—Si la
señora
dice que va a hacer algo, lo hará. En ese sentido es de fiar.
—Encontraré a tu asesino si tiene algo que ver con el vodun —dijo.
—Vale. —No le di las gracias porque me parecía mal. Quería llamarla zorra y meterle una bala entre los ojos, pero también tendría que cargarme a Enzo, y ¿cómo se lo iba a explicar a la policía? No había hecho nada ilegal. Mierda—. Supongo que no tiene sentido apelar a su benevolencia para que abandone esos planes demenciales de esclavizar a los nuevos zombis mejorados.
—
Chica
,
chica
—dijo sonriente—, voy a ganar más dinero del que hayas soñado nunca. Puedes negarte a colaborar conmigo, pero no puedes impedírmelo.
—Yo no estaría tan segura —dije.
—¿Qué vas a hacer? ¿Ir a la policía? No he infringido ninguna ley, y solo matándome podrías detenerme —dijo mirándome muy fijamente.
—No me dé ideas.
—No la desafíes, Anita —dijo Manny, colocándose junto a mí.
Estaba más o menos enfadada con él, así que a la mierda los reparos.
—La detendré, señora Salvador. Cueste lo que cueste.
—Como intentes usar la nigromancia contra mí, serás tú quien muera.
Yo no tenía ni repajolera de nigromancia. Me encogí de hombros.
—Me refería a algo más vulgar, como una bala.
Enzo entró en la zona del altar y se interpuso entre su jefa y yo. Dominga lo detuvo.
—No, Enzo, se ha levantado con el pie izquierdo y está un poco alterada. —Seguía riéndose de mí con la mirada—. No sabe nada de la magia de verdad, y no puede hacerme daño. Y como se cree moralmente superior, nunca se rebajaría a cometer un asesinato a sangre fría.
Lo peor era que tenía razón. No podría pegarle un tiro si no me amenazaba directamente. Miré hacia las zombis, que esperaban con la paciencia de los muertos, aunque por debajo asomaban el miedo, la esperanza y… Ah, mierda, la frontera entre la vida y la muerte se volvía cada vez más borrosa.
—Por lo menos ponga a descansar a su primer experimento. Ya ha demostrado que puede meter y sacar el alma a su antojo; no la obligue a presenciarlo.
—Pero, Anita, ya tengo comprador para ella.
—¡Virgen santa! No querrá decir… un necrófilo.
—Los que sienten más atracción por la muerte que tú o que yo pagarían una cifra extraordinaria por algo así.
A lo mejor sí que podría pegarle un tiro.
—Es usted una hija de puta sin escrúpulos ni el menor sentido de la ética.
—Y tú,
chica
, tienes que aprender a respetar a tus mayores.
—El respeto hay que ganárselo.
—Me parece, Anita Blake, que deberías entender por qué la gente teme la oscuridad. Me encargaré de que recibas muy pronto una visita en tu ventana. Una noche oscura, cuando estés casi dormida en tu cama cómoda y segura, algo maligno entrará en tu habitación. Pienso ganarme tu respeto, ya que insistes tanto.
Debería haberme asustado, pero no fue así. Estaba cabreada y quería irme a casa.
—Puede ir por ahí asustando a la gente,
señora
, pero eso no la hará más respetable.
—Ya veremos, Anita. Llámame cuando recibas mi regalo. No tardará mucho.
—¿Sigue estando dispuesta a ayudarme a localizar al zombi asesino?
—He dicho que voy a hacerlo y lo haré.
—Bien —dije—. ¿Podemos irnos ya?
Dominga le hizo una seña a Enzo para que se situara a su lado.
—Desde luego. Sal a refugiarte a la luz del día para poder seguir haciéndote la valiente.
Me dirigí al camino de
verves
, acompañada de Manny. No nos miramos; estábamos demasiado ocupados observando a la señora y sus experimentos. Me detuve en cuanto puse un pie en el pasillo. Manny me rozó el brazo, como si me hubiera leído la mente y quisiera aconsejarme que cerrara el pico. No le hice caso.
—Puede que no sea capaz de asesinarla a sangre fría, pero si me hace algo, le pegaré un tiro a plena luz del día.
—Las amenazas no te servirán de nada,
chica
—contestó.
—A ti tampoco, zorra —le dije dedicándole una sonrisa encantadora.
El rostro de Dominga se contrajo de ira, y mi sonrisa se agrandó.
—No lo dice en serio, señora —intercedió Manny—. No piensa matarla.
—¿Eso es cierto,
chica
? —Su voz era a la vez amable y estremecedora.
Miré a Manny de reojo, con reproche. Era una buena amenaza, y no quería que me la estropeara con el sentido común ni con la verdad.
—He dicho que te pegaría un tiro, no que te mataría, ¿no es cierto?
—Así es.
Manny me cogió del brazo y empezó a arrastrarme hacia el pasillo. Me había agarrado el brazo izquierdo, con lo que me quedaba libre el derecho, el de la pistola. Por si las moscas.
Dominga no hizo ningún movimiento, pero sus ojos negros me siguieron, airados, hasta que salimos al pasillo. Manny me arrastró hasta doblar la esquina que daba al tramo de las puertas emparedadas. Me zafé, Y nos quedamos mirándonos durante un instante.
—¿Qué hay detrás de esas puertas? —le pregunté.
—No lo sé. —Se me debió de ver la duda en la cara, porque añadió—: Te lo aseguro, Anita, no lo sé. Hace veinte años no había nada de esto. —Seguí mirándolo, como si eso fuera a cambiar algo. Habría sido mejor que Dominga Salvador se hubiera guardado el secreto de Manny. Habría preferido no conocerlo—. Pero tenemos que salir de aquí cuanto antes.
La bombilla que teníamos encima se apagó, como si la hubieran sofocado. Los dos miramos hacia arriba, pero no había nada que ver. Se me puso la carne de gallina. La bombilla de delante parpadeó, y también se apagó.
Manny tenía razón: teníamos que marcharnos cuanto antes. Empecé a trotar hacia la escalera, seguida por él. La puerta del candado brillante se agitó, como si el ser que contenía intentara liberarse. Se apagó otra bombilla; la oscuridad nos pisaba los talones. Cuando alcanzamos la escalera íbamos a toda velocidad, y sólo quedaban dos bombillas encendidas.
Andábamos por la mitad de la escalera cuando nos quedamos a oscuras. El mundo se volvió negro, y me quedé paralizada; me resistía a moverme a ciegas. Manny me rozó el brazo, pero no lo veía. Podría tocarme los ojos y no verme los dedos. Nos cogimos de la mano con fuerza. Sus manos no eran mucho más grandes que las mías, pero el contacto era cálido y conocido, y resultaba de lo más alentador.
Los crujidos de la madera resonaban como disparos en la oscuridad, y el hedor de la carne putrefacta llenaba la escalera.
—¡Mierda! —El eco de mi voz rebotó en la negrura que nos rodeaba, y me arrepentí de haber hablado.
Algo grande salió al pasillo, pero era imposible que fuera tan grande como sonaba. El sonido húmedo y viscoso avanzaba hacia la escalera, o eso me parecía.
Subí dos escalones a tientas y no tuve que incentivar a Manny. Fuimos ascendiendo a trompicones, mientras el sonido se hizo más rápido. La luz que pasaba por debajo de la puerta era tan intensa que casi hacía daño. Manny abrió de par en par, y los rayos de sol nos cegaron momentáneamente.
Detrás de nosotros, algo gritó cuando lo alcanzó la luz. Fue un grito casi humano. Empecé a volverme para mirar, pero Manny cerró de un portazo y negó con la cabeza.
—No quieres verlo, y yo tampoco.
Tenía razón. Pero entonces, ¿por qué sentía el impulso de abrir la puerta y escrutar la oscuridad para contemplar una masa pálida e informe, una visión de pesadilla? Me quedé mirando la puerta cerrada y lo dejé estar.
—¿Crees que nos va a seguir? —pregunté.
—¿A la luz del día?
—Sí.
—Me extrañaría, pero será mejor que no nos quedemos a averiguarlo.
Me pareció bien. El sol de agosto, cálido y real, bañaba el salón. El grito, la oscuridad, los zombis… Todo aquello parecía fuera de lugar bajo el sol. No acababa de hacerme a la idea de que hubiera monstruos tambaleándose por ahí de buena mañana.
Abrí la puerta mosquitera con calma y parsimonia, ¿Aterrorizada yo? Ja. Pero aguzaba tanto el oído que podía escuchar mi propia circulación. Eso sí, sonidos que indicaran que nos seguía algo viscoso no capté ninguno.
Antonio seguía montando guardia en el porche. ¿Deberíamos advertirlo de la posibilidad de que una criatura lovecraftiana saliera detrás de nosotros?
—¿Te has tirado a la zombi de abajo? —preguntó Antonio. No parecía necesitar advertencia.
Manny hizo oídos sordos al comentario.
—Que te den —dije yo.
—¡Eh! —protestó.
Continué caminando y bajé los escalones del porche. Manny seguía a mi lado, y Antonio no sacó la pistola para liarse a tiros. El día mejoraba por momentos.
La niña del triciclo estaba junto al coche de Manny, y me miró cuando abrí la puerta del acompañante. Estaba muy morena, y no creo que tuviera más de cinco años. Devolví la mirada de sus grandes ojos marrones.
Manny se sentó en el asiento del conductor, puso el motor en marcha y nos marchamos de allí. La niña y yo seguimos mirándonos. Justo antes de que torciéramos por una bocacalle, empezó a pedalear de nuevo por la acera.
El aire acondicionado inundó el coche rápidamente mientras Manny conducía. En aquellas calles residenciales, casi todos los accesos de las casas estaban vacíos: la gente ya había salido a trabajar. En algunos jardines había niños jugando, y de vez en cuando se veía a una madre que los vigilaba desde el porche, pero no vi a ningún padre. Las cosas cambian, pero no tanto. Un silencio incómodo se interponía entre nosotros.
Manny me miró furtivamente por el rabillo del ojo, y me apreté contra el asiento del acompañante. El cinturón me pasaba justo por encima de la pistola.
—Bueno —dije—, así que hiciste sacrificios humanos.
Creo que se encogió.
—¿Quieres que mienta?
—No, lo que quiero es no saberlo, vivir feliz e ignorante.
—Las cosas no funcionan así, Anita.
—Supongo. —Ajusté el cinturón para dejar de clavarme la pistola. Qué alivio. Si todo tuviera tan fácil arreglo…—. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Ahora que lo sabes? —Me miró al preguntarlo, y yo asentí—. ¿No piensas soltarme un sermón y llamarme de todo?
—No creo que sirva de gran cosa.
—Gracias —dijo, y esa vez me sostuvo la mirada un poco más.
—No he dicho que me dé igual, sino que no pienso ponerme a despotricar, por lo menos ahora.
Adelantó a un gran coche blanco lleno de adolescentes de piel cetrina. Llevaban la música tan alta que hasta me temblaron las muelas. El conductor tenía una de esas caras planas de pómulos marcados que parecían salidas de un relieve azteca. Nuestros ojos se cruzaron, y me lanzó un beso. Los demás le rieron la gracia, y tuve que resistir la tentación de hacerle una peineta; no hay que alentarlos.
Ellos giraron a la derecha y nosotros seguimos recto. Menos mal.
Manny se detuvo en un semáforo, detrás de dos coches. En el cruce cogeríamos la 40 en dirección oeste, y de allí, la 270 hasta Olive Boulevard, donde torceríamos para coger el camino de mi casa. Teníamos tres cuartos de hora de viaje por delante. Normalmente no sería grave, pero en aquel momento no me apetecía estar con Manny; necesitaba un tiempo para digerir las cosas, para decidir cómo sentirme.
—Por favor, Anita, dime algo.
—La verdad es que no sé qué decir. —Ya. La verdad, eso que se supone que se dicen los amigos—. Hace cuatro años que te conozco. Eres un buen tipo, un buen padre y un buen marido. Me has salvado la vida, te he salvado la vida… Creía que te conocía.
—Sigo siendo el mismo.
—Ah, sí. —Lo miré mientras hablaba—. Manny Rodríguez, que nunca, en ninguna circunstancia, tomaría parte en un sacrificio humano.
—De eso hace veinte años.
—El asesinato no prescribe.
—¿Vas a acudir a la policía? —preguntó en voz muy baja.
El semáforo se puso verde, y nos internamos en el tráfico de la mañana. Era tan denso como puede serlo en San Luis; no es que los coches se queden parados, como en Los Angeles, pero a mí me pone de los nervios avanzar a trompicones. Y aquella mañana, más que nunca.
—La única prueba que tengo es la palabra de Dominga Salvador, y yo no la consideraría una testigo muy fiable.
—¿Y si pudieras demostrarlo?
—No me des más cuerda. —Miré por la ventanilla. Íbamos al lado de un Miada plateado con la capota bajada, conducido por un hombre de pelo entrecano que llevaba una gorra llamativa y unos guantes de carreras. Ah, la crisis de los cuarenta—. ¿Lo sabe Rosita?
—Lo sospecha, pero no está segura.
—Será que no quiere saberlo.
—Probablemente.
Giró la cabeza para mirarme, pero teníamos un camión rojo casi delante.
—¡Manny! —grité a tiempo para que frenara. Si no fuera por el cinturón, me habría tragado el salpicadero—. Por favor, conduce con cuidado.
Se concentró en el tráfico durante un segundo aproximadamente.
—¿Se lo vas a contar? —me preguntó sin mirarme.
Sacudí la cabeza, pero me di cuenta de que no me veía.
—Creo que no. Algo así es mejor no saberlo, y no creo que la pobre lo soportara.
—Me dejaría y se llevaría los niños. —No exageraba: Rosita era muy religiosa y se tomaba muy en serio los mandamientos—. Ya considera que pongo en peligro mi alma inmortal por levantar muertos…
—No tenía ningún problema hasta que el Papa amenazó con excomulgar a los reanimadores si no dejaban el trabajo.
—La Iglesia es muy importante para Rosita.
—Y para mí, pero ahora soy episcopaliana. Me convertí.
—No es tan fácil —dijo Manny.
No lo era, y lo sabía, pero cada cual tiene que hacer lo que tiene que hacer.
—¿Puedes explicarme por qué hiciste sacrificios humanos? Quiero decir, ¿puedes decírmelo de forma que lo entienda?
—No —dijo mientras cambiaba al carril de la izquierda, que parecía avanzar un poco más deprisa. Los coches deceleraron en el acto; la ley de Murphy también se aplica al tráfico.
—¿Ni siquiera vas a intentarlo?
—No hay excusa que valga. Tengo que cargar con ello; no me queda otra.
Razón no le faltaba.
—Esto cambiará mi opinión sobre ti.
—¿En qué sentido?
—Aún no lo sé. —Era verdad. Si teníamos cuidado, podíamos seguir siendo sinceros—. ¿Hay algo más que creas que debería saber? ¿Algo que pueda soltar Dominga más adelante?