El templario se dirigió hasta el barco e intentó subir a bordo. Unos marineros se lo impidieron.
—Dejadme pasar, soy Jaime de Castelnou, caballero de Cristo. Este navío es propiedad del Temple y lo necesitamos.
—Tenemos orden de que no suba nadie a bordo sin permiso del capitán —dijo uno de los marineros en tono que sonaba a amenaza.
—¿De Roger de Flor?
—Sí, así es.
—Avisadle de que estoy aquí.
Los marineros se miraron desconfiados, pero al fin uno de ellos accedió a la petición de Jaime y se dirigió al interior de la galera. Poco después salió acompañado de Roger de Flor.
—Vaya, vaya, el aire de Tierra Santa te ha sentado bien, hermano —le dijo.
—¿Y tu uniforme de sargento? El atuendo que llevas va en contra de nuestra regla.
Roger de Flor vestía unos pantalones y un chaleco de cuero marrón. Se había dejado crecer el pelo, que le caía desordenado y muy rubio casi hasta los hombros.
—Bueno, creo que así estoy más cómodo.
—Serás castigado por falta grave —dijo Castelnou.
—¿Y quién me impondrá el castigo? ¿Tú? El maestre ha muerto, la mayoría de los freires del Temple son carroña que devoran las ratas y los cuervos, y los pocos que quedáis vivos correréis pronto la misma suerte.
Jaime frunció el ceño.
—Esta galera es propiedad del Temple; entrégamela ahora e intercederé por ti ante el Capítulo. Si colaboras, tu castigo será leve.
—Te equivocas;
El halcó
. ya no es del Temple. Hemos decidido —Roger de Flor señaló a algunos de los marineros que nos pertenece. Ya no reconocemos otra autoridad que la nuestra.
—Estás cometiendo un robo.
—No, simplemente recuperamos lo que se nos debe.
En ese momento un rica dama llegó al muelle escoltada por cuatro soldados. Roger de Flor le hizo una reverencia y la ayudó a subir a bordo. Uno de los soldados le entregó una bolsa de cuero que parecía pesar bastante. El antiguo sargento templario introdujo la mano y la sacó llena de monedas de plata y oro. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y los cuatro soldados subieron a la galera tras la dama.
—¿Estás cobrando dinero a esta gente para sacarlos de aquí? —preguntó indignado Castelnou.
—Digamos que simplemente recaudamos un donativo como pasaje a la salvación. Visto así, no me parece caro, ¿no crees, hermano?
Roger de Flor arrojó la bolsa a uno de sus marineros, que la cogió al vuelo, a la vez que lanzaba una carcajada.
Unas voces les hicieron volver la cabeza hacia el muelle. Unas cien personas corrían hacia los barcos gritando desesperados y demandando un hueco en alguno de los navíos. Los mamelucos acababan de romper el segundo recinto de murallas en la zona de la puerta de San Antonio y varios de sus regimientos de infantería se habían desparramado por el interior de la ciudad como las aguas bravas de un torrente desbordado.
—¡Dejadnos subir, por Dios, os lo suplicamos! ¡Los mamelucos nos están matando a todos! ¡Somos cristianos, piedad, piedad!
Roger de Flor dio una orden y los marineros izaron la pasarela que unía a
El halcó
. con el muelle.
—Nos vamos, hermano Castelnou. Que tengas suerte, si es que todavía es posible.
—¡Eres un canalla! —le respondió Jaime amenazándolo con el puño.
—Nos veremos en el infierno, supongo.
El halcó
. comenzó a separarse del muelle a fuerza de remos mientras desde la orilla varias decenas de desesperados rogaban a sus tripulantes que les permitieran subir a bordo. Pero Roger de Flor parecía una estatua inmóvil en el centro del castillo de proa. La carga que portaba era ya suficiente; varias ricas damas y algunos potentados mercaderes habían pagado verdaderas fortunas para hacerse con un pasaje en la galera que había sido del Temple hasta que el antiguo sargento se había apoderado de ella.
Impotente, Jaime de Castelnou observó desde el muelle la maniobra de la galera y la enseña de Roger de Flor ondeando en lo más alto, y pudo ver cómo se alejaba deslizándose a lo largo del malecón y cómo pasaba junto a la torre de las Moscas, que protegía la bocana del puerto, buscando la seguridad de alta mar.
En el puerto la confusión era absoluta. Las escasas galeras y otros tipos de barcos que todavía permanecían atracados estaban rodeados de gente que suplicaba desesperadamente auxilio para escapar de la ciudad. El templario pudo ver el miedo reflejado en los ojos de los habitantes de Acre y la desesperación en los que no podían pagar un pasaje que los librara de una muerte cierta o de la esclavitud. Jaime se retiró hacia la ciudad y corrió hacia la Bóveda, donde el tesoro templario aguardaba para ser puesto a salvo. Llegó a la vez que los supervivientes del ataque mameluco. Un caballero hospitalario le dijo que la puerta de San Antonio había cedido ante el empuje de miles de soldados egipcios, que estaban avanzando por las calles del centro de la ciudad asesinando a cuantos cristianos encontraban a su paso. Si todavía no habían alcanzado el extremo occidental de Acre, donde se encontraba la Bóveda, era precisamente porque los soldados se detenían en cada edificio para saquear cuanto de valor podía contener, e incluso algunos estaban cavando en el suelo de casas y patios para intentar localizar posibles tesoros escondidos.
La Bóveda era el último reducto. Construida con una solidez extraordinaria, la sede central del Temple era un edificio de un aspecto imponente. Una de sus fachadas daba directamente al mar, y allí estaba la puerta por la que podían evacuarse al tesoro y a algunas personas. Las otras tres fachadas daban a la ciudad; estaban construidas con enormes sillares unidos con una durísima argamasa de cal, tan bien colocados que parecía obra de canteros excepcionales.
—Vamos, hermano, entra, que no tardarán en aparecer esos demonios.
El caballero hospitalario conminó a Jaime a que entrara en el edificio.
—¿No queda nadie ahí afuera?
—Vivo, no. Quien no haya llegado antes que nosotros estará ya muerto. Somos los últimos.
Los dos caballeros entraron en el edificio y el sargento templario que mandaba la guardia ordenó cerrar las puertas. Pedro de Sévry, mariscal del Temple, apareció en el patio.
—¿Dónde te has metido, hermano Jaime? Hace rato que te ando buscando.
—He ido al puerto, en busca de nuestra mejor galera,
El halcó
, para poner a salvo el tesoro, pero se ha apropiado de ella un hermano sargento, Roger de Flor.
—Sí, ya nos hemos enterado de ese asunto. Propondré que sea expulsado de la Orden y en cuanto lo atrapemos ya veremos qué hacemos con él. Pero no te preocupes por el tesoro; en el lado del mar hay anclada otra de nuestras galeras,
La rosa del Templ
. No es tan grande como
El halcó
, pero no hay ningún navío tan rápido como ése en todo el Mediterráneo. Embarcarás en él y pondrás a salvo el tesoro llevándolo hasta Chipre; es lo que ordenó el maestre Guillermo.
—Pero… ¿y los demás hermanos?
—Resistiremos aquí cuanto podamos. Este edificio puede aguantar cualquier asalto. Somos más de medio millar de defensores y tenemos agua, provisiones y armamento para varios meses. No te preocupes, hermano, en nuestra Orden cada uno debe cumplir su misión, y a ti se te ha encomendado la de salvar el tesoro.
—¿Pero por qué yo, por qué?
—No lo sé. El maestre así lo ordenó y a nosotros sólo nos cabe cumplir lo que él dispuso.
P
oco después de que se cerraran las puertas de la Bóveda, los primeros mamelucos llegaron ante el imponente edificio. Las avanzadillas se contentaron con insultar a los defensores y amenazarlos con que serían despellejados vivos si no se entregaban de inmediato. Desde lo alto de la Bóveda se podían ver los barrios más cercanos y el humo y los incendios que surgían por todas partes de la ciudad de Acre.
Durante tres días los sitiadores se limitaron a arrojar algunas flechas sobre el edificio, y los sitiados respondieron lanzándoles piedras y algunas saetas.
Por fin, un emisario que portaba una bandera blanca se acercó con cautela hasta la puerta y solicitó parlamentar. Pedro de Sévry, mariscal y máxima autoridad del Temple tras la muerte del maestre Beaujeu, accedió a hablar.
—Mi señor, el sultán de Egipto, defensor de la fe y de los creyentes, os ofrece un acuerdo.
—¿En qué términos? —preguntó el mariscal.
—Compromete su palabra de fiel musulmán y os concede la libertad si entregáis este edificio.
—¿Nos garantiza conservar nuestros bienes?
—Sí, podréis llevar encima cuantas riquezas seáis capaces de transportar.
—¿Y nuestras armas?
—También. Un destacamento de nuestros soldados entrará en el edificio para verificar vuestra capitulación y escoltaros hasta las afueras de la ciudad, y más allá si es preciso.
Sévry aceptó las condiciones tras deliberar con los que quedaban vivos del Capítulo de la Orden.
—No me fío de esos mamelucos —le confesó a Castelnou—, pero nada más podemos hacer. Jamás recibiremos ayuda, y aquí hay algunas mujeres y niños que no merecen morir. ¡Ah!, si sólo estuviéramos los templarios.
—¿Entonces, el tesoro…? —preguntó Jaime.
—Seguiremos el plan del maestre. Aunque nos dejen salir libres, el tesoro será embarcado en
La rosa del Templ
.; si lo llevamos con nosotros y se enteran esos sarracenos, creo que no cumplirán su palabra. No podemos arriesgarnos a perderlo.
»Esta misma noche lo cargaremos en la galera y, en cuanto nos entreguemos, zarparás con el tesoro rumbo a Chipre; allí nos encontraremos.
Cien soldados mamelucos mandados por un oficial de alto rango entraron en la Bóveda para verificar la capitulación de los sitiados, tal cual se había acordado. Dentro del edificio se habían podido refugiar unas quinientas personas; de ellas doscientos eran templarios, un puñado de hospitalarios, algunos ciudadanos de Acre que habían logrado alcanzar la Bóveda y dos centenares de mujeres y niños, los últimos supervivientes, todos cuantos no habían podido escapar en una nave desde el puerto o no habían muerto en el ataque mameluco.
En el patio del edificio había varias mujeres. Uno de los soldados musulmanes hizo un comentario sobre aquellas cristianas y los demás rieron a carcajadas.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Jaime de Castelnou, quien sólo comprendió algunas de las palabras del mameluco.
—Que esta misma tarde esas mujeres alcanzarán el paraíso entre sus piernas —le respondió el mariscal.
—Algo así me había parecido entender.
—Estos brutos no van a cumplir su palabra. Mira sus ojos, están ávidos de sexo; si salimos de aquí violarán a las mujeres.
Uno de los mamelucos se dirigió a una dama con gestos obscenos, y los demás, envalentonados, las increparon.
Sévry desenvainó su espada y amenazó a los mamelucos, conminándoles en árabe a que se retiraran, pero los musulmanes hicieron lo propio y se entabló un combate en el que los doscientos templarios despacharon al destacamento de cien mamelucos con facilidad.
—Se acabaron los pactos con estos sarracenos —dijo el mariscal, con la espada en la mano chorreando sangre—. Esta misma noche embarcaremos el tesoro.
Los cadáveres de los mamelucos fueron entregados a los sitiadores, previas explicaciones de lo que habían hecho allí dentro.
Al caer la noche, los cofres con el tesoro fueron embarcados en
La rosa del Templ
. Jaime de Castelnou recibió la orden de llevarlo a Chipre; con él iría Teobaldo de Gaudin, uno de los más prestigiosos caballeros de la Orden y tesorero de Acre, y a quien todos señalaban como sucesor de Guillermo de Beaujeu.
—Partiréis al amanecer —les dijo Pedro de Sévry—. Me temo que lo ocurrido ayer nos deja muy poco margen de maniobra.
Y así fue. Pero unos instantes antes de zarpar, el mariscal había arriado el
baussan
. de combate que ondeaba en lo alto de la Bóveda y se lo había entregado a Castelnou. No era conforme a la regla de la Orden, pero ese estandarte jamás había sido derrotado en batalla y Sévry no quiso que cayera en manos sarracenas.
* * *
Con las primeras luces de la aurora, el mar en calma y el cielo despejado,
La rosa del Templ
. levó las anclas en la pequeña ensenada junto a la Bóveda y se alejó lentamente de la costa. Su destino era el castillo del Mar, junto a la ciudad de Sión, donde debía recoger otra buena cantidad de oro y plata. Castelnou consiguió embarcar a muchas mujeres y niños, pero no a todos cuantos estaban refugiados.
A la misma hora, los mamelucos pedían disculpas por la tropelía cometida por los hombres del destacamento que habían entrado en la Bóveda y molestado a las mujeres. Sévry recibió una invitación personal del sultán; le decía que sería muy bienvenido a su tienda y que compartirían la comida. Pese a que algunos hermanos le advirtieron que no se confiara, el mariscal no quiso parecer un cobarde y salió de la fortaleza con una escolta de diez caballeros. Apenas les dieron tiempo a enterarse de lo que estaba pasando, pues los mamelucos los asaltaron y los decapitaron a la vista de los defensores, que desde lo alto del edificio gritaban que la lucha sería ya a muerte. Desde la popa de la galera, Jaime de Castelnou podía distinguir nítidamente el perfil de la ciudad de San Juan de Acre y la inmensa y maciza mole de la Bóveda como un enorme mascarón de proa apuntando hacia el mar.
—¿No podrán resistir, verdad? —le preguntó a Teobaldo de Gaudin.
—No. Se han sacrificado hasta el fin para que podamos poner el tesoro a salvo. Creo que es el fin de Acre, y tal vez de un sueño.
De pronto, observaron que el enorme edificio se venía abajo provocando una enorme polvareda, a la vez que se levantaba una cortina de espuma al golpear los muros que caían desplomados sobre el agua. Unos instantes después les llegó el estruendo del hundimiento de la Bóveda y sobre el polvo y la espuma se alzaron unas gigantescas llamaradas.
—¡Dios Santo!, ha caído todo el edificio —exclamó Castelnou.
En los últimos días, mientras los templarios y los mamelucos intentaban llegar a un acuerdo de capitulación, los zapadores musulmanes habían excavado dos túneles y los habían estibado con maderos hasta alcanzar justo la parte central debajo del edificio. Esa misma mañana les habían prendido fuego, y habían conseguido que se abriera una brecha en la fachada principal, por donde un regimiento de dos mil hombres se lanzó al asalto. El cálculo de los ingenieros del sultán había sido erróneo, pues habían estimado que la Bóveda pesaba mucho menos y lo que ocurrió fue que, mientras dentro del edificio luchaban cristianos y musulmanes, todo se vino abajo aplastando a defensores y asaltantes.