Read El caballero del jubón amarillo Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras. Histórico.
—¿Puedes moverte?
Asentí con un movimiento de cabeza que intensificó mi dolor, y el capitán me sostuvo al incorporarme. Sus manos dejaron huellas sangrantes en mi coleto. Empecé a palparme el torso, alarmado, sin dar con herida alguna. Entonces descubrí el tajo en su muslo derecho.
—No toda la sangre es mía -dijo.
Indicaba con un gesto el cuerpo inerte del rey, caído al pie de una columna. Su jubón amarillo estaba pasado de cuchilladas y el candil hacía brillar un reguero oscuro que se extendía por el enlosado del claustro.
—¿Está…? —empecé a preguntar y me detuve, incapaz de pronunciar la palabra aterradora.
—Está.
Me hallaba demasiado aturdido para abarcar la magnitud de la tragedia. Miré a un lado y a otro sin encontrar a nadie. Ni siquiera el hombre al que vi recibir una estocada del capitán estaba allí. Se había esfumado en la noche, con Gualterio Malatesta y los otros.
—Tenemos que irnos —apremió mi amo.
Recogí del suelo mi espada y mi vizcaína. El rey estaba boca arriba, los ojos abiertos entre el pelo rubio ensangrentado que se le apelmazaba en la cara. Ya no tenía aspecto digno, pensé. Ningún muerto lo tiene.
—Peleó bien —resumió el capitán, objetivo.
Me empujaba hacia el jardín y las sombras. Aun titubeé, desconcertado.
—¿Y nosotros?… ¿Por qué seguimos vivos?
Mi amo miró alrededor. Observé que conservaba su espada en la mano.
—Nos necesitan. A quien querían muerto era a él… Tú y yo sólo somos cabezas de turco.
Se detuvo un instante, reflexionando.
—Pudieron matarnos —añadió—, pero no venían a eso —miró el cadáver, sombrío… Huyeron en cuanto lo despacharon.
—¿Qué hacía aquí Malatesta?
—Que me pringuen como a un negro si lo sé.
Al otro lado de la casa, en la calle, oímos voces. Crispóse la mano apoyada en mi hombro, clavándome sus dedos de acero.
—Ya están ahí —dijo el capitán.
—¿Vuelven?
—No. Ésos serán otros… Y ahora es peor.
Seguía apartándome de la luz, fuera del claustro.
—Corre, Iñigo.
Me detuve, confuso. Estábamos casi en las sombras del jardín y no podía verla el rostro.
—Corre y no te detengas. Y pase lo que pase, tú no estuviste aquí esta noche. ¿Comprendes?… No estuviste nunca.
Me resistí un momento. Y qué pasa con vuestra merced, capitán, iba a preguntar. Pero no hubo tiempo. Al ver que no lo obedecía en el acto me dio un empujón fuerte, enviándome cuatro o cinco pasos más allá, entre la maleza.
—Vete —ordenó de nuevo— de una puta vez.
La embocadura del pasillo que daba al claustro se iluminaba con hachas encendidas, aproximándose ruido de armas y rumor de gente. En nombre del rey, dijo una voz lejana. Ténganse a la justicia. Y aquel grito, en nombre de un rey muerto; ene erizó los cabellos.
—¡Corre!
Y por mi vida que lo hice. No es lo mismo correr por gusto que huir por necesidad. Si se hubiera abierto ante mí un precipicio, juro a Dios que habría saltado por él sin vacilar. Ciego de pánico, corrí entre la maleza, los árboles y los sembrados, saltando bardas y tapias, chapoteando en el arroyo y subiendo luego hasta la ciudad. Y sólo cuando estuve a salvo, lejos de aquel claustro maldito, y me dejé caer por tierra con el corazón dándome saltos hasta la boca, los pulmones hechos una brasa y miles de alfileres clavándose en mi nuca y mis sienes, descompuesto de horror y de miedo, pensé en la suerte que habría corrido el capitán Alatriste.
Anduvo cojeando hasta la tapia, en busca del mejor camino a seguir. Reñir con tantos a la vez lo había fatigado, la cuchillada del muslo no era profunda pero seguía sangrando, y la calidad del cadáver que yacía en el claustro le destemplaba ánimo y bríos a cualquiera. Quizá, pese a la herida, el miedo le habría puesto alas en los pies, de haberlo sentido. Pero no había tal, sino una lúgubre desolación ante la jugarreta que le deparaba el destino. Una melancolía negra. Desesperada. La certeza de su perra mala suerte.
Las luces ya iluminaban el claustro. Las entrevió por los árboles y la maleza. Voces, sombras de un lado para otro. Mañana crujirán toda la Europa y el mundo, pensó. Cuando esto se sepa.
Tomó impulso para encaramarse a la tapia, alta de cinco codos, y lo intentó dos veces, sin lograrlo. Sangre de Cristo. La pierna le dolía demasiado.
—¡Aquí está! —gritó una voz a su espalda.
Se volvió despacio, resignado, la toledana firme en la mano. Cuatro hombres se habían acercado por el jardín y lo alumbraban. Reconoció sin dificultad al conde de Guadalmedina, que traía un brazo en cabestrillo. Los otros eran Martín Saldaña y un par de alguaciles con hachas encendidas. A lo lejos vio más gurullada moviéndose por el claustro.
—Date preso en nombre del rey.
La fórmula hizo torcer el mostacho a Alatriste. En nombre de qué rey, estuvo a punto de preguntar. Miró a Guadalmedina, que tenía la espada envainada, una mano en la cadera, y lo observaba con un desdén que nunca antes le había conocido. La férula del brazo era, sin duda, recuerdo del encuentro en la calle de los Peligros. Otra cuenta pendiente.
—Tengo poco que ver con esto —dijo Alatriste.
Nadie pareció darle el menor crédito. Martín Saldaña estaba muy serio. Tenía la vara de teniente de alguaciles metida en el cinto, la espada en una mano y un pistolete en la otra.
—Date —conminó de nuevo— o te mato.
El capitán reflexionó un instante. Conocía la suerte que esperaba a los regicidas: torturados hasta la muerte y luego hechos cuartos. No era un futuro agradable.
—Mejor me matas.
Miraba el rostro barbudo del que hasta esa noche había sido su amigo —estaba perdiendo amigos con demasiada rapidez— y sorprendió en éste un apunte de duda. Ambos se conocían lo suficiente para saber que a Alatriste no le interesaba salir de allí preso y vivo. El teniente de alguaciles cambió un vistazo rápido con Guadalmedina, y éste movió levemente la cabeza. Lo necesitamos entero, decía el gesto. Para intentar que suelte la lengua.
—Desármenlo —ordenó Álvaro de la Marca.
Los dos alguaciles de las hachas adelantaron un paso, y Alatriste alzó la espada. El milanés de Martín Saldaña le apuntaba directamente al estómago. Puedo forzarlo, reflexionó. Derecho sobre el cañón de la pistola y un poco de suerte nada más. En la tripa duele más que en la cabeza, y tardas en acabar. Pero no hay otra. Y tal vez Martín no me niegue eso.
Saldaña mismo parecía meditar a fondo el asunto.
—Diego.. —dijo de pronto.
Alatriste lo observó, sorprendido. Sonaba a exordio, y su antiguo camarada de Flandes no era hombre de verbos. Menos todavía en situaciones como aquélla.
—No merece la pena —añadió Saldaña tras una pausa.
—¿Qué es lo que no merece la pena?
Saldaña seguía pensándolo. Alzó la mano de la espada para rascarse la barba con los gavilanes de la guarnición.
—Que te hagas —dijo al fin— escabechar como un bobo.
—Las explicaciones, más tarde —interrumpió brusco Guadalmedina.
Apoyó Alatriste la espalda en la tapia, confuso. Algo no encajaba. Sin dejar de apuntarle con su milanés, fruncido el ceño, el teniente de alguaciles miraba ahora a Guadalmedina.
—Más tarde ya no habrá remedio —respondió hoscamente.
Álvaro de la Marca inclinó la cabeza, reflexivo. Después los estuvo estudiando con fijeza al uno y al otro. Al fin pareció convencido. Sus ojos se detuvieron en el pistolete de Saldaña, y suspiró.
—No era el rey —dijo.
Por la ventanilla izquierda del carruaje, en los altos que dominaban los huertos y el río Manzanares, se distinguía la mole oscura del Alcázar Real. Rodaban camino del puente del Parque, alumbrados por media docena de alguaciles y corchetes con hachas y a pie. Había otros dos guardias en el pescante, uno de los cuales portaba un arcabuz con la mecha encendida. Guadalmedina y Martín Saldaña iban dentro del coche, sentados frente al capitán Alatriste. Y éste apenas daba crédito a la historia que acababan de contarle.
—… Hace ocho meses que lo utilizábamos como doble de Su Majestad, por el asombroso parecido —concluyó Guadalmedina—. Parejos en edad, los mismos ojos azules, una boca semejante… Se llamaba Ginés Garciamillán y era un comediante poco conocido, de Puerto Lumbreras. Sustituyó algunos días al rey durante la reciente jornada de Aragón… Cuando nos llegaron noticias de que algo se preparaba esta noche, decidimos que interpretara su papel una vez más. Sabía los riesgos, y aun así se prestó al juego… Era un súbdito leal y valiente.
Alatriste hizo una mueca.
—Buen pago ha tenido su lealtad.
Álvaro de la Marca lo miró en silencio, el aire irritado. Las antorchas iluminaban desde afuera su perfil aristocrático: perilla, bigote rizado. Otro mundo y otra casta. Se sostenía el brazo en cabestrillo con la mano sana para aliviarlo del traqueteo del carruaje.
—Fue una decisión personal, sin duda —el tono era ligero: comparado con un monarca, el difunto Ginés Garciamillán no le importaba gran cosa—… Sus instrucciones eran no aparecer hasta que pudiéramos protegerlo; pero llevó su papel al extremo y no esperó —aquí movió la cabeza con reprobación—. Imagino que hacer de rey en un momento como ése fue la culminación de su carrera.
—Lo hizo bien —dijo el capitán—. No perdió la dignidad y se batió sin abrir la boca… Dudo que un rey hubiese hecho lo mismo.
Martín Saldaña escuchaba impasible, su pistolete amartillado en el regazo, sin perder de vista al prisionero. Guadalmedina se había quitado un guante y lo usaba para sacudir con suaves golpecitos el polvo de sus gregüescos de paño fino.
—No creo tu historia, Alatriste —dijo el de la Marca—. Al menos no del todo. Es cierto que, como dijiste, había huellas de lucha y que los asesinos eran varios… Pero ¿quién me asegura que no estabas de acuerdo con ellos?
—Mi palabra.
—¿Y qué más?
—Vuestra excelencia me conoce de sobra.
Guadalmedina se rió a medias, el guante en alto.
—Vaya si te conozco. En los últimos tiempos no eres de fiar.
Alatriste miró fijamente al conde. Hasta esa noche, nadie que le hubiera dicho mentís había vivido lo suficiente para repetirlo. Después se volvió a Saldaña.
—¿Tampoco tú crees en mi palabra?
El teniente de alguaciles mantuvo la boca cerrada. Saltaba a la vista que lo suyo no era creer o descreer nada. Hacía su trabajo. El actor estaba muerto, el rey vivo, y sus órdenes eran custodiar al preso. Lo que tuviera en la cabeza se lo guardaba. Las discusiones las dejaba a inquisidores, jueces y teólogos.
—Todo se aclarará a su debido tiempo —opinó Guadalmedina, ajustándose el guante—. En cualquier caso, recibiste instrucciones para mantenerte lejos.
El capitán miró por la ventanilla. Habían pasado el puente del Parque y el carruaje ascendía bajo la muralla, por el camino de tierra que llevaba a la parte sur del alcázar.
—¿Adónde me llevan?
—A Caballerizas —dijo Guadalmedina.
Alatriste estudió la mirada inexpresiva de Martín Saldaña, viendo que ahora empuñaba el pistolete con más firmeza, apuntándole al pecho. Este caimán me conoce bien, pensó. Sabe que es un error darme esa información. Caballerizas, más conocida por el Desolladero, era la pequeña cárcel, aneja a las cuadras del alcázar, donde se torturaba a los reos de lesa majestad. Un lugar siniestro del que estaban excluidas la justicia y la esperanza. Ni jueces ni abogados: sólo verdugos, tratos de cuerda y un escribano tomando nota de cada grito. Un par de interrogatorios dejaban a un hombre tullido para siempre.
—De modo que hasta aquí llegué.
—Sí —convino Guadalmedina—. Hasta aquí llegaste. Ahora tendrás tiempo de explicarlo todo.
De perdidos, al río, pensó Alatriste. Al pie de la letra. Y en ésas, aprovechando un movimiento brusco del carruaje, se abalanzó sobre Saldaña apenas hubo desviado éste una pulgada el cañón del pistolete. Lo hizo golpeando en el mismo impulso la cara del teniente de alguaciles con un recio cabezazo, y sintió crujir bajo su frente la nariz del otro. Cloc, hizo. La sangre brotó de inmediato, roja y espesa, chorreándole a Saldaña por la barba y el pecho. Para entonces Alatriste ya le había arrebatado el milanés, poniéndoselo a Guadalmedina ante los ojos.
—Vuestra espada —exigió.
Mientras el desconcertado Guadalmedina abría la boca para pedir auxilio a los de afuera, Alatriste le pegó con el arma en la cara antes de quitarle la espada. Matarlos no arreglaba un carajo, decidió sobre la marcha. De un vistazo comprobó que Saldaña apenas rebullía, como un buey al que acabaran de abatir de un mazazo en la testuz. Golpeó otra vez sin piedad a Álvaro de la Marca, que con su brazo en cabestrillo no pudo defenderse y cayó entre los asientos. Al Desolladero, pensó el capitán, llevaréis a la puta que os parió. Entre la sangre que lo salpicaba todo, Saldaña lo miraba con ojos turbios.
—Ya nos veremos, Martín —se despidió Alatriste.
Le quitó el segundo pistolete y se lo metió en el cinto. Después abrió la puerta de una patada y saltó del coche, un milanés en la diestra y la espada en la zurda. Mientras la pierna herida no me traicione, pensó. Ya había allí un corchete prevenido, gritándole a sus compañeros que el prisionero intentaba escapar. Tenía un hacha encendida e intentaba desenvainar su herreruza; de manera que, sin pensarlo, Alatriste le pegó un tiro a boca de jarro, en el pecho, cuyo fogonazo iluminó el rostro aterrado mientras lo tiraba hacia atrás entre las sombras. Su instinto militar olió la mecha encendida del arcabuz del pescante: no había tiempo que perder. Arrojó el milanés descargado y sacó el otro, echando atrás el perrillo mientras se revolvía para dispararle al de arriba; pero en ese momento vino otro corchete a la carrera, la espada por delante. Había que elegir. Apuntó y detuvo en seco al de abajo con el pistoletazo. Aún se desplomaba el corchete, apoyado en una rueda del coche, cuando Alatriste corrió al borde del camino y se arrojó rodando por la cuesta que llevaba al arroyo y al río. Dos hombres le fueron a los alcances y sobre el carruaje resplandeció un arcabuzazo: la bala zurreó cerca, perdiéndose en la oscuridad. Se levantó entre la maleza, rasguñadas cara y manos, dispuesto a correr de nuevo pese a la pierna dolorida, pero ya tenía a los monteros encima. Dos bultos negros jadeaban pisoteando y tropezando entre los arbustos mientras gritaban: alto, alto, date en nombre del rey. Dos a la zaga y tan cerca eran demasiados, de modo que se volvió haciéndoles frente, la espada lista para herir; y cuando el primero llegó a su altura, en lugar de aguardar le fue encima de punta, sin más trámite, atravesándole el pecho. Cayó el guro con un alarido y se detuvo el otro detrás, prudente. Varias hachas encendidas bajaban desde el camino. Alatriste echó a correr otra vez en la oscuridad, buscando el resguardo de los árboles, siempre cuesta abajo, guiándose por el rumor del río cercano. Al fin se metió entre cañizales y luego sintió fango bajo las botas. Por suerte el agua bajaba crecida de las últimas lluvias. Puso la espada en el cinto, avanzó unos pasos, y sumergiéndose hasta los hombros se dejó llevar por la corriente.