El caballero del jubón amarillo (4 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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No sé lo que dijo el capitán aquella vez, si es que dijo algo. Conociendo a mi amo, estoy seguro de que se limitó a aguantar la carga a pie firme, sin romper filas ni abrir la boca, muy a lo soldado viejo, aguardando a que escampara. Que tardó, pardiez, porque al lado de la que allí hubo, la del molino Ruyter y el cuartel de Terheyden juntas fueron cosa chica, oyéndose términos de los que no se usan ni contra turcos. Al cabo, cuando la tabernera empezó a cascar cosas —hasta abajo llegaba el estrépito de loza rota—, el capitán requirió espada, sombrero y capa, y salió a tomar el aire. Yo estaba, como todas las mañanas, sentado a una mesa junto a la puerta, aprovechando la buena luz para darle un repaso a la gramática latina de don Antonio Gil, libro utilísimo que el dómine Pérez, viejo amigo del capitán y mío, habíame prestado para mejorar mi educación, descuidada en Flandes. Que a los dieciséis años cumplidos, y pese a tener resuelta intención de dedicarme al oficio de las armas, el capitán Alatriste y don Francisco de Quevedo insistían mucho en que conocer algo de latín y griego, hacer razonable letra e instruirse con la lectura de buenos libros, permitían a cualquier hombre despierto llegar allí donde no podía llegarse con la punta de la espada; y más en una España en la que jueces, funcionarios, escribanos y otros cuervos rapaces estrangulaban a la pobre gente inculta, que era casi toda, bajo montañas de papel escrito para despojarla y saquearla más a sus anchas. El caso es que allí me hallaba, como digo, copiando
miles, quem dux laudat, Hispanus est
, mientras Damiana, la moza de la taberna, fregaba el suelo, y los habituales de aquella hora, el licenciado Calzas, recién llegado de la plaza de la Provincia, y el antiguo sargento de caballos Juan Vicuña, mutilado en Nieuport, jugaban al tresillo con el boticario Fadrique, apostándose unos torreznos y un azumbre de vino de Arganda. Acababa de dar un cuarto de las doce el vecino reloj de la Compañía cuando sonó arriba el portazo, se oyeron los pasos del capitán en la escalera, miráronse unos a otros los camaradas, y moviendo reprobadores las cabezas retornaron a los naipes: pregonó bastos Juan Vicuña, entró con espadilla el boticario y remató Calzas con punto cierto, llevándose la mano. En ésas me había levantado yo, tapando el tintero tras cerrar el libro, y tomando al paso mi gorra, mi daga y mi tudesquillo, de puntas para no ensuciarle el suelo a la fregatriz, salí en pos de mi amo por la puerta que daba a la calle del Arcabuz.

Anduvimos por la fuente de los Relatores hasta la plazuela de Antón Martín; y como para darle razón a la Lebrijana —yo seguía al capitán muy apesadumbrado— subimos luego hasta el mentidero de representantes. Era éste uno de los tres famosos de Madrid, siendo los otros el de San Felipe y las losas de Palacio. El que hoy nos ocupa estaba en el cuartel habitado por gentes de pluma y teatro, en un ensanchamiento empedrado en la confluencia de la calle del León con las de Cantarranas y Francos. Había cerca una posada razonable, una panadería, una pastelería, tres o cuatro buenas tabernas y figones, y cada mañana se daba cita allí el mundillo de los corrales de comedias, autores, poetas, representantes y arrendadores, amén de los habituales ociosos y la gente que iba a ver caras conocidas, a los galanes de la escena o a las comediantas que salían a la plaza, cesta al brazo o con sus criadas detrás, o se regalaban en la pastelería después de oír misa en San Sebastián y dejar su limosna en el cepillo de la Novena. El mentidero de representantes gozaba de justa fama porque, en aquel gran teatro del mundo que era la capital de las Españas, el lugar resultaba gaceta abierta: se comentaba en corros tal o cual comedia escrita o por escribir, corrían pullas habladas y en papeles manuscritos, se destrozaban reputaciones y honras en medio credo, los poetas consagrados paseaban con amigos y aduladores, y los jóvenes muertos de hambre perseguían la ocasión de emular a quienes ocupaban, defendiéndolo cual baluarte cercado de herejes, el Parnaso de la gloria. Y lo cierto es que nunca dióse en otro lugar del mundo semejante concentración de talento y fama; pues sólo por mencionar algunos nombres ilustres diré que allí vivían, en apenas doscientos pasos a la redonda, Lope de Vega en su casa de la calle de Francos y don Francisco de Quevedo en la del Niño; calle esta última donde había morado varios años don Luis de Góngora hasta que Quevedo, su enemigo encarnizado, compró la vivienda y puso al cisne de Córdoba en la calle. Por allí anduvieron también el mercedario Tirso de Molina y el inteligentísimo mejicano Ruiz de Alarcón: el Corcovilla a quien la bilis propia y la aversión ajena barrieron de los escenarios cuando sus enemigos reventaron
El Anticristo
, destapando en pleno corral de comedias una redoma de olor nauseabundo. También el buen don Miguel de Cervantes había vivido y muerto cerca de Lope, en una casa en la calle del León esquina a Francos, justo frente a la panadería de Castillo; y entre la calle de las Huertas y la de Atocha estuvo la imprenta donde Juan de la Cuesta hizo la primera impresión de
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha
. Eso, sin olvidar la iglesia en la que reposan hoy los restos del manco ilustre, la de las Trinitarias, donde Lope de Vega decía misa, y en cuya comunidad de monjas moraron una hija suya y otra de Cervantes. Por no faltar a lo español y a lo ingrato, conceptos siempre parejos, señalaré que también estaba cerca el hospital donde el capitán y gran poeta valenciano Guillén de Castro, autor de
Las mocedades del Cid
, moriría cinco años más tarde, tan indigente que hubo que enterrarlo de limosna. Y pues de miseria hablamos, recordaré a vuestras mercedes que el infeliz don Miguel de Cervantes, hombre honradísimo que apenas pidió otra cosa que pasar a las Indias alegando su condición de mutilado en Lepanto y esclavo en Argel, y ni siquiera eso obtuvo, había fallecido diez años antes de lo que ahora narro, el dieciséis del siglo, pobre, abandonado de casi todos, siendo llevado a su sepulcro de las Trinitarias por aquellas mismas calles sin acompañamiento ni pompas fúnebres —ni relación pública hubo de sus exequias—, y luego arrojado al olvido de sus contemporáneos; pues hasta mucho más tarde, cuando en el extranjero ya devoraban y reimprimían su
Quijote
, no empezamos aquí a reivindicar su nombre. Final este que, salvo contadas excepciones, nuestra desgraciada estirpe acostumbró siempre a deparar a sus mejores hijos.

Encontramos a don Francisco de Quevedo despachando una empanada inglesa, sentado a la puerta del figón del León, en la desembocadura de la calle Cantarranas con el mentidero, junto a la tienda de tabaco. El poeta pidió otro jarro de Valdeiglesias, dos tazas y dos empanadas más, mientras acercábamos taburetes para acomodarnos a su mesa. Vestía de negro como siempre, su lagarto de Santiago bordado al pecho, sombrero, medias de seda y capa doblada cuidadosamente sobre un poyete en el que también tenía la espada. Acababa de volver de palacio, donde había ido temprano para ciertas gestiones sobre su pleito interminable de la Torre de Juan Abad, y mataba el hambre antes de volver a casa para corregir la reimpresión de su
Política de Dios, gobierno de Cristo
, en la que andaba atareado por esas fechas; pues al fin sus obras empezaban a verse publicadas, y aquélla había motivado algunas censuras de la Inquisición. Nuestra presencia le iba de perlas, dijo, para alejar moscones; pues desde que su favor estaba en alza en la Corte —había formado parte, como conté, de la comitiva real en la recientísima jornada de Aragón y Cataluña— todo el mundo se le arrimaba buscando la sombra de algún beneficio.

—Además, me han encargado una comedia —añadió— para representar en El Escorial a finales de mes… Su Católica Majestad estará allí de caza, y quiere holgarse.

—Ésa no es vuestra especialidad —apuntó Alatriste.

—Pardiez. Si hasta el pobre Cervantes lo intentó, bien puedo atreverme yo. El encargo me lo ha hecho el conde-duque en persona. De modo que podéis considerarlo mi especialidad desde ahora mismo.

—¿Y paga algo el valido, o va a cuenta de futuras mercedes, como de costumbre?

El poeta soltó una risita mordaz.

—Del futuro no sé nada —suspiró, estoico—. Ayer se fue, mañana no ha llegado… Pero al presente son seiscientos reales. O serán. Al menos eso promete Olivares:

Veden qué vendré a parar

obligado a su poder,

haciendo yo mi deber

y él buscando no pagar.

—En fin —prosiguió—. El valido quiere comedia de lances y todo eso, que como sabe vuestra merced agradan mucho al gran Filipo. De manera que echaremos siete llaves a Aristóteles y a Horacio, a Séneca y aun a Terencio; y después, como dice Lope, escribiremos unos cientos de versos en vulgo. Lo justo de necio para darle gusto.

—¿Tenéis asunto?

—Oh, claro. Amoríos, rejas, equívocos, estocadas… Lo de siempre. La llamaré
La espada y la daga
—Quevedo miró como al descuido al capitán por encima del borde de su taza de vino—. Y quieren que la estrene Cózar.

Se levantó revuelo en la esquina de Francos. Acudió gente, miramos en esa dirección, y al cabo pasaron varios comentando el suceso: un lacayo del marqués de las Navas había acuchillado a un cochero por no cederle el paso. El matador se había acogido en San Sebastián, y al cochero lo habían metido en una casa vecina, en el último artículo.

—Si era cochero —opinó Quevedo— bien merecido lo tenía desde que se puso a ese oficio.

Miró luego a mi amo, volviendo a lo de antes.

—Cózar —repitió.

El capitán contemplaba el discurrir de gente por el mentidero, impasible. No dijo nada. El sol acentuaba la claridad verdosa de sus ojos.

—Cuentan —añadió Quevedo tras un instante— que nuestro fogoso monarca le tiene puesto asedio a la Castro… ¿Sabíais algo de eso?

—No sé por qué habría de saberlo —respondió Alatriste, masticando un trozo de empanada.

Don Francisco apuró el vino y no dijo más. La amistad que ambos se profesaban excluía tanto los consejos como meterse en camisas de once varas. Ahora el silencio fue largo. El capitán seguía vuelto hacia la calle, inexpresivo; y yo, tras cambiar un vistazo preocupado con el poeta, hice lo mismo. Los ociosos parlaban en corros, paseaban, miraban a las mujeres intentando averiguar lo que tapaban los mantos. A la puerta de su zaguán, con mandil y un martillete en la mano, el zapatero Tabarca sentaba cátedra entre sus incondicionales sobre las virtudes y defectos de la comedia del día anterior. Una limonera pasó con sus capachas al brazo: toíto agrio, voceaba, requebrada al paso por dos estudiantes capigorrones que mascaban altramuces mientras paseaban con manojos de versos asomándoles de los bolsillos, buscando a quién dar matraca. Entonces me fijé en un sujeto escurrido de carnes y moreno de piel, barbado y con cara de turco, que nos miraba apoyado en un portal cercano, limpiándose las uñas con una navaja. Iba a cuerpo, con espada larga en tahalí, daga de guardamano, jubón acolchado de estopilla con mucho remiendo y sombrero de falda grande y caída, a lo bravo. Un pendiente grande de oro le colgaba del lóbulo de una oreja. Iba a estudiarlo con más detenimiento cuando una sombra se proyectó desde mi espalda sobre la mesa, hubo saludos, y don Francisco se puso en pie.

—No sé si se conocen vuestras mercedes: Diego Alatriste y Tenorio, Pedro Calderón de la Barca…

Nos levantamos el capitán y yo para cumplimentar al recién llegado, a quien yo había visto de paso en el corral de la Cruz. Ahora, de cerca, lo reconocí en el acto: el bigote juvenil en el rostro delgado, la expresión agradable. No estaba sucio de sudor y humo ni vestía coleto de cuero: usaba ropas de ciudad, muy galán, capa fina y sombrero con toquilla bordada, y la espada que llevaba al cinto ya no era propia de un soldado. Pero conservaba la misma sonrisa que cuando el saco de Oudkerk.

—El mozo —añadió Quevedo— se llama Iñigo Balboa.

Pedro Calderón me observó largamente, haciendo memoria.

—Camarada de Flandes —recordó al fin—. ¿No es cierto? Acentuaba la sonrisa, y puso una mano amistosa en mi hombro. Me sentí el mozo más bizarro del mundo disfrutando de la sorpresa de Quevedo y de mi amo, asombrados de que el joven escritor de comedias que algunos decían heredero de Tirso y Lope, y cuya estrella empezaba a brillar en los corrales y en palacio —
El astrólogo fingido
se había representado con gran éxito el año anterior, y estaba corrigiendo
El sitio de Bredá
—, recordara al humilde mochilero que, dos años atrás, lo ayudó a poner a salvo la biblioteca del incendiado ayuntamiento flamenco. Sentóse con nosotros Calderón, que en esa época ya era muy estimado por don Francisco, y durante un rato hubo grata parla y más Valdeiglesias que acompañó el recién llegado con una esportilla de aceitunas, pues no estaba, dijo, con apetito. Al cabo nos levantamos todos y dimos un bureo por el mentidero. Un conocido, que había estado leyendo en voz alta entre un grupo de regocijados ociosos, se acercó con algunos de ellos a la zaga. Llevaba un papel manuscrito en la mano.

—Dicen que es de vuestra péñola, señor de Quevedo.

Echó don Francisco un vistazo displicente al papel, gozando de la expectación, y al cabo se retorció el mostacho mientras leía en voz alta:

Este, que en negra tumba rodeado

de luces, yace muerto y condenado,

vendió el alma y el cuerpo por dinero,

y aun muerto es garitero…

—No tal —dijo, grave en apariencia pero con mucha guasa—. Ese
que en negra tumba
podría mejorarse, si fuera mío. Pero, díganme vuestras mercedes… ¿Tan quebrantado anda Góngora, que ya le hacen epitafios?

Estallaron las risas aduladoras, que lo mismo habrían reído si fuera un venablo de los que el enemigo de Quevedo lanzaba contra éste. Lo cierto es que, aunque don Francisco se guardaba de reconocerlo en público, aquello era, en efecto, tan suyo como otros muchos versos anónimos que oíamos correr cual lebreles por el mentidero; aunque a veces se le atribuyeran también los ajenos, a poco ingenio que éstos mostraran. En cuanto a Góngora, a tales alturas lo del epitafio no era en vano. Comprada por Quevedo su casa de la calle del Niño, arruinado por el vicio del juego y el ansia de figurar, tan ayuno de dineros que apenas podía pagarse un coche miserable y unas criadas, el jefe de las filas culteranas había renunciado al fin, retirándose a su Córdoba natal en donde iba a morir, enfermo y amargado, al año siguiente, cuando la dolencia que sufría —apoplejía, dijeron— se le atrevió a la cabeza. Arrogante y de talante aristocrático por la certeza de su genio, el racionero cordobés nunca tuvo buen ojo ni para el naipe ni para elegir amigos ni enemigos: enfrentado a Lope de Vega y a Quevedo, erró en la apuesta de sus afectos tanto como en los garitos, vinculándose al caído duque de Lerma, al ejecutado don Rodrigo Calderón y al asesinado conde de Villamediana, hasta que sus esperanzas por lograr mercedes de la Corte y favor del conde-duque, a quien solicitó en diversas ocasiones dignidades para sus sobrinos y familia, murieron con aquella famosa frase de Olivares: «
El diablo harte de hábitos a éstos de Córdoba
». Ni siquiera tuvo suerte con sus obras impresas. Siempre se negó a publicar, por orgullo, contentándose con darlas a leer y pregonar a sus amigos; pero cuando la necesidad lo empujó a ello, murió antes de verlas salir de la prensa, e incluso entonces la Inquisición mandó recogerlas por sospechosas e inmorales. Y sin embargo, aunque nunca me fue simpático ni gusté de sus jerigongóricos triclinios y espeluncas, reconozco ante vuestras mercedes que don Luis de Góngora fue un extraordinario poeta que, paradójicamente junto a su mortal enemigo Quevedo, enriqueció nuestra hermosa parla. Entre ambos, cultos, briosos, cada uno en diferentes registros pero con inmenso talento, renovaron el castellano dotándolo de riqueza culterana y gallardía conceptista; de manera que puede afirmarse que tras aquella batalla fértil y despiadada entre dos gigantes, la lengua española fue, para siempre, otra.

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