El caballo y su niño (16 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: El caballo y su niño
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Una vez más sintió sobre su mano y su cara el aliento tibio de la cosa.

—Ahí tienes —dijo—, eso no es el aliento de un fantasma. Cuéntame tus penas.

Shasta se sintió tranquilizado por su aliento, de modo que le contó que jamás había conocido a su verdadero padre o madre y que había sido criado con gran severidad por el pescador. Y después relató la historia de su huida y contó cómo habían sido atacados por leones y obligados a nadar para salvar sus vidas; y todos los peligros en Tashbaan y la noche que pasó en medio de las tumbas y cómo las bestias aullaban en el desierto. Y le contó del calor y la sed que sufrieron en su travesía por el desierto y cómo, cuando ya llegaban a su meta, otro león los atacó e hirió a Aravis. Y también, cuánto tiempo hacía que no tenía nada para comer.

—Yo no te llamaría desdichado —dijo la Voz Potente.

—¿No crees que fue mala suerte encontrarse con tantos leones? —preguntó Shasta.

—Era un solo león —repuso la Voz.

—¿Qué quieres decir, por todos los cielos? Te acabo de decir que hubo por lo menos dos la primera noche, y...

—Había solamente uno; pero de pies muy ligeros.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo era el león.

Y como Shasta se quedó boquiabierto y no dijo nada, la Voz continuó.

—Yo era el león que te obligó a juntarte con Aravis. Yo era el gato que te consoló en medio de las casas de la muerte. Yo era el león que ahuyentó a los chacales mientras tú dormías. Yo era el león que dio a los caballos renovadas fuerzas sacadas del miedo para los últimos metros que faltaban, a fin de que tú pudieras alcanzar al Rey Lune a tiempo. Y yo era el león, que tú no recuerdas, que empujó él bote en que yacías, un niño próximo a morir, para que llegase a la playa donde estaba sentado un hombre, insomne a la medianoche, que debía recibirte.

—Entonces ¿fuiste tú el que hirió a Aravis?

—Fui yo.

—Pero ¿para qué?

—Niño —dijo la Voz—, te estoy relatando tu historia no la de ella. A nadie le cuento otra historia que no sea la propia.

—¿Quién
eres
tú?

—Yo mismo —dijo la Voz, en tono profundo y bajo que hizo estremecer la tierra; y repitió—: Yo mismo —fuerte y claro y con alegría; y luego por tercera vez—: Yo mismo —susurró tan suavemente que apenas podías escucharlo, y aún así el susurro parecía salir de todas partes a tu alrededor como si las hojas susurraran con él.

Shasta no volvió a temer que la Voz perteneciera a algo que pudiera comérselo, ni que fuera la voz de un espectro. Pero lo recorrió una nueva y diferente clase de temblor. Y sin embargo, también se sentía contento.

La bruma perdía su negrura y se volvía gris, y de gris pasó a blanco. Debió haber comenzado a suceder hacía rato, pero mientras él hablaba con la Cosa no se había dado cuenta de nada más. Ahora la blancura que lo rodeaba se transformó en una brillante blancura; sus ojos empezaron a parpadear. En alguna parte más adelante podía oír cantos de pájaros. Comprendió que la noche moría por fin. Podía ver las crines y las orejas y la cabeza de su caballo con toda claridad. Una luz dorada, que venía de la izquierda, cayó sobre ellos. Pensó que era el sol.

Se volvió a mirar y vio, paseándose a su lado, más alto que el caballo, a un León. El caballo parecía no temerle, o bien sería que no lo podía ver. Era del León que provenía la luz. Jamás nadie ha visto nada tan terrible o tan hermoso.

Afortunadamente Shasta había vivido toda su vida demasiado lejos al sur de Calormen como para haber escuchado los cuentos que se cuchicheaban en Tashbaan acerca de un espantoso demonio narniano que se aparecía bajo la forma de un león. Y, por supuesto, desconocía las verdaderas historias sobre Aslan, el gran León, el hijo del Emperador de Más Allá del Mar, el Rey sobre todos los grandes reyes de Narnia. Pero después de dar una mirada al rostro del León, resbaló de su montura y cayó a sus pies. No pudo decir nada, mas era que no quería decir nada, y sabía que no necesitaba decir nada.

El Gran Rey sobre todos los reyes avanzó hacia él. Su melena, y algún extraño y solemne perfume que impregnaba su melena, envolvían totalmente a Shasta. Tocó su frente con su lengua. Shasta levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. Entonces, en un instante, el pálido brillo de la luna y el feroz brillo del León se enrollaron como una madeja en un remolino glorioso y se fundieron en uno y desaparecieron. Shasta estaba solo con el caballo en una ladera cubierta de hierba bajo un cielo azul. Y los pájaros cantaban.

Shasta en Narnia

— ¿Habrá sido todo un sueño? —se preguntaba Shasta.

Mas no podía haber sido un sueño porque en el pasto vio delante de él la profunda y enorme marca de la pata delantera derecha del León. Te cortaba el aliento el pensar en el peso capaz de dejar una marca como ésa. Pero había algo más extraordinario en eso que el tamaño. Mientras la miraba, ya el agua había empezado a llenar su fondo. Pronto estuvo llena hasta el borde, y después rebasó, y un arroyuelo iba corriendo cuesta abajo, por delante de Shasta, sobre la hierba.

Shasta se inclinó y bebió un largo sorbo, y luego se mojó la cara y se roció la cabeza. Era extremadamente fría, y clara como el cristal, y lo refrescó muchísimo. Después se levantó, sacudiéndose el agua de las orejas y echándose para atrás de la frente el pelo mojado, y principió a hacer el inventario de sus alrededores.

Aparentemente aún era de mañana, muy temprano. El sol acababa de salir, y había salido por los bosques que divisaba muy abajo y a lo lejos a su derecha. La comarca que contemplaba era absolutamente nueva para él. Era un verde valle salpicado de árboles a través de los cuales alcanzaba a vislumbrar el destello de un río que serpenteaba violentamente hacia el noroeste. Al otro extremo del valle se alzaban altas y hasta rocosas colinas, pero eran más bajas que las montañas que había visto ayer. Entonces comenzó a tratar de adivinar dónde se encontraba. Se volvió para mirar detrás de él y vio que la ladera donde estaba parado formaba parte de una cadena de montañas muchísimo más altas.

—Ya entiendo —se dijo Shasta—. Esas son las grandes montañas que hay entre Archenland y Narnia. Yo estuve al otro lado de ellas ayer. Debo haber cruzado el paso durante la noche. ¡Qué suerte que le acerté!... Aunque no fue en absoluto una suerte, en realidad, fue
El.
Y ya estoy en Narnia.

Regresó, desensilló el caballo y le quitó las bridas. “A pesar de que eres un caballo perfectamente inaguantable”, dijo. El caballo no se interesó en esta observación y se puso de inmediato a comer pasto. Aquel caballo tenía una muy pobre opinión de Shasta.

“¡Ojalá yo pudiera comer pasto! —pensó Shasta—. No vale la pena regresar a Anvard, debe estar sitiada. Es mejor que baje más dentro de ese valle y vea si puedo conseguir algo de comer.”

Por lo que siguió cerro abajo (el espeso rocío se sentía cruelmente helado bajo sus pies descalzos) hasta llegar a un bosque. Allí había una especie de sendero que lo atravesaba y no había caminado por él más de unos cuantos minutos cuando escuchó una voz gruesa y algo asmática que le decía:

—Buenos días, vecino.

Shasta miró anhelante a su alrededor buscando quién había hablado y pronto vio una persona muy pequeña y llena de espinas y de cara oscura que salía de entre los árboles. Al menos, era pequeña para ser una persona pero en realidad bastante grande para ser un erizo, que eso era.

—Buenos días —dijo Shasta—. Pero no soy un vecino. A decir verdad, soy un extranjero en estos lugares.

—¿Ah? —dijo el erizo, inquisitivamente.

—He venido por las montañas... desde Archenland, sabes.

—Ah, Archenland —dijo el erizo—. Eso está tremendamente lejos. Nunca estuve yo ahí.

—Y creo que quizás —prosiguió Shasta— alguien debería saber que en estos momentos un ejército de salvajes calormenes está atacando Anvard.

—¡No me digas! —contestó el erizo—. Bueno, qué te parece. Y dicen que Calormen está a cientos y miles de kilómetros de distancia, justo al fin del mundo, atravesando un inmenso mar de arena.

—No está tan lejos como tú crees —repuso Shasta—. ¿Y no se debería hacer algo respecto a este ataque contra Anvard? ¿No se debería advertir al gran Rey?

—Ciertamente, habría que hacer algo —dijo el erizo—. Pero, mira, yo voy camino a la cama a ponerme a dormir todo el día. ¡Hola, vecino!

Estas últimas palabras iban dirigidas a un enorme conejo color bizcocho cuya cabeza acababa de asomar de alguna parte junto al camino. El erizo le contó de inmediato al conejo lo que le había dicho Shasta. El conejo estuvo de acuerdo en que eran noticias muy singulares y que alguien debería decírselas a alguien a fin de hacer algo.

Y así siguió la cosa. A cada instante se les unían otras criaturas, algunas bajaban de las ramas de encima y otras salían de diminutas casitas subterráneas a sus pies, hasta que el grupo quedó formado por cinco conejos, una ardilla, dos urracas, un fauno con pies de cabra y un ratón; hablaban todos al mismo tiempo y todos estaban de acuerdo con el erizo. Porque la verdad era que en aquella época de oro, cuando la Bruja y el invierno se habían ido y el gran Rey Pedro gobernaba en Cair Paravel, los más pequeños habitantes de los bosques de Narnia vivían tan seguros y felices que se estaban volviendo un poco descuidados.

Al poco rato, sin embargo, llegaron dos seres más prácticos al bosquecillo. Uno era un enano rojo cuyo nombre parecía ser Franela. El otro era un venado, una hermosa criatura señorial con grandes ojos claros, de flancos salpicados de manchas y patas tan delgadas y graciosas que parecía que podías quebrarlas con dos dedos.

—¡Por el León! —rugió el enano en cuanto oyó las noticias—. Y si es así, ¿qué hacemos todos aquí parados, charlando? ¡Enemigos en Anvard! Hay que hacer llegar estas novedades a Cair Paravel de inmediato. Hay que llamar al ejército. Narnia debe ir en auxilio del Rey Lune.

—¡Ah! —dijo el erizo—. Pero no vas a encontrar al gran Rey en Cair. Se fue al norte a darles una paliza a esos gigantes. Y a propósito de gigantes, vecinos, esto me hace acordarme de...

—¿Quién llevará nuestro mensaje? —interrumpió el enano—. ¿Hay alguien aquí que sea más veloz que yo?

—Yo soy veloz —dijo el venado—. ¿Cuál es el mensaje? ¿Cuántos calormenes?

—Doscientos: a las órdenes del Príncipe Rabadash. Y...

Pero ya el venado estaba lejos, con las cuatro patas en el aire de inmediato, y en un segundo sus blancas ancas habían desaparecido entre los árboles más remotos.

—Me pregunto a dónde va —dijo un conejo—. No encontrará al gran Rey en Cair Paravel, ya saben.

—Encontrará a la Reina Lucía —replicó Franela—. Y entonces... ¡hola! ¿Qué le pasa al humano? Se ve muy verde. Caramba, creo que se va a desmayar. Tal vez está muerto de hambre. ¿Cuando tuviste tu última comida, jovencito?

—Ayer en la mañana —contestó Shasta, con voz débil.

—Vamos, entonces, vamos —dijo el enano, echando inmediatamente sus cortos brazos alrededor de la cintura de Shasta para sostenerlo—. ¡Cómo, vecinos! ¡Deberíamos sentir vergüenza! Ven conmigo, muchacho. ¡Desayuno!, en vez de hablar tanto.

Presa de gran excitación, refunfuñando reproches contra sí mismo, el enano condujo, y sostuvo a la vez, a Shasta más hacia el interior del bosque y un poco cuesta abajo. Fue una caminata más larga de lo que Shasta quería en ese momento y sus piernas empezaron a ponerse muy temblorosas antes de que salieran de entre los árboles a la desnuda ladera. Allí había una casita con su chimenea humeando y la puerta abierta, y al llegar a la puerta de calle, Franela llamó:

—¡Ea, hermanos! Una visita para el desayuno.

E inmediatamente, mezclado con un sonido chisporroteante, llegó hasta Shasta un aroma simplemente delicioso. Nunca lo había olido antes en toda su vida, pero espero que tú sí. Era, en realidad, el aroma de tocino y huevos con champiñones friéndose en una sartén.

—Cuidado con tu cabeza, chiquillo —dijo Franela, un poquito tarde, pues Shasta ya se había aporreado la frente contra el bajo dintel de la puerta—. Ahora —prosiguió el enano—, siéntate. La mesa es un tanto baja para ti, pero a la vez el taburete es también bajo. Eso es. Y aquí tienes sopa de avena... y aquí hay un jarro de crema... y aquí hay una cuchara.

Cuando Shasta terminó su sopa de avena los dos hermanos del enano (cuyos nombres eran Picarón y Pulgardrillo) ponían sobre la mesa el plato de tocino con huevos y champiñones, y la cafetera y la leche caliente y las tostadas.

Todo era nuevo y maravilloso para Shasta, ya que en Calormen la comida era totalmente distinta. Ni siquiera sabía qué eran esas rebanadas de algo color café, pues jamás antes había visto una tostada. No sabía qué era esa suave cosa amarilla con que untaban la tostada, porque en Calormen casi siempre usas aceite en lugar de mantequilla. Y la casa misma era muy diferente de la oscura choza de Arshish, hedionda a humedad y a pescado, y también distinta a los salones adornados de columnas y alfombras en los palacios de Tashbaan. El techo era extremadamente bajo, todo de madera, y había un reloj cucú y un mantel a cuadros rojo y blanco, y un florero con flores silvestres y cortinitas blancas en las ventanas de gruesos vidrios. También era harto molesto tener que usar copas y platos y cuchillos y tenedores para enanos. Esto significaba que las porciones eran muy reducidas; pero sucedía que había una gran cantidad de porciones, de modo que el plato de Shasta o su copa eran llenados continuamente, y a cada rato los mismos enanos decían “Mantequilla, por favor”, o bien “Otra taza de café”, o “Quisiera más champiñones”, o “¿Qué tal si freímos otro par de huevos?”. Y cuando por fin habían comido todo lo que podían, los tres enanos echaron suertes para ver quién lavaría los platos, y Picarón fue el perdedor. Después Franela y Pulgardrillo sacaron a Shasta para afuera y lo llevaron a un banco colocado contra la pared de la cabaña, y todos estiraron sus piernas y lanzaron un gran suspiro de satisfacción y los dos enanos encendieron sus pipas. Ya no quedaba rocío sobre el pasto y el sol era tibio; en verdad, si no fuera por la ligera brisa que soplaba, habría estado demasiado caluroso.

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