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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

El caballero del jubón amarillo (14 page)

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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—¿Y el mozo? —preguntó Contreras, mirándome.

Casi me ofendí. Yo era bachiller en las cuatro generales, así que me pasé dos dedos, al estilo de mi amo, por el bigote que aún no tenía.

—El mozo también se bate —dije.

El tono me valió una sonrisa aprobadora del miles gloriosus y una mirada de Diego Alatriste.

—Cuando lo sepa mi padre —gimió Lopito— me mata.

Soltó una risotada el capitán Contreras.

—Vuestro ilustre padre, de raptos sabe un rato. ¡Menudo fue siempre el Fénix en lances de faldas!

Hubo un silencio embarazoso, y cada cual metió nariz o bigote en su respectiva jarra. Incluso Contreras lo hizo, pues acababa de caer en la cuenta de que el mismo Lopito era hijo ilegítimo, aunque reconocido luego, de uno de tales lances del Fénix de los Ingenios. Sin embargo, el joven no pareció ofenderse. Conocía la fama de su anciano progenitor mejor que nadie. Tras varios tientos al vino y un diplomático carraspeo, Contreras retomó el hilo:

—Lo mejor son los hechos consumados. Además, los militares somos así, ¿no es cierto? Directos, audaces, fieros. Siempre al grano. Recuerdo una vez, en Chipre…

Y se puso a contar hazañas durante un rato. Al cabo le dio un tiento largo al vino, suspiró nostálgico y miró a Lopito.

—Así que veamos, garzón. ¿Estáis de veras dispuesto a uniros honradamente a esa mujer, hasta que la muerte os separe, etcétera?

Lopito lo miró a los ojos sin pestañear.

—Mientras Dios sea Dios, y más allá de la muerte.

—Tampoco se os exige tanto, pardiez. Con sólo hasta la muerte ya cumplís de sobra. ¿Estos caballeros y yo tenemos vuestra palabra de hidalgo?

—Por mi vida que sí.

—Entonces no se hable más —Contreras dio una palmada en la mesa, satisfecho—. ¿Hay con quién proveer el asunto del lado eclesiástico?

—Mi tía Antonia es abadesa de las Jerónimas. Nos acogerá gustosa. Y el padre Francisco, su capellán, es también confesor de Laura y muy conocido del señor Moscatel.

—¿Terciará el páter, si se tercia que tercie?

—Sin duda.

—¿Y la dama?. ¿Estará vuestra Laura dispuesta a pasar por el mal trago?

Respondió Lopito afirmativamente, de modo que no hubo más averiguación. Se acordó el concurso de todos, brindamos por un feliz desenlace, y apostillólo tras el brindis don Francisco de Quevedo, según su costumbre, con unos versos que venían pintados al negocio, aunque esta vez no fueran suyos, sino de Lope:

La mujer más cobarde,

en llegado a querer (y más, doncella)

su honor y el de sus padres atropella.

Hízose también la razón por aquello. Y ocho o diez brindis después, usando la mesa como mapa y las jarras de vino como protagonistas de su plan, ya un poco insegura la lengua pero cada vez más resuelta la intención, el capitán Contreras nos invitó a arrimar asientos y expuso en voz baja lo que maquinaba. La táctica rigurosa del asalto, la calificó, precaviéndolo todo con tanto detalle como si en vez de una casa en la calle de la Madera nos aprestáramos a meter en Orán cien lanzas.

Las casas con dos puertas son malas de guardar. Precisamente la de don Gonzalo Moscatel tenía dos, y un par de noches más tarde estábamos los conjurados frente a la principal, embozados y en las sombras de un porche cercano: el capitán Contreras, don Francisco de Quevedo, Diego Alatriste y yo, observando a los músicos que, iluminados por la linterna que uno traía consigo, tomaban posiciones ante las rejas de la casa en cuestión, situada en la esquina misma de la calle de la Madera con la de la Luna. El plan era audaz y de una simplicidad castrense: serenata en una puerta, rebato, cuchilladas y fuga por la de atrás. Aparte la tramoya militar, tampoco se habían descuidado las formas honorables. Como Laura Moscatel no disponía de libertad para elegir matrimonio ni dejar su casa, el rapto y la boda inmediata para repararlo eran la única forma de doblegar la voluntad del empecinado tío. A esas horas, prevenidos por Lopito, la tía abadesa y el capellán amigo de la familia —cuyos escrúpulos pastorales habían sido allanados con una linda bolsa de doblones de a cuatro aguardaban en el convento de las Jerónimas, adonde sería llevada la novia para ser puesta en custodia, quedando todo según lo conveniente.

—Buen lance, viven los cielos —murmuraba el capitán Contreras, regocijado.

Sin duda le recordaba su juventud, en la que tales cosas menudearon. Estaba apoyado en la pared, embozado con sombrero y capa, entre Diego Alatriste y don Francisco de Quevedo, cubiertos como él de forma que sólo se les advertía el brillo de los ojos. Yo vigilaba la calle. Para tranquilizar un poco a don Francisco y cubrir las apariencias habíase dispuesto todo con tramoya casual, como si fuésemos cuadrilla que pasaba por allí en el momento de los hechos. Incluso los pobres músicos, contratados por Lopito de Vega, ignoraban lo que iba a ocurrir. Sólo sabían que se les había pagado una serenata a cierta dama —viuda, se dijo— a las once de la noche y en su misma reja. Los músicos eran tres, el más mozo con los cincuenta en el costal. En ese momento empezaban a tocar la guitarra, el laúd y el pandero, este último manejado por él cantor, que atacó sin más preámbulos la tonadilla famosa:

En Italia te adoré

y en Flandes de amor morí.

Me vine hasta España amando

y en Madrid te dije así.

Que no eran sazonados versos, por cierto, pero sí muy populares entonces. De cualquier modo, el cantor nunca llegó a decir lo que se proponía; porque concluyendo aquella primera estrofa encendióse luz adentro, oyóse a don Gonzalo Moscatel jurando a los doctrinales, y al abrirse la puerta principal pudimos verlo espada en mano, amenazando muy desaforado a los músicos y a quien los engendró con ensartarlos como capones. Que no son horas, voceaba, de incomodar en casas honradas. Lo acompañaba, pues estarían de tertulia, el procurador Saturnino Apolo armado con un estoque y une tapadera de tinaja como broquel. Al tiempo, por la puerta de la cochera se les unieron otros cuatro individuos —la luz de la linterna insinuaba pésimas cataduras— que al momento cayeron sobre los músicos. Y éstos, sin comerlo ni beberlo, se vieron bajo un diluvio de cintarazos y golpes.

—A lo nuestro —dijo el capitán Contreras, relamiéndose de gusto.

Y salimos en grupo del porche, como si acabáramos de doblar la esquina y tropezarnos con la escena, mientras don Francisco de Quevedo murmuraba filosófico entre dientes, bajo el embozo:

Que no se canse en tener

un cuidado tan terrible,

porque el mayor imposible

es guardar a una mujer.

Estaban ya los músicos arrinconados contra la pared, los pobretes, cercados por las herreruzas de los bravos de alquiler y hechos pedazos sus instrumentos; y Gonzalo Moscatel, que había cogido la linterna del suelo y la mantenía en alto sin dejar la espada de la diestra, los interrogaba a gritos echando las de Pavía: quién, cómo, dónde, cuándo los habían enviado a desvelar enhoramala. Y en ésas, cuando pasamos junto a ellos, chapeos en las cejas y embozos hasta la nariz, el capitán Contreras dijo en voz alta algo así como diancho con los menguados que alborotan la calle, ellos y Satanás que los alumbre, lo bastante alto para que todos oyeran. Y como quien en ese momento alumbraba era Moscatel —con la lucecilla podíamos ver las jetas patibularias de sus cuatro jaques, la cara porcina del procurador Apolo y las aterradas expresiones de los músicos—, creyose éste, respaldado por su mesnada, en posición de gallear recio. Así que le dijo a don Alonso de Contreras, muy desabrido y por supuesto sin conocernos a ninguno, que siguiera camino y se fuera al infierno o lo desorejaba allí mismo, voto a san Pedro y a todos los santos del calendario. Palabras que, como imaginan vuestras mercedes, eran lo más oportuno para nuestra intención. Carcajeóse Contreras en las barbas de Moscatel, y dijo con mucho cuajo que no sabía lo que estaba pasando ni de qué iba la querella; pero que desorejar, lo que se decía desorejar, podía intentarlo el botarate con la señora puta que lo parió. Dicho esto rióse de nuevo; y aún no había terminado de reírse, al tiempo que sin desembozarse metía mano a la fisberta, cuando el capitán Alatriste, que ya tenía la suya fuera de la vaina, le dio un antuvión al bravo que estaba más cerca, y luego, casi en el mismo movimiento, una cuchillada de filos a Moscatel, en el brazo, que hizo a éste soltar la linterna saltando como si le hubiese picado un alacrán. Murió la luz al dar en el suelo, oscurecióse todo, salieron corriendo como liebres las aterradas sombras de los tres músicos, desatamos sierpes el resto con lindo brío, y fue Troya.

Vive Dios que disfruté de la vendimia. La idea era, procurando no matar si resultaba posible —no queríamos enlutar el casamiento—, dar tiempo a que, en la confusión y con socorro de la dueña a la que habían ensebado la palma con doblones de la misma bolsa que al capellán, Lopito de Vega sacara a Laura Moscatel por la puerta de atrás y la llevase, en un coche que tenía prevenido, a las Jerónimas. Y mientras todo eso, en efecto, sucedía en la puerta trasera, en la principal llovían mojadas a oscuras. Tiraban de punta Moscatel y los suyos, con las intenciones del turco y con Saturnino Apolo muy precavido de rodela y desde atrás, alentándolos; pero a hombres con la destreza de Alatriste, Quevedo y Contreras les bastaba parar y acuchillar de tajo, a eso se aplicaban con muy buena mano, y yo tampoco me portaba mal. Habíamelas con uno de los jaques, cuya respiración descompuesta oía entre el tintineo de los aceros. La cosa no estaba para florituras de esgrima, porque todos nos batíamos a bulto y en corto; así que, recurriendo a un truco que me había enseñado el capitán Alatriste a bordo del
Jesús Nazareno
cuando volvíamos de Flandes, acometí arriba, hice como que me retiraba para cubrir el flanco, revolvíme de pronto a la guardia contraria, y rápido como un gavilán le di al otro un refilón bajo que, por el chasquido y el sitio, debió de cortarle los tendones de una corva. Huyó mi adversario saltando a la pata coja mientras blasfemaba del santoral completo, y miré en torno, satisfechísimo y exaltado de ardor, por ver dónde haría más servicio a mis camaradas; pues habíamos empezado a mover temerarias cuatro contra seis diciendo Yepes, Yepes —por el vino— a media voz, que era el santo y seña que habíamos acordado para reconocernos si reñíamos a oscuras. Pero el negocio andaba desequilibrado a favor nuestro, porque el procurador Apolo había puesto pies en polvorosa con un pinchazo en las nalgas, y don Francisco de Quevedo, que se batía tapándose la cara con la capa alzada para que nadie lo catase, ahuyentaba al bravonel que le había tocado en suerte.

—Yepes —dijo el poeta al retirarse por mi lado, como si ya hubiera hecho suficiente esa noche.

Por su parte, Alonso de Contreras aún se batía con el suyo —uno que aguantaba el envite mejor que sus compadres—, riñendo ambos muy recio calle abajo, a medida que el matachín retrocedía sin volver las espaldas. El cuarto jaque era un bulto inmóvil en el suelo: salió el peor librado, pues la estocada que el capitán le había dado en la confusión del primer momento fue de las de cien reales; y de ella, supimos después, quedó sacramentado a los tres días y murió a los ocho. En cuanto a mi amo, tras madrugarle a ese bravo y herir a Moscatel en el brazo, acosaba ahora al carnicero con los filos de la espada, calado el chapeo y el embozo ante el rostro para que no lo conociese, mientras el fantoche, que ya no galleaba en absoluto, reculaba buscando la puerta de su casa —lo que mi amo procuraba estorbarle— y pedía socorro gritando que estaban por asesinarlo. Al fin cayó al suelo Moscatel, y el capitán Alatriste estuvo pateándole las costillas un buen rato, hasta que regresó Contreras tras poner en fuga a su adversario.

—Yepes —dijo éste, precavido, cuando mi amo se revolvió espada en mano al oír sus pasos.

Se lamentaba en el suelo Gonzalo Moscatel, y en las ventanas próximas empezaron a asomar vecinos desvelados por el alboroto. Al otro extremo de la calle se vio una luz, y alguien gritó algo sobre avisar a la ronda.

—¿Y si nos fuésemos de una puñetera vez? —sugirió don Francisco de Quevedo, malhumorado tras su embozo.

La propuesta era razonable, así que ahuecamos el ala tan satisfechos como si lleváramos en el bolsillo la patente de un tercio. Un regocijado Alonso de Contreras me cacheteó con afecto, llamándome hijo, y el capitán Alatriste, tras un último puntapié a las costillas de Moscatel, vino detrás envainando la espada. Contreras todavía anduvo riéndose tres o cuatro calles, hasta que hicimos un alto tabernario en Tudescos para remojar la palabra.

—Cuerpo de Mahoma —juró Contreras—. No disfrutaba tanto desde que en el saco de Negroponte hice ahorcar a unos ingleses.

Lopito de Vega y Laura Moscatel se casaron cuatro semanas más tarde en la iglesia de las Jerónimas, sin que el tío de la novia —que iba por Madrid con catorce puntos en la cara y un brazo en cabestrillo, culpando de las cuchilladas y la paliza a un tal Yepes— asistiese a la ceremonia. Tampoco Lope de Vega padre estuvo presente. La boda se celebró con mucha discreción, oficiando el capitán Contreras, Quevedo, mi amo y yo como padrinos y testigos. Los jóvenes esposos se instalaron en una modesta casa en la plaza de Antón Martín, en espera de que Lopito obtuviera su reconocimiento de alférez. Que yo sepa, fueron felices tres meses. Después, debido a la infección del aire y la corrupción del agua por los grandes calores que asolaron Madrid ese mismo año, Laura Moscatel murió de fiebres malignas, sangrada y purgada por médicos incompetentes; y su joven viudo, con el corazón destrozado, volvióse a Italia. Tal fue el remate de la novelesca aventura de aquella noche en la calle de la Madera, y algo aprendí yo mismo del triste episodio: todo se lo lleva el tiempo, y la felicidad eterna sólo existe en la imaginación de los poetas y en los escenarios de los corrales de comedias.

VI. A REY MUERTO, REY PUESTO

Angélica de Alquézar había vuelto a citarme en la puerta de la Priora.
Otra vez necesito escolta
, apuntaba su escueto billete. Decir que acudí sin reservas sería falso; mas lo cierto es que en ningún momento llegué a considerar no ir. Angélica estaba infiltrada en mi sangre como unas cuartanas malignas. Había gustado su boca, tocado su piel y entrevisto demasiadas promesas en sus ojos; el juicio se me nublaba estando ella de por medio. Pero lo enamorado no quita lo discreto, así que esta vez tomé precauciones; y cuando se abrió el portillo y una ágil sombra se deslizó a mi lado en la oscuridad, yo iba razonablemente dispuesto para el negocio: coleto de cuero grueso que un guarnicionero de la calle de Toledo me había aderezado con uno viejo del capitán, la espada al costado izquierdo, la daga en los riñones y, disimulándolo todo, una capa de estameña parda y un chapeo negro de ala corta, sin pluma ni toquilla. Iba además recién lavado con agua y jabón, luciendo la sombra del bozo que ya me rasuraba a menudo en la esperanza de fortalecerlo hasta que alcanzase las impresionantes dimensiones del mostacho alatristesco; cosa que nunca logré, por cierto, pues siempre fui poco barbado. El caso es que antes de salir me estudié en un espejo de la Lebrijana, y la estampa no era mala; y aun luego, camino de la puerta de la Priora, estuve mirando el aspecto de mi sombra en el suelo al pasar junto a las luces de hachas y faroles. Pardiez. Ahora lo recuerdo y sonrío. Pero háganse cargo vuestras mercedes.

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