El caballero del jubón amarillo (8 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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Nos encontramos con el conde de Guadalmedina bajo uno de los arcos de la escalera. Venía de las habitaciones del joven rey, donde entraba y salía con mucha confianza, y a las que el cuarto Felipe acababa de retirarse tras pasar la mañana cazando en los bosques de la Casa de Campo; placer al que era aficionadísimo, contándose que gustaba de ir sin perros tras los jabalíes y que era capaz de correr el monte todo el día tras una presa. Álvaro de la Marca vestía jubón de gamuza y polainas manchadas de lodo, y se tocaba con una graciosa monterilla enjoyada con esmeraldas. Iba refrescándose con un pañizuelo mojado en agua de olor, camino de la explanada frente a palacio donde lo esperaba su coche. La indumentaria de cazador lo hacía aún más apuesto, dándole un falso toque rústico que realzaba su estampa gallarda. No era extraño, decidí, que las damas de la Corte se abanicasen con más pasión y garbo cuando el conde les asestaba sus miradas; y que incluso la reina nuestra señora le hubiese mostrado al principio cierta inclinación, aunque sin faltar nunca, por supuesto, al decoro de su alto rango y su persona. Y digo al principio porque, en el tiempo de esta aventura, Isabel de Borbón ya estaba al corriente de las almogavarías de su augusto esposo y del papel de acompañante, escolta o tercero, que el de Guadalmedina desempeñaba en tales lances. Lo aborrecía por eso, y aunque el protocolo la obligaba a ciertas finezas —además de servidor de su esposo, el de la Marca era grande de España—, procuraba tratarlo con frialdad. Sólo otro personaje de la Corte era más detestado por la reina nuestra señora: el conde-duque de Olivares, cuya privanza nunca fue bien vista por aquella princesa criada en el arrogante señorío de la Corte de María de Médicis y del gran Enrique IV de Francia. Y así, con el tiempo, querida y respetada hasta su muerte, Isabel de Borbón terminaría encabezando la facción palaciega y cortesana que, década y media más tarde, iba a acabar con el poder absoluto del valido, derribándolo del pedestal donde lo habían encumbrado su inteligencia, su ambición y su orgullo. Eso ocurrió cuando al fin el pueblo, que no había hecho sino oír, admirar y temer con el gran Felipe II, y murmurar o lamentarse con prudencia con Felipe III, diezmado al fin, exhausto, harto de bancarrotas y desastres, empezó a mostrar más desesperación que respeto con Felipe IV, y fue oportuno servirle una cabeza política para calmar su cólera:

Quien no tiene por hazaña

caer, quien se aventuró,

acuérdese, pues se engaña,

que cayó Troya, y cayó

la princesa de Bretaña.

El caso es que aquella mañana, en palacio, el conde de Guadalmedina nos vio a don Francisco y a mí, bajó de dos en dos los últimos peldaños de la escalera, esquivó con práctica y donaire a un grupillo de solicitantes —un capitán reformado, un clérigo, un alcalde y tres hidalgos provincianos a la espera de que alguien despabilara sus pretensiones— y tras saludar con mucho afecto al poeta, y a mí con una cordial palmada en el hombro, nos llevó aparte.

—Hay un asunto —dijo grave, sin más preámbulos.

Me miraba de soslayo, dudando de ir más allá en mi presencia. Pero eran muchos lances los que me conocía junto al capitán Alatriste y don Francisco, y mi lealtad y discreción eran cosa probada. Así que, decidiéndose, echó un vistazo en torno para comprobar que no había orejas palaciegas cerca, saludó tocándose la montera a un miembro del Consejo de Hacienda que pasaba bajo los arcos —los del grupillo pretendiente le fueron detrás como cochinos a un maizal—, bajó un poco más la voz y susurró:

—Decidle a Alatriste que cambie de montura.

Tardé en comprender aquellas palabras. Don Francisco, no. Agudo como siempre, se ajustó los lentes para estudiar al de la Marca.

—¿Habla vuestra excelencia en serio?

—A fe mía si hablo. Miradme la cara y juzgad las ganas de chacota.

Un silencio. Yo empezaba a comprender. El poeta maldijo en voz baja.

—Yo, en asuntos de faldas, me siento un fui, un seré y un soy cansado. Debería decírselo vuestra excelencia misma. Si tiene huevos.

—Y un cuerno —Guadalmedina movió la cabeza, sin afectarse por la familiaridad—. Yo no puedo mezclarme en eso.

—Pues bien que se mezcla vuestra excelencia en otros menesteres.

El aristócrata se acariciaba bigote y perilla, evasivo.

—No me fastidiéis, Quevedo. Cada uno tiene sus obligaciones. En cualquier caso cumplo de sobra con él, avisándolo.

—¿Qué debo contarle?

—Pues no sé. Que pique menos alto. Que el Austria asedia la plaza.

Se miraron en largo y elocuente silencio. Lealtad y prudencia en uno, debate entre amistad e interés en otro. Bien situados como ambos vivían en ese tiempo, en pleno favor de la Corte, habría sido más sensato para éste callar, y para aquél no escuchar. Más cómodo y seguro. Y sin embargo allí estaban, cuchicheando junto a las escaleras de palacio, inquietos por un amigo. Y yo era ya lo bastante cuerdo para apreciar su actitud. Su dilema.

Al cabo, Guadalmedina se encogió de hombros.

—¿Y qué queréis? —zanjó—… Cuando el monarca codicia, no hay más que hablar. Se hacen con los ochos quince.

Reflexioné sobre eso. Qué extraña era la vida, concluí. Con aquella reina en palacio, mujer hermosísima que bastaría para llenar de dicha a cualquier hombre, el rey andaba salteando hembras. Y para más escarnio, de baja estofa: sirvientas, comediantas, mozas de taberna. Yo estaba lejos de sospechar entonces que ya despuntaban en el rey nuestro señor, pese a su naturaleza bondadosa y su flema, o tal vez a causa de ellas, los dos grandes vicios que en pocos años darían al traste con el prestigio de la monarquía labrado por su abuelo y su bisabuelo: la afición desmedida a las mujeres y la apatía en asuntos de gobierno. Puestas ambas cosas, siempre, en manos de terceros y de favoritos.

—¿Luego es cosa hecha? —quiso saber don Francisco.

—Se remata en un par de días, me temo. O antes. Lo de vuestra comedia está ayudando mucho. Filipo ya le tenía echado el ojo a la dama en los corrales. Pero ahora ha presenciado de incógnito el ensayo de la primera jornada, y arrastra la soga por ella.

—¿Y el marido?

—En el ajo, naturalmente —Guadalmedina hizo gesto de palparse la faltriquera—. Listo como el hambre, y sin complejos. Es el negocio de su vida.

El poeta movía la cabeza con desaliento. De vez en cuando me miraba, inquieto.

—Pardiez —dijo.

El tono era sombrío, cifrado por las circunstancias. También yo pensaba en mi amo. Según en qué cosas, y María de Castro podía ser muy bien una de ellas, a los hombres como el capitán Alatriste les daban igual los reyes que las sotas.

Atardecía templado, con el sol amarillento, horizontal, alargando sombras carrera de San Jerónimo abajo. A esa hora hervía de coches la olla del Prado, con rizos enjoyados y manos blancas con abanicos asomadas a algunas ventanillas, y gallardos jinetes cosidos al estribo. Frente a la huerta de Juan Fernández, en la confluencia de los prados alto y bajo, hormigueaban paseantes gozando de las últimas horas de luz: damas chapineando, tapadas con manto o a medio tapar, aunque algunas no eran damas ni lo serían nunca, pese a dárselas de tales; del mismo modo que buena parte de los supuestos hidalgos que por allí discurrían, pese a la espada al cinto, la capa y los aires, venían directamente del zaguán de zapatero, la tienda o la sastrería donde se ganaban el pan con las manos: honrada actividad de la que, ya dije, renegó siempre todo español. Había también gente de calidad, por supuesto; pero ésta se concentraba más en los bosquecillos de frutales, los macizos de flores, el laberinto de seto, la noria y el cenador campestre de la famosa huerta, donde aquella tarde, inspiradas por el éxito de la comedia de Tirso que seguía representándose en el corral de la Cruz, la condesa de Olivares, la de Lemos, la de Salvatierra y otras señoras de la Corte habían dado una merienda sin protocolo, hojaldres de las descalzas reales y chocolate de los padres recoletos en honor del cardenal Barberini, legado —y sobrino carnal, además— de su santidad Urbano VIII; que visitaba Madrid entre muchas zalemas diplomáticas por ambas partes y sobre todo por la suya. A fin de cuentas, los tercios españoles eran la más poderosa defensa con que contaba, el catolicismo. Y como en los tiempos del gran Carlos V, nuestros monarcas seguían dispuestos a perderlo todo —al cabo lo perdieron, y lo perdimos— antes de verse gobernando a herejes. Aunque no deja de ser paradójico que, mientras España se consumía defendiendo con dinero y sangre la verdadera religión, su santidad procurase, bajo cuerda, minar nuestro poder en Italia y en el resto de Europa, con sus agentes y diplomáticos entendiéndose con nuestros enemigos. Quizá habría sido mano de santo, para encauzar las cosas, otro saco de Roma como el que las tropas del emperador habían consumado noventa y nueve años atrás, en 1527, cuando todavía éramos lo que éramos y el solo nombre de español quitaba el resuello al mundo. Pero lo cierto es que ahora vivíamos otros tiempos, Felipe IV no era ni de lejos su bisabuelo Carlos, las formas se cuidaban con mucha más política, y la temporada no resultaba oportuna para higos, ni para brevas, ni para que pontífices con la sotana arremangada corrieran a refugiarse en Santángelo con las alabardas de nuestros lansquenetes haciéndoles cosquillas en el culo. Y es una lástima. Porque en la revuelta Europa que narro, con naciones jóvenes haciéndose y con la nuestra vieja de siglo y medio, ser amado no tenía ni la décima parte de ventaja que ser temido. Si tal como estaba el panorama los españoles nos hubiéramos propuesto ser amados, quienes nos segaban la hierba bajo los pies, ingleses, franceses, holandeses, venecianos, turcos y demás, nos habrían liquidado mucho antes. Y gratis. Así, al menos, peleando cada palmo de tierra, cada legua de mar y cada onza de oro, se lo hicimos pagar bien caro, a los hideputas.

En fin. Volviendo a Madrid y a su eminencia el legado apostólico Barberini, aquella tarde todas las ilustres personas, sobrino papal incluido, se habían retirado hacía rato de lo de Juan Fernández; mas aún quedaban en la huerta famosa los restos de la celebración, damas y caballeros de la Corte, paseantes disfrutando de los amenos jardincillos y el césped junto a la noria, y refrescos y fuentes con frutas y golosinas bajo el dosel del cenador. También afuera, por las alamedas y entre las fuentes de ambos prados, de San Jerónimo a los agustinos recoletos, la gente iba y venía o descansaba bajo los árboles: más coches, matrimonios respetables, señoras de condición, daifas con perrillos de faldas disimulándose señoras, jóvenes perdularios, mozas de mesón buscando lo que aún no habían perdido, galanes a caballo, lindos, limeras, vendedores de golosinas, corros de criadas y escuderos, pueblo que miraba. Y el ambiente era tal y como lo describió, con su habitual desenfado, nuestro conocido y vecino el poeta Salas Barbadillo:

Este prado es común a los casados,

deleite es de maridos y mujeres.

Igualmente dos sexos se recrean,

porque ellos pacen y ellas se pasean.

El caso es que por allí andábamos, de bureo en la atardecida, el capitán, don Francisco de Quevedo y yo, de la huerta a la torrecilla de la música y Prado arriba de nuevo, bajo los tres órdenes de álamos cuyas ramas frondosas se extendían sobre nuestras cabezas. Mi amo y el poeta parlaban en voz baja de sus asuntos; aunque he de confesar que yo, siempre atentísimo a lo que decían, iba esa vez distraído en mis cosas: con las campanadas de las ánimas tenía cita cerca de palacio. Lo que no me estorbaba, sin embargo, para captar el aire de la conversación. Os la jugáis, decía don Francisco. Y al cabo de unos pasos —el capitán caminaba a su lado, silencioso, la mirada sombría bajo el ala del chapeo —lo repitió:

—Os la jugáis, y estos bueyes vienen marcados.

Se detuvieron un poco y yo con ellos, junto al pretil del puentecillo, para dejar pasar unos coches con damas que iban de retirada, cediendo espacio a las trotonas y campadoras de medio manto que con la noche empezarían a buscar lanzas para sus broqueles, y a las tapadas que, a hurtadillas de padres o hermanos, con pretexto de una última misa o una caridad y acompañadas por una dueña complaciente, iban al encuentro de un galán perdidizo, o lo hallaban allí sin buscarlo. Saludó el poeta quitándose el sombrero al ser reconocido desde uno de los coches, y luego se volvió hacia mi amo.

—Lo vuestro —dijo— es tan absurdo como el médico que se casa con mujer vieja, estando en su mano matarla.

El capitán torció el mostacho, sin poder evitar media sonrisa; pero no dijo nada.

—Si porfiáis —insistió Quevedo— daos por muerto.

Aquellas palabras me hicieron sobresaltar. Presté atención a mi amo, su perfil aquilino recortado en la última luz de la tarde. Impasible.

—Pues no pienso regalarla —dijo al fin.

El otro lo miró, intrigado.

—¿La hembra?

—La piel.

Hubo un silencio y luego el poeta miró a un lado, luego a otro, y después murmuró entre dientes algo del género estáis loco, capitán, ninguna mujer merece arriesgar así la gorja. Ésa es caza peligrosa. Pero mi amo se limitó a pasarse dos dedos por el mostacho sin abrir más la boca. Al cabo, tras cuatro o cinco maldiciones y pardieces, don Francisco se encogió de hombros.

—Para eso no cuente vuestra merced conmigo —dijo—. Con reyes no me bato.

El capitán lo miró y tampoco dijo nada. Así echamos a andar de nuevo hacia las tapias de la huerta, donde a los pocos pasos, a medio camino entre la torrecilla y una de las fuentes, vimos de lejos un coche descubierto tirado por dos buenas mulas. No presté atención hasta que observé el rostro de mi amo. Entonces seguí su mirada y vi a María de Castro, arreglada para el paseo y bellísima, sentada en el lado derecho del carruaje. Al izquierdo iba su marido, pequeño, patilludo, sonriente, con jubón de trencilla dorada, bastón de puño de marfil y un elegante sombrero de castor a la francesa que se quitaba continuamente para saludar a diestra y siniestra, encantado de la vida y de la expectación que su esposa y él mismo suscitaban.

—Ahí llegan dos pares de manos —ironizó don Francisco-, manos de Sierra Nevada y manos de Sierra Morena. Gentil almadraba para pescar atunes.

El capitán siguió callado. Vanas señoras con escapularios, ropones, amplias basquiñas legras y rosarios de quince dieces, que estaban cerca con sus maridos, hacían corro cuchicheando entre abanicazos mientras disparaban al coche ojeadas como saetas berberiscas, al tiempo que los respectivos, enlutados, graves, procurando no perder el continente, miraban con disimulada avidez, retorciéndose hacia arriba los mostachos. Mientras se acercaban los comediantes, don Francisco contó un episodio que ilustraba el talante festivo y el gracioso ingenio del marido de María de Castro: durante una representación en Ocaña, habiendo olvidado el puñal con el que tenía que degollar a otro actor en escena, Rafael de Cózar se había quitado la barba postiza, haciendo como que lo estrangulaba con ella; tras lo cual la compañía tuvo que huir campo a través, perseguida a pedradas por los lugareños furiosos.

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