El caballero del jubón amarillo (13 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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—Su excelencia no quiere recibir a vuesa merced.

Diego Alatriste se quedó inmóvil, cortado el aliento, una mano sobre la guarnición de la espada. El criado indicaba la puerta con un gesto.

—¿Estáis seguro?

Asintió desdeñoso el otro. No quedaba rastro de su amabilidad inicial.

—Dice que se vaya vuesa merced en buena hora.

El capitán era hombre cuajado, mas no pudo evitar que un golpe de calor le subiese a la cara al verse de aquel modo desacomodado y sin favor. Aún miró un instante al portero, adivinándole secreto regocijo. Luego respiró hondo y, conteniéndose para no azotarlo con el plano de fa espada, se arriscó el chapeo, dio media vuelta y salió a ha calle.

Anduvo como ciego calle de Alcalá arriba, sin mirar por dónde iba, igual que ante una veladura roja. Blasfemaba entre dientes, usando sin reparo el nombre de Cristo. Varias veces su paso precipitado, a grandes zancadas, estuvo a punto de atropellar a los transeúntes; pero las protestas de éstos —uno hasta hizo amago de tocar la espada— se desvanecían apenas le miraban el rostro. De ese modo cruzó la puerta del Sol hasta la calle Carretas, y allí se detuvo ante la taberna de la Rocha, en cuya puerta leyó, escrito con yeso:
Vino de Esquivias
.

Aquella misma noche mató a un hombre. Lo eligió al azar y en silencio entre los parroquianos —tan borrachos como él— que alborotaban en la taberna. Al cabo tiró unas monedas sobre la mesa manchada de vino y salió tambaleándose, seguido del desconocido; un tipo con aires de valentón que, en compañía de otros dos, se empeñaba en reñir, media hoja fuera de la vaina, porque Alatriste lo había estado mirando largo rato sin apartar los ojos; y a él —nunca llegó a saber su nombre—, según voceó con muchos y desabridos verbos, no lo miraba así de fijo ningún puto de España o las Indias. Una vez afuera, Alatriste anduvo con el hombro pegado a la pared hasta la calle de los Majadericos; y allí, bien a oscuras y lejos de miradas indiscretas, cuando sintió los pasos que iban detrás para darle alcance, metió mano, revolvióse e hizo cara. Hirió de antuvión a la primera estocada, sin precaución ni alardes de esgrima, y el otro se fue al suelo con el pecho pasado antes de decir esta boca es mía, mientras sus consortes ponían pies en polvorosa. Al asesino, gritaban. Al asesino. Vomitó el vino junto al cadáver mismo, apoyado en la pared y todavía espada en mano. Después limpió el acero en la capa del muerto, se embozó en la suya y buscó la calle de Toledo disimulándose entre las sombras.

Tres días más tarde, don Francisco de Quevedo y yo cruzamos la puente segoviana para acudir a la Casa de Campo, donde descansaban sus majestades aprovechando la bondad del tiempo, dedicado a la caza el rey y entretenida la reina en paseos, lecturas y música. En coche de dos mulas pasamos a la otra orilla y, dejando atrás la ermita del Ángel y la embocadura del camino de San Isidro, subimos por la margen derecha hasta los jardines que circundaban la casa de reposo de Su Católica Majestad. A un lado teníamos los frondosos pinares, y al otro, allende el Manzanares, Madrid se mostraba en todo su esplendor: las innumerables torres de iglesias y conventos, la muralla construida sobre los cimientos de la antigua fortificación árabe, y en lo alto, maciza e imponente, la mole del Alcázar Real, con la Torre Dorada avanzando como la proa de un galeón sobre la cortadura que dominaba el exiguo cauce del río, cuyas orillas estaban salpicadas con las manchas blancas de la ropa que las lavanderas tendían a secar en los arbustos. Era hermosa la vista, y la admiré tanto que don Francisco sonrió, comprensivo.

—El ombligo del mundo —dijo—. De momento.

Yo estaba entonces lejos de advertir la reserva que había en su comentario. A mis años, deslumbrado por cuanto me rodeaba, no podía imaginar que aquello, la magnificencia de la Corte, el enseñoramiento del orbe en que nos hallábamos los españoles, el imperio que —unido a la rica herencia portuguesa que entonces compartíamos— llegaba hasta las Indias occidentales, el Brasil, Flandes, Italia, las posesiones de África, las islas Filipinas y otros enclaves de las lejanas Indias orientales, todo terminaría desmoronándose cuando los hombres de hierro cedieron plaza a hombres de barro, incapaces de sostener con su ambición, su talento y sus espadas tan vasta empresa. Que así de grande era en mi mocedad, aunque ya empezara a dejar de serlo, aquella España forjada de gloria y crueldad, de luces y sombras. Un mundo irrepetible que podría resumirse, si fuera posible, en los viejos versos de Lorencio de Zamora:

Canto batallas, canto vencimientos,

empresas grandes, bárbaras proezas,

tristes sucesos, varios rompimientos,

risas, odios, desastres y fierezas.

El caso es que estábamos aquella mañana don Francisco de Quevedo y yo frente a la capital del mundo, apeándonos del coche en los jardines de la Casa de Campo, ante el doble edificio rojizo con pórticos y logias a la italiana, vigilado por la imponente estatua ecuestre del difunto Felipe III, padre de nuestro monarca. Y fue en el ameno bosquecillo ajardinado con chopos, álamos, sauces y plantas flamencas que había detrás de la estatua, alrededor de la hermosa fuente de tres alturas, donde la reina nuestra señora recibió a don Francisco sentada bajo un toldo de damasco, rodeada de sus damas y criados más próximos, bufón Gastoncillo incluido. Isabel de Borbón acogió al poeta con muestras de regio afecto; invitólo a rezar con ella el ángelus —era mediodía y las campanas resonaban por todo Madrid— y yo asistí de lejos y descubierto. Luego nuestra señora la reina mandó que don Francisco se sentara a su lado, y departieron largo rato sobre, los progresos de
La espada y la daga
, de la que el poeta leyes en voz alta los últimos versos, improvisados, dijo, aquella misma noche; por más que yo supiera que los tenía escritos y corregidos de sobra. El único punto que incomodaba a la hija del Bearnés —confesó por ella, entre bromas y veras— era que la comedia quevedesca iba a representarse en El Escorial; y é. carácter austero y sombrío de aquella magna fábrica real repugnaba a su alegre temperamento de francesa. Ésa era la causa: de que evitara, siempre que podía, visitar el palacio construido por el abuelo de su augusto esposo. Aunque, paradojas del destino, dieciocho años después de lo que narro nuestra pobre señora terminase —imagino que muy a su pesar— ocupando un nicho en la cripta.

No vi a Angélica de Alquézar entre las azafatas de la reina. Y mientras Quevedo, sobrado de razones y finezas, deleitaba a las damas con su buen humor cortesano, di un paseo por el jardín, admirando los uniformes de la guardia borgoñona que estaba de facción ese día. Anduve así, más satisfecho que un rey con sus alcabalas, hasta la balaustrada que daba sobre las parras y el camino viejo de Guadarrama, admirando la vista de las huertas de la Buitrera y la Florida, muy verdes en esa estación del año. El aire era sutil, y desde el bosque tras el pequeño palacio llegaban, apagados por la distancia, ladridos de perros punteados por escopetazos; prueba de que nuestro monarca, con su proverbial puntería —glosada hasta la saciedad por todos los poetas de la Corte, incluidos Lope y Quevedo—, daba razón de cuanto conejo, perdiz, codorniz o faisán le ponían a tiro sus batidores. Que si en vez de tanto inocente animalillo lo que el cuarto Austria arcabuceara en su dilatada vida fuesen herejes, turcos y franceses, otro gallo habría cantado a España.

—Vaya. Aquí tenemos a quien abandona a una dama en plena noche para irse con sus amigotes.

Me volví, suspendidos ánimo y respiración. Angélica de Alquézar estaba a mi lado. Decir bellísima sería ocioso. La luz del cielo de Madrid le aclaraba aún más los ojos, irónicamente fijos en mí. Hermosos y mortales.

—Nunca lo habría imaginado en un hidalgo.

Peinaba tirabuzones y vestía con amplia saboyana de tabí rojo y juboncito corto, cerrado con un gracioso cuello de beatilla donde relucían una cadena de oro y una cruz de esmeraldas. Una muda sonrosada, de librillo, le daba ligero rubor cortesano a la palidez perfecta del rostro. Así parecía mayor, pensé de pronto. Más hembra.

—Siento haberos dejado la otra noche —dije—. Pero no podía…

Me interrumpió indiferente, cual si todo fuese cosa vieja. Contemplaba el paisaje. Al cabo me miró de soslayo.

—¿Terminó bien?

El tono era frívolo, como si de eras no le importara gran cosa.

—Más o menos.

Oí el gorjeo de las damas que estaban alrededor de la reina y de don Francisco. Sin duda el poeta había dicho algo ingenioso, y lo celebraban.

—Ese capitán Batiste, o Triste, o como se llame, no parece sujeto recomendable, ¿verdad?… Siempre os mete en problemas.

Me erguí, picado. Angélica de Alquézar, nada menos, diciendo eso.

—Es mi amigo.

Rió suavemente, las manos en la balaustrada. Olía dulce a rosas y miel. Era agradable, pero yo prefería el aroma de la otra noche, mientras nos besábamos. La piel se me erizó al recordar. Pan tierno.

—Me abandonasteis en plena calle —repitió.

—Es cierto. ¿Qué puedo hacer para compensaros?

—Acompañarme de nuevo cuando sea necesario.

—¿Otra vez de noche?

—Sí.

—¿Vestida de hombre?

Me miró como se mira a un tonto.

—No pretenderéis que salga con esta ropa.

—Ni lo soñéis —dije.

—Qué descortés. Recordad que estáis en deuda conmigo.

Se había vuelto a estudiarme con la fijeza de un puñal apuntando a las entrañas. Debo decir que mi estampa tampoco era desaliñada ese día: pelo limpio, vestido de paño negro y daga atrás, al cinto. Tal vez eso me dio aplomo para sostener su mirada.

—No hasta ese punto —respondí, sereno.

—Sois un zafio —parecía irritada como una jovencita a la que se le niega un capricho—. Veo que preferís ocuparos de ese capitán Sotatriste.

—Ya he dicho que es mi amigo.

Hizo un gesto despectivo.

—Naturalmente. Conozco la copla: Flandes y todo eso, espadas, pardieces, tabernas y mujerzuelas. Ruindades de hombres.

Sonaba a censura, pero creí advertir también una nota extraña. Como si de algún modo lamentase no hallarse cerca de todo aquello.

—De cualquier manera —añadió— permitid que os diga que, con amigos como ése, no necesitáis enemigos.

La observé boquiabierto a mi pesar, admirado de su descaro.

—¿Y qué sois vos?

Frunció los labios cual si de veras reflexionara. Después inclinó un poco la cabeza, sin apartar sus ojos de los míos.

—Ya dije que os amo.

Me estremecí al oírlo, y se dio cuenta. Sonreía como lo habría hecho Luzbel antes de caer del cielo.

—Debería bastaros —remató— si no sois bellaco, estúpido o presuntuoso.

—No sé lo que soy. Pero sobráis para llevarme al quemadero de Alcalá, o al garrote del verdugo.

Se rió otra vez, las manos cruzadas casi con modestia ante la amplia falda sobre la que pendía un abanico de nácar. Miré el dibujo nítido de su boca. Al infierno todo, pensé. Pan tierno, rosas y miel. Piel desnuda debajo. Me habría arrojado sobre esos labios, de no hallarme donde me hallaba.

—No pretenderéis —dijo— que os salga gratis.

Antes de que las cosas se enredaran peligrosamente hubo tiempo para un sabroso lance, propio de verse en un corral de comedias. Fraguóse éste durante una comida en el del León, ofrecida por el capitán Alonso de Contreras, locuaz, simpático y un punto fanfarrón como siempre, que presidía repantigado contra una cuba de vino sobre la que estaban nuestras capas, sombreros y espadas. Éramos comensales d Francisco de Quevedo, Lopito de Vega, mi amo y yo mismo, despachando una sopa de capirotada y un espeso salpicón de vaca y tocino. Invitaba Contreras, quien celebraba haber cobrado al fin las doblas de cierta ventaja que se adeudaba, dijo, desde lo de Roncesvalles. Terminóse comentando cómo los amores del hijo del Fénix con Laura Mosca topaban con la oposición berroqueña del tío —enterarse el carnicero de que había amistad entre Lopito y Diego Al triste no mejoraba las cosas—, y el joven militar nos refirió desolado, que sólo podía ver a su dama furtivamente, cuando ésta salía con la dueña a hacer alguna compra, o en la mis diaria de las Maravillas, donde él la observaba de lejos, arrodillado sobre su capa, y a veces lograba acercarse e intercambiar ternezas ofreciéndole, dicha suprema, agua bendita en el cuenco de la mano para que ella se persignara. Lo malo era que, empeñado Moscatel en casar a su sobrina con el infame procurador Saturnino Apolo, a la pobre no le quedaba otra que esa boda o el convento, y las posibilidades de Lopito eran tan remotas que lo mismo le daba buscar novia en el serrallo de Constantinopla. Al tío de la doncella no lo persuadían ni veinte de a caballo. Además, eran tiempos revueltos: con las idas y venidas del turco y del hereje, Lopito se exponía a tener que incorporarse a sus deberes con el rey en cualquier momento; y eso significaba perder a Laura para siempre. Aquello lo llevaba, según nos confió ese día, a maldecir de cuantos lances apretados había en las comedias de su mismísimo señor padre, porque ni en ellas encontraba paso alguno para resolver el problema.

El comentario le dio una idea audaz al capitán Contreras.

—La cuestión es simple —dijo mientras cruzaba las botas sobre un taburete—. Rapto y boda, voto a Dios. A lo soldado.

—No es fácil —repuso tristemente Lopito—. Moscatel sigue pagando a varios bravos para que vigilen la casa.

—¿Cuántos?

—La última noche que rondé la reja salieron cuatro.

—¿Diestros?

—Esta vez no me entretuve en averiguarlo.

Contreras se retorció el mostacho con suficiencia y miró alrededor, deteniéndose en el capitán Alatriste y en don Francisco.

—A más moros, más ganancia, ¿Cómo lo ve vuestra merced, señor de Quevedo?

El poeta se ajustó los lentes y frunció el ceño, pues a su posición en la Corte no le cuadraba un escándalo relacionado con rapto y estocadas; aunque estando de por medio Alonso de Contreras, Diego Alatriste y el hijo de Lope, se le hacía cuesta arriba negarse.

—Me temo —dijo con resignado fastidio— que no queda sino batirse.

—Lo mismo os da para un soneto —apuntó Contreras, viéndose ya celebrado en más versos.

—O para otro destierro, voto a Cristo.

En cuanto al capitán Alatriste, de codos sobre la mesa y ante su jarra de vino, la mirada que cruzó con su antiguo camarada Contreras era elocuente. En hombres como ellos, ciertas cosas iban de oficio.

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