Read El caballo y su niño Online
Authors: C.S. Lewis
—Haz lo que te digo o no volveré a hablarte nunca más —silbó Aravis—. Por favor, por favor, hazlo rápido, Las. Es tremendamente importante. Di a tu gente que traigan aquellos dos caballos. Corre todas las cortinas de la litera y vámonos a alguna parte donde nadie me pueda encontrar. Y
apúrate.
—Está bien, querida —dijo Lasaralín con su tono indolente—. Vengan acá. Dos de ustedes lleven los caballos de la Tarkeena. (Esto iba dirigido a los esclavos.) Y hora, a casa. Mira, querida, ¿crees que realmente deseas ir con las cortinas corridas en un día como éste? Quiero decir que...
Pero ya Aravis había corrido las cortinas, encerrando a Lasaralín y a ella misma, en una especie de tienda suntuosa y perfumada, pero un poquito sofocante.
—Nadie debe verme —dijo—. Mi padre no sabe que estoy aquí. He huido.
—¡Querida mía, qué cosa tan emocionante! —dijo Lasaralín—. Me muero por saberlo todo. Querida, te estás sentando en mi vestido. ¿Te importa? Así está mejor. Es un vestido nuevo. ¿Te gusta? Lo compré en...
—Oh, Las, estoy hablando en serio —interrumpió Aravis—. ¿Dónde está mi padre?
—¿No lo sabías? —preguntó Lasaralín—. Está aquí, por supuesto. Llegó a la ciudad ayer y te está buscando por todas partes. ¡Y pensar que estamos aquí las dos juntas y él no sabe nada! Es lo más divertido que he visto.
Y estalló en risitas tontas. Siempre reía con aquellas risitas tontas, y Aravis ahora lo recordaba.
—No tiene nada de divertido —dijo—. Es terriblemente serio. ¿Dónde puedes ocultarme?
—Eso no es nada de difícil, mi querida niña —dijo Lasaralín—. Te llevaré a casa. Mi marido no está y nadie te verá. ¡Puf! No tiene ninguna gracia ir con las cortinas abajo. Me gusta ver a la gente. No vale la pena tener un vestido nuevo si tengo que andar encerrada así.
—Espero que nadie te haya escuchado cuando me gritaste tan fuerte —murmuró Aravis.
—No, no, claro que no, querida —repuso Lasaralín, distraídamente—. Pero todavía ni siquiera me has dicho qué piensas de mi vestido.
—Otra cosa —prosiguió Aravis—. Debes decir a tu gente que traten con gran respeto a esos caballos. Esa es parte del secreto. Son realmente caballos que hablan de Narnia.
—¡Imagínate! —exclamó Lasaralín—. ¡Qué emocionante! Y, querida, ¿has visto a la reina bárbara de Narnia? Está visitando Tashbaan en este momento. Dicen que el Príncipe Rabadash está locamente enamorado de ella. Ha habido fiestas maravillosas y cacerías y cosas estos últimos quince días. Yo personalmente no la encuentro tan bonita. Pero algunos de los
hombres
narnianos son encantadores. Me llevaron a una fiesta en el río anteayer, y yo me había puesto mi vestido...
—¿Cómo vamos a evitar que tu gente le diga a alguien que tienes una visita, vestida como un mocoso limosnero, en tu casa? Podría llegar fácilmente a oídos de mi padre.
—No te preocupes por bagatelas, sé buena —contestó Lasaralín—. Te daré vestidos adecuados de inmediato. ¡Y ya llegamos!
Los portadores se habían detenido e iban bajando la litera. Cuando levantaron las cortinas, Aravis pudo ver que se hallaba en un patio-jardín, muy parecido a aquel adonde habían llevado a Shasta minutos antes en otra parte de la ciudad. Lasaralín quería entrar de inmediato a la casa, pero Aravis, en un susurro frenético, le recordó que dijera algo a los esclavos acerca de no contar nada sobre la extraña visitante de su ama.
—Perdona, querida, se me había borrado de la mente —dijo Lasaralín—. Vengan acá, todos ustedes. Y tú también, portero. No deben dejar salir a nadie de la casa hoy día. Y al que yo descubra diciendo algo sobre esta joven señora, haré que primero lo muelan a palos y luego lo quemen vivo, y después lo tengan a pan y agua durante seis semanas. Eso es todo.
A pesar de que Lasaralín había dicho que se moría por oír la historia de Aravis, no mostró en realidad ningún interés en oírla. A decir verdad, le gustaba más hablar que escuchar. Insistió en que Aravis tomara un largo y deleitoso baño (los baños de Calormen son famosos) y que después se vistiera con los atavíos más elegantes antes de explicarle nada. El alboroto que armó para escoger los vestidos casi volvió loca a Aravis. Se acordó de que Lasaralín siempre había sido así, interesada en vestidos y fiestas y chismorreos. Aravis siempre había sido más aficionada a los arcos y flechas y caballos y perros y a la natación. Te podrás imaginar que cada una pensaba que la otra era tonta. Pero cuando finalmente estuvieron ambas sentadas frente a la comida (que consistía principalmente en crema batida y jalea y frutas y helados) en una hermosa habitación adornada con columnas (que a Aravis le hubiese gustado más si el consentido mono regalón de Lasaralín no se dedicara a subirse por ellas todo el tiempo), Lasaralín por fin le preguntó por qué estaba huyendo de su hogar.
Cuando Aravis terminó de contar su historia, Lasaralín dijo:
—Pero, querida, ¿por qué
no
te casas con Ahoshta Tarkaan? Todos están locos por él. Mi marido dice que comienza a ser uno de los hombres más importantes de Calormen. Lo acaban de nombrar Gran Visir ahora que el anciano Axartha ha muerto. ¿No lo sabías?
—Me da lo mismo. No puedo soportarlo ni de vista —dijo Aravis.
—¡Pero, querida, piensa un poco! Tres palacios, y uno de ellos ese tan bello allá en el lago de Ilkeen. Collares de perlas, indudablemente, según me lo han dicho. Baños con leche de burra. Y podrías verme a
mí
tan seguido.
—Por lo que a mí respecta, puede guardarse sus perlas y sus palacios —dijo Aravis.
—Siempre
fuiste
una niña excéntrica, Aravis —dijo Lasaralín—. ¿Qué más puedes desear?
Sin embargo, al final Aravis logró hacer que su amiga le creyera que hablaba seriamente y hasta consiguió discutir planes con ella. No tendrían dificultades ahora para sacar los dos caballos por la puerta norte y luego, a las Tumbas. Nadie detendría ni haría preguntas a un mozo vestido elegantemente, conduciendo a un caballo de guerra y a un caballo de silla de dama hasta el río, y Lasaralín tenía montones de mozos a quienes enviar. No fue tan fácil decidir qué hacer con la propia Aravis; ella sugirió que podrían llevarla en la litera con las cortinas bajadas. Pero Lasaralín le dijo que las literas se usaban sólo en la ciudad y que si alguien veía una saliendo por las puertas, seguramente comenzaría a hacer preguntas.
Cuando habían conversado largo rato, y fue tan largo por lo difícil que era para Aravis mantener a Lasaralín sin salirse del tema, de pronto Lasaralín golpeó sus manos exclamando:
—Ah, tengo una idea. Hay una manera de salir de la ciudad sin utilizar las puertas. El jardín del Tisroc (que viva para siempre) va a dar justo al agua y allí hay una pequeña compuerta. Sólo para la gente del palacio, por supuesto...; pero como tú sabes, querida —agregó, con una risita reprimida—, nosotros casi
somos
gente del palacio. Mira, es una suerte para ti que hayas recurrido a
mí.
El querido Tisroc (que viva para siempre) es
tan
amable. Casi todos los días estamos invitados al palacio, que es como nuestro segundo hogar. Quiero mucho a todos los queridos príncipes y princesas y simplemente
adoro
al Príncipe Rabadash. Puedo ir a visitar a cualquiera de las damas del palacio a cualquier hora del día o de la noche. ¿Por qué no podría entrar contigo, cuando oscurezca, y hacerte salir por la compuerta? Siempre hay canoas y cosas por el estilo amarradas a la salida. Y aun si nos cogen...
—Todo estaría perdido —dijo Aravis.
—Oh querida, no te pongas tan nerviosa —le reprendió Lasaralín—. Iba a decir que aun si nos cogen todos dirían que era sólo una de mis bromas locas. Ya me conocen bastante bien por allá. Sin ir más lejos, el otro día..., por favor escucha esto, querida, es salvaje de divertido...
—Quería decir que todo estaría perdido para mí —aclaró Aravis, en tono un poco cortante.
—Oh... ah... sí.... ya
entiendo
lo que quieres decir, querida. Bueno, ¿se te ocurre algo mejor?
A Aravis no se le ocurría nada, así es que respondió:
—No. Tendremos que correr el riesgo. ¿Cuándo partimos?
—Oh, esta noche no —dijo Lasaralín—. Esta noche no, por supuesto. Hay un gran banquete esta noche (tengo que empezar a peinarme ya dentro de pocos minutos) y todo el lugar resplandecerá de luces. ¡Y qué cantidad de gente además! Tendrá que ser mañana en la noche.
Eran muy malas noticias para Aravis, pero tuvo que resignarse. La tarde pasó muy lentamente y fue un verdadero alivio cuando Lasaralín se fue al banquete, pues Aravis ya estaba cansada de sus risitas tontas y de su conversación sobre vestidos y fiestas, bodas y compromisos y escándalos. Se fue a acostar temprano y eso sí que lo disfrutó: era tan agradable volver a usar almohadas y sábanas.
Pero el día siguiente transcurrió más lentamente aún. Lasaralín quería repasar todo el plan y le repetía y le repetía a Aravis que Narnia era un país de nieves y hielos perpetuos, habitado por demonios y hechiceros, y que ella estaba loca de querer ir allá.
—¡Y con un muchacho campesino, todavía! —decía Lasaralín—. Querida, tienes que pensarlo. Eso no se hace.
Aravis lo había pensado muchísimo, pero ya estaba tan aburrida con la estupidez de Lasaralín que, por primera vez, principiaba a pensar que viajar con Shasta era mil veces más entretenido que la vida de sociedad en Tashbaan. Por lo que replicó sencillamente:
—Te olvidas de que yo seré una nadie, igual que él, cuando llegue a Narnia. Y, por otra parte, lo he prometido.
—¡Y pensar —dijo Lasaralín, casi llorando— que si tuvieras un poquito de sensatez podrías ser la mujer del Gran Visir!
Aravis se alejó para tener una pequeña conversación privada con los caballos.
—Van a tener que irse a las Tumbas con un mozo poco antes de la puesta del sol —les dijo—. Y no más carga. Irán ensillados y con sus bridas nuevamente. Pero deben llevar comida en las alforjas de Juin y un odre lleno de agua en las tuyas, Bri. El hombre tiene órdenes de dejarlos beber un largo rato al otro lado del puente.
—Y después ¡Narnia y el Norte! —susurró Bri—. Pero ¿qué hacemos si Shasta no está en las Tumbas?
—Esperarlo, por supuesto —dijo Aravis—. Supongo que habrán estado cómodos.
—Nunca estuve en mejor establo en mi vida —repuso Bri—. Pero si el marido de esa risueña Tarkeena amiga tuya está pagando a su caballerizo principal para que obtenga la mejor avena, entonces creo que su caballerizo principal lo está estafando.
Aravis y Lasaralín cenaron en la habitación de las columnas.
Al cabo de unas dos horas estuvieron listas para partir. Aravis se había vestido de modo de parecer una esclava de rango de una gran casa, y usaba un velo cubriendo su cara. Habían acordado que si le hacían alguna pregunta a Lasaralín, debía responder que Aravis era una esclava que ella llevaba de regalo a una de las princesas.
Las dos niñas se fueron andando. A los pocos minutos estaban a las puertas del palacio. Había, por supuesto, soldados de guardia, pero el oficial conocía a Lasaralín muy bien y ordenó a sus hombres que la saludaran. Penetraron de inmediato a la Sala de Mármol Negro. Un buen número de cortesanos, esclavos y otros pululaban por allí, lo que permitía que las dos niñas llamaran menos la atención. Pasaron luego a la Sala de las Columnas y después a la Sala de las Estatuas, y bajaron por la columnata, atravesando las grandes puertas de cobre martillado que conducen a la sala del trono. Era de una magnificencia indescriptible, a pesar de lo poco que alcanzaban a ver a la débil luz de las lámparas.
Pronto salieron a un patio con jardines que se extendía cuesta abajo en una serie de terrazas. Al fondo del patio estaba el Antiguo Palacio. Ya se había oscurecido bastante y se encontraban en un laberinto de corredores iluminados ocasionalmente por algunas antorchas sujetas por soportes a la pared. Lasaralín se detuvo en un sitio donde podías ir tanto a la derecha como a la izquierda.
—Continúa, continúa —murmuró Aravis, cuyo corazón latía con fuerza, pensando que su padre podía aparecer en cualquiera esquina.
—Tengo una duda... —dijo Lasaralín—. No estoy absolutamente segura de qué camino debemos seguir aquí.
Creo
que es a la izquierda. Sí, estoy segura de que es a la izquierda. ¡Qué divertido es todo esto!
Tomaron el camino a mano izquierda y se encontraron en un callejón casi sin luz y donde pronto comenzaron a bajar escalones.
—Todo va bien —dijo Lasaralín— Estoy segura de que vamos bien. Recuerdo estos escalones.
Pero en ese momento apareció una luz que se movía adelante. Un segundo más tarde, de un rincón distante, aparecieron las oscuras siluetas de dos hombres que caminaban para atrás y portaban enormes velas. Y, claro está, solamente ante personas de la realeza la gente camina para atrás. Aravis sintió que Lasaralín le apretaba el brazo, ese tipo de apretón repentino que es más bien un pellizco y que quiere decir que la persona que está apretando está realmente muerta de miedo. Aravis pensó que era muy raro que Lasaralín tuviera miedo del Tisroc si era tan amigo de ella, pero no había tiempo para seguir pensando. Lasaralín la empujaba de vuelta hacia lo alto de la escala y avanzaban a tientas, y frenéticas, pegadas a la muralla.
—Aquí hay una puerta —susurró—. Rápido.
Entraron, cerraron muy suavemente la puerta tras ellas, y se encontraron en una profunda oscuridad. Por su respiración Aravis se dio cuenta de que Lasaralín estaba aterrada.