Aún no había abierto las cortinas, y el piso estaba en penumbra. Había encargado expresamente unas cortinas muy tupidas, pues no sentía demasiada debilidad por ver la luz del día. Encendí la lámpara del acuario, y los peces ángel subieron hacia la superficie, boqueando implorantes.
Los peces no están mal como animal doméstico. No hay que sacarlos a pasear, recogerles la porquería ni adiestrarlos; basta con limpiar el acuario de vez en cuando y darles de comer, aparte de que les importa una mierda a qué hora vuelvo.
El olor del café recién hecho llenó la casa, y me senté a la mesa de la cocina a tomarme una taza de Colombia. Lo sacaba del congelador y lo molía justo antes de prepararlo; no hay otra forma de tomar café, aunque si no hay más remedio, me lo tomo como sea.
Sonó el timbre y pegué un salto, derramando el café. ¿Nerviosa yo? Dejé la Firestar en la mesa de la cocina en vez de llevármela a la puerta. ¿Veis? No soy tan paranoica; sólo soy muy, muy prudente.
Eché un vistazo por la mirilla y abrí. Era Manny Rodríguez. Me saca unos cinco centímetros, y tiene unos rizos oscuros entreverados de canas que le enmarcan una cara enjuta y un bigote negro. Con sus cincuenta y dos años, no me importaría llevarlo de apoyo en cualquier situación peligrosa… menos en una.
Nos estrechamos la mano, como siempre. Tiene un apretón firme y seco. Me sonrió, enseñándome el contraste entre su tez morena y unos dientes blanquísimos.
—Huele a café.
—Ya sabes que no desayuno otra cosa —dije devolviéndole la sonrisa.
Entró y cerré la puerta con llave; la fuerza de la costumbre.
—Rosita dice que no te cuidas. —Imitó la voz de reproche de su mujer, exagerando el acento mexicano, y añadió—: No come nada; así está de flaca. Pobrecilla, sin marido, ni siquiera novio… —Sonrió.
—Mi madrastra está de acuerdo con ella. La angustia pensar que acabaré hecha una solterona.
—¿Cuántos años tienes? Veinticuatro, ¿no?
—Sí.
—No hay quien entienda a las mujeres —dijo sacudiendo la cabeza.
—¿Y yo qué soy? ¿Un bocadillo de mortadela?
—Ya sabes que no pretendía…
—Yaaa. Soy uno de los chicos.
—En el trabajo eres mejor que ningún chico.
—Siéntate y llénate de café esa bocaza antes de volver a abrirla.
—No te hagas la ofendida; me entiendes de sobra. —Me miró muy serio con sus ojos marrones.
—Te entiendo de sobra —dije sonriendo.
Cogí una taza de la docena larga que guardo en el armario de la cocina. Mis favoritas están colgadas de un palo con ganchos que tengo en la encimera.
Manny bebió un trago y se quedó mirando la frase serigrafiada en negro de su taza roja:
SOY UNA ZORRA DESPIADADA, PERO SE ME DA BIEN
. La risa le hizo salir el café por la nariz.
Yo bebí de la mía, decorada con bebés pingüino con aspecto de peluche.
—No se lo digas a nadie, pero a mí la que más me gusta es esta.
—¿Por qué no te la llevas a la oficina?
La última idea peregrina de Bert había consistido en hacernos llevar nuestras propias tazas; decía que le daban un toque hogareño al despacho. Yo había llevado una, decorada en dos tonos de gris, en la que ponía:
ES EL TRABAJO SUCIO, PERO ME TOCA HACERLO
. A Bert no le gustó y me la hizo llevar a casa.
—Es que me gusta tocarle los cojones al jefe.
—Así que vas a seguir llevando tazas ofensivas.
—Desde luego —contesté sonriendo. Manny se limitó a sacudir la cabeza, y yo entré en materia—. Te agradezco mucho que me acompañes a ver a Dominga.
—No podía dejarte a solas con el diablo en persona —dijo encogiéndose de hombros.
Lo miré algo preocupada; no sabía si lo decía en serio.
—Así es como la llama tu mujer, no yo.
—Pero piensas ir armada por si acaso. —Manny dirigió la mirada hacia la pistola que tenía en la mesa.
Lo miré por encima del borde de la taza.
—Por si acaso.
—Si es necesario salir a tiros, no te servirá de nada; tiene guardaespaldas por todas partes.
—No tengo intención de pegarle un tiro a nadie. Sólo vamos a preguntar unas cosas.
—Disculpe, señora Salvador —dijo con gesto de mofa—, ¿ha levantado algún zombi últimamente?
—Vale ya, Manny. Sí, se hace un poco violento…
—¿Violento? —Sacudió la cabeza—. Un poco violento, dice. Si consigues cabrear a Dominga Salvador, será bastante más que un poco violento.
—No tienes por qué venir.
—Pero me lo has pedido. —Mostró esos dientes blanquísimos que le iluminaban toda la cara—. No se lo has pedido a Charles ni a Jamison, sino a mí, y eso ha sido el mejor cumplido que le podías hacer a un viejo.
—¿Viejo? Anda ya.
—Bueno, mi mujer no opina lo mismo. Rosita me tiene prohibido ir a cazar vampiros contigo, pero no puede impedirme que trabaje con zombis, al menos por ahora. —La sorpresa se me debió de notar en la cara, porque añadió—: Sé que tuvo una charla contigo hace dos años, cuando yo estaba en el hospital.
—Estuviste a punto de morir.
—¿Y cuántos huesos te rompiste tú?
—Lo que dijo Rosita era razonable. Tienes cuatro hijos en los que pensar.
—Y ya no tengo edad para dedicarme a matar vampiros —dijo con ironía, casi con amargura.
—Eso son chorradas.
—Más quisiera. —Apuró el café—. Será mejor que nos vayamos, si no queremos hacer esperar a la doña.
—Dios nos libre.
—Amén.
Me quedé mirándolo mientras enjuagaba la taza en el fregadero.
—¿Hay algo que no sepa? —le pregunté.
—No.
Enjuagué mi taza sin quitarle los ojos de encima, con el ceño fruncido.
—¿Manny?
—Por mis niños que no hay nada.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Sabes que practicaba el vodun antes de que Rosita me convenciera para convertirme al cristianismo, ¿no?
—Sí, ¿y qué?
—Dominga Salvador no era sólo mi sacerdotisa. Era mi amante.
Me quedé parada mirándolo.
—¿Estás de coña?
—No bromearía nunca con algo así —dijo muy serio.
Me encogí de hombros; los gustos de la gente en materia de amantes nunca dejarán de sorprenderme.
—Y gracias a eso me has conseguido una cita de un día para otro. —Manny asintió—. ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
—Por si te daba por ir sin mí.
—¿Y tan terrible habría sido?
—Es posible —dijo mirándome con solemnidad.
Cogí la pistola de la mesa y me la guardé en la funda. Ocho balas; en la Browning cabían catorce. Pero seamos realistas: si necesitaba más de ocho balas, no iba a salir con vida. Y Manny tampoco.
—Mierda —dije entre dientes.
—¿Qué pasa ahora?
—Tengo la sensación de estar a punto de meterme en la boca del lobo.
—No vas muy desencaminada.
De puta madre. De putísima madre. ¿Por qué me metía en esos berenjenales? La imagen del osito ensangrentado de Benjamin Reynolds me acudió a la mente. Vale, sabía por qué lo hacía: si existía la posibilidad, por remota que fuera, de que el niño siguiera vivo, sería capaz de bajar al mismísimo Infierno…, siempre que existiera la posibilidad de volver. Pero no lo dije en voz alta; quizá tampoco fuera muy desencaminada en aquello.
Las casas del barrio eran antiguas, de los años cuarenta o los cincuenta, con céspedes muertos de sed y macizos de petunias, geranios y algún que otro rosal que sobrevivían a duras penas al abrigo de las paredes. Las calles estaban limpias y cuidadas, pero a una manzana de distancia podrían matar a cualquiera por llevar una chaqueta del color que no toca.
Las bandas se abstenían de actuar en las inmediaciones de la casa de la señora Salvador; hasta a los adolescentes con armas automáticas les dan miedo las cosas que no se pueden detener a tiros, por buena puntería que se tenga. Las balas bañadas en plata les hacen pupa a los vampiros, pero no los matan. Sí que pueden matar a los licántropos, pero no sirven de nada contra los zombis. A esos, ni descuartizándolos: los miembros cortados siguen reptando en pos de su presa. Lo he visto, y no es muy agradable. Así que las bandas no se metían en el territorio de Dominga: es una zona de armisticio permanente.
Se rumorea que una banda de hispanos creyó encontrar la forma de protegerse contra los
gris-gris
… y según algunas versiones, su antiguo líder sigue en el sótano de Dominga y le hace algún recado de vez en cuando. Una buena advertencia para cualquier delincuente juvenil que quisiera pasarse de listo.
Por lo que a mí respecta, yo nunca la había visto levantar un zombi. Pero tampoco la había visto invocar a las serpientes, y podía seguir pasando sin ello.
La casa de Dominga Salvador tiene dos pisos y un jardín enorme, de un cuarto de hectárea, con geranios rojos que contrastan con las paredes encaladas. Rojo y blanco, sangre y hueso; estaba segura de que a los transeúntes no se les escapaba el simbolismo. A mí no, desde luego.
Manny aparcó frente al garaje, detrás de un Impala color crema que ocupaba una de las dos plazas. El garaje estaba pintado de blanco, a juego con la casa. Una niña de unos cinco años recorría la acera con entusiasmo en su triciclo, y había un par de niños algo mayores sentados en los escalones del porche. Dejaron de jugar para mirarnos.
En el porche, a sus espaldas, había un hombre con una camiseta azul sin mangas y una funda de sobaco encima. Qué discretito. Sólo le faltaba un letrero de neón que dijera
TIPO DURO
.
La acera tenía restos de tiza: cruces de colores claros y diagramas indescifrables. Parecía un juego infantil, pero era otra cosa: los devotos de la señora pintaban signos de adoración delante de su casa. También había restos de velas, y la niña pasaba por encima con el triciclo, una y otra vez. Sí, normalísimo.
Seguí a Manny por el césped agostado, bajo la mirada atenta e inescrutable de la niña. Manny se quitó las gafas de sol y le dedicó una sonrisa al hombre.
—
Buenos días
, Antonio —saludó—. Cuánto tiempo.
—
Sí
—contestó Antonio con voz baja y huraña. Tenía los brazos, muy morenos, cruzados en ademán despreocupado, pero la mano derecha le quedaba muy cerca de la pistola.
Me oculté detrás de Manny para no quedar a la vista y, como quien no quiere la cosa, me acerqué la mano al arma. Siempre preparada, como dicen los boy scout. ¿O son los marines?
—Te has convertido en todo un hombretón —dijo Manny.
—Dice mi abuela que te deje pasar.
—Es muy sabia —dijo Manny.
—Es la señora —contestó Antonio encogiéndose de hombros, y se inclinó para mirarme—. ¿A quién te has traído?
—Te presento a Anita Blake.
Se apartó para que yo pudiera adelantarme, y salí de detrás de él con una mano en la cintura, no por hacerme la chula, sino para tener la pistola al alcance.
Antonio me miró con una expresión airada en sus ojos oscuros, pero no hizo nada, y tampoco imponía tanto como los gorilas de Harold Gaynor.
—Encantada —dije sonriendo.
Me contempló con desconfianza durante un momento y asintió. Yo seguí sonriendo, y él empezó a imitarme. Qué mono; creía que estaba coqueteando con él. Por mí…
Dijo algo en castellano, y yo me quedé sonriendo y sacudiendo la cabeza. Hablaba en voz baja, y por la expresión de sus ojos y la curvatura de sus labios, yo diría que se me estaba insinuando o que me estaba insultando. Manny se puso tenso, se sonrojó y le dijo algo entre dientes. Entonces fue Antonio el que se puso rojo, y empezó a acercar la mano a la pistola. Subí dos escalones y le cogí las muñecas como si no me enterase de la misa la media. Sus brazos parecían a punto de saltar como un resorte.
Le dediqué mi mejor sonrisa, él me miró fugazmente, y la tensión se relajó, pero no lo solté hasta que dejó caer el brazo. Me cogió la mano para besarla y tardó un momento en apartar los labios, sin dejar de mirar a Manny lleno de cólera.
Antonio llevaba pistola, pero sólo era un aficionado, y los aficionados con pistola suelen acabar muertos. ¿Lo sabría Dominga Salvador? Puede que en vudú fuera la releche, pero me temo que no tenía ni idea de armas ni de las aptitudes necesarias para usarlas, y fueran las que fueran, Antonio no las tenía. Sí, claro, podría matar a alguien sin pestañear, pero por los motivos incorrectos, por motivos de aficionado. Y ya me contaréis de qué le serviría al muerto.
Me guió escaleras arriba, sin soltarme la mano, pero era la izquierda, así que por mí podía quedársela todo el día.
—Tengo que mirar si vais armados, Manuel.
—Sí, claro.
Manny subió al porche y Antonio dio un paso atrás, para mantener la distancia en caso de que lo atacara. Eso convirtió su espalda en un blanco perfecto para mí: un descuido que, en otras circunstancias, podría serle mortal.
Apoyó a Manny en la barandilla, como en los registros policiales. Antonio sabía dónde buscar, pero lo cacheó con ira, moviendo las manos demasiado y con brusquedad, como si el contacto del cuerpo de Manny lo encolerizara. Era fácil de cabrear, el amigo Antonio.
Pero no se le ocurrió cachearme a mí. Muy mal.
Otro hombre, que andaría por los cuarenta y muchos, se asomó tras la puerta mosquitera. Llevaba una camiseta blanca, y encima, una camisa de cuadros desabrochada y arremangada al máximo. El sudor le perlaba la frente, y probablemente llevaba una pistola en la cintura, por detrás. Tenía el pelo negro, con un mechón blanco justo encima de la frente.
—¿Por qué tardas tanto, Antonio? —Tenía la voz pastosa y hablaba con acento mexicano.
—Estaba cacheándolo.
—La señora los está esperando.
Antonio se hizo a un lado y volvió a ocupar su puesto en el porche. Cuando pasé junto a él me lanzó un beso, y vi que Manny se ponía tenso, pero entramos en la casa sin que nadie se llevara un tiro. Estábamos en racha.
El salón era espacioso, con una mesa de comedor a un lado y un piano al otro. Me pregunté quién lo tocaría. ¿Antonio? Naaa.
Atravesamos un pasillo corto, siguiendo al hombre, y llegamos a una cocina amplia, con el suelo arlequinado iluminado por el sol. La construcción era antigua, pero los electrodomésticos eran modernos. Una de esas neveras de lujo con dispensador de hielo y agua fría ocupaba gran parte de la pared del fondo, y todos los muebles eran amarillo claro: Trigo dorado, Bronce otoñal… Esas cosas.