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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

El caballero del jubón amarillo (19 page)

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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Se trataba de la misma mujer, y estaba sentada a la luz de la ventana, repasando con aguja e hilo la ropa de un cesto. Al ver entrar al intruso se puso en pie, tirando por tierra la labor, abierta la boca para gritar; pero no llegó a hacerlo porque una bofetada de Alatriste la echó contra la pared. Mejor un golpe ahora, se dijo el capitán mientras lo daba, que varios más tarde, cuando tenga tiempo de razonar y abroquelarse. No hay como asustar y descomponer desde el principio. De modo que, tras la bofetada, la agarró con violencia por el cuello y, tapándole la boca con la zurda, le puso la pistola en la sien.

—Ni una voz —susurró— o te arranco la cara.

Sentía el húmedo sofoco de la mujer en la palma, su cuerpo estremecido contra el suyo, mientras la aferraba mirando alrededor. La habitación apenas había cambiado: los mismos muebles miserables, la loza desportillada sobre la mesa cubierta con tapete de arpillera. Todo se encontraba en orden, sin embargo. Había una estera de esparto en el suelo y un brasero de cobre. La cama, separada la alcoba por una cortina, estaba bien hecha y limpia, y un puchero hervía bajo la campana de la chimenea.

—¿Dónde está? —le preguntó a la mujer, apartando un poco los dedos de su boca.

Era otro tiro a la buena de Dios. Tal vez ella nada tenía que ver ya con el hombre al que buscaba; pero era el único rastro. En sus recuerdos, para su instinto de cazador, aquella mujer no era pieza desdeñable. Sólo la había visto mucho tiempo atrás y unos instantes; mas recordaba bien su expresión, su inquietud. Su angustia por el hombre entonces indefenso y amenazado. Porque hasta las serpientes buscan compañía, recordó con una mueca sardónica. Y se aparean.

Ella no dijo nada. Miraba de reojo la pistola, con espanto. Era joven y vulgar, con buenas formas, negra de pelo, cenceña, el cabello recogido en la nuca, del que le pendían, mechones sobre el rostro. Ni linda ni fea. Vestía camisa que le dejaba los brazos desnudos, basquiña de mal paño, y la toquilla de lana se había deslizado al suelo en el forcejeo. Olía un poco a la comida que humeaba en el puchero y otro poco a sudor —Dónde? —insistió el capitán.

—¿Dónde? —insistió el capitán.

Los ojos asustados se volvieron a él, pero la boca permaneció en silencio, respirando fuerte. Bajo el brazo que la aferraba, Alatriste sentía subir y bajar el pecho agitado. Atisbó alrededor buscando huellas de una presencia masculina: un herreruelo negro colgado en una percha, camisas de hombre en el cesto que había caído al suelo, dos valonas limpias y recién aderezadas. Aunque igual ya no se trata del mismo, se dijo. La vida sigue, las mujeres son mujeres, los hombres van y vienen. Esas cosas pasan.

—¿Cuándo vuelve? —preguntó.

Seguía muda, mirándolo con ojos llenos de miedo. Pero ahora advirtió en ellos un relámpago de comprensión. Quizá me reconoce, pensó. Al menos se da cuenta de que no busco hacerle daño a ella.

—Voy a soltarte —dijo, metiéndose la pistola en el cinto y sacando la daga—. Pero si gritas o intentas huir, te degüello como a una puerca.

Jugadores, fulleros, mirones en busca de barato y ambiente espeso. A esas horas, el garito de la cava de San Miguel estaba en todo lo suyo. Juan Vicuña, el dueño, vino a mi encuentro apenas pasé la puerta.

—¿Lo has visto? —me preguntó en voz baja.

—La herida de la pierna se cerró. Está sano y os manda saludos.

El antiguo sargento de caballos, mutilado en las dunas de Nieuport, asintió satisfecho. Su amistad con mi amo era sólida y vieja. Como los otros tertulianos de la taberna del Turco, estaba inquieto por la suerte del capitán Alatriste.

—¿Y Quevedo?… ¿Se mueve en palacio?

—Hace lo que puede. Pero eso no es mucho.

Suspiró hondo el otro, sin más comentarios. Lo mismo que don Francisco de Quevedo, el dómine Pérez y el licenciado Calzas, Vicuña no creía una palabra de los rumores que corrían sobre el capitán; pero mi amo no deseaba recurrir a ellos por reparo a implicarlos. El de lesa majestad era mucho delito para enredar a los amigos: terminaba en el cadalso.

—Guadalmedina está dentro —confirmó —¿Solo?

—Con el duque de Cea y un gentilhombre portugués a quien no conozco.

Le entregué mi daga como hacían todos, y Vicuña se la dio al vigilante de la puerta. En aquel Madrid de gente soberbia y acero fácil, las premáticas prohibían entrar herrado en garitos y mancebías, por si acaso. Aun con esa precaución, a menudo naipes y dados se manchaban desangre.

—¿Está de buen o mal talante?

—Lleva ganados cien escudos, así que lo supongo de bueno… Pero más vale que espabiles, porque hablan de mudarse a la manfla de las Soleras, donde tienen aparejada cena y mozas.

Me apretó el hombro con afecto y me dejó solo. Vicuña había cumplido como leal camarada, avisándome de la presencia che Álvaro de la Marca en su casa de conversación. Tras mi entrevista con el capitán Alatriste, yo había pasado mucho rato rumiando un plan que tal vez era desesperado, pero al que no veía otra; después pateé la ciudad bajo la lluvia, visitando a los amigos y tendiendo la red por aquí y por allá. Ahora estaba empapado y exhausto, mas al fin había levantado la caza en lugar propicio, cosa imposible en la residencia de Guadalmedina, o en palacio. Tras darle muchas vueltas y revueltas, estaba decidido a ir hasta el final, aunque eso me costara la libertad o la vida.

Crucé la sala, bajo la luz amarillenta de los grandes velones de sebo colgados en la bóveda. Ya dije que había un ambiente tan cargado como los dados que se usaban en algunas partidas: dineros, descuadernadas y huesos de Juan Tarafe iban y venían sobre la media docena de mesas en torno a las que se agolpaban los jugadores. En ésta se daba armadilla de bueyes, en esa daban brechas, en aquella sonaban reniegos, pesiatales y porvidas; y en todas, fulleros y hormigueros, hábiles en raspar n as o hincar un amolado, intentaban despojar al prójimo, ya por sangría lenta, charnel a charnel, o por juegos de estocada fulminante, de esos que dejaban a un palomo abrasado, alijándole de golpe el galeón:

Malhaya el naipe feo,

desastrado, sotífero,

cruel, descomulgado,

que con rigor tan fiero

con naipes me ha dejado,

y sin dinero.

Álvaro de la Marca era de los que no se dejaban. Tenía buen golpe de vista y mejores manos, y él mismo era doctor en ala de mosca, cortadillo y panderete. Si le venía el antojo, tan tahúr que diera garatusa a quien lo engendró. Estaba de pie ante una mesa, muy animado, y seguía ganando. Vestía galán como de costumbre: jubón pardo bordado de canutillo de plata, gregüescos y botas vueltas, con guantes de ámbar doblados en la pretina. Estaban con él, además del caballero portugués al que se había referido Vicuña -luego supe que era el joven marqués de Pontal—, el duque de Cea, nieto del duque de Lerma y cuñado del almirante de Castilla; un mozo de la mejor sangre, por cierto, que poco más tarde cobraría fama de valentísimo soldado en las guerras de Italia y Flandes antes de morir con mucha dignidad a orillas del Rhin. El caso es que me acerqué entre barateros, tomajones y mirones, muy discreto, hasta que Guadalmedina alzó la vista de la mesa, donde acababa de clavar dos albaneses con seis hormigas dobles. Al verme hizo semblante de sorprendido y molesto. Volvió al juego con el ceño fruncido, mas yo mantuve mi posición, resuelto a no moverme hasta que atendiera. Cuando miró de nuevo hice una seña de inteligencia y me aparté un poco, esperando que, si no tenía la decencia de saludarme, al menos sintiera curiosidad por lo que pudiese contarle. Al cabo cedió, aunque a regañadientes. Vi que recogía su ganancia de la mesa, daba barato a un par de mirones e introducía el resto en la sacocha. Luego vino hacia mí. De camino hizo una seña a un mozo bolichero y éste le trajo con mucha diligencia una jarra de vino. A los ricos nunca faltan cireneos.

—Vaya —dijo con frialdad, dándole sorbos al vino—. Tú por aquí.

Pasamos a un cuartucho que Juan Vicuña nos había dispuesto. Sin ventanas, con sólo una mesa, dos sillas y una palmatoria encendida. Cerré la puerta y apoyé la espalda en ella.

—Abrevia —dijo Guadalmedina.

Me miraba con recelo, y sentí una profunda tristeza ante lo despegado de su actitud y sus palabras. Mucho ha de haberlo ofendido el capitán, pensé, para que así olvide que le debió la vida en las Querquenes, que asaltamos el
Niklaasbergen
por amistad a él y en servicio del rey, y que cierta noche, en Sevilla, desorejamos juntos a una ronda de corchetes en el compás de la Mancebía. Pero luego observé las marcas violáceas que aún podían advertirse en su cara, la torpeza con que manejaba el brazo herido en la calle de los Peligros, y entendí que cada cual tiene motivos para hacer lo que hace, o lo que no hace. Álvaro de la Marca tenía sobrada razón para guardarle rencor al capitán Alatriste.

—Hay algo que vuecelencia debe saber y no sabe —dije.

—¿Algo?… Demasiado, querrás decir. Pero al tiempo. Dejó la última palabra flotando en el vino al llevárselo a la boca, como un augurio siniestro, o una amenaza. No se había sentado, cual si tuviera intención de acabar pronto la charla, y mantenía su actitud distanciada, en una mano la jarra y la otra con el puño apoyado displicente en la cadera. Miré su rostro aristocrático, el cabello ondulado, el bigote rizado y la perilla rubia. Sus manos blancas y elegantes, con un anillo que por sí solo valía el rescate de un cautivo de Argel. Era otro mundo, concluí, aquella España: poder y dinero desde la cuna a la tumba. En la posición de Álvaro de la Marca, ciertas cosas no podían verse con ecuanimidad jamás. Pero tenía que intentarlo. Era la última carga de pólvora en mis doce apóstoles.

—Yo estuve allí aquella noche —empecé.

Había anochecido. La lluvia continuaba cayendo afuera. Diego Alatriste seguía inmóvil, sentado junto a la mesa, observando a la mujer que también estaba quieta frente a él, en la otra silla, las manos amarradas a la espalda y un lienzo amordazándola. No estaba satisfecho de sí, pero tenía sus razones. Si el hombre al que esperaba era el mismo que suponía, resultaba demasiado peligroso dejar a la mujer en libertad de moverse o gritar.

—¿Dónde hay para hacer luz? —preguntó.

Ella no hizo movimiento alguno. Seguía mirándolo, cubierta la boca por la mordaza. Alatriste se levantó y rebuscó en la alacena hasta dar con una candelilla y unas virutas que arrimó a los carbones de la cocina, donde había puesto a secar capa y sombrero. Aprovechó para apartar del fuego el puchero, que había hervido tanto que se hallaba medio consumido. Encendió con la candelilla una vela que estaba sobre la mesa. Luego se echó un poco del puchero en una escudilla; el guiso de carnero y garbanzos estaba fuerte de sabor, demasiado cocido y muy caliente aún, pero lo despachó con pan Y una jarra de agua, rebañando la grasa. Después miró a la mujer. Hacía tres horas que estaba allí, y en todo ese tiempo ella no había hecho intención de pronunciar palabra.

—Puedes estar tranquila —mintió—. Sólo quiero hablar con él.

Alatriste había aprovechado el tiempo intentando confirmar que se hallaba en lo cierto. Además del herreruelo negro, las camisas, las valonas y otra ropa que encontró en la casa, que podían pertenecer a cualquiera, al registrar un arcón dio con un par de buenas pistolas, frasco de pólvora y saquito de balas, un puñal afilado como una navaja de afeitar, una cota de malla de las llamadas once mil, y algunas cartas y documentos con lugares o itinerarios puestos en cifra. También había dos libros que ahora hojeaba curioso a la luz de la vela, después de haber cargado las dos pistolas y metérselas en el cinto, dejando la de Cagafuego sobre la mesa: uno era una sorprendente
Historia natural
de Plinio en italiano, impresa en Venecia, que por un momento hizo dudar al capitán que el hombre a quien acechaba y el propietario de aquello fuesen la misma persona. El otro libro estaba en español y el título le arrancó una sonrisa:
Política de Dios, gobierno de Cristo
, de don Francisco de Quevedo y Villegas.

Un ruido afuera. Un relámpago de miedo en los ojos de la mujer. Diego Alatriste cogió la pistola de la mesa, y procurando no hacer crujir el suelo fue a situarse a un lado de la puerta. Luego todo ocurrió con extraordinaria sencillez: la puerta se abrió y Gualterio Malatesta entró sacudiéndose la capa y el sombrero mojados. Entonces el capitán le apoyó, con mucha suavidad, el cañón de la pistola en la cabeza.

VIII. SOBRE ASESINOS Y LIBROS

—Ella no tiene nada que ver con esto —dijo Malatesta.

Había dejado en el suelo espada y daga, apartándolos con un pie según le indicó Alatriste. Miraba a la mujer amordazada y atada en la silla.

—Me da igual —repuso el capitán, sin dejar de apuntarle a la cabeza—. Es mi baza.

—Bien jugada, por cierto… ¿También matáis mujeres?

—Si se tercia. Lo mismo que vos, supongo.

El italiano movió la cabeza como si afirmase, pensativo. Su rostro picado de viruela, con la cicatriz que le desviaba un poco la mirada del ojo derecho, permanecía impasible. Al cabo se volvió para encararse con el capitán. La luz de la vela puesta sobre la mesa lo iluminaba a medias: negro en sus ropas, el aire siniestro, crueles las pupilas oscuras. Bajo el bigote finamente recortado se insinuaba ahora una sonrisa.

—Es la segunda vez que me visitáis aquí.

—Y la última.

Malatesta guardó un breve silencio.

—También teníais una pistola en la mano —dijo al fin.

Alatriste lo recordaba muy bien: la cama, el mismo cuarto miserable, el hombre herido, la mirada de serpiente peligrosa. Con suerte, había dicho entonces el italiano, llegaré al infierno a la hora de cenar.

—Muchas veces lamenté después no haberla utilizado —apuntó Alatriste.

Se acentuó la sonrisa cruel. En eso, insinuaba el otro, estamos de acuerdo; hay disparos que son puntos finales y dudas que son peligrosos puntos suspensivos. Observó, reconociéndolas, las dos pistolas que el capitán había encontrado en el arcón y que ahora llevaba metidas en el cinto.

—No deberíais pasearos por Madrid —comentó el italiano con lúgubre solicitud—. Dicen que vuestra piel no vale un ceutí.

—¿Quiénes lo dicen?

—No sé. Por ahí.

—Preocupaos por la vuestra.

Malatesta volvió a asentir pensativo, cual si apreciara el consejo. Luego miró a la mujer, cuyos ojos espantados iban del uno al otro.

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