Read El caballero del jubón amarillo Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras. Histórico.
El capitán me miraba, y sus ojos seguían reluciendo entre las sombras. Al cabo enfundó espada y daga muy despacio, cual si reflexionara. Cambió una ojeada silenciosa con Guadalmedina, y después me apoyó una mano en un hombro.
—No vuelvas a hacer eso —dijo al fin, hosco.
Sus dedos de hierro se clavaban con tanta fuerza que me hacían daño. Acercaba el rostro y me miraba muy próximo, su nariz aguileña perfilada sobre el mostacho. Olía como siempre: cuero, vino y metal. Hice un esfuerzo por liberar mi hombro, pero él seguía asiéndome con dureza —No vuelvas a seguirme —repitió— nunca. Y yo me retorcía por dentro de vergüenza y remordimiento.
Me sentí peor al día siguiente, mientras observaba al capitán Alatriste sentado a la puerta de la taberna del Turco. Mi amo ocupaba un taburete junto a una mesa guarnecida por una jarra de vino, un plato con longaniza frita y un libro —creo recordar que era la
Vida del escudero Marcos de Obregón
— que no había abierto en toda la mañana. Tenía el jubón desabrochado, la camisa abierta hasta el pecho, y apoyaba la espalda en la pared; con sus ojos glaucos, que la luz aclaraba más, fijos en algún lugar indeterminado de la calle de Toledo. Yo procuraba mantenerme lejos, pues sentía el escozor de haberle mentido de forma tan desleal; lo que nunca habría ocurrido de no estar de por medio la única mujer, o jovencita, o como gusten llamarla vuestras mercedes, que me turbaba el seso hasta el punto de no reconocer mis propios actos. Precisamente aquellos días estaba traduciendo con el dómine Pérez, a quien el capitán seguía confiando mi educación, el pasaje de Homero donde Ulises es tentado por las sirenas; así que juzguen mi estado de ánimo. El caso es que pasé la mañana esquivando a mi amo mientras hacía recados de aquí para allá, unas velas, pedernal y yesca que necesitaba Caridad la Lebrijana, un mandado por aceite de almendras dulces a la botica del Tuerto Fadrique, una visita al cercano colegio de la Compañía para llevarle al dómine Pérez una cesta de ropa blanca. Ahora, desocupado, vagaba frente a la esquina del Arcabuz con Toledo, entre los coches, los chirriones con mercancías para la plaza Mayor, las acémilas cargadas de fardos y los borricos de aguadores amarrados a las rejas de las ventanas, que llenaban de boñigas el suelo mal empedrado por donde corría el agua sucia de los albañales. A veces le echaba un vistazo al capitán y siempre lo encontraba igual: inmóvil y pensativo. En dos ocasiones vi asomarse a la Lebrijana con delantal y los brazos desnudos, mirarlo y meterse de nuevo adentro sin decir palabra.
Ya conocen que no eran tiempos felices para ella. El capitán respondía a sus quejas con monosílabos y silencios; y alguna vez, cuando la buena mujer levantaba el tono demasiado, mi amo cogía sombrero, capa y espada, y se iba a dar una vuelta. Una vez, al regreso, encontró el arcón con sus escasas pertenencias al pie de la escalera. Estuvo mirándolo un rato, subió luego, cerró la puerta tras de sí, y al cabo, tras larga parla, las voces de la Lebrijana se apaciguaron. Al poco apareció el capitán en camisa, en la barandilla de la galería que daba sobre el corral del patio, y me dijo de subir el arcón. Así lo hice, y el negocio pareció volver a la normalidad —esa noche, desde mi cuarto, oí a la Lebrijana aullar como una perra en celo—; pero al cabo de un par de días los ojos de la tabernera aparecieron otra vez húmedos y enrojecidos, y todo empezó de nuevo, y siguió así hasta el día que ahora narro, el siguiente, como dije, a la noche en que mi amo se las hubo con Álvaro de la Marca en la calle de los Peligros. Aunque el capitán y yo sospecháramos que venían truenos y relámpagos, estábamos lejos de imaginar hasta qué punto las cosas iban a torcerse. Comparado con lo que nos esperaba, las broncas con la Lebrijana eran entremeses de Quiñones de Benavente.
Una sombra maciza —hombros anchos, sombrero, capotillo— cubrió la mesa, justo cuando el capitán Alatriste alargaba una mano hacia la jarra de vino.
—Buenos días, Diego.
Como solía, y pese a lo temprano de la hora, Martín Saldaña, teniente de alguaciles, iba artillado de Toledo y Vizcaya. Por oficio y por carácter no se fiaba ni de la propia sombra que acababa de proyectar sobre la mesa de su antiguo camarada de Flandes; de modo que llevaba encima un par de pistoletes milaneses, espada, daga y puñal. Completaba la panoplia con un coleto grueso de ante y la vara de su cargo metida en la pretina.
—¿Podemos platicar un rato?
Alatriste se lo quedó mirando y luego volvió los ojos a su cinto, que estaba en el suelo, junto a la pared, enrollado alrededor de la centella y la daga.
—¿Como teniente de alguaciles o como amigo? —preguntó con mucha calma.
—Pardiez. No jodas.
El capitán miró el rostro barbudo, con cicatrices que tenían el mismo origen que las suyas. La barba, recordaba bien, cubría a medias un tajo recibido en la cara veinte años atrás, durante un asalto a las murallas de Ostende. De aquella jornada databan la marca en la mejilla de Saldaña y una de las que Alatriste tenía en la frente, sobre la ceja izquierda.
—Podemos —respondió.
Subieron hacia la plaza Mayor paseando bajo los soportales del último tramo de la calle de Toledo. Iban callados como ante escribano, demorándose Saldaña en lo que tenía que decir, y sin prisa por averiguarlo Alatriste. Éste se había abrochado el jubón y calado el chapeo con su ajada pluma roja, llevaba el vuelo de la capa terciado al brazo y la espada le pendía al costado izquierdo, tintineando al chocar con la vizcaína.
—Es delicado —dijo al fin Saldaña.
—Lo supongo por la cara que traes.
Se miraron un instante con intención y siguieron caminando entre unas gitanas que bailaban a la sombra de los soportales. La plaza, con sus casas altas entejadas de rombos de plomo y reluciendo al sol los hierros dorados de la casa de la Panadería, hervía de regatonas, esportilleros y público que deambulaba entre carros y cajones de fruta y verdura, redes para proteger el pan de los ladrones, toneles de vino —aún está moro, pregonaban los vendedores—, tenderos a la puerta de sus comercios y puestos ambulantes bajo los arcos. Las verduras podridas se amontonaban en el suelo entre estiércol de caballerías y enjambres de moscas cuyo zumbido se mezclaba con los gritos de quienes voceaban las diferentes mercancías. Huevos y leche de hoy mismo. Melones escritos. Foncarraleros como manteca. Judías como la seda, y regalo perejil. Anduvieron hacia la derecha, sorteando los puestos ambulantes de cáñamos y espartos que ocupaban hasta el arco de la calle Imperial.
—No sé cómo soltarlo, Diego.
—En corto y por derecho.
Saldaña, cachazudo como de costumbre, retiró el sombrero y se pasó una mano por la calva.
—Me han encargado que te haga una advertencia.
—¿Quién?
—Da igual quién. Lo que importa es que viene de bastante arriba como para que la consideres. Te van en ella la vida o la libertad.
—Qué miedo.
—Sin chanzas, recristo. Hablo en serio.
—¿Y qué pintas tú en eso?
El otro se puso el fieltro, respondió distraído al saludo de unos corchetes que charlaban ante el portal de la Carne, y luego encogió los hombros.
—Oye, Diego. Tal vez a pesar tuyo, tienes amigos sin los que a estas horas estarías degollado en una calleja, o con grillos en un calabozo. Esta mañana se ha debatido mucho sobre eso, temprano. Hasta que alguien recordó cierto servicio tuyo reciente, en Cádiz o por ahí. No sé qué diablos fue, ni me importa; pero te juro que, de no alegarse en tu favor, yo habría venido con mucha gente metida en hierro. ¿Me sigues?
—Te sigo.
—¿Piensas ver más a esa hembra?
—No lo sé.
—Por vida del rey de copas. No fastidies.
Dieron unos pasos más sin abrir la boca. Al fin, frente a la confitería de Gaspar Sánchez, junto al arco, Saldaña se detuvo y extrajo un billete lacrado de la faltriquera.
—Callen barbas y hablen cartas.
Alatriste cogió el billete y le dio unas vueltas, estudiándolo. No traía destinatario ni palabra escrita afuera. Rompió el lacre, desplegando la hoja, y al reconocer la letra miró con sorna a su viejo amigo.
—¿Desde cuándo te dedicas a tercero, Martín?
El teniente de alguaciles frunció el ceño, amostazado.
—Voto a Dios —dijo—. Calla y lee de una cochina vez.
Y Alatriste leyó:
Agradecería mucho a vuestra merced que dejara de visitarme. Con toda mi consideración.
M. de C.
—Imagino —apuntó Saldaña— que no te sorprenderá, después de lo de anoche.
Alatriste doblaba otra vez el papel, pensativo.
—¿Y qué sabes tú de anoche?
—Algo. Por ejemplo, que calaste la nariz en coto real. Y que a punto estuviste de acuchillarte con un amigo.
—Veo que las noticias corren la posta.
—En ciertos ambientes, sí.
Un limosnero de San Blas, con su campanilla y su cajuela, se acercó para ofrecerles besar la imagen del santo. Loada sea la limpieza de la Virgen María, dijo mansurrón, agitando el cepillo; pero la mirada feroz que le dirigió el teniente de alguaciles le hizo pensarlo mejor y pasar de largo. Alatriste reflexionaba.
—Supongo que esta carta lo resuelve todo— concluyó.
Saldaña se hurgó los dientes con una uña. Parecía aliviado.
—Eso espero. Si no, eres hombre muerto.
—Para ser hombre muerto tendrán que matarme antes.
—Pues acuérdate de Villamediana, a quien partieron las asaduras a cuatro pasos de aquí. Y de otros.
Dicho aquello se quedó mirando, distraído, a unas damas que, escoltadas de dueñas y criadas con cestas al brazo, tomaban su letuario de almíbares ante barriles de vino puestos a modo de mesas, en la puerta de la confitería.
—A fin de cuentas —dijo de pronto—, no eres más que un triste soldado.
Rió Alatriste entre dientes sin humor.
—Como tú —respondió— en otros tiempos.
Suspiró Saldaña desde muy adentro, volviéndose al capitán.
—Acabas de decirlo: en otros tiempos. Yo tuve suerte. Además, no monto yeguas ajenas.
Al decir aquello apartó los ojos, incómodo. En él se daba más bien lo contrario: las malas lenguas contaban que su vara de teniente de alguaciles tenía que ver con ciertas amistades de su mujer. Que se supiera, Saldaña había matado al menos a un hombre por hacer bromas sobre eso.
—Dame la carta.
Se sorprendió Alatriste, que se disponía a guardarla.
—Es mía.
—Ya no. La lee y la devuelve, ordenaron. Sólo se trata, supongo, de que te convenzas con tus propios ojos: su letra y su firma.
—¿Y qué vas a hacer con ella?
—Quemarla ahora mismo.
La tomó de entre los dedos del capitán, que no opuso resistencia. Después, mirando alrededor, se decidió por la imagen piadosa que un herbolario tenía en la puerta, junto a un murciélago y un lagarto disecados. Fue allí y encendió el papel en la lamparilla de aceite.
—Ella sabe lo que le conviene, y su marido también —opinó, volviendo junto al capitán con el papel encendido en la mano—… Supongo que se lo hicieron escribir al dictado.
Estuvieron viendo arder el billete hasta que Saldaña lo dejó caer y pisó las cenizas.
—El rey es mozo —dijo de pronto.
Lo soltó como si aquello justificara muchas cosas. Alatriste se lo quedó mirando con mucha fijeza.
—Pero es el rey —apostilló, neutro.
Saldaña fruncía ahora el entrecejo, apoyada una mano en la culata de un milanés. Con la otra se rascaba la barba entrecana.
—¿Sabes una cosa, Diego?… A veces, como tú, añoro el barro y la mierda de Flandes.
El palacio de Guadalmedina se alzaba en la esquina de la calle del Barquillo con la de Alcalá, junto al convento de San Hermenegildo. El gran portón estaba abierto, de modo que Diego Alatriste pasó al amplio zaguán, donde un portero de librea le salió al paso. Era un viejo criado a quien el capitán conocía de antiguo.
—Quisiera ver al señor conde.
—¿Ha sido llamado vuesa merced? —preguntó el otro, amable y con mucha política.
—No.
—Veré si su excelencia puede recibir.
Retiróse el portero y estuvo el capitán paseando junto a la verja que daba al jardín, muy frondoso y cuidado, con árboles frutales y de ornamento, amorcillos de piedra y estatuas clásicas entre la hiedra y los macizos de flores. Aprovechó para componerse un poco la ropa, ajustarse la valona limpia y cerrar correctamente las presillas del jubón. No sabía cuál iba a ser la actitud de Álvaro de la Marca cuando estuvieran frente a frente, aunque esperaba que atendiese las disculpas que traía previstas. No era el capitán —y eso el otro lo sabía muy bien— hombre dado a recoger palabras y aceros, y de ambos géneros habíase derrochado la víspera. Pero él mismo, al analizar su conducta, no estaba seguro de haber obrado en justicia frente a quien, a fin de cuentas, empleaba en sus obligaciones la misma firmeza que él había aplicado a las suyas en los campos de batalla. El rey es el rey, recordó, aunque haya reyes y reyes. Y cada cual decide por conciencia, o interés, el modo en que los sirve. Si Guadalmedina cobraba en favores reales su estipendio, también Diego Alatriste y Tenorio —aunque poco, tarde y mal— había cobrado el suyo en los tercios, como soldado de ese mismo rey, de su padre y de su abuelo. De cualquier modo, Guadalmedina, pese a su elevada condición, a su sangre, a su carácter cortesano y a las circunstancias que lo complicaban todo, era un hombre avisado y leal. Amén de habérselas visto juntos frente a terceros en algún lance de espada, el capitán le había salvado la vida cuando el desastre de las Querquenes, y luego recurrió a él cuando la aventura de los dos ingleses. También durante el incidente con el Santo Oficio la benevolencia del conde quedó probada, sin contar el asunto del oro de Cádiz o las advertencias transmitidas a don Francisco de Quevedo sobre María de Castro desde que el capricho real había entrado en escena. Todo aquello creaba vínculos —ésa era su esperanza mientras aguardaba junto a la verja del jardín— que tal vez salvaran la afición que los dos se tenían. Pero quizás el orgullo de Álvaro de la Marca estuviese reñido con conciliación alguna: la nobleza sufría poco verse maltratada, y aquel piquete en el brazo del conde no mejoraba el negocio. En todo caso, Alatriste tenía previsto ponerse a su disposición para lo que gustara, incluido dejarse meter un palmo de acero en el momento y lugar que Guadalmedina decidiese.