El caballero del templo (45 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del templo
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Sin aquel libro jamás podría encontrar el lugar al que tenía que llevar el Santo Grial. Sólo recordaba que era un sitio perdido en las montañas del norte de Hispania, pero aquella pista era demasiado escueta. Las montañas del norte de Hispania podían ser los Pirineos, que se extendían desde el mar Mediterráneo hasta el mar de los cántabros, Pero también las montañas de la tierra de los vascos, en el reino de Castilla, o incluso las de Cantabria y Asturias, las de Galicia, en el fin del mundo; demasiadas millas y demasiados lugares como para poder ser recorridos en toda una vida.

No tenía otro remedio que conseguir un ejemplar del libro de Von Eschenbach, y procuró imaginar algún lugar cercano donde pudiera encontrar uno.

«¡Mas Deu!, claro, la encomienda de Mas Deu. Seguro que allí tenían uno», pensó.

Mas Deu era la casa templaria donde Jaime se había educado como templario, y decidió ir hasta allí en su busca. Pidió permiso al barón de Moncada con la excusa de que quería ver el convento donde se había educado y partió hacia el norte. Mas Deu estaba a dos jornadas de marcha desde Castelnou, y cuando llegó se encontró que las dependencias de la encomienda habían sido intervenidas por soldados del rey de Aragón.

Jaime se identificó y solicitó al capitán que mandaba el pequeño destacamento que le dejara ver la biblioteca del convento. Al principio el oficial puso algún reparo, pero cuando Jaime le dijo que había estado en el ejército real que había ocupado el castillo de Monzón, le dejó revisar los estantes de la biblioteca de Mas Deu.

En las estanterías de madera de una salita anexa a la sala capitular sólo había dos docenas de libros; la mayoría eran misales, libros de horas y de liturgia, pero en una pequeña alacena se guardaba media docena de códices que Jaime revisó con cuidado. Uno era una copia de la regla del Temple, que incluía los artículos aprobados en la última reforma de la Orden, otro el
Elogio de la milicia templari
, el libro que escribiera san Bernardo de Claraval y que tanto influyera en su época para el reconocimiento del Temple como la gran Orden de la cristiandad, y por fin, el tercero de los ejemplares de la alacena era el
Parsifa
, de Wolfram von Eschenbach.

Castelnou lo hojeó con cuidado y observó que el códice estaba completo.

El capitán lo observaba entre curioso y extrañado ante el interés de aquel caballero por los libros.

—No hay ningún libro satánico —dijo Jaime a la vez que cerraba el
Parsifal
.

—¡Libros satánicos! —exclamó el oficial.

—Sí. Como ya sabréis, una de las acusaciones contra los templarios es que practicaban ritos de exaltación del demonio. Estoy buscando en sus bibliotecas por si encontrara alguno, pero ya veo que en ésta no hay ninguno.

Jaime sacó su puñal, empujó con él uno de los libros y lo dejó de manera descuidada pero a propósito encima de la estantería mientras abría otro.

—Siento que hayáis perdido el tiempo.

—No importa, tenía que hacerlo. Bueno, regreso a Castelnou.

Jaime dio media vuelta y seguido por el capitán salió de la salita donde estaba la pequeña biblioteca. Tras alejarse unos pasos se echó mano a la vaina del puñal.

—¡Vaya!, seré idiota. He olvidado mi puñal ahí dentro. Esperad, ahora vuelvo.

Sin darle tiempo a pensar al capitán, Jaime regresó a la biblioteca a paso ligero, cogió el
Parsifa
. y lo guardó entre su ropa justo en el momento en el que asomaba el oficial por la puerta.

—¿Lo habéis encontrado?

—Sí, aquí está —dijo Jaime enseñando el puñal que acababa de recoger de la estantería.

—Espero que tengáis suerte la próxima vez.

—Tal vez.

Jaime cogió a su caballo por las riendas y se marchó caminando; el libro le impedía doblar bien la cintura, por lo que desistió de subir a su montura hasta que no se hubo alejado de la encomienda para que no descubrieran que había robado uno de los códices.

* * *

De regreso a Castelnou, Jaime abrió el libro de Von Eschenbach y comenzó a leer.

El caballero Parsifal, o Perceval, era uno de los doce que constituyeron la alianza llamada la Mesa Redonda, que presidida por el rey Arturo de Bretaña tenía como principal misión la búsqueda del Santo Grial, el cáliz en el que Jesucristo había consagrado su sangre en la Ultima Cena, y el mismo en el que José de Arimatea había recogido las últimas gotas de sangre que brotaron del costado de Cristo cuando el soldado romano Longinos lo atravesó con su lanza. Parsifal, originario del País de Gales y lleno de espiritualidad, no era sin embargo el caballero más apropiado para encontrar el Grial; el elegido era Galahad, el de corazón más puro y limpio de todos ellos.

Las páginas del libro contaban la historia del rey Arturo, y de su fabuloso reino de Camelot, en la isla de Avalón, donde vivió una hermosa historia de amor con su esposa la reina Ginebra hasta que el más poderoso de los caballeros, Lanzarote del Lago, cometió adulterio con la reina y el hasta entonces brillante y luminoso Camelot entró en una época de luchas y de guerras que provocaron la muerte de Arturo y el fin de su reino.

Los caballeros de la Mesa Redonda, juramentados para encontrar el Grial, partieron en todas las direcciones para procurar su localización, pues sólo con el Grial recuperaría Camelot los buenos tiempos. Jaime de Castelnou leía y releía una y otra vez cada uno de los párrafos pero no encontraba ninguna pista para identificar el lugar donde debía depositar el Santo Cáliz. Dentro de su cabeza repetía una y otra vez las palabras que le había dicho el maestre Molay: «Te será fácil; sólo sigue las pistas del poema».

Pero, ¿y si el libro que tenía en sus manos no era exactamente el mismo que le había entregado el maestre? Jaime sabía que algunos copistas modificaban el texto del libro que estaban copiando, que suprimían algunos párrafos, que incluían otros nuevos o que cambiaban a propósito nombres de ciudades y de personas. Si el copista que había transcrito el libro que tenía en las manos había hecho algo así, las pistas contenidas en el original serían muy distintas, y jamás podría encontrar el lugar destinado para depositar el Grial.

Doce caballeros, un cáliz sagrado, una mesa y un mago llamado Merlín; el único paralelo que encontraba en ese texto era la reunión de los doce apóstoles con Jesús para celebrar la primera eucaristía cristiana en la Última Cena, pero nada más.

Siguió leyendo. Todos los caballeros salieron en busca del Grial, pero sólo Galahad, el más puro e inocente, fue a parar a un castillo llamado Monsalvat, es decir, la montaña del Salvador. Según el texto que tenía delante, el castillo del Grial estaba en el centro de una región llamada «el país del Templo», construido en una montaña pedregosa y casi inaccesible, junto a una cueva bajo un gran peñasco. El castillo había sido edificado por una dinastía de reyes y en él había una cofradía de monjes que lo custodiaban. El castillo estaba ubicado en las montañas del norte de la antigua Hispania romana y lo poseía un rey llamado Anfortas, a quien se conocía como el rey Pescador.

Demasiado poco. Las montañas del norte de Hispania se extendían desde el mar Mediterráneo hasta el fin del mundo, en Compostela, donde acababa el camino de los peregrinos a la tumba del apóstol Santiago. A lo largo de ese camino había centenares, tal vez miles de castillos en los que depositar el Grial. Lo único que decía el libro era que estaba construido en un lugar inaccesible junto a una gran cueva.

Si lo que había dejado escrito Von Eschenbach era una pista para localizar un castillo en el que esconder el Grial, su búsqueda era bien difícil. Una cueva, una roca, un lugar de complicado acceso, la montaña del Salvador…, tenía que preguntar a los peregrinos, a todos cuantos hubieran hecho el camino a Santiago, y tratar de averiguar si había algún lugar como el que describía el poeta templario.

Durante varias semanas, tratando de mostrar cierta indiferencia, procuró preguntar a todos cuantos viajeros cruzaron por Castelnou, y cada uno le daba una ubicación diferente. Para algunos el lugar no tenía dudas, era la cueva de Covadonga, en las montañas del reino de León, donde comenzara la lucha de los cristianos contra los musulmanes, para otros era un castillo en el camino de Roncesvalles, en el reino de Navarra, para otros un castillo cerca de Pamplona, pero nadie adujo argumentos convincentes.

Un día llegó a Castelnou un personaje que dijo ser mercader de la ciudad de Dijon y que regresaba de Compostela, hasta donde había peregrinado para dar las gracias al apóstol por haberle librado de una enfermedad que los cirujanos le habían pronosticado como mortal. El borgoñón preguntó por un caballero llamado Jaime de Ampurias, pero le dijeron que allí no había nadie con ese nombre; entonces preguntó por Jaime de Castelnou. Cuando los hombres estuvieron frente a frente ambos supieron, con sólo mirarse, que tenían mucho en común.

—¿Vos sois Jaime de Castelnou? —le preguntó el mercader.

—En efecto.

—Entonces escuchad atentamente: el lugar que buscáis se encuentra en el norte del reino de Aragón, en las montañas de Jaca.

—¿Cómo sabéis…?

—Lo sé. Y os aseguro que es el mejor lugar que alguien como vos buscaría para custodiar algo valioso.

—No, os equivocáis…

—Id a la ciudad de Jaca y preguntad por el prior de la antigua catedral, allí encontraréis lo que buscáis.

—Esperad, ¿quién sois?

—Ya os lo he dicho, un humilde mercader de Borgoña que regresa a casa tras haber cumplido sus votos de peregrino.

El encuentro con el mercader dejó a Jaime lleno de inquietud.

Capítulo
XVI

S
u espíritu de templario seguía firme, pero las noticias que llegaron a Castelnou fueron terribles. A fines del año del Señor de 1309 el papa Clemente V, que había instalado definitivamente la sede papal en Aviñón, decretó que todos los reyes de la cristiandad deberían apresar a todos los templarios en todos los lugares donde se encontraran. El propio maestre Molay, agotado por los interrogatorios, las torturas y los años de cárcel, acabó por declararse incapaz de defender la Orden. En ese mismo tiempo varias decenas más de caballeros templarios fueron torturados y quemados en París.

Estaba claro que la Orden del Temple había sido condenada y que ningún poder en la tierra podría salvarla de su exterminio. Los templarios de los reinos cristianos comenzaron a desertar, a renegar de su Orden o a pedir el ingreso en la del Hospital, su tradicional enemiga.

Jaime dudaba entre descubrirse como templario y afrontar el destino como el resto de sus hermanos o mantenerse oculto bajo aquel disfraz de caballero del conde. Sabía que si se auto delataba le podría esperar la prisión, la tortura e incluso la muerte, salvo que renunciara al Temple e ingresara en el Hospital. Pero si así lo hacía, el Grial, del que era el custodio, podría caer en cualquier mano desaprensiva, y él, como caballero cristiano, no podía consentirlo. También podía llevar el Cáliz a Monsalvat, a las montañas de Jaca, como había deducido tras releer una y otra vez
Parsifa
, y tras haber recibido la misteriosa visita del mercader de Dijon, dejarlo allí y después entregarse a las autoridades para correr la misma suerte que sus hermanos templarios.

El invierno se echó encima sin aviso. Una tempestad de nieve cubrió los caminos e hizo imposible durante dos meses el tránsito por aquellos parajes. Jaime aprovechó las largas veladas invernales para releer el manuscrito del
Parsifa
. hasta convencerse de que realmente Monsalvat estaba en las montañas de Aragón.

Una mañana de principios de primavera, cuando los hielos y las nieves ya se habían retirado de los caminos, Jaime de Castelnou pidió permiso a su señor, el barón de Moncada, para ir en peregrinación a Santiago de Compostela.

—¿Estáis seguro, don Jaime, de que ése es vuestro deseo? —le preguntó Guillem de Moncada.

—Sí, necesito encontrar algunas respuestas.

—¿A qué preguntas?

—Permitid que me reserve esa cuestión.

—Por supuesto. En fin, siento perder por algún tiempo a mi mejor caballero, pero no puedo negarme a vuestra solicitud. ¿Cuándo pensáis iniciar vuestra peregrinación?

—La semana próxima.

—De acuerdo. Comunicaré vuestra partida al conde. Id con Dios, don Jaime.

—Quedad con él, don Guillem.

* * *

Jaime de Castelnou había mentido. Por supuesto, no tenía la menor intención de ir en peregrinación a Compostela; todo su empeño estaba volcado en localizar el país del Templo en las montañas aragonesas, y comprobar cuál era el lugar preciso para depositar allí el Santo Grial. Para ello tenía que dirigirse a la ciudad de Jaca y buscar al prior de la catedral.

La noche antes de partir extrajo el Grial de su escondite, lo acarició con mimo, se santiguó, rezó un padrenuestro, lo besó y lo protegió con cuidado para que no sufriera ningún daño en el viaje.

Con las primeras luces del alba, Jaime de Castelnou dejó el castillo que regentara su padre y marchó sobre su caballo hacia occidente. Su edad rondaba ya los cuarenta años, pero salvo algunas canas que manchaban de un gris desvaído sus sienes, su aspecto seguía siendo formidable. Alzado sobre su caballo, con la espalda recta, el mentón ligeramente elevado, pero no de forma exagerada, cabalgaba tal cual le habían enseñado a hacerlo en el Temple, con la altivez digna de los mejores caballeros de Cristo pero sin mostrar un perfil avasallador.

Para ir hasta Jaca, donde el prior le daría cuenta de la ubicación de Monsalvat, decidió seguir el camino de los peregrinos que iban a Compostela desde la ciudad de Gerona, de modo que optó por dirigirse hacia Ripoll, desde allí atravesar el condado de Urgel y entrar en el reino de Aragón por la villa de Bonansa, de donde le habían dicho que arrancaba un camino que bordeaba los Pirineos por el sur y que atravesaba varios valles hasta alcanzar la ciudad de Jaca.

El tiempo era lluvioso, de modo que se pertrechó con una capa encerada, un amplio sombrero de ala muy ancha, al estilo del que solían llevar los templarios en sus largas cabalgadas, y avanzó en solitario.

Durante los primeros días no tuvo ningún contratiempo. La lluvia, fina pero incesante, no era tan copiosa como para interrumpir su marcha, de modo que consiguió hacer en un solo día etapas que los peregrinos tardaban habitualmente dos jornadas en culminar. Acostumbrado a las marchas agotadoras en el desierto de Siria y del Sinaí, a coronar los altos y fríos puertos de los montes de Armenia o a cabalgar horas y horas sobre su montura en formación junto a sus hermanos templarios bajo un sol inclemente, el camino hacia Santiago le parecía poco menos que un paseo de recreo por el bosque de Castelnou un domingo de primavera por la mañana.

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