se cerró tras ellos cómo la losa de una tumba.

A ensayarnos a morir vamos en el sueño, que nos sirve de descanso y de advertencia. Nunca tuve tan clara conciencia de eso como al salir, con trasudores de muerte, de mi extraña duermevela: un desmayo poblado de imágenes, cual lenta pesadilla. Seguía boca abajo, desnudo en el lecho, y la espalda me dolía de modo atroz. Aún era de noche. En el caso, pensé alarmado, de que se tratara de la misma noche. Al tantearme en busca de la herida encontré mi torso envuelto por un vendaje. Me moví con precaución, en la oscuridad, comprobando que estaba solo. La memoria de lo ocurrido retornó de golpe: lo hermoso y lo terrible. Luego pensé en suerte que habría corrido el capitán Alatriste.

Aquello me decidió del todo. Busqué mis ropas tambaleándome, apretados los dientes para no gemir de dolor. Cada vez que me agachaba a buscar una prenda se me iba la cabeza, y temí desmayarme de nuevo. Estaba casi vestido cuan advertí luz por debajo de la puerta y rumor de voces. Acercándome, hice ruido al pisar la daga. Me detuve, sobrecogido, pero nadie acudió. Introduje con cuidado el acero en vaina. Después acabé de atar los cordones de mis zapatos.

El rumor cesó y oí ruido de pasos alejándose. La rendija de luz en el suelo osciló mientras aumentaba de intensidad Me aparté, reparándome tras la puerta cuando Angélica di Alquézar, con una vela encendida en la mano, entró en aposento. Llevaba un chal de lana sobre la camisa y el cabello recogido con cintas. Se quedó muy quieta mirando la cama vacía, sin exclamaciones de sorpresa ni palabra alguna Luego se volvió con rapidez, adivinándome a su espalda. La luz rojiza de la vela iluminó sus ojos azules, intensos como dos puntas de acero helado. Casi hipnóticos. Al tiempo abrió la boca para decir algo, o para gritar. Yo estaba tenso como un resorte y no podía permitirle semejante lujo; reproches o conversación quedaban fuera de lugar. Mi golpe la alcanzó un lado de la cara, borrando aquella mirada y arrancándola la vela de la mano. Fue hacia atrás en silencio, dando traspiés. Aún rodaba la vela por el suelo, el pabilo sin apagarse del todo, cuando cerré de nuevo el puño juro a vuestras mercedes que sin remordimiento— y le aticé un segundo golpe en la sien que la hizo desplomarse sobre la cama, desvanecida. Esto último lo comprobé a tientas, pues se había extinguido la luz. Puse la mano sobre sus labios —los nudillos me dolían del golpe casi tanto como la herida de la espalda— y comprobé que respiraba. Eso me tranquilizó un poco. Luego fui a lo práctico. Aplazando el estudio de mis sentimientos, busqué la ventana y la abrí. Demasiado alta. Volví a la puerta, la empujé con cuidado y me vi en el rellano de la escalera. Bajé tanteando los muros hasta un corredor estrecho, iluminado por un candil colgado en la pared. Había una alfombra en el último tramo, una puerta y el arranque de otra escalera. Pasé de puntillas junto a la puerta. Tenía un pie en el segundo peldaño cuando oí conversación. Habría seguido adelante de no oír el nombre del capitán Alatriste.

A veces Dios, o el demonio, guían tus pasos en la dirección adecuada. Volví atrás, pegando la oreja a la puerta. Había al menos dos hombres al otro lado, y hablaban de una cacería: ciervos, conejos, monteros. Me pregunté qué tenía que ver el capitán con aquello. Luego pronunciaron otro nombre: Felipe. Estará a tal hora, decían. En tal sitio. El nombre lo mencionaban a secas, pero tuve un presentimiento que me hizo estremecer. La proximidad al aposento de Angélica permitía atar cabos. Estaba ante la puerta de Luis de Alquézar, tío de Angélica, secretario real. Entonces, en la conversación se deslizaron dos nuevas referencias: el alba y La Fresneda. La debilidad por la herida o la certidumbre que se instaló en mi cabeza estuvieron a punto de hacerme doblar las rodillas. El recuerdo del hombre del jubón amarillo acudió hilando aquellos fragmentos dispersos. María de Castro había ido a pasar la noche a La Fresneda. Y aquel c quien se iba a reunir tenía previsto salir de caza al amanecer con sólo dos monteros como escolta. El Felipe de la conversación no era otro que Felipe IV Estaban hablando rey.

Me apoyé en la pared, intentando ordenar mis pensamientos. Después respiré hondo, haciendo acopio de la energía que iba a necesitar. Con tal de que no se me abra la herida la espalda, pensé. El primer socorro que imaginé fue Francisco de Quevedo. De modo que bajé los peldaños mucho tiento. Pero don Francisco no estaba en su cuarto, encendí luz. La mesa se veía llena de libros y papel y la cama sin deshacer. Entonces pensé en el conde de Guadalmedina, y por el patio grande me encaminé a los aposentos del séquito real. Como temía, allí me cortaron el paso. Uno de los guardias, del que yo era conocido, dijo que estaban dispuestos a despertar a su excelencia a tales horas ni hartos de vino. Así baje el turco, suba el galgo o se hunda el mundo, añadió. Callé mi urgencia. Estaba hecho a corchetes, soldados y guardias, y sabía que contárselo a tal pedazos de carne equivalía a contárselo a una pared. Complicarse la vida no era parte de su oficio; e1 suyo era impedir que nadie pasara, y nadie pasaba. Hablar les de conspiraciones y asesinatos de reyes era hablarles de los habitantes de la luna, y podía costarme, de barato, acabar en una mazmorra. Pregunté si tenían recado de escribir y dijeron que no. Volví al aposento de don Francisco, cogí pluma, tintero y salvadera, y compuse lo mejor que pude un billete para él y otro para Álvaro de la Marca. Los cerré con lacre, garabateé sus nombres, dejé el del poeta sobre la cama y volví donde los guardias.

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