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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

El caballero del jubón amarillo (15 page)

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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—¿Dónde me lleváis esta vez? —pregunté.

—Quiero enseñaros algo —respondió Angélica—. Útil para vuestra educación.

Eso no me tranquilizó en absoluto. Yo era mozo acuchillado y sabía que toda educación útil se adquiere con afrenta de costillas propias o con sangría de la que no te hace el barbero. Así que me dispuse otra vez a lo peor. Resignado, es la palabra. O quizás aterradora y dulcemente resignado. Como apunté antes, era muy joven y estaba enamorado del diablo.

—Veo que os gusta vestir de hombre —dije.

Aquello seguía chocándome y fascinándome al tiempo. Propia del teatro, inspirada al principio en las antiguas comedias italianas y en el Ariosto, la mujer vestida de hombre por afán de gloria viril o por cuitas de amor era, como ya dije, común en el teatro; pero lo cierto es que, comedias y leyendas aparte, el personaje no se daba nunca en la vida real, o al menos yo no tenía noticia de ello. En cualquier caso, tras mi comentario, más Marfisa que Bradamante —pronto iba yo a comprobar, en mi desdicha, hasta qué extremo la movía menos el amor que la guerra—, Angélica se rió quedo, como para su santiguada.

—No querréis —dijo muy bachillera— que buree de noche por Madrid con basquiña y guardainfante.

Con el eco de esas palabras se acercó a mi oreja, y rozándola con sus labios —lo que me puso, vive Dios, la piel de gallina—, susurró estos bizarros versos lopescos:

Cómo me ha de querer quien hoy me ha visto

teñida en sangre, despejar un muro.

Y yo, pobre de mí, no me abalancé a besarla teñida en sangre o como diantre estuviera, porque en ese momento dio la vuelta y echó a andar. Esta vez la caminata fue más corta. Siguiendo las tapias del convento de María de Aragón anduvimos casi por despoblado y a oscuras hasta las huertas de Leganitos, donde sentí el frío y la humedad del arroyo calarme la estameña. Pese a ir a cuerpo gentil, con su ropa varonil negra y el puñal a la cintura, Angélica no pareció resentirse del frío: caminaba resuelta en la noche, decidida y segura de sí. Cuando yo me detenía para orientarme, ella seguía adelante sin aguardar; y no quedaba otra que ir detrás echando recelosas miradas a diestra y siniestra. Portaba ella al cinto un gorro de paje para disimular sus cabellos en caso necesario; pero mientras tanto los llevaba sueltos, y la mancha clara de su pelo rubio en la noche me guiaba hacia el abismo.

No había una luz a quinientos pasos. Solo en la oscuridad, Diego Alatriste se detuvo y miró alrededor con prudencia profesional. Ni un alma a la vista. Por enésima vez tocó el papel doblado que llevaba en la faltriquera.

Merecéis una explicación y una despedida. A las once, en el camino de las Minillas. La primera casa.

M. de C.

Había dudado hasta el final. Por fin, con el tiempo justo, terminó echándose al cuerpo un cuartillo de aguardiente para templar la noche. Luego, tras equiparse a conciencia de hierro y paño —incluido esta vez el coleto de piel de búfalo—, anduvo camino a la plaza Mayor y de ella a Santo Domingo, donde tomó la calle de Leganitos rumbo a las afueras. Y allí estaba ahora, parado junto al puente y las tapias de las huertas, observando el camino que se perdía en las sombras. La primera casa estaba a oscuras, como el resto que se vislumbraba orillando el camino. Eran casas hortelanas, cada una con sus árboles y sembrados detrás, que por el frescor del paraje se usaban como reposo en los meses de verano. La que interesaba a Alatriste se había construido contra el muro de un convento en ruinas, cuyo claustro, sin techo y con las columnas que aún quedaban en pie sosteniendo la bóveda estrellada del cielo, hacía las veces de jardincillo.

Un perro ladró a lo lejos y le respondió otro. Al cabo cesaron los aullidos y volvió el silencio. Alatriste se pasó dos dedos por el mostacho, volvió a mirar en torno y siguió adelante. Al llegar junto a la casa apartó la capa del costado izquierdo, volviéndola sobre el hombro para dejar libre la empuñadura de la espada. Sabía lo que se jugaba. Había reflexionado toda la tarde sentado en su jergón, mirando las armas colgadas de un clavo en la pared, antes de tomar la decisión y echarse a la calle. Lo curioso era que no se trataba de deseo. O más bien, sincero consigo, seguía deseando a María de Castro; pero no era eso lo que ahora lo tenía atento en la noche, la mano cerca de la espada, olfateando posibles peligros como un jabalí presiente al cazador y su jauría. Se trataba de otra cosa. Coto real, habían dicho Guadalmedina y Martín Saldaña. Pero él tenía derecho a estar allí, si gustaba. Había pasado la vida defendiendo cotos reales, y su cuerpo conservaba cicatrices que daban fe. Había cumplido cien veces, como los buenos. Pero desnudos, en la cama de una mujer, tanto valían rey como roque.

La puerta no estaba cerrada. La empujó despacio, y al otro lado había un zaguán oscuro. Tal vez mueras aquí, se dijo. Esta noche. Sacó la daga y sonrió sesgado en la oscuridad, como un lobo peligroso, avanzando cauto con la punta del acero por delante. Anduvo así por un pasillo, tanteando con la mano libre las paredes desnudas. Había un candil encendido al extremo, iluminando el rectángulo de una puerta que daba al claustro. Mal sitio para reñir, pensó. Estrecho y sin escapatoria. Pero fue adelante. Meter la cabeza en las fauces del león no dejaba de tener su fascinación: su retorcido placer oscuro. Incluso en aquella infeliz España a la que había amado y a la que ahora despreciaba con la lucidez de los años y la experiencia, donde lo mismo podían comprarse honores y belleza que indulgencias plenarias, quedaban cosas que no se compraban. Y él sabía cuáles eran. A partir de cierto punto, a Diego Alatriste y Tenorio, soldado viejo, espada a sueldo, no bastaba para atarlo una cadena de oro regalada, al paso, en un alcázar sevillano. Y a fin de cuentas, concluyó, en el peor de los naipes nadie puede quitarme otra cosa que la vida.

—Hemos llegado -dijo Angélica.

Habíamos atravesado las huertas por un camino estrecho que serpenteaba entre los árboles, y ante nosotros se extendía un pequeño jardín que incluía el claustro derruido del convento. Había una luz de candil al otro lado, entre las columnas de piedra y los capiteles caídos. Aquello no tenía buen aspecto, y me detuve, prudente.

—Llegado, ¿adónde?

Angélica no respondió. Estaba quieta a mi lado, mirando en dirección a la luz. Sentí su respiración agitada. Tras un momento de indecisión quise ir adelante, pero ella me detuvo sujetándome el brazo. Me volví a observarla. Su rostro era un trazo de sombra perfilado por la tenue claridad del claustro.

—Esperad —susurró.

El tono ya no era desenvuelto. Al cabo de un momento avanzó sin soltar mi brazo, guiándome a través del jardín, que estaba descuidado, con alguna maleza que crujía a nuestro paso.

—No hagáis tanto ruido —aconsejó.

Al llegar a las primeras columnas del claustro nos detuvimos de nuevo, al resguardo de una de ellas. La luz estaba más cerca, y pude ver mejor el rostro de mi acompañante: impasible, los ojos atentos a nuestro alrededor. Su pecho subía y bajaba, agitado bajo el jubón.

—¿Todavía me amáis? —preguntó de pronto. La miré, desconcertado. Boquiabierto.

—Por supuesto —respondí.

Ahora Angélica me miraba con tal intensidad que me estremecí. La luz del candil se reflejaba en sus ojos azules, y por Dios que era la Belleza misma la que me tenía clavado al suelo, incapaz de razonar.

—Pase lo que pase, recordad que yo también os amo.

Y me besó. No con un beso ligero ni de ocasión, sino posando lenta y firme sus labios en los míos. Después se apartó despacio, sin dejar de mirarme a los ojos, y al fin señaló la luz del claustro.

—Id con Dios —dijo.

La miré, confuso.

—¿Con Dios?

—O con Satanás, si gustáis.

Retrocedía, sumiéndose en las sombras. Y entonces, a la luz del candil, vi aparecer en el claustro al capitán Alatriste.

Sentí miedo, lo confieso. Más que Sardanápalo. Ignoraba cuál era la emboscada, pero sin duda estaba metido de cabeza en ella. Y mi amo también. Fui hasta él, angustiado y con todos aquellos sucesos rebosándome en la cabeza.

—¡Capitán! —lo previne, sin saber de qué—. ¡Es una trampa!

Se había parado junto al candil puesto en el suelo y me miraba estupefacto, la daga en la mano. Llegué así hasta él, desenvainé mi centella y miré alrededor, buscando enemigos ocultos.

—¿Qué diablos…? —empezó a decir.

En ese momento, como concertado e igual que en las comedias, se abrió una puerta y en el claustro apareció, sorprendido por nuestras voces, un caballero joven y bien vestido. Bajo el sombrero se advertían sus cabellos rubios; traía la capa doblada al brazo, la espada en su vaina, y usaba un jubón amarillo que me era familiar. Pero lo más notorio era que yo conocía aquel rostro, y mi amo también. Lo habíamos visto en los actos públicos, en las rúas de la calle Mayor y el Prado, y más de cerca poco tiempo atrás, en Sevilla. Su perfil austriaco venía acuñado en monedas de plata y oro.

—¡El rey! —exclamé.

Me quité el sombrero a punto de arrodillarme, aterrado, sin saber qué hacer con mi espada desnuda. Nuestro señor don Felipe parecía tan confuso como nosotros, mas se recobró al momento. Erguido, hierático como acostumbraba, nos miramos sin decir palabra. El capitán se había destocado del chapeo y envainado la daga, y su expresión era la de quien acaba de ser fulminado por un rayo.

Iba a envainar mi acero cuando oí una musiquilla silbada entre las sombras. Sonaba
tirurí-ta-ta
. Y reconocerla me heló la sangre en las venas.

—Que me place —dijo Gualterio Malatesta.

Se había materializado en la noche como un fragmento de ésta: negro de la cabeza a los pies, las pupilas duras y relucientes como piedras de azabache. Observé que su rostro había cambiado desde la aventura del
Niklaasbergen
: ahora tenía una fea cicatriz sobre el párpado derecho, que le desviaba un poco la mirada de ese ojo.

—Tres palomos —añadió, satisfecho— en la misma red.

Oí un siseo metálico a mi lado. El capitán Alatriste había sacado la toledana y apuntaba con ella al pecho del italiano. Alcé también la mía, desconcertado. Malatesta había dicho tres palomos, y no dos. Felipe IV se había vuelto a mirarlo; pese a su aire augusto e imperturbable, comprendí que el recién llegado no estaba de su parte.

—Es el rey -dijo despacio mi amo.

—Claro que es el rey —respondió el italiano con mucha flema—. Y no son horas para que los monarcas anden olisqueando hembras.

En honor suyo, debo decir que nuestro joven monarca encaraba la situación con adecuada majestad. Conservaba la espada en la vaina y dominaba sus sentimientos, fueran los que fuesen, mirándonos como desde lejos, inexpresivo, impasible, erguido el rostro por encima de la tierra y el peligro, hasta el punto de que parecía que nada tuviese relación con su persona. Me pregunté dónde infiernos estaba el conde de Guadalmedina, su camarada de correrías, cuya obligación era precisamente asistirlo en tales lances; pero, en vez de aquél, de la oscuridad empezaron a surgir otras sombras. Se acercaban por el claustro, rodeándonos, y a la luz del candil advertí que eran poco elegantes, más a tono con la catadura de Gualterio Malatesta. Conté hasta seis hombres embozados en capas o con antifaces de tafetán: sombreros de faldas calados hasta las cejas, andar zambo, mucho ruido de hierro encima. Bravos a sueldo, sin la menor duda. Un sueldo desorbitado, supuse, para atreverse a aquello. En las manos de cada uno relucía el acero.

Entonces el capitán Alatriste pareció comprender, al fin. Dio unos pasos hacia el rey, quien al verlo acercarse perdió una gota de su sangre fría, tocando la empuñadura de la espada. Sin prestar atención al regio ademán, mi amo se volvió hacia Malatesta y los otros describiendo un semicírculo con la hoja de la toledana, como si marcase en el aire una línea infranqueable.

—Iñigo —dijo.

Fui a su lado e hice lo mismo con la de Juanes. Por un instante mis ojos se encontraron con los del monarca de ambos mundos, y creí vislumbrar en ellos un destello de agradecimiento. Aunque podría al menos, decidí, abrir la boca y darnos las gracias. Ahora los siete hombres estrechaban el círculo a nuestro alrededor. Hasta aquí hemos llegado el capitán y yo, me dije. Y si se remata lo que temo, nuestro señor don Felipe también.

—Veamos lo que aprendió el rapaz —dijo Malatesta, socarrón.

Saqué también la daga con la zurda y me puse en guardia. El rostro picado de viruela del italiano era una máscara sarcástica, y la cicatriz del ojo acentuaba su aire siniestro.

—Viejas cuentas —deslizó su voz chirriante en una risa ronca.

Entonces nos cayeron encima. Todos. Y al mismo tiempo se disparó mi coraje. Desesperado, muy cierto. Mas no como corderos, pardiez. Así que afirmé los pies, luchando por mi orgullo y por mi vida. Los años y el siglo ya me habían adiestrado para eso, y terminar allí valía tanto como hacerlo en cualquier otra parte: a mi edad, sólo un poco antes de la cuenta. Cuestión de suerte. Y espero, pensé fugazmente mientras me batía, que también el gran Felipe desnude la blanca y eche un rey de espadas a la mesa, pues a fin de cuentas se trata de su ilustre pellejo. Pero no tuve tiempo de comprobarlo. Llovían cuchilladas como agua espesa sobre mi espada, mi daga y mi coleto de cuero, y por el rabillo del ojo entreví al capitán Alatriste aguantando el mismo diluvio sin ceder un palmo. Uno de sus adversarios saltó hacia atrás entre blasfemias, herreruza por tierra y manos en las tripas. Al tiempo, una hoja de acero se incrustó en mi coleto, sin cuya protección me habría cercenado un hombro. Retrocedí alarmado, esquivé como pude filos y puntas que me buscaban el cuerpo, y di un traspiés al hacerlo. Cayendo de espaldas fui a golpearme en la nuca con el capitel derribado de una columna, y la noche penetró de pronto en mi cabeza.

La voz que pronunciaba mi nombre iba adentrándose poco a poco en mi conciencia. La desoí, perezoso. Se estaba bien allí, en aquel sopor apacible desprovisto de recuerdos y de futuro. De pronto la voz sonó mucho más cerca, casi en mi oído, y el dolor se hizo presente como un latigazo desde la nuca hasta la rabadilla.

—Iñigo —repitió el capitán Alatriste.

Me incorporé sobresaltado, recordando los aceros relucientes, la caída hacia atrás, la oscuridad adueñándose de todo. Gemí al hacerlo —sentía la nuca agarrotada y mi cráneo a punto de estallar—, y cuando abrí los ojos vi a pocas pulgadas el rostro de mi amo. Parecía muy cansado. La luz del candil le iluminaba el mostacho y la nariz aguileña, dejando reflejos de inquietud en sus ojos glaucos.

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