El caballero del templo (47 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del templo
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El templario descendió de su caballo y se acercó hasta la entrada del templo. Un par de sayones armados con varas le dijeron que esa noche sólo podían dormir allí peregrinos, y que los caballos no podían entrar en la iglesia.

—No es mi intención pasar la noche en la casa del Señor, y mucho menos hacerlo con mi caballo, sólo deseo hablar con el prior de esta catedral.

—Ya no es catedral, señor —dijo uno de los sayones—; hace tiempo que el obispo de Jaca mudó la sede episcopal a Huesca, cuando aquella ciudad se ganó a la morisma. Ahora la gobierna un prior. Su nombre es Arnal de Lizana y vive en esa casa de piedra.

—Con su criada —añadió con una picara sonrisa el otro sayón.

Jaime se dirigió a la casa y llamó a la puerta. El prior de la antigua catedral era un hombre enjuto, de baja estatura y de unos cincuenta años de edad. El templario se quedó con la boca abierta al reconocer en el prior al mercader de Dijon que había preguntado por él en Castelnou.

—Pasad, hace tiempo que os esperaba —dijo el prior, abriendo la puerta de par en par.

—¿Vos, sois vos, el mercader…? —preguntó Jaime sorprendido.

—El mismo; os esperaba, pasad.

—¿Mi caballo…?

—Perdonad, traedlo, la cuadra está al fondo del zaguán.

El templario entró en la casa prioral tirando de las riendas y anduvo unos pasos hasta el fondo del pequeño patio; el prior abrió la puerta de la cuadra y el animal entró él solo.

—Necesita comer algo —dijo Castelnou mientras acariciaba el anca del caballo.

—Hay paja en el pesebre; aquí podrá descansar vuestra montura. Y vos, seguidme. El prior condujo a Jaime hasta una estancia iluminada por dos candiles de aceite y la lumbre de una chimenea en la que en un puchero de hierro se cocinaban unas verduras y un pedazo de carnero.

—Explicadme… —dijo Castelnou todavía sorprendido.

—Es muy simple. Hace cuatro años, dos caballeros templarios vinieron a verme; yo era un freire capellán de la encomienda del Temple de Huesca. Se identificaron como portadores de un mensaje secreto de nuestro maestre y buscaban un lugar dedicado a Nuestro Salvador, un lugar en una montaña de complicado acceso, junto a una cueva profunda en las soledades de estas sierras fragosas. Dijeron que en ese lugar había un castillo al que uno de nuestros hermanos había denominado con el nombre de Monsalvat en un libro que escribió sobre el Santo Grial. Yo les indiqué que el lugar a que se referían no era un castillo, sino un monasterio dedicado a San Juan, el monasterio de San Juan de la Peña.

»Ellos se miraron y sonrieron: "El castillo sólo lo pueden contemplar los elegidos por Dios, tal vez no lo vean todos los ojos, pero está allí, sobre la peña de la cueva". Yo me quedé sobrecogido, pero los caballeros me tranquilizaron: "Dentro de algún tiempo, si nuestra Orden está en peligro, un caballero templario vendrá preguntando por ese castillo, dirá que busca el castillo de Monsalvat, y traerá con él un objeto muy preciado que deberá ser depositado en la cueva para ser custodiado allí. El Temple te ha designado para que seas el encargado de informarle sobre dónde debe depositar el Grial. El obispo de Huesca te designará como prior de la antigua catedral de Jaca, allá deberás esperar a que te busque el templario que vendrá demandando la ubicación de Monsalvat". Dijeron que su nombre era Jaime, Jaime de Castelnou.

»Les pregunté que por qué había sido yo el elegido para esa misión y me respondieron que un templario debe limitarse a obedecer.

»Cuando fue encarcelado el maestre Molay me inquieté, y esperé algún tiempo aquí en Jaca a que se presentara el caballero templario, pero nadie lo hizo. Intenté contactar con alguno de los hermanos templarios, pero todos estaban detenidos y nadie vino hasta mí para darme ninguna instrucción. Imaginé entonces que los hermanos que se presentaron en Huesca habían muerto o estaban presos en Francia, y que el tal Jaime de Castelnou habría corrido la misma suerte. Pero hace unos meses un peregrino me preguntó por el castillo de Monsalvat; en principio creí que él sería el hermano que tenía que contactar conmigo, pero cuando le demandé que por qué buscaba Monsalvat me dijo que un caballero le había preguntado por él en la aldea de Castelnou, en el condado de Ampurias, y tenía cierta curiosidad. Lo demás fue fácil. Me convertí por unos días en un mercader borgoñón y me fui en vuestra búsqueda. Lo demás ya lo sabéis.

—Ningún hermano me dijo que debía preguntar por el prior de Jaca.

—Debieron de detenerlos antes de que pudieran hacerlo. Ellos sabían que tú, hermano Jaime, eras el custodio de ese preciado objeto.

Al fin, el prior se dirigió a Jaime como lo hacían entre sí los templarios.

—¿Te dijeron de qué objeto se trataba?

—No, pero no hacía falta. Hace siglos que lo esperamos.

—¿Qué es lo que esperáis, quién lo espera? —preguntó Jaime cada vez más sorprendido.

—El Santo Grial, y los caballeros de San Juan.

—¿Los hospitalarios?

—Claro que no, los templarios jamás habríamos confiado el objeto más preciado de la cristiandad a nuestros máximos rivales. Los caballeros de San Juan son los monjes del monasterio de la Peña.

»Sólo un templario puede entender lo que significa ese cáliz. ¿Lo llevas contigo?

—¿Cómo sé que cuanto me estás contando es cierto? —demandó Castelnou.

—Porque tu corazón te dice que no miento.

Jaime miró los ojos de aquel hombre; su mirada parecía sincera y limpia.

—¿Dónde está ese monasterio?

—Muy cerca, a una jornada de camino. Pasarás la noche en mi casa y mañana podrás seguir tu ruta. En San Juan te esperan, como te he esperado yo.

»Pero entretanto…, ¿puedo pedirte un deseo?

—Si puedo concedértelo…

—¿Podría ver el Grial?

Castelnou abrió la bolsa de cuero en la que guardaba su ligero equipaje y sacó el paño que contenía el Grial; lo desplegó lentamente y cogió el sagrado cáliz. Se santiguó y dijo:

—Este es, hermano prior.

El prior de la catedral de Jaca cayó de rodillas ante la vista de la copa rojiza, cuya superficie bruñida reflejaba, cual si de gemas de ámbar engastadas se tratara, las llamas doradas de la chimenea.

Como si hubiera sido inducido por una sacudida mística, Arnal de Lizana, puesto de rodillas, se santiguó con énfasis y rezó devotamente un padrenuestro. Luego besó el Grial y se persignó de nuevo.

—¡La sangre de Cristo! ¡Este cáliz contuvo la sangre de Cristo! Y ésta es al fin la tierra del sagrado vaso, la tierra de la sangre de Cristo —dijo el prior.

Durante la cena, los dos templarios hablaron sobre lo ocurrido a la Orden en la que profesaban. Jaime de Castelnou puso a Arnal de Lizana al corriente de cuanto había sucedido desde que el rey Felipe de Francia pusiera en marcha la campaña de difamación contra los templarios, la persecución contra ellos y la captura de todos los hermanos de todas las encomiendas francesas.

Mediada la primavera del año 1310, la situación le la Orden continuaba siendo muy confusa. Desde luego, la inmensa mayoría de los templarios franceses seguían presos del rey, aunque tras varios meses de confusión y de perplejidad eran ya muchos los hermanos que habían reaccionado al trauma de la detención y al de la catarata de acusaciones para retractarse de sus primeras declaraciones y proclamarse inocentes de cuantos delitos eran acusados. En mayo de ese año eran ya más de quinientos los que habían manifestado ante los tribunales que los juzgaban que cuanto se había dicho de ellos y de sus prácticas era falso y que siempre se habían comportado como buenos cristianos y fieles servidores de la Iglesia y de sus mandamientos.

La cantidad de retractaciones había causado un tremendo malestar en el rey de Francia, que al ver peligrar su plan demandó a sus agentes que aplicaran las sanciones más duras a los que se echaran atrás de su auto inculpación. Y así ocurrió; el arzobispo de Sens, un lacayo al servicio de Felipe el Hermoso, condenó a la hoguera al medio centenar de templarios que se había retractado en su diócesis.

Toda la cristiandad estaba expectante ante lo que pudiera suceder. La situación era muy delicada. La bonanza de los decenios anteriores se había acabado, el hambre, la carestía, la enfermedad y la muerte parecían haber salido del infierno para establecerse en la tierra entre los seres humanos. Las cosechas no rendían lo que antaño, las rentas no fluían con la abundancia de otros tiempos y las obras de las grandes catedrales levantadas en el sutil arte de la luz, las casas de Dios en la Tierra, estaban interrumpidas a causa de la falta de recursos con los que cubrir los costes de los talleres de artesanos que las estaban construyendo. Parecía como si Dios hubiera apartado su mirada de los ojos de los hombres.

* * *

El prior Lizana desayunó con Castelnou; tras rezar un padrenuestro comieron unas tajadas de tocino frito, unas rebanadas de pan tostado con miel y un vaso de vino especiado con canela.

—Desde Jaca hasta el monasterio de San Juan de la Peña sólo hay una jornada de viaje. Toma el curso del río Aragón y desciende por su ribera siguiendo el camino de Compostela. A ocho millas, a tu izquierda, un estrecho valle secundario conduce hasta el monasterio de Santa Cruz, regentado por las hermanas benitas. Lo identificarás enseguida por la torre de la iglesia del convento, construida en el viejo arte de la piedra. Hasta ahí el camino es llano y fácil. Pero justo en Santa Cruz comienza lo más difícil de la ruta hasta San Juan. Para llegar al monasterio de la cueva santa hay que ascender una difícil senda a través de un bosque denso y en una tierra áspera y fragosa. La senda es muy empinada y está llena de guijarros y de dificultades. Ten cuidado porque tu caballo puede lesionarse una pata con facilidad. El monasterio está en lo más alto de los farallones de rocas rojas, ubicado debajo de una cornisa pétrea que lo protege como un manto de piedra. Está tan oculto por la vegetación y las rocas que no te darás cuenta de que existe hasta que no te topes de bruces con él —le explicó Lizana.

—¿A quién debo dirigirme?

—El abad es don Pedro de Setzera, pero no creo que lo encuentres allí; suele dejarse ver poco por el monasterio, pues pasa más tiempo en Jaca o en Huesca, que en su casa abacial. Además, la situación de ese cenobio no es nada boyante. Hace tiempo fue el más rico del reino de Aragón, y los reyes lo colmaron de privilegios y donaciones, pero, como bien sabes, no corren buenos tiempos. Hace ya algunos años que la situación del monasterio, como la de tantos otros, es muy delicada. Las rentas apenas dan para mantener a la comunidad de monjes y hace ochos años el rey don Jaime tuvo que acudir en ayuda de este cenobio y colocarlo bajo su especial protección para evitar que la comunidad monacal se deshiciera y quedara incluso abandonado.

—Entonces, si las condiciones de San Juan son tan deficientes como me estás diciendo, ¿no será peligroso dejar allí el Santo Grial?

—Todo lo contrario. Ese cáliz se convertirá en un acicate para los monjes. Esa comunidad necesita un estímulo para recuperar la esperanza. Los monjes que allí viven están esperando que el Grial llegue a ellos. Conocen la leyenda, saben que su cenobio es el elegido, y hace tiempo que aguardan la llegada de la más importante reliquia de la cristiandad. Saben que han sido designados para custodiar el Grial y esperan ansiosos el momento de recibirlo.

—¿Cómo me reconocerán?

—No te preocupes por eso. Tiempo antes de que escales hasta lo alto ya sabrán de tu llegada. Te estará aguardando un comité de monjes; todo estará preparado.

Acabado el desayuno, Castelnou aparejó su caballo, lo sacó de la cuadra y, ya en la calle, frente a la puerta de la casa del prior, montó sobre él.

—Te agradezco cuanto has hecho por mí y por el Grial; eres un buen hombre.

—Tan sólo he cumplido con mi compromiso como capellán templario.

—Cuídate, hermano Arnal, y queda con Dios.

—Que El te proteja en tu destino.

Jaime de Castelnou arreó su montura y salió de Jaca por el camino que seguían los peregrinos hacia su destino en el confín del mundo conocido.

Capítulo
XVIII

E
l camino discurría por un amplio valle a cuya derecha se atisbaban las altas cumbres nevadas de los Pirineos y a la izquierda unas sierras escarpadas en las que, en algún lugar escondido entre las selvas y las rocas, se alzaba el monasterio de San Juan. Jaime siguió aguas abajo el curso del río Aragón, que diera nombre al legendario condado origen del reino, y no tuvo que preguntar a ningún campesino para saber que uno de los vallecitos ubicado a la izquierda de la calzada era el que conducía primero a Santa Cruz y desde allí a San Juan.

Al llegar ante la silueta maciza y a la vez paradójicamente grácil de la torre de piedra, se dirigió hacia el palacio abacial de las hermanas benitas. Todavía no era mediodía. El templario echó pie a tierra, acarició el cuello de su caballo y lo llevó hasta la orilla de un arroyo para que bebiera agua fresca. Unos campesinos segaban alfalfa en un prado y varias mujeres lavaban aguas abajo diversas prendas que luego extendían al sol sobre un prado de hierba limpia.

El sol calentaba casi en lo más alto, el cielo estaba espejado, de un azul luminoso y claro, y una brisa suave y fresca traía aromas cargados de olor a tomillos y retamas. Juan sintió entonces una sensación de paz interior como nunca antes había conocido. Y durante unos breves instantes toda su vida pareció discurrir por delante de sus ojos, como si en su cabeza pasaran a la vez todas las imágenes que su vista había presenciado en tantos años y en tantos lugares. Y comprendió que sería capaz de quedarse allí, en aquel valle oculto entre las estribaciones de la sierra de San Juan, el resto de su vida.

Sacó de su bolsa de viaje un pedazo de pan, queso y embutido, se sentó sobre una piedra y comió despacio mientras entre cada bocado aspiraba el aire perfumado.

Cuando acabó de comer se dirigió hacia dos de los campesinos y les preguntó por el camino hacia el monasterio de San Juan. Los dos hombres no recelaron del caballero y le indicaron el inicio de una senda que se abría entre la espesura del bosque, pero le advirtieron que se trataba de un camino pedregoso y empinado, más propio para ser recorrido con una acémila que con una cabalgadura tan galana.

Dentro del bosque el silencio apenas era interrumpido por el canto de los pájaros y un ruido de hojas y ramas que de vez en cuando se sacudían tal vez movidas por algún animal que corría a esconderse ante los pasos del hombre y su caballo. Conforme ascendía hacia lo alto de la cumbre de las rocas bermejas, la senda se iba haciendo más empinada hasta que para dar cada paso era necesario un enorme esfuerzo.

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