»No obstante, creemos que la unidad de acción debe ser nuestra guía en la guerra contra los sarracenos; por ello, proponemos a vuestra santidad que emita una bula convocando a los príncipes de la cristiandad a realizar una nueva cruzada que ponga fin de manera definitiva a la presencia de los musulmanes en Tierra Santa y en todo el mundo si es posible —sentenció Molay.
En la iglesia de Santa María se hizo un silencio metálico que incluso permitía oír el crepitar de las llamas de los cirios encendidos en torno al altar. El papa unió sus manos, levantó la cabeza lentamente, y al fin dijo:
—El hermano maestre del Temple ha hablado con la contundencia de un hombre de fe. Como servidor de la Iglesia estamos convencidos de que lo mejor es la unión de las órdenes de caballería, pero entendemos la postura de ambos maestres y sabemos que lo que hacéis está guiado por vuestro amor al Temple y al Hospital. En virtud de lo cual, declaramos que se detenga cualquier proceso de unificación entre los caballeros templarios y los hospitalarios en una sola orden, y que ambas sigan ostentando sus títulos, privilegios y regla.
»Y atendiendo a la justa proposición del hermano Molay, procuraremos que los reyes de la cristiandad consideren la oportunidad de poner en marcha una nueva cruzada.
Al oír la decisión papal, Molay apretó los puños y dibujó en sus labios un rictus de satisfacción. El delegado del rey de Francia frunció el ceño y se levantó contrariado, saliendo de la iglesia a toda prisa.
De vuelta al convento, Jaime de Castelnou y Hugo de Bon comentaron la entrevista. Ambos estuvieron de acuerdo en que la intervención del maestre había estado muy bien, y que se había mostrado sereno y confiado, pero a la vez rotundo y convincente en sus declaraciones.
Antes de partir hacia París se enteraron de que los almogávares habían puesto en marcha una terrible venganza por la muerte de Roger de Flor. Encabezados por su nuevo caudillo, Berenguer de Entenza, y a la temprana muerte de éste por Rocafort, se habían juramentado para ejecutar una sangrienta represión y durante varios meses se habían dedicado al saqueo y al pillaje; y allí seguían, intentando acabar con todo bizantino, turco o griego que se pusiera a su alcance.
Una lluvia fina y helada caía inmisericorde sobre la comitiva de los templarios. Había salido de Poitiers de madrugada, días después de celebrada la entrevista con el papa Clemente, en la que se había logrado mantener la independencia y singularidad de la Orden, y avanzaba por el camino del norte hacia París en fila de a dos. Aunque el agua empapaba los capotes de viaje, seguía pareciendo un cortejo digno de un rey. Los caballeros y los sargentos mantenían sus lanzas erguidas hacia el cielo plomizo, mientras cabalgaban en completo silencio, sólo preocupados de mantener las líneas perfectamente ajustadas, como si estuvieran a punto de entrar en batalla.
Tras siete días de viaje avistaron las torres de la catedral de Nuestra Señora. Los bloques de caliza blanca recién tallados refulgían bajo la luz grisácea del cielo parisino. La ciudad se extendía por ambas orillas del Sena, en torno a dos islas abrazadas por el cauce del río y en las cuales se levantaban la propia catedral de Nuestra Señora y la Santa Capilla, en cuyo interior se guardaban las más preciadas reliquias de la pasión de Cristo.
En la casa del Temple ya sabían que el maestre había resultado triunfante de su entrevista con el papa en Poitiers, pero los templarios parisinos recelaban de ese éxito. Sabían bien que desde que se le negara el ingreso honorífico en la Orden, Felipe de Francia había mostrado su disgusto con los templarios, y no había olvidado lo que consideraba una enorme ofensa contra su excelsa majestad.
Una vez instalados en la casa de París, los templarios de Chipre y los de Francia asistieron juntos a los oficios religiosos. Molay había ordenado que la vida de la Orden siguiera su curso habitual, y así las primeras semanas del año del Señor de 1307 discurrieron en la plácida monotonía por la que se regía el Temple en tiempos de paz.
Una mañana, después de la oración de la hora tercia, Molay hizo llamar a Castelnou. Jaime entró en la habitación donde estaba el maestre acompañado por un criado, que se retiró en cuanto los dos caballeros se saludaron. Molay estaba de pie, de espaldas a la puerta, mirando a través de una ventana que daba a unos jardines en el interior del convento.
—Siéntate, hermano Jaime —le ordenó el maestre sin siquiera volverse para mirarlo.
Jaime dio dos pasos y se acomodó en una silla colocada ante una mesa sobre la cual había una caja de plata sobredorada con nueve cruces templarias en oro que le resultó familiar.
—¿Qué deseas, hermano maestre?
—¿Recuerdas esta caja? —le preguntó señalándola.
—Me parece que sí. Si no me falla la memoria, es la misma en la que se guardaba el Santo Grial en Acre. El maestre Guillermo de Beaujeu me encargó personalmente que la custodiara con el resto del tesoro hasta ponerlos a salvo en Chipre y se hiciera cargo de ella un nuevo maestre.
—Así es. ¿Llegaste a ver el Grial?
—No. No abrí la caja, nadie me autorizó a hacerlo.
—¿Entonces, no viste el cáliz?
—No, sólo la caja.
Molay se acercó a la mesa, se sentó en la silla que había de su lado y abrió con cuidado la caja de plata. De su interior extrajo un lujoso paño que contenía un objeto y lo fue extendiendo lentamente sobre la mesa. Sobre el paño quedó al descubierto un sencillo vaso de piedra semipreciosa, de color rojizo con vetas oscuras. Molay se arrodilló y se santiguó; Jaime hizo lo mismo. El maestre inició el rezo de un padrenuestro que Castelnou continuó con devoción. Al acabar la oración, ambos volvieron a santiguarse y se sentaron cada uno en su silla.
—He aquí el Santo Grial. Este es el vaso en el que Cristo consagró el vino en su sangre en la primera celebración eucarística.
Jaime contempló la sagrada reliquia; los rayos de luz que penetraban por la ventana provocaban en la brillante y bruñida piedra del cáliz irisaciones tornasoladas.
—¿Qué tipo de piedra es? —preguntó Castelnou.
—La llaman ónice. Es una piedra semipreciosa que presenta diversas variedades; sólo se encuentra en canteras de Oriente; los romanos la apreciaban mucho, y llegaron a fabricar con ella camafeos y piezas muy delicadas. Fíjate en su brillo y su finura. —Molay cogió el cáliz y lo acercó a Castelnou—. Tómalo.
—¿Puedo tocarlo, no es un sacrilegio?
—Por supuesto que no. Los templarios hemos sido los guardianes del cáliz durante dos siglos. Sólo unos pocos conocemos su historia. Tú eres uno de los elegidos. Escucha.
—¿Yo?, no tengo ningún mérito para ello.
—Lo tienes; primero escucha esta historia, y después sabrás por qué se te encargó la sagrada misión de ponerlo a salvo con el tesoro de la Orden antes de la caída de Acre. Ahora bien, tal vez no te guste cuanto vas a oír, pero es tiempo de que sepas la verdad.
«Nuestra Orden se fundó pocos años después de la conquista de Jerusalén en la primera gran cruzada. El rey Balduino, el segundo de ese nombre en la Ciudad Santa, concedió a nuestro fundador, el maestre Hugo de Payns, el solar del templo de Salomón, para que allí tuviera el Temple su primera casa. El edificio que le cedió había sido una mezquita llamada de al-Aqsa, de gran veneración para los musulmanes. Hubo que consagrar la mezquita como iglesia, construir habitaciones para los nueve primeros caballeros templarios y habilitar unas bodegas para establos. Fue en el curso de esas obras donde apareció esta copa de piedra: el Santo Grial.
—No quisiera dudar, nunca lo he hecho, pero ¿cómo podemos saber que este cáliz es en verdad el de la Ultima Cena? —preguntó Castelnou.
—Uno de los nuestros, un caballero templario de la nación alemana llamado Wolfram von Eschenbach, escribió un largo poema al que tituló
Parsifa
, el nombre de uno de los caballeros de la mesa redonda del rey Arturo de Bretaña. Von Eschenbach creó una trama en la que el Grial era una esmeralda que se desprendió de la diadema de Lucifer, el ángel de la luz, cuando éste se convirtió en el demonio al rebelarse contra Dios en el principio de los tiempos. En ese poema también se dice que la historia la tomó su autor de un cristiano de la ciudad hispana de Toledo, de nombre Kyot, quien a su vez se la había oído contar a un pagano llamado Flegetanis, hijo de un musulmán y una judía.
»El cáliz sagrado se había perdido, y el rey Arturo, el más noble y famoso de los caballeros, creó una orden de caballería, la Mesa Redonda, para buscarlo. Los mejores caballeros del reino de Bretaña, Lanzarote del Lago, Galahad, Ajax y Parsifal, salieron en su busca. Pero para poder encontrarlo era necesario tener limpio el corazón, y no todos los caballeros estaban libres de pecado. El más valeroso y fuerte de todos ellos, Lanzarote, había cometido adulterio con la reina Ginebra, la esposa del rey Arturo, y por ello no era puro ni cumplía las condiciones para ser el recuperador del Grial; algunos otros caballeros eran orgullosos y altivos, y también fracasaron en la búsqueda. Sólo Galahad era limpio y sin tacha, y por ello era el destinado a recuperar el Grial. Galahad es el soldado que vive en la espiritualidad, la verdadera imagen de Cristo, el único caballero que cumple los requisitos para ser redentor en un mundo en el que reina la vanidad y el pecado.
—¿Pero si apareció el Grial en Jerusalén, cómo es posible que estuviera antes en Bretaña? —preguntó Castelnou.
—Robert de Boron escribió un relato en el que cuenta que José de Arimatea recibió el cáliz de la Ultima Cena, el primero en el que se consagró el vino en la sangre de Cristo. José era un rico mercader que recogió el cuerpo de Jesús de la Cruz y lo llevó a un sepulcro que había ordenado construir a sus expensas en Jerusalén. Según Boron, José tomó en el cáliz unas gotas de la sangre de Jesús cuando éste estaba todavía en la cruz y las guardó en el Grial. Desde entonces el cáliz se habría custodiado entre los descendientes de José de Arimatea, pero no en Francia. El Grial se ocultó en Jerusalén, cerca de la tumba de Cristo, y allí tenía que permanecer hasta que la Ciudad Santa fuera liberada del yugo sarraceno.
—No entiendo…
—No es fácil. El Grial encierra conocimientos que están al alcance de muy pocos, de los más limpios de corazón, los puros, los perfectos… Tu abuelo era uno de ellos, un hereje.
»La Iglesia así los considera, pero ellos decían ser puros. Tu padre no supo nada del suyo hasta que, poco antes de la cruzada del rey Jaime de Aragón, el conde de Ampurias se lo contó. Su corazón se convulsionó al saber que su padre había sido un hereje y se embarcó rumbo a Jerusalén para tratar de borrar el pecado de su progenitor combatiendo en Tierra Santa contra los infieles. Por eso abandonó a tu madre cuando estaba embarazada y tú todavía no habías nacido. El resto ya lo conoces: una tempestad desbarató la flota del rey de Aragón, algunas galeras se fueron al fondo y una de ellas fue la de tu padre.
»La Orden decidió que el hijo de Raimundo de Castelnou debería profesar en el Temple, y el conde de Ampurias se mostró de acuerdo con ello. Por eso se te educó desde niño en la disciplina y en los valores de los templarios. Afortunadamente, los hermanos que decidieron tu futuro no se equivocaron: tu expediente es el más limpio de todos los que componemos la Orden.
—¿Pero qué tiene que ver todo esto con el Grial, con esta copa?
Jaime de Castelnou cogió el cáliz, hasta entonces había permanecido entre las manos de Molay, y sintió la extraordinaria finura de su tacto, a la vez que una especie de convulsión le recorrió la espina dorsal provocándole un profundo escalofrío.
—En realidad, nuestro hermano Von Eschenbach no escribió un poema sobre el pasado del Grial, sino sobre su futuro. Y tú eres el encargado de que se conserve alejado de manos indeseables. Si le ocurriera algo a nuestra Orden, debes poner a salvo el Grial, y para ello deberás ir a las montañas del norte de Hispania, buscar el lugar que indica Von Eschenbach en su poema y depositarlo allí. Jamás debe caer en poder del rey de Francia.
»Aquí tienes una copia del poema de Von Eschenbach —Molay sacó un códice de un cajón de la mesa—; léelo atentamente y busca en él el lugar donde ha de ser guardado el Grial.
—¿Pero cómo lo encontraré?; ¿cómo sabré cuál es ese lugar?
—Te será fácil; sólo sigue las pistas del poema.
—¿En verdad está nuestra Orden en peligro?
—Felipe el Hermoso es un soberano al que ciegan la codicia por el dinero y la ambición por el poder, y cree que si la riqueza del Temple pasa a sus manos se convertirá en el soberano más poderoso de toda la cristiandad. Ya domina la Santa Sede, pues ha logrado que sea nombrado papa un hombre de su confianza, y sabemos por nuestros hermanos en todo el reino de Francia que en las últimas semanas el rey ha ordenado que se incremente la campaña contra nosotros difundiendo todo tipo de calumnias y falsedades. Los agentes del monarca, sobre todo esa rata de Nogaret, son extraordinariamente eficaces en la práctica de la difamación. Hasta ahora se contentaban con acusarnos de ser orgullosos, de acumular riquezas y de no obedecer a nadie, pero las cosas han ido mucho más lejos y también se nos tilda de herejes y blasfemos.
—Esas acusaciones pueden acarrear…
—La condena a muerte, hermano Jaime.
—No pueden hacer eso.
—Claro que pueden. Ayer mismo el tesorero de la casa de París me puso al corriente de las deudas que ha contraído el rey de Francia con nosotros; gracias a nuestros préstamos ha sufragado sus guerras, ha construido sus palacios y ha pagado la dote por el matrimonio de su hermana Margarita con el rey Eduardo de Inglaterra y por el de su hija Isabel con el príncipe de Gales. Su débito a nuestra Orden es de tal magnitud que jamás podrá pagarlo. Todas las rentas de la corona de Francia, y lo sabemos bien porque el tesoro del reino se guarda aquí, no podrían hacer frente a la deuda ni en cincuenta años.
—Pero ir contra el Temple es ir contra Cristo, somos sus soldados —alegó Castelnou.
—El papa también es su vicario en la tierra y Felipe no dudó en acusar a Bonifacio de todo tipo de crímenes y pecados. Nogaret es su brazo ejecutor.
—¿Qué podemos hacer?
—Te he hecho llamar para que investigues a los templarios de París.