Read El caballo y su niño Online
Authors: C.S. Lewis
Entretanto, era entretenido observar a la gente que se encontraba en esa sala fresca y ventilada. Aparte del fauno había dos enanos (una clase de criatura que no había visto antes) y un inmenso cuervo. El resto eran todos humanos; adultos, pero jóvenes, y todos, hombres y mujeres, tenían caras y voces más bellas que las de la mayoría de los calormenes. Y pronto Shasta principió a interesarse en la conversación.
—Y bien, señora —decía en ese momento el Rey a la reina Susana (la dama que había besado a Shasta)—. ¿Qué piensas? Llevamos tres semanas enteras en esta ciudad. ¿Has decidido si te casarás o no con ese enamorado tuyo de la cara oscura, ese Príncipe Rabadash?
La dama movió negativamente la cabeza.
—No, hermano —dijo—, ni por todas las joyas de Tashbaan.
(“¡Hola! —pensó Shasta—. Aunque son rey y reina son hermano y hermana, no están casados”.)
—Verdaderamente, hermana —dijo el Rey—, te amaría mucho menos si lo hubieras aceptado. Y te diré que cuando fueron por primera vez los embajadores del Tisroc a Narnia a convenir este matrimonio, y después cuando el Príncipe fue nuestro huésped en Cair Paravel, me asombraba que pudieras estar dispuesta a demostrarle tanto favor.
—Esa fue una locura mía, Edmundo —respondió la reina Susana—, y te ruego que me perdones. Sin embargo, cuando estaba con nosotros en Narnia, en realidad este Príncipe se comportó de manera muy distinta a como lo hace ahora en Tashbaan. Pues todos ustedes son testigos de las maravillosas proezas que realizó en el gran torneo y en las justas que nuestro hermano el gran Rey organizó para él, y lo sumisa y cortésmente que fraternizó con nosotros por espacio de siete días. Pero aquí, en su propia ciudad, muestra otra cara.
—¡Ah! —graznó el cuervo—. Hay un viejo dicho: conoce al oso en su propia madriguera antes de juzgar sus condiciones.
—Eso es muy cierto, Sálopa —dijo uno de los enanos—. Y hay otro: ven a vivir conmigo y me conocerás.
—Sí —dijo el Rey—. Ahora lo hemos visto tal cual es: el tirano más orgulloso, sanguinario, ostentoso, cruel y ególatra.
—Entonces, en nombre de Aslan —dijo Susana—, vámonosde Tashbaan hoy mismo.
—Ahí está el problema, hermana —replicó Edmundo—. Pues ahora te voy a revelar algo que me tiene extremadamente preocupado en estos últimos dos días o más. Peridan, ten la amabilidad de ir a la puerta y ver si no hay alguien espiando. ¿Todo bien? Me alegro. Pues es preciso ser muy discretos.
Todos tenían una expresión muy seria. La reina Susana dio un salto y corrió hacia su hermano.
—Oh, Edmundo —gritó—. ¿Qué pasa? Hay algo aterrador en tu rostro.
—Mi querida hermana y buena señora —dijo el Rey Edmundo—, ahora deberás mostrar tu valentía. Pues te diré francamente que estamos ante un peligro nada despreciable.
—¿De qué se trata, Edmundo? —preguntó la reina.
—De lo siguiente —respondió Edmundo—. Creo que no será fácil para nosotros salir de Tashbaan. Mientras el Príncipe tuvo esperanzas de que lo aceptarías, fuimos huéspedes respetados. Pero, por la melena del León, pienso que en cuanto reciba tu terminante negativa, no estaremos mejor que cualquier prisionero.
Uno de los enanos lanzó un suave silbido.
—Se los advertí a sus Majestades, se los advertí —dijo el cuervo Sálopa—. ¡Se entra muy fácil pero no se sale muy fácil, como dijo la langosta atrapada en la langostera!
—Estuve con el Príncipe esta mañana —continuó Edmundo—. El no está habituado (desgraciadamente) a que contraríen su voluntad. Y está sumamente irritado por tus largas dilaciones y tus inciertas respuestas. Esta mañana me presionó con dureza para conocer tu decisión. Deseché sus temores, tratando al mismo tiempo de disminuir sus esperanzas con algunas bromas sobre los caprichos de las mujeres, e insinué que su proyecto de matrimonio parecía haberse enfriado. Se enojó mucho y se mostró peligroso. Había una especie de amenaza, aunque aún velada por una apariencia de cortesía, en cada palabra que pronunció.
—Sí —asintió Tumnus—. Y cuando cené con el Gran Visir anoche, fue igual. Me preguntó si me gustaba Tashbaan. Y yo (porque no podía decirle que odiaba cada piedra de esta ciudad y tampoco podía mentir) le dije que ahora, que ya llegaba el pleno verano, mi corazón se volvía hacia los frescos bosques de Narnia y hacia sus laderas cubiertas de rocío. Me miró con una sonrisa que no presagiaba nada bueno y dijo: “Nada te impide danzar allá nuevamente, pequeño patadecabra,
siempre que nos dejen a cambio una novia para nuestro príncipe”.
—¿Quieres decir que me haría su esposa por la fuerza? —exclamó Susana.
—Eso me temo, Susana —respondió Edmundo—. Esposa, o esclava, lo que es peor.
—Pero ¿cómo podría hacerlo? ¿El Tisroc cree que nuestro hermano el gran Rey toleraría un atropello semejante?
—Señor —dijo Peridan al Rey—. No serán tan locos. ¿O es que piensan que no hay espadas ni lanzas en Narnia?
—Ay de nosotros —dijo Edmundo—. Me imagino que el Tisroc tiene poco temor de Narnia. Somos un país pequeño. Y los países pequeños que limitan con grandes imperios son siempre odiosos a los ojos de los señores del gran imperio. El desea aniquilarlos, engullirlos. Al comienzo, cuando permitió que el Príncipe fuera a Cair Paravel como tu pretendiente, hermana, es posible que estuviera solamente buscando una ocasión en nuestra contra. Es muy probable que espere apoderarse de un solo zarpazo de Narnia y Archenland juntos.
—Déjalo que lo intente —dijo el segundo enano—. En el mar somos tan poderosos como él. Y si nos asalta por tierra tendría que cruzar el desierto.
—Es verdad, amigo —murmuró Edmundo—. Pero ¿es el desierto una defensa segura? ¿Qué opina Sálopa?
—Conozco muy bien ese desierto —dijo el cuervo—. Pues he volado a lo largo y ancho de él desde mi niñez (puedes estar seguro de que Shasta aguzó el oído ante estas palabras). Y esto es lo cierto: si el Tisroc va por el gran oasis, nunca podrá conducir un numeroso ejército a través de él hacia Archenland. Porque aunque podrían llegar al oasis al final del primer día de marcha, los manantiales que hay allí no bastarían para calmar la sed de todos esos soldados y sus bestias. Pero existe otro camino.
Shasta escuchaba en el silencio más atento.
—El que quiera encontrar ese camino —dijo el cuervo— debe partir de las Tumbas de los Antiguos Reyes y seguir hacia el noroeste, de modo que las dos cumbres del Monte Pire se encuentren siempre delante de él. Y así, a un día o un poco más de marcha, llegará al final de un valle pedregoso, tan estrecho que un hombre podría estar a un estadio
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de distancia miles de veces y jamás sabría que se encontraba allí. Y mirando hacia ese valle no verá pasto ni agua ni nada bueno. Pero si baja por él llegará a un río y podrá recorrer, siguiendo sus aguas, todo el camino a Archenland.
—¿Y los calormenes saben de este camino al oeste? —preguntó la reina.
—Amigos, amigos —intervino Edmundo—, ¿de qué vale toda esta conversación? No nos preocupa si ganaría Narnia o Calormen en caso de estallar la guerra entre ambos. Nos preocupa cómo salvar el honor de la reina y nuestras propias vidas saliendo de esta ciudad infernal. Pues aunque mi hermano el gran Rey Pedro venciera al Tisroc una docena de veces, a pesar de todo y mucho antes de que llegara ese día, nos habrían cortado la garganta y su gracia la reina sería la esposa o, más probablemente, la esclava del príncipe.
—Tenemos nuestras armas, Rey —dijo el primer enano—. Y esta es una causa razonablemente fácil de defender.
—Y por eso —dijo el Rey— no dudo de que cada uno de nosotros vendería cara su vida en esa puerta y sólo llegarían ante la reina por sobre nuestros cadáveres. Y aun así seríamos sólo ratas luchando dentro de una trampa, a fin de cuentas.
—Muy cierto —graznó el cuervo—. Estas extremas resistencias en una casa inspiran bellas historias, pero nunca se obtiene nada de ellas. Después de soportar los primeros rechazos, el enemigo siempre le prende fuego a la casa.
—Soy la causa de todo esto —dijo Susana, estallando en llanto—. Ojalá nunca hubiera salido de Cair Paravel. El último de nuestros días felices fue el anterior a la llegada de aquellos embajadores de Calormen. Los topos estaban plantando un huerto para nosotros... oh... oh.
Y ocultando el rostro entre sus manos, sollozó.
—Valor, Su, valor —dijo Edmundo—. Recuerda... ¿pero qué es lo que pasa contigo, maestro Tumnus?
Pues el fauno se tomaba los cuernos con sus dos manos como afirmando así su cabeza, retorciéndola de aquí para allá como si tuviera un gran dolor dentro de ella.
—No me hablen, no me hablen —murmuró Tumnus—. Estoy pensando. Estoy pensando tanto que apenas puedo respirar. Esperen, esperen, esperen por favor.
Por un momento hubo un silencio de perplejidad y luego el fauno miró hacia arriba, respiró profundo, enjugó su frente y dijo:
—La única dificultad es cómo lograremos bajar hasta nuestro barco, y con algunas provisiones además, sin ser descubiertos y detenidos.
—Sí —exclamó un enano en tono burlón—. Así como la única dificultad del mendigo para montar a caballo es que no tiene caballo.
—Esperen, esperen —prosiguió el señor Tumnus con impaciencia—. Todo lo que necesitamos es algún pretexto para ir al barco hoy día y llevar nuestras cosas a bordo.
—Sí —musitó el Rey Edmundo en tono de duda.
—Bien, entonces —dijo el fauno—, ¿qué les parece si sus Majestades invitan al Príncipe a un gran banquete que se ofrecerá a bordo de nuestro galeón el
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mañana en la noche? Y que el mensaje sea redactado en la forma más amable que la reina pueda inventar sin comprometer su honor: de manera de darle al Príncipe una esperanza de que ella está cediendo.
—Es un muy buen consejo, señor —graznó el cuervo.
—Y entonces —continuó Tumnus, excitado—, todos supondrán que estaremos yendo al barco todo el día, haciendo los preparativos para nuestros invitados. Y permitiránque algunos de nosotros vayan a los bazares y gasten lo poco que tenemos en las fruterías y donde los vendedores de confites y los mercaderes en vino, tal como si estuviéramos en verdad dando una fiesta. Y nos dejarán contratar magos y juglares y bailarinas y flautistas, para que se presenten a bordo mañana por la noche.
—Ya entiendo, ya entiendo —dijo el Rey Edmundo, sobándose las manos.
—Y entonces —prosiguió Tumnus—, todos estaremos a bordo esta noche. Y en cuanto esté bien oscuro...
—¡Arriba las velas y afuera los remos...! —gritó el Rey.
—Y a la mar —exclamó Tumnus, dando un brinco y poniéndose a bailar.
—Y proa al norte —dijo el primer enano.
—¡Corriendo a casa! ¡Viva Narnia y el Norte! —dijo el otro.
—¡Y el Príncipe despertando a la mañana siguiente
y
encontrando que sus pájaros han volado! —agregó Pendan, batiendo palmas.
—Oh maestro Tumnus, querido maestro Tumnus —dijo la reina, cogiendo sus manos y balanceándose con él al ritmo de su danza—. Nos has salvado a todos.
—El Príncipe nos perseguirá —dijo otro de los señores cuyo nombre Shasta todavía no había oído.
—Es lo que menos temo —repuso Edmundo—. He visto todas las naves en el río y no hay ningún barco alto de guerra ni ninguna galera veloz. ¡Ojalá nos persiga! Porque el
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puede hundir lo que él mande tras de nosotros... si es que nos alcanzan.
—Señor —dijo el cuervo—. No escucharás mejor complot que el del fauno aunque nos sentemos en consejo durante siete días. Y ahora, como decimos nosotros los pájaros, los nidos antes que los huevos. Lo que es como decir, vayamos a comer y luego rápidamente a nuestros asuntos.
Todos se pusieron de pie al escuchar esto y se abrieron las puertas y los señores y las criaturas se hicieron a un lado para dejar que el Rey y la Reina salieran primero. Shasta se preguntaba qué haría, pero el señor Tumnus le dijo:
—Quédate aquí, Alteza, y yo te traeré un pequeño banquete para ti dentro de pocos minutos. No necesitas moverte hasta que estemos listos para embarcar.
Shasta dejó caer nuevamente su cabeza sobre las almohadas y pronto se encontró solo en la sala.
“Esto es absolutamente espantoso”—pensó Shasta. Nunca se le ocurrió decir a aquellos narnianos toda la verdad y pedirles su ayuda. Habiendo sido criado por un hombre duro y tacaño como Arshish, tenía la inveterada costumbre de no decir jamás nada a los mayores si podía evitarlo; pensaba siempre que ellos echarían a perder o impedirían lo que él estuviera tratando de hacer. Y se dijo que aunque el Rey narniano fuera amable con los dos caballos por ser bestias que hablan de Narnia, odiaría a Aravis por ser de Calormen y o bien la vendería como esclava o bien la enviaría de regreso donde su padre. En cuanto a él mismo, “simplemente no me atrevo a decirles que no soy el Príncipe Corin
ahora”,
pensaba Shasta. “He escuchado sus planes. Si saben que no soy uno de ellos, no me dejarán nunca salir vivo de esta casa. Tendrían miedo de que los traicione ante el Tisroc. Me matarían. ¡Y si aparece el verdadero Corin, todo se descubrirá, y me matarán!” Como puedes ver, él no tenía idea de cómo se comporta la gente noble y que ha nacido libre.
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué voy a hacer? —se decía a sí mismo continuamente—. ¿Qué...?, hola, ahí viene esa criaturita caprina otra vez.
El fauno entró trotando, y medio bailando, con una bandeja casi tan grande como él en sus manos. La dejó sobre una mesa empotrada al lado del sofá de Shasta, y él se sentó sobre el piso alfombrado cruzando sus piernas de cabra.
—Y ahora, principito —dijo—, Come una buena cena. Será tu última comida en Tashbaan.
Era una fina comida al estilo calormene. No sé si a ti te hubiera gustado, pero a Shasta sí. Había langosta, y ensalada, y agachadiza rellena con almendras y trufas, y un guiso muy complicado de hígados de pollo y arroz y pasas y nueces, y luego melones fríos y jugos de grosella y mora con crema, y toda clase de cosas ricas que puedan hacerse con helados.
También había un jarrito con la clase de vino que llaman “blanco” aunque en realidad es amarillo.
Mientras Shasta comía, el buen fauno, que pensaba que éste aún estaba aturdido por la insolación, se dedicó a hablarle de lo bien que lo pasaría cuando todos volvieran a casa; y acerca de su buen padre, el anciano Rey Lune de Archenland y el pequeño castillo en que vivía en las laderas sur del desfiladero.