El caballero del jubón amarillo (23 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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—Éste es el mozo —apuntó Guadalmedina.

El conde-duque de Olivares, valido de Su Católica Majestad, asintió casi imperceptiblemente, sin dejar de observarme. En una mano sostenía un papel escrito y en la otra una taza de chocolate.

—¿Cuándo llega ese Alatriste? —le preguntó a Guadalmedina.

—A la puesta de sol, supongo. Tiene instrucciones para presentarse en el acto.

Olivares se inclinó un poco hacia mí. Oírlo pronunciar el nombre de mi amo me había dejado estupefacto.

—¿Tú eres Iñigo Balboa?

Hice un gesto afirmativo, incapaz de articular palabra, mientras intentaba ordenar mi mente confusa. El conde-duque leía el documento entre sorbos al chocolate, murmurando algunos párrafos en voz alta: nacido en Oñate, Guipúzcoa, hijo de un soldado muerto en Flandes, criado de Diego Alatriste y Tenorio, más conocido como el capitán Alatriste, etcétera. Mochilero en el tercio viejo de Cartagena. Toma de Oudkerk, batalla del molino Ruyter, combate de Terheyden, asedio de Breda —entre cada nombre flamenco alzaba los ojos del papel, como para comparar aquello con mi evidente juventud—. Y antes de Flandes, un auto de fe de la plaza Mayor de Madrid, el año mil seiscientos y veintitrés.

—Ya recuerdo —dijo, observándome con más atención mientras dejaba la taza sobre el bufete—… Aquel asunto con el Santo Oficio.

No era tranquilizador conocer que tu biografía andaba en papeles; y el recuerdo de mi aventura con la Inquisición no contribuyó a serenarme el ánimo. Pero la pregunta que vino después me trocó el desconcierto en pánico:

—¿Qué ocurrió en las Minillas?

Miré a Álvaro de la Marca, que hizo un movimiento tranquilizador con la cabeza.

—Puedes hablar delante de su grandeza —dijo—. Está al corriente de todo.

Seguí mirándolo, receloso. Yo le había referido en el garito de Juan Vicuña los sucesos de la infausta noche, bajo condición de que no hablara con nadie hasta entrevistarse con el capitán Alatriste. Pero el capitán aún no estaba allí. Guadalmedina, cortesano al fin, no había jugado limpio. O se cubría las espaldas.

—No sé nada del capitán —balbucí.

—Déjate de tonterías, pardiez —urgió Guadalmedina—. Estuviste con él y con el hombre que murió. Explícale a su grandeza cómo fue todo.

Me volví hacia el conde-duque. Continuaba estudiándome con una fijeza feroz que daba espanto. Aquel hombre sostenía sobre sus hombros la monarquía más poderosa de la tierra; movía ejércitos a través de los mares y las cordilleras con sólo enarcar una ceja. Allí estaba yo, temblando por dentro como una hoja. Y a punto de decirle no.

—No —dije.

Parpadeó un instante el valido.

—¿Te has vuelto loco? —exclamó Guadalmedina.

El conde-duque no me quitaba la vista de encima. Sin embargo, sus ojos parecían ahora más curiosos que furibundos.

—Por mi vida, que voy a… —empezó Guadalmedina, amenazador, dando un paso hacia mí.

Olivares lo detuvo con un ademán: un movimiento breve, apenas consumado, de su mano izquierda. Luego le dio otro vistazo al papel y lo dobló en cuatro antes de guardárselo entre la ropa.

—¿Por qué no? —me preguntó.

Lo hizo casi con suavidad. Miré las ventanas y las chimeneas al otro lado del patio, los tejados de pizarra azul iluminados por el sol que empezaba a declinar en el cielo. Luego encogí los hombros y no dije esta boca es mía.

—Vive Cristo —dijo Guadalmedina— que te haré soltar la lengua.

El conde-duque descartó aquello, alzando un poco la mano otra vez. Parecía escudriñar cada rincón de mi seso.

—Es tu amigo, naturalmente —dijo al fin.

Asentí. Al cabo de un momento el valido asintió también.

—Comprendo —dijo.

Dio unos pasos por la galería, deteniéndose junto a uno de los frescos pintados entre las ventanas: cuadros de infantería española erizados de picas en torno a la cruz de San Andrés, marchando hacia el enemigo. Yo había estado dentro de esos cuadros, pensé con amargura. Acero en mano, tiznado de pólvora, ronco de gritar el nombre de España. El capitán Alatriste, también. Pese a todo, en tales andábamos. Vi que el valido seguía la dirección de mis ojos hasta la pintura, leyendo mis recuerdos. Un apunte de sonrisa le suavizó el gesto.

—Creo que tu amo es inocente —dijo—. Tienes mi palabra.

Consideré muy por lo menudo la figura imponente que tenía ante mí. No me hacía ilusiones. Había vivido algo, y no se me escapaba que la tolerancia que el hombre más poderoso de España —que era decir del mundo— me mostraba en ese momento, no era sino cálculo inteligentísimo, propio de un hombre capaz de aplicar los resortes de su talento a la vasta empresa que lo obsesionaba: hacer a su nación grande, católica y poderosa, sosteniéndola por tierra y mar frente a ingleses, franceses, holandeses, turcos y el mundo en general; pues tan enorme y temido era el imperio español, que nadie lograría sus ambiciones sino a costa de las nuestras. Para el conde-duque, semejante empresa justificaba cualquier medio. Y comprendí que el mismo tono mesurado y paciente con el que me hablaba podría utilizarlo para ordenar que me descuartizaran vivo; y lo haría, llegado el caso, sin que eso lo turbase más que aplastar moscas a papirotazos. Yo sólo era un humildísimo peón en el complejo tablero de ajedrez donde Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, jugaba la arriesgada partida de su privanza. Y mucho más adelante cuando la vida me llevó a ello, pude confirmar que el valido todopoderoso de nuestro señor don Felipe IV, pese que nunca vaciló en sacrificar cuantos peones hubo menester, nunca se desprendía de una pieza, por modesta que fuera, mientras creyese que podía serle útil.

En cualquier caso, aquella tarde en la galería —de las Batallas me vi tomados los caminos. Así que hice de tripas corazón. A fin de cuentas Guadalmedina habría referido lo que yo le confié a él, y nada más. Ningún mal iba a hacer repitiéndolo. En cuanto al resto, incluido el papel de Angélica de Alquézar en la conspiración, eso era otra cosa. Guadalmedina no podía contar lo que ignoraba; y no iba a ser yo —así de ingenua era, pese a todo, mi hidalga mocedad— quien pronunciara el nombre de mi dama delante del conde-duque.

—Don Álvaro de la Marca —empecé— ha dicho la verdad a vuestra grandeza…

En ese momento caí en algo de las primeras palabras del valido que me desazonó mucho: el viaje del capitán Alatriste a El Escorial no era un secreto. Al menos él y Guadalmedina estaban al corriente. Y me pregunté quiénes más lo sabrían, y si la noticia —lo que sana camina, y lo que mata, vuela— habría llegado también hasta nuestros enemigos.

El caballo empezó a cojear pasado el puerto, cuando las retamas y las peñas cedieron a los encinares y el camino se hizo más llano y recto. Diego Alatriste echó pie a tierra, miró los cascos del animal y comprobó que la herradura de la mano izquierda había perdido dos clavos y estaba suelta Cagafuego no había puesto en la silla bolsa con hechura de respeto, así que tuvo que ajustar el hierro lo mejor qué pudo, remachando los clavos en sus claveras con una piedra gruesa. No sabía cuánto iba a aguantar aquello; pero la siguiente posta estaba a menos de una legua. Montó de nuevo, y al paso, procurando no forzar al caballo, inclinándose de vez en cuando para vigilar el casco mal herrado, siguió cami4 no. Cabalgó despacio casi una hora hasta divisar a lo lejos, a la derecha y con el fondo de las cumbres todavía nevadas del Guadarrama, la torre berroqueña de la iglesia y los tejado de la docena de casas que formaban el pueblecito de Galapagar. El camino no entraba en él, sino que seguía adelante; y al llegar al cruce Alatriste desmontó frente a la casa de postas. Encomendó el caballo al herrador, echó un vistazo a los otros animales que descansaban en el establo —observó que había dos caballos ensillados y atados fuera— y fue a sentarse bajo el porche emparrado del pequeño ventorrillo. Había media docena de arrieros que jugaban a las cartas junto a la tapia, un fulano con ropas de campo y espada al cinto de pie junto a ellos, mirándolos jugar, y un clérigo con criado y dos mulas cargadas con fardos y maletas, que en una mesa comía manos de puerco estofadas, espantando moscas del plato. El capitán saludó a este último, tocándose ligeramente el ala del chapeo.

—A la paz de Dios —dijo el clérigo con la boca llena.

La moza de la posta trajo vino. Alatriste sorbió con sed y estiró las piernas acomodando a un lado la espada, mientras observaba trabajar al herrador. Luego estimó la altura del sol e hizo sus cálculos. Quedaban casi dos leguas hasta El Escorial; lo que suponía, con el caballo recién herrado y forzando el paso, siempre que los arroyos del Charcón y el Ladrón no bajaran con mucha agua y pudiese vadearlos por el camino mismo, que estaría en el real sitio a media tarde. De modo que, satisfecho, apuró el vino, puso una moneda sobre la mesa, requirió la espada y se levantó para acercarse al herrador, que terminaba su faena.

—Disculpe vuestra merced.

No había visto salir al hombre del interior de la casa de postas, y casi llegó a tropezar con él. Era un individuo barbudo, bajo y ancho de espaldas, vestido con ropas de campo, polainas y montera de cazador, como el otro que miraba jugar a los arrieros. Alatriste no lo conocía. Se le antojó un furtivo o un guardabosques: llevaba espada corta en tahalí de cuero y cuchillo de monte al cinto. El desconocido aceptó las excusas con una leve inclinación de cabeza, observándolo con atención; y mientras caminaba hacia el establo, el capitán intuyó que el otro seguía mirándolo. Mala papeleta, pensó. Aquello no daba buena espina. Cuando ajustaba el pago con el herrero entre zumbidos de tábanos se volvió con disimulo para acechar por el rabillo del ojo. El hombre seguía bajo el porche, sin quitarle la vista de encima. Pero lo que más inquietó a Alatriste fue que, mientras él metía pie,: en el estribo y se izaba a lomos del morcillo, el fulano cambió una ojeada con el otro que estaba junto a los arrieros. Aquéllos eran hombres de manos e iban juntos, concluyó. Por alguna razón él atraía su curiosidad; y ninguna de las razones que imaginaba podía ser buena.

Y así, apercibido, mostacho sobre el hombro para ver si lo seguían, picó espuelas y tomó el camino de El Escorial.

—No hay escenario en el mundo —dijo don Francisco de Quevedo— que se compare a éste.

Estábamos bajo los soportales de granito de la casa de la Compaña, sentados en un nicho de la pared, observando los preparativos de
La espada y la daga
en los jardines de El Escorial, que eran magníficos: anchos de cien pies, con se tos y cuadros de flores recortados a la altura de un hombre en hermosas figuras y laberintos, en torno a una docena de fuentecillas donde cantaba el agua y bebían los pájaros. Protegidos del cierzo por el palacio-monasterio mismo, en cuyos muros había espalderas por las que trepaban jazmines y mosquetas, los jardines se extendían como amena terraza junto al lienzo de mediodía del edificio, orientados al sol en forma de mirador amplísimo que daba sobre un estanque de piedra donde nadaban patos y cisnes. Desde allí podían admirarse, al sur y al oeste, las imponentes montañas cercanas con sus tonos azulados, grises y verdes. Y en la distancia, al oriente, las grandes dehesas y bosques reales que se prolongaban hacia Madrid.

Pues en cuestiones de amor

cuando menos lo sospechas,

del arco vuelan las flechas,

y es blanco tu propio honor.

Hasta nosotros llegaba la voz de María de Castro ensayando los primeros versos del segundo acto. Sin duda era el timbre más dulce de España, cultivado por la destreza del marido, que en ese aspecto —ya que no en otros— nunca la dejaba de su mano. A veces la interrumpían los martillazos de los tramoyistas; y Cózar, que apuntaba con el manuscrito de don Francisco delante, se volvía a reclamar silencio con majestad propia de un arzobispo de Lieja o de un gran duque de Moscovia, personajes con cuyos modales se había familiarizado sobre las tablas. La obra iba a estrenarse allí, al aire libre. Para ello se había dispuesto un tablado y un toldo grande que protegería del sol o la lluvia a las personas reales y a los invitados principales. Se decía que el conde-duque gastaba diez mil escudos en agasajar a los reyes y sus invitados con la comedia y la fiesta.

Y de esa forma advertimos

que enamorados, muriendo vivimos,

y que viviendo, en cierto modo, morimos.

Versos, por cierto, de los que don Francisco no estaba muy orgulloso; pero como él mismo me comentó por lo bajini valían exactamente lo que le pagaban por ellos. Aparte que esa clase de retruécanos, escamoteos y redundancias eran muy del gusto de los espectadores de los corrales de comedias, desde el mismo rey hasta el último villano, incluidos los mosqueteros del zapatero Tabarca. De manera que, en opinión d poeta —que apreciaba mucho a Lope de Vega, pero le gustaba poner a cada uno en su sitio—, si el Fénix de los Ingenio se permitía, a veces, sutiles tomaduras de pelo para redondear un acto o arrancar aplausos en una escena, no veía la razón por la que fuera a negarse él. Lo importante, decía, n era que esa clase de versos pudiera parirlos su talento como moro haciendo buñuelos, sino que fueran del agrado del rey, la reina y sus invitados. Sobre todo del conde-duque, aflojador de la mosca.

—El capitán estará al llegar —dijo de pronto Quevedo.

Me volví a mirarlo, agradeciéndole que siguiera pensando en mi amo. Pero el poeta se mantuvo impasible, observando María de Castro como si nada, y no dijo más. En lo que a mi se refiere, tampoco el capitán Alatriste se me iba de la cabeza y menos tras la entrevista que había mantenido, bien a mi, pesar, con el valido del rey. Yo confiaba en que, a la venida del capitán y después de reunirse con Guadalmedina, todo quedaría arreglado y nuestras vidas volverían a ser como antes Sobre su relación con la Castro —en ese momento la representante pedía agua para refrescarse, y su marido se la hacía llevar, solícito— yo no albergaba dudas de que, tras lo ocurrido, mi amo renunciaría a hacer de galán en tan peligrosas rejas. En otro orden de cosas, y en lo que se refiere a la hermosa representante, me sorprendía la naturalidad con que ésta se comportaba en El Escorial. Hasta ese punto, comprendí, una mujer arrogante y segura de sí, puesta en semejante astillero, puede envanecerse cuando goza del favor de un rey o de un hombre poderoso. Por supuesto que no había la menor vecindad entre la actriz y la reina; los comediantes sólo pisaban el jardín del palacio para los ensayos, y ninguno se alojaba en el recinto. También se comentaba que el cuarto Felipe ya había hecho alguna visita nocturna a la Castro, esta vez sin que nadie lo importunase; y menos el marido, pues era notorio que Cózar tenía el sueño pesado y aun con los ojos abiertos sabía roncar como un bendito. Todo aquello era comidilla diaria y pronto llegaría a oídos de la reina; pero la hija de Enrique IV estaba educada como princesa, y ello incluía tomar tales cosas por gajes del oficio. Isabel de Borbón siempre fue espejo de reinas y damas; por eso el pueblo la amó y respetó hasta su muerte. Aun así, nadie podía imaginar las lágrimas de humillación que nuestra desdichada reina iba a derramar de puertas adentro a causa de la lujuria de su augusto esposo; que con el tiempo, según público rumor, llegaría a engendrar hasta veintitrés bastardos reales. En mi opinión, la invencible repugnancia que toda su vida tuvo la reina a visitar El Escorial —no había de volver sino para ser enterrada allí— se debió, aparte de que a su carácter alegre le pareciera siniestro el edificio, a que éste le trajo siempre, a partir de entonces, el mal recuerdo de la aventura de su marido con la Castro; cuya victoria, por cierto, no fue duradera, pues en el capricho real iba a sustituirla pronto otra actriz de dieciséis años, María Calderón. Y es que al cuarto Felipe siempre le atrajeron más las,; mujeres de baja estofa, representantes, fregatrices, mozas de mesón y cantoneras, que las damas ilustres; aunque es precise, señalar que, a diferencia de Francia, donde algunas favorito; llegaron a mandar más que las reinas, en España se guarda;, ron las apariencias y ni una sola querida del rey tuvo aseen} diente en la Corte. La vieja y mojigata Castilla, aliada con rígida etiqueta borgoñona traída de Gante por el emperador Carlos, no podía tolerar que entre la majestad de sus monarcas y la humanidad vulgar mediase menos que un abismo; Por eso, al término del capricho —nadie podía montar un caballo usado por el rey, ni gozar a una mujer a la que hubiese hecho su amante—, las mancebas de nuestro señor don Felipe solían ser forzadas a entrar en un convento, lo mismo que 4 las hijas habidas de tales amores ilegítimos. Lo que dio lugar a que un ingenio de la Corte escribiese la inevitable décima que empezaba:

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