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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

El caballero del jubón amarillo (18 page)

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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—De manera —contaba Cagafuego, con su acento potreño- que me llego al mayoral de los bellerifes, calo la cerra, saco dos granos como dos soles y le digo al grullo, guiñándole un fanal: «Por estos veintidós mandamientos, juro a vuesarced que el que buscan no soy yo».

—¿Y quién era el corchapín? —quiso saber el otro jaque.

—Berruguete, el tuerto.

—Fino hideputa, a fe mía. Y acomodaticio.

—No hace falta que lo jure uced, señor compadre… Engibó el rescate, y no digo más.

—¿Y el palomo?

—Se arrancaba el bosque, bufando que era mi marca quien le había murciado la cigarra, y que yo la encubría… Pero ahí Berruguete cumplió como un godo y se hizo sordo. Tal día hará un año.

Siguieron así un rato de amena y poco gongorina parla. Y al trecho, Bartolo Cagafuego me miró a medio mogate, dejó el jarro, se puso en pie como quien no quiere la cosa, desperezó el navío con desmesurado braceo y abriendo mucho la boca —diezmada de media docena de dientes—, y anduvo columpiándose hasta la puerta, el aire terrible de costumbre, tintineándole el hierro, baldeo en gavia, coleto de ante y calzón con las boquillas sin abrochar, tan amontonado de valentía que no había más que pedir. Fui a reunirme con él la galería de la corrala, donde nuestras voces quedaban veladas por el estrépito de la lluvia.

—¿Nadie a las calcas? —preguntó el bravote —Nadie.

—¿Certus?

—Como que hay Dios.

Asintió aprobador, rascándose las espesas cejas que se le juntaban en el sobrescrito lleno de marcas y cicatrices. Luego, sin más palabras, echó a andar por la galería, y lo seguí. No nos veíamos desde el episodio del oro de las Indias; cuando, tras verse libre de remar en galeras merced al asalto al
Niklaasbergen
y al indulto conseguido por el capitán Alatriste, Cagafuego se había embolsado una linda suma que le permitió volver a Madrid para seguir desempeñando el oficio de jaque en su variedad de rufo, o rufián, por otro nombre abrigo de putas. Pese a su corpachón y a los aires feroces, y aunque en la barra de Sanlúcar, a decir verdad, se había portado con mucha decencia degollando gente, lo suyo no era jugarse la gorja. Los fieros con que se adornaba eran más de pastel que otra cosa, propios para atemorizar a incautos y vivir de las corsarias, y no para vérselas de verdad con gente de hígados. Aun siendo tan bruto que de las cinco vocales apenas dos o tres habrían llegado a su noticia —o tal vez por eso mismo— ahora tenía una marca al punto en la calle de la Comadre, y andaba asociado con el dueño de una manflota donde se encargaba de mantener el orden con mucho pesiatal, a fe mía y yo lo digo. Su negocio, por tanto, iba bien. Con esas patentes en el memorial, contaba más mérito a mis ojos que semejante bravo de contaduría arriesgara el cuello para ayudar al capitán Alatriste; pues nada tenía que ganar y mucho que perder si alguien iba con el bramo a la justicia. Pero desde que se conocieron años atrás en un calabozo de la cárcel de la Villa, Bartolo Cagafuego profesaba al capitán esa lealtad sólida e inexplicable que a menudo observé en quienes trataron a mi amo, lo mismo entre camaradas de milicia que entre gente de calidad y desalmados malhechores, donde incluyo a algunos enemigos. De tiempo en tiempo surgen hombres especiales, diferentes a sus contemporáneos, o tal vez lo que ocurre no es que sean de veras diferentes, sino que en cierto modo resumen, justifican e inmortalizan su época; y algunos de quienes los tratan se dan cuenta de eso, o lo intuyen, y los tienen como árbitros de conductas. Quizá Diego Alatriste era uno de tales. En cualquier caso, doy fe de que cuantos se batieron a su lado, compartieron sus silencios o advirtieron aprobación en su mirada glauca, quedaron obligados para siempre por singulares lazas. Se diría que ganar su respeto los hacía respetarse más a sí mismos.

—Nada que hacer —resumí—. Sólo esperar a que escampe. El capitán había escuchado atento, sin abrir la boca. Estábamos sentados junto a una desvencijada mesa manchada de esperma de velas, donde había una escudilla con restos de mondongo cocido, una jarra de vino y un mendrugo de pan.

Bartolo Cagafuego se tenía un poco aparte, en pie, cruzado de brazos. Oíamos caer la lluvia sobre el tejado.

—¿Cuándo verá Quevedo al conde-duque?

—No se sabe —repuse—. De cualquier manera,
La espada y la daga
se representa dentro de pocos días en El Escorial. Don Francisco ha prometido llevarme.

El capitán se pasó la mano por la cara, que necesitaba un repaso de navaja de afeitar. Lo vi más flaco y demacrado. Vestía calzón de mala gamuza, recosidas medias de lana, camisa sin cuello bajo el jubón abierto. No era el suyo un buen aspecto; pero sus botas de soldado estaban en un rincón, recién engrasadas, y también el cinto nuevo de espada que había sobre la mesa acababa de ser tratado con sebo de caballo. Cagafuego le había conseguido sombrero y capa en un ropavejero, y también una herrumbrosa daga de ganchos que ahora estaba afilada y reluciente, junto a la almohada de la cama deshecha.

—¿Te han molestado mucho? —me preguntó el capitán.

—Lo justo —encogí los hombros—. Nadie me relaciona.

—¿Y a la Lebrijana?

—Lo mismo.

—¿Cómo está ella?

Miré el agua que encharcaba el suelo, bajo mis borceguíes.

—Ya la conoce vuestra merced: muchas lágrimas y fieros. Jura y perjura que estará en primera fila cuando os ahorquen. Pero se le pasará —sonreí—. En el fondo es más tierna que una melcocha.

Cagafuego movió grave la cabeza, el aire entendido. Se le veía con ganas de opinar sobre los celos y ternezas de las hembras, pero se contuvo. Respetaba demasiado a mi amo como para meterse en la conversación.

—¿Y qué hay de Malatesta? —preguntó el capitán.

El nombre hizo que me removiera en la silla.

—Ni rastro.

El capitán se acariciaba el mostacho, pensativo. De vez en cuando me miraba con atención, cual si esperase leerme en el rostro informes que no expresaran mis palabras.

—Tal vez yo sepa dónde encontrarlo —dijo.

Aquello se me antojó una locura.

—No debería arriesgarse vuestra merced.

—Veremos.

—Eso dijo un ciego —apunté, descarado.

Volvió a estudiarme como antes, mientras yo lamentaba un poco mi impertinencia. De reojo comprobé que Bartolo Cagafuego me observaba con reprobación. Pero lo cierto era que las cosas no estaban para que el capitán anduviese por las calles a sombra de tejados. Antes de dar algún paso que lo comprometiese más, debía esperar el resultado de las gestiones de don Francisco de Quevedo. Y yo, por mi parte, necesitaba una conversación urgente con cierta joven dama de la reina, a la que llevaba días acechando sin éxito. En cuanto a lo que le ocultaba a mi amo, los remordimientos se templaban al recordar que Angélica de Alquézar me había llevado a una trampa, cierto; pero que esa trampa nunca habría sido posible sin la testaruda, o suicida, colaboración del capitán. Yo tenía juicio para advertir esas cosas; y cuando se está camino de los diecisiete años, ya nadie es del todo un héroe, salvo uno mismo.

—¿Este sitio es seguro? —le pregunté a Cagafuego para cambiar de conversación.

El rufo abrió su boca agujereada en una sonrisa feroz.

—Rijón. Aquí, la justa no ronda ni harta de alboroque… Y si algún fuelle diese el soplo, las ventanas permiten alongarse luengo a los tejados. El señor capitán no es el único que se llama a altana… Si asoman alfileres, abajo hay camaradas de sobra para dar la voz. Y en tal caso, se baten talones, y al ángel.

Mi amo no había dejado de mirarme en todo el rato.

—Tenemos que hablar -dijo.

Cagafuego se llevó los nudillos de una manaza a las cejas, despidiéndose.

—Pues mientras garlan, y si no manda otra cosa vuacé, señor capitán, este crudo va a darse una vuelta por sus pastos, a ver qué tal le va a mi Maripérez el ajuste que lleva entre manos. Que el ojo del amo engorda a la yegua.

Abrió la puerta, recortado en la claridad gris de la galería; pero aún se detuvo un momento.

—Además —añadió—, y dicho sea sin menoscabo de la honra, en estos tiempos nunca sabe uno cuándo ha de vérselas con la Güerca… Y por muchos argamandijos que se tengan y sufrid que sea uno a la hora de tocar la guitarra, más cómodo es callar lo que no se conoce, que callar lo que se sabe.

—Buena filosofía, Bartolo —sonrió el capitán—. Aristóteles no lo habría expresado mejor.

El rufo se rascó el cogote.

—No se me alcanza qué hígados tenga ese don Aristóteles, ni cómo encajará tres ansias en el potro sin decir otra que nones, como está documentado por escribano que hizo alguna vez este león… Pero vuacé y yo conocemos a bederres capaces de hacerle cantar jácaras a una piedra.

Se fue, cerrando la puerta. Entonces saqué la bolsa que me había entregado don Francisco de Quevedo y la puse sobre la mesa. Con aire ausente, mi amo apiló las piezas de oro —Ahora cuéntamelo —dijo.

—¿Qué quiere vuestra merced que le cuente?

—Lo que estabas haciendo la otra noche en las Minillas. Tragué saliva. Miré el charco a mis pies. De nuevo sus ojos. Me sentía tan turbado como, en paso de comedia, mujer a la que halla el marido sin luz y con amante.

—Ya lo sabéis, capitán. Seguiros.

—¿Para qué?

—Estaba inquieto por…

Me callé. La expresión de mi amo se había vuelto tan sombría que los sonidos murieron en mi garganta. Sus pupilas, hasta entonces dilatadas por la poca luz de la ventana, se tornaron tan pequeñas y aceradas que parecían traspasarme como cuchillos. Yo había visto esa mirada otras veces, y a menudo terminaba con un hombre desangrándose en el suelo. Por Dios que tuve miedo.

Entonces suspiré hondo y lo conté todo. De cabo a rabo.

—La amo —concluí.

Lo dije como si eso me justificara. El capitán se había levantado y estaba frente a la ventana, mirando caer la lluvia.

—¿Mucho? —preguntó, pensativo.

—Tanto que, de poderlo expresar, no fuera nada.

—Su tío es secretario real.

Comprendí el alcance de esas palabras, que encerraban más un aviso que un reproche. Pues aquello situaba el negocio en terreno resbaladizo: aparte de que Luis de Alquézar estuviese o no al corriente —Malatesta había trabajado para él en otro tiempo— la cuestión era si Angélica formaba parte de la conspiración, o si su tío u otros, sin estar directamente implicados, pretendían sacar partido de las circunstancias. Subirse a un carruaje en marcha.

—Y ella, además —añadió el capitán—, es menina de la reina.

Lo que tampoco era detalle menor. De pronto entreví el sentido último de sus palabras y me quedé helado. La idea de que nuestra señora doña Isabel de Borbón tuviese algo que ver con la intriga no era descabellada. Hasta una reina es mujer, me dije. Puede conocer los celos como la más baja fregatriz.

—Sin embargo, ¿por qué mezclarte a ti? —se preguntó el capitán—. Conmigo era suficiente.

Le di unas cuantas vueltas.

—No sé. Otra cabeza para el verdugo… Pero tenéis razón: con la reina implicada, una de sus damas encajaría en el episodio.

—O tal vez alguien busca que encaje.

Lo miré, desconcertado. Había ido hasta la mesa y contemplaba el montoncito de monedas de oro.

—¿No se te ha ocurrido que alguien puede querer endosarle el lance a la reina?

Me quedé con la boca abierta. Veía las siniestras posibilidades del razonamiento.

—A fin de cuentas —prosiguió el capitán—, aparte de esposa engañada, es francesa… Imagínate la situación: el rey muere, Angélica desaparece, tú eres engrilletado conmigo, y al cabo sueltas en el potro que una menina de la reina te metió en el asunto…

Me llevé la mano al pecho, ofendido.

—Yo nunca delataría a Angélica.

Sonreía a medias, mirándome. Una mueca veterana y cansada.

—Imagina que lo hicieras.

—Imposible. Tampoco vendí a vuestra merced al Santo Oficio.

—Cierto.

Siguió mirándome, aunque ya no dijo más; pero supe lo que pensaba. Los frailes dominicos eran una cosa y la justicia real, otra. Como había dicho antes Cagafuego, había verdugos capaces de soltar la sin hueso al más bravo. Consideré aquella variante de la trama, a la que no faltaba razón. Gracias a los paseos por los mentideros y a las charlas de los amigos del capitán, yo estaba al corriente de las últimas noticias: la pugna entre el ministro de Francia, Richelieu, y nuestro conde-duque de olivares hacía sonar en Europa tambores de próximas guerras. Nadie dudaba que cuando los vecinos gabachos resolvieran el problema de los hugonotes en La Rochela, españoles y franceses íbamos a acuchillarnos de nuevo en los campos de batalla. Falso o cierto, insinuar la mano de la reina resultaba razonable. Y útil, además, para unos cuantos. Había quien detestaba a Isabel de Borbón —Olivares, su esposa y su camarilla, entre ellos— y quien deseaba nuestra guerra con Francia, en España y fuera de ella, incluidos Inglaterra, Venecia, el turco y hasta el mismo papa de Roma. Una intriga antiespañola que implicara a la hermana del rey francés, resultaba creíble. Pero también podía ser una explicación que ocultase otras.

—Creo que es hora —dijo el capitán, mirando su espada— de que haga una visita.

Era un tiro a ciegas. Habían pasado casi tres años, pero nada costaba intentarlo. Con la capa empapada y las faldas del sombrero chorreando agua, Diego Alatriste estudió la casa con detalle. Por curioso azar, estaba a sólo dos calles de su refugio. Aunque tal vez no fuese casualidad. Aquel cuartel era el de peor calaña de Madrid, con las más bajas tabernas, bodegones y posadas. Y lo que era bueno para ampararse uno, concluyó, lo era también para otros.

Miró alrededor. La lluvia velaba a su espalda la plaza de Lavapiés, ocultando con su traslúcida cortina gris la fuente de piedra. Calle de la Primavera, se dijo con ironía. Ningún nombre menos adecuado para el lugar y el momento, con el fango de la calle sin empedrar y el agua arrastrando inmundicias. La casa, antigua posada del Lansquenete, estaba enfrente, vertiendo sus tejas gruesos regueros por la fachada, donde ropa blanca y remendada, tendida a secar antes de que llegara la lluvia, colgaba como sudarios de las ventanas.

Llevaba una hora larga vigilando, y al fin se decidió. Cruzó la calle y fue hasta el patio por el arco que olía a estiércol de cabalgaduras. No vio a nadie. Unas gallinas mojadas picoteaban el suelo bajo las galerías, y al subir por la escalera de madera, que crujía bajo sus pasos, un gato gordo que devoraba una rata muerta le dirigió una mirada impasible. El capitán soltó el fiador de la capa: demasiado peso, con tanta agua en el paño. También se quitó el sombrero, cuyas alas húmedas se le vencían sobre la cara. Una treintena de peldaños lo llevaron hasta el último piso, y allí se detuvo e hizo memoria. Si no fallaban sus recuerdos, la puerta era la última a la derecha, en el ángulo del corredor. Fue hasta ella y pegó la oreja. Nada. Sólo el zureo de las palomas refugiadas bajo el techo goteante de la galería. Dejó capa y sombrero en el suelo y sacó del cinto el arma por la que esa misma tarde había pagado diez escudos a Bartolo Cagafuego: una pistola de chispa casi nueva, con dos palmos de cañón y guarnición damasquinada, que lucía en la culata las iniciales de un propietario desconocido. Comprobó que seguía bien cebada pese a la humedad, y echó atrás el perrillo. Clac, hizo. La empuñó firme en la diestra, y con la otra mano abrió la puerta.

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