El caballero del jubón amarillo (7 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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—Diego.

Sonó en un susurro adormilado. La mujer se había vuelto en la cama y lo miraba.

—Ven, mi vida.

Dejó el vaso de vino y se acercó, sentándose en el borde del lecho, para posar una mano sobre la carne tibia. Mi vida, había dicho ella. No tenía donde caerse muerto —incluso eso lo establecía a diario con la espada— y tampoco era un lindo elegante, ni un hombre gallardo y cultivado de los que admiraban las mujeres en las rúas y los saraos. Mi vida. De pronto se encontró recordando el final de un soneto de Lope que había oído aquella tarde en casa del poeta, y que concluía:

Quiere, aborrece, trata bien, maltrata,

y es la mujer al fin como sangría,

que a veces da salud, y a veces mata.

La luz de la luna hacía los ojos de María de Castro increíblemente bellos, y acentuaba el abismo de su boca entreabierta. Y qué más da, pensó el capitán. Vida o no vida. Amor mío o de otros. Mi locura o mi cordura. Mi, tu, su corazón. Esa noche estaba vivo, y era lo único que contaba. Tenía ojos para ver, boca para besar. Dientes para morder. Ninguno de los muchos hideputas que cruzaron por su existencia, turcos, herejes, alguaciles, matachines, había logrado robarle ese momento. Seguía respirando pese a que muchos intentaron estorbárselo. Y ahora, para confirmarlo, una mano de ella le acariciaba suave la piel, deteniéndose en cada vieja cicatriz. «Mi vida», repetía. Sin duda don Francisco de Quevedo habría sacado buen partido a todo eso, plasmándolo en catorce perfectos endecasílabos. El capitán Alatriste, sin embargo, se limitó a sonreír en sus adentros. Era bueno estar vivo, al menos un rato más, en un mundo donde nadie regalaba nada; donde todo se pagaba antes, durante o después. Así que algo habré pagado, pensó. Ignoro cuánto y cuándo, pero sin duda lo hice, si ahora la vida me concede este premio. Si merezco, aunque sea por unas pocas noches, que una mujer así me mire como ella me mira.

III. EL ALCÁZAR DE LOS AUSTRIAS

—Espego con deleité vuestga comediá, señog de Quevedó.

La reina era bellísima. Y francesa. Hija del gran Enrique IV el Bearnés, tenía veintitrés años, clara la tez y un hoyuelo en la barbilla. Su acento era tan encantador como su aspecto, sobre todo cuando se esforzaba en pronunciar las erres frunciendo un poco el ceño, aplicada, cortés en su majestad llena de finura e inteligencia. Saltaba a la vista que había nacido para el trono; y aunque extranjera de origen, reinaba tan lealmente española como su cuñada Ana de Austria —la hermana de nuestro cuarto Felipe, desposada con Luis XIII, lo hacía en su patria adoptiva de Francia. Cuando el curso de la historia terminó enfrentando al viejo león español con el joven lobo francés, disputándose ambos la hegemonía en Europa, ambas reinas, educadas en el deber riguroso de su honor y su sangre, abrazaron sin reservas las causas nacionales de sus augustos maridos; con lo que en los crudelísimos tiempos que estaban porvenir iba a darse la paradoja de que los españoles, con reina francesa, íbamos a acuchillarnos con franceses que tenían una reina española. Pues tales son, pardiez, los azares de la guerra y la política.

Pero volvamos a doña Isabel de Borbón y al Alcázar Real. Contaba a vuestras mercedes que esa mañana, con la luz entrando a raudales por los tres balcones de la sala de los Espejos, la claridad de la estancia doraba su cabello rizado, arrancando reflejos mate a las dos perlas sencillas que usaba como pendientes. Vestía muy doméstica dentro de las exigencias de su rango, de chamelote de aguas color malva, entero, guarnecido con esterillas de plata, y el verdugado ahuecaba su falda con mucha gracia, chapín de raso y una pulgada de media blanca a la vista, sentada como estaba en un escabel junto a la ventana del balcón central.

—Temo no estar a la altura, mi señora.

—Lo estaguéis. Toda la cogté confía muchó en vuestgo inguenió.

Era simpática como un ángel, pensé, clavado en la puerta sin atreverme a mover una ceja; petrificado por diversos motivos, de los que hallarme en presencia de la reina nuestra señora era sólo uno entre muchos, y no por cierto el más grave. Me había vestido con ropa nueva, jubón de paño negro con golilla almidonada y calzón y gorra de lo mismo, que un sastre de la calle Mayor, amigo del capitán Alatriste, me había confeccionado a crédito en sólo tres días, desde el momento en que supimos que don Francisco de Quevedo iba a permitirme acompañarlo a palacio. Mimado de la Corte, bienquisto entonces de su majestad la reina, don Francisco se había vuelto asiduo de todo acto cortesano. Divertía a nuestros monarcas con su ingenio, adulaba al conde-duque, a quien convenía contar con su inteligente péñola frente al número creciente de adversarios políticos, y era adorado por las damas, que en cualquier sarao o reunión le rogaban las complaciese con versos e improvisaciones. De modo que el poeta, astuto y listísimo como era, se dejaba querer, cojeaba más de la cuenta para hacerse perdonar el talento y la privanza, y se disponía a medrar sin complejos mientras durase la buena racha. Favorable conjunción de los astros, aquélla, que el escepticismo estoico de don Francisco, forjado en la cultura clásica, en el favor y en la desgracia, le pronosticaba no sería eterna. Pues como él mismo apuntaba, somos lo que somos hasta que dejamos de serlo. Sobre todo en España, donde esas cosas ocurren sin más, de la noche a la mañana. De modo que te arrojan a prisión o te llevan en orozado por las calles, camino del cadalso y sin transición alguna, los mismos que ayer te aplaudían y se honraban con tu amistad o con tu trato.

—Permita mi señora que le presente a un joven amigo. Se llama Iñigo Balboa Aguirre, y ya se ha batido en Flandes. Me incliné hasta casi tocar el suelo con la frente, la gorra en la mano, ruborizado hasta las orejas. Y el golpe de calor, como ya apunté, no era sólo por hallarme en presencia de la esposa de Felipe IV Sentía fijos en mí los ojos de cuatro meninas de la reina que estaban sentadas cerca, en almohadones y cojines de raso puestos sobre las baldosas amarillas y rojas, junto a Gastoncillo, el bufón francés que doña Isabel de Borbón había —traído con ella cuando los desposorios con nuestro monarca. Las miradas y sonrisas de esas jóvenes damas bastaban para que a cualquier mozo se le fuera la cabeza.

—Tan joven —dijo la reina.

Luego me dedicó un último gesto amable, se puso a conversar con don Francisco sobre los pormenores de las jacarillas que éste había compuesto, y yo me quedé de pie como estaba, la gorra en las manos y mirando al infinito, sintiendo la necesidad de apoyarme en el zócalo de azulejos portugueses antes de que me flaquearan las piernas. Las meninas cuchicheaban entre ellas, Gastoncillo se les unía en susurros, y yo no sabía dónde poner los ojos. Por cierto que el bufón medía una vara de alto, era feo como la madre que lo parió, y famoso en la Corte por tener maldita la gracia —imaginen vuestras mercedes el salero de un enano gabacho contando chistes—; pero a la reina le complacía y todo el mundo reía sus chacotas, aunque por compromiso y de mala gana. El caso es que seguí como estaba, quieto cual figura representada en los cuadros que ornaban el salón, que era nuevo, inaugurado con las recientísimas reformas de la fachada del alcázar, en cuyo vetusto edificio se avecinaban y superponían oscuras estancias del pasado siglo con modernas habitaciones de nueva fábrica. Miré el
Aquiles
y el
Ulises
del Tiziano sobre las puertas, la oportuna alegoría de
La religión socorrida por España
, el retrato ecuestre del gran emperador Carlos en batalla de Mühlberg y, en la pared opuesta, otro del cuarto Felipe, también a caballo, pintado por Diego Velázquez. Al cabo, cuando me supe de memoria cada uno de aquellos lienzos, reuní el valor suficiente para volverme hacia el verdadero objeto de mi inquietud. No sabría decir si los golpes que retumbaban en mis adentros procedían del martillo de los carpinteros que aparejaban el cercano salón dorado para el sarao de la reina, o si los causaba la sangre bombeando con fuerza en mis venas y en mi corazón. Mas allí estaba yo, de pie como para aguantar una carga de caballería luterana, y frente a mí, sentada en un cojín de terciopelo rojo, se hallaba el ángel-diablo de mirada azul que endulzó y amargó, a un tiempo, mi inocencia y mi juventud. Naturalmente, Angélica de Alquézar me miraba.

Cosa de una hora más tarde, terminada la visita, cuando seguía a don Francisco de Quevedo bajo los pórticos del patio de la Reina, el bufón Gastoncillo me dio alcance, tiró con disimulo de la manga de mi jubón púsose en la mano un billetito plegado. Me quedé estudiando el papel sin osar desdoblar! lo; y antes de que don Francisco reparase en él lo introduje, discreto, en mi faltriquera. Luego miré alrededor sintiéndome osado y galán, con aquel mensaje que me hacía semejante a los personajes de las comedias de capa y espada. Por Cristo que la vida era hermosa —pensé de pronto— y la Corte fascinante. El mismo alcázar, desde donde se regían los destinos de un imperio que abarcaba dos mundos, reflejaba el pulso de aquella España que se me subía a la cabeza: los dos patios, llamados del Rey y de la Reina, estaban llenos de cortesanos, pretendientes y ociosos que iban y venían entre éstos y el mentidero de la explanada de afuera, pasando bajo el arco de la entrada donde, entre las sombras y el contraluz de la puerta, destacaban los ajedrezados uniformes de la guardia vieja. Don Francisco de Quevedo, cuya singular persona ya dije estaba de moda esos días, se veía detenido a cada momento por gente que lo saludaba con deferencia o solicitaba su apoyo en alguna pretensión. Aquél pedía beneficios para un sobrino, el otro para un yerno, éste para un hijo o un cuñado. Nadie ofrecía trabajar a cambio, nadie se comprometía a nada. Se limitaban a andar en corso, reivindicando la merced como un derecho, haciéndose todos de la sangre de los godos en pos del sueño que acarició siempre cada español: vivir sin dar golpe, no pagar impuestos y pavonearse con espada al cinto y una cruz bordada al pecho. Y para que se hagan idea vuestras mercedes de hasta dónde llegábamos en materia de pretensiones y solicitudes, diré que ni los santos de las iglesias quedaban libres de impertinencias; pues hasta en las manos de sus imágenes depositábanse memoriales pidiendo tal o cual gracia terrena, como si de funcionarios de palacio se tratara. De modo que en la iglesia del solicitadísimo San Antonio de Padua llegó a ponerse un cartel bajo el santo, diciendo:
«Acudan a San Gaetano, que yo ya no despacho»
.

Y así, lo mismo que San Antonio de Padua, don Francisco de Quevedo, familiarizado con ese naipe —él mismo solicitó varias veces sin reparo, aunque no siempre lo acompañaran la oportunidad y la suerte—, escuchaba, sonreía, encogía los hombros sin comprometerse más allá de lo justo. Sólo soy un poeta, advertía para escurrir el bulto. Y a veces, harto de la insistencia del impertinente y sin poder zafarse de modo amable, terminaba enviándolo al carajo.

—Por los clavos de Cristo —murmuraba— que nos hemos convertido en un país de pedigüeños.

Lo que no era poca verdad, y aún había de serlo más en lo que estaba por venir. Para el español, la merced no fue nunca privilegio sino derecho inalienable; hasta el punto de que no conseguir lo que su vecino alcanzaba ennegreció siempre su bilis y su alma. Y en cuanto a la proverbial hidalguía tan traída y llevada entre las supuestas virtudes patrias —hasta el francés Corneille con su Cid y algún otro se tragaron ese pastel de a cuatro—, diré que tal vez la hubo en otra época: cuando nuestros compatriotas necesitaban pelear para sobrevivir, y el valor era sólo una entre muchas virtudes imposibles de comprar con dinero. Pero ya no era el caso. Demasiada agua había corrido bajo los puentes desde aquellos tiempos sobre los que el mismo don Francisco de Quevedo escribió, a modo de epitafio:

Yace aquella virtud desaliñada,

que fue, si rica menos, más temida,

en vanidad y en sueño sepultada.

En los días que narro, las virtudes, si alguna vez existieron, habíanse ido casi todas al diablo. Nos quedaban sólo la soberbia ciega y la insolidaridad que terminarían por arrastrarnos al abismo; y la poca dignidad que conservábamos se limitaba a unos cuantos individuos aislados, a los escenarios de los corrales de comedias, a los versos de Lope y de Calderón, y a lejanos campos de batalla donde aún resonaba el hierro de nuestros tercios veteranos. Que mucho me hicieron reír siempre los que se retuercen el mostacho pregonando la nuestra como nación digna y caballeresca. Pues yo fui y soy vascongado y español, viví mi siglo de cabo a rabo, y siempre topé en el camino con más Sanchos que Quijotes, y con más gente ruin, malvada, ambiciosa y vil, que valiente y honrada. Nuestra única virtud, eso sí, fue que algunos, incluso entre los peores, supieron morir como Dios manda cuando hizo falta o no hubo otro remedio, de pie, el acero en la mano. Lo cierto es que mucho mejor habría sido vivir para el trabajo y el progreso que pocas veces tuvimos, pues nos lo negaron, contumaces, reyes, validos y frailes. Pero qué le vamos a hacer. Cada nación es como es, y aquí hubo lo que hubo. De cualquier modo, y puestos a irnos todos al fondo como al cabo nos fuimos, mejor así: unos cuantos desesperados poniendo a salvo, como si fuese la bandera rota del reducto de Terheyden, la dignidad del infame resto. Rezando, blasfemando, matando hasta vender cara la piel. Y algo es algo. Por eso, cuando alguien me pregunta qué respeto de esta infortunada y triste España, siempre repito lo que le dije a aquel oficial francés en Rocroi. Pardiez. Contad los muertos.

Si sois lo bastante hidalgo para escoltar a una dama, aguardad esta noche, a las Ánimas, en la puerta de la Priora.

Venía tal cual, sin firma. Lo leí varias veces, recostado en una columna del patio mientras don Francisco departía en corro con unos conocidos. Y a cada lectura el corazón se me desbocaba en el pecho. Mientras el poeta y yo estuvimos en presencia de la reina, Angélica de Alquézar no había hecho un solo gesto que delatase interés por mi persona. Hasta sus sonrisas, entre los cuchicheos de las otras meninas, fueron más contenidas y sutiles. Sólo sus ojos azules me calaban con una intensidad tal que, como ya dije, en algún momento temí no soportarla a pie firme. Por ese tiempo yo era un mozo de buena traza, alto para mi edad, de ojos vivos, con espeso cabello negro, y la ropa nueva y la gorra con pluma roja que tenía en las manos me procuraban una apariencia decente. Eso me había dado ánimo para soportar el escrutinio de mi joven dama, si es que la palabra
mía
puede aplicarse a la sobrina del secretario real Luis de Alquézar; que todo el tiempo fue de ella sola, e incluso cuando poseí su boca y su carne —yo estaba lejos de imaginar lo poco que faltaba para esa primera vez— siempre me sentí de pase, como el intruso que se mueve inseguro del terreno que pisa, esperando de un momento a otro que los criados lo echen a la calle. Sin embargo, como ya apunté otra vez, y pese a todo cuanto después ocurrió entre nosotros, incluida la cicatriz de daga que tengo en la espalda, sé —quiero creer que lo sé— que ella me amó siempre. A su manera.

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