—¿Ves, mamá? —dijo Kasey—. Ya te dije que era poli.
No di explicaciones; hacía unas semanas, Elsie me había rogado discreción. Consideraba que Kasey era demasiado pequeña para oír hablar de reanimadores, zombis y ejecuciones de vampiros. Y no sería porque los críos de ocho años no supieran qué era un vampiro; eran el acontecimiento mediático de la década.
Traté de llevarme el teléfono al oído, pero las putas flores no me dejaban. Sostuve el auricular entre el cuello y el hombro, y estiré la mano para desabrocharme la gargantilla.
—Hola, Dolph. ¿Qué hay?
—¿Puedes venir a la escena de un crimen? —Su voz era agradable, como la de un tenor.
—¿Qué tipo de crimen?
—De los bestias.
Cuando por fin conseguí quitarme la cosa, se me cayó el teléfono.
—¿Estás ahí, Anita?
—Sí, es que tengo un problemilla de vestuario.
—¿Qué?
—Nada, nada. ¿Por qué quieres que vaya?
—Quien lo haya hecho no es humano.
—¿Un vampiro?
—Tú eres la especialista. Por eso prefiero que vengas a echar un vistazo.
—De acuerdo. Dame la dirección, y salgo para allá. —Al lado del teléfono había una libreta de papel rosa claro con corazoncitos, y un boli con un Cupido de plástico en la punta—. Saint Charles —repetí, mientras apuntaba—. Estoy a un cuarto de hora.
—Bien. —Colgó sin despedirse.
—Hasta ahora, Dolph —dije sólo para sentirme superior. Volví al probador para cambiarme.
Aquel día me habían ofrecido un millón de dólares, sólo por matar a alguien y reanimar a un zombi. Después había tenido que ir a probarme el vestido de dama de honor. Y ahora tocaba un asesinato y, según Dolph, de los bestias. Joder con la tardecita.
«De los bestias», había dicho Dolph. Se había quedado más que corto. Todo estaba lleno de sangre, como si hubieran rociado de pintura las paredes blancas. Una sábana carmesí ocultaba la mayor parte de un sofá blanquecino estampado con flores marrones y doradas. Las pulcras ventanas dejaban pasar un rectángulo de luz de la tarde que daba a la sangre un tono rojo cereza resplandeciente.
La sangre de verdad tiene un color más vivo que el que se ve en el cine y la televisión; en grandes cantidades es de un rojo tomate muy intenso, pero si es más oscura queda mejor en la pantalla. Toma realismo.
Sólo es roja, verdaderamente roja, cuando está fresca. Aquella ya llevaba tiempo allí y debería haberse apagado, pero el juego de luces la mantenía como nueva.
Tragué saliva con dificultad y respiré profundamente.
—Te estás poniendo verde, Blake —dijo una voz casi encima de mí. Di un salto, y Zerbrowski rió—. ¿Te he asustado?
—No —mentí.
El inspector Zerbrowski medía aproximadamente uno setenta y tenía el pelo moreno rizado, algo canoso. Unas gafas de pasta le enmarcaban los ojos marrones. Tenía el traje marrón arrugado, y una mancha, probablemente de la comida, le decoraba la corbata amarilla y marrón. Me sonreía, como siempre.
—Te he pillado, Blake, reconócelo. ¿Nuestra intrépida cazavampiros va a echar la pota encima de las víctimas?
—Te están saliendo flotadores, ¿eh, Zerbrowski?
—Oooh, qué disgusto. —Se llevó las manos al pecho y se contoneó—. No me digas que ya no me deseas tanto como yo a ti.
—Corta el rollo. ¿Dónde se ha metido Dolph?
—En el dormitorio principal. —Alzó la mirada al tragaluz del techo abovedado—. Ojalá Katie y yo pudiéramos permitirnos una casa así.
—Sí, no está mal. —Miré el sofá; la sábana se pegaba a lo que tuviera debajo, como cuando se cae el zumo y se deja un trapo encima. Había algo que no encajaba. Entonces caí en la cuenta: el bulto de debajo no podía ser un cuerpo humano completo. Fuera lo que fuera, le faltaban trozos.
La habitación empezó a dar vueltas, y aparté la vista, tragando saliva convulsivamente. Hacía meses que no se me revolvía el estómago en la escena de un crimen. Por lo menos, el aire acondicionado estaba encendido; algo es algo: con bochorno huele peor aún.
—Oye, en serio, ¿necesitas salir? —Zerbrowski me sujetó por el brazo como si fuera a llevarme a la puerta.
—Estoy bien, gracias —volví a mentir, mirándolo a los ojos, aunque no lo engañé. No es que estuviera bien, pero aguantaría.
Me soltó el brazo y se apartó.
—Me encantan las chicas duras. —Me saludó con sorna.
—Vete al guano. —No pude evitar sonreír.
—Al final del pasillo, abre la última puerta de la izquierda y verás a Dolph.
Se perdió entre la multitud. Una escena del crimen es como un enjambre: repleta de actividad frenética y gente apiñada. Y no me refiero a los curiosos, que se quedan fuera, sino a los policías de uniforme y de paisano, a los técnicos, al tipo de la cámara de vídeo… Me abrí paso entre el gentío con la identificación plastificada en la solapa de la chaqueta azul marino, para que los policías supieran que no me había colado y, de paso, para que no se preocuparan al verme armada.
Mientras superaba el atasco que se había formado junto a una puerta, en mitad del pasillo, capté unas pocas frases sueltas. «Dios, cuánta sangre.» «¿Ya han encontrado el cadáver?» «¿Te refieres a lo que queda de él?… Aún no.»
Me abrí paso entre dos policías de uniforme, y uno de ellos protestó. Encontré un hueco libre justo delante de la última puerta de la izquierda; no sé cómo se las habría arreglado Dolph, pero estaba solo en la habitación. Igual acababan de salir los demás.
Estaba arrodillado en mitad de una moqueta color arena con las manos regordetas, enfundadas en guantes de látex, apoyadas en los muslos. Llevaba el pelo negro tan corto que sus orejas parecían varadas a los lados de la cara redonda. Se puso en pie al verme entrar. Medía más de dos metros y tenía la constitución de un luchador; de repente, la cama con dosel pareció minúscula.
Dolph dirigía la Santa Compaña, la brigada policial de creación más reciente. Oficialmente se llamaba Brigada Regional de Investigación Preternatural, o simplemente, BRIP. Se ocupaba de todos los delitos relacionados con lo sobrenatural, y en ella acababan todos los agentes problemáticos. Sabía perfectamente por qué habían destinado allí a Zerbrowski: tenía un sentido del humor retorcido y despiadado. Pero Dolph era el policía perfecto; sospechaba que le había tocado los cojones a alguien de arriba, y no me extrañaría que hubiera sido por exceso de celo.
Junto a él, en la alfombra, había otro bulto tapado con una sábana.
—Anita. —Siempre habla igual: ahorrando palabras.
—Dolph —contesté.
Se arrodilló entre la cama y la sábana empapada de sangre.
—¿Preparada?
—Sé que lo tuyo no es hablar, pero ¿te importaría decirme qué se supone que busco?
—Quiero saber qué ves, no que me digas lo que yo te haya dicho que veas. —Viniendo de Dolph era todo un discurso.
—De acuerdo. Vamos allá.
Despegó la sábana de la cosa ensangrentada de debajo. Miré y volví a mirar, pero sólo conseguía ver un montón de carne sanguinolenta. Podría ser de vaca, de caballo, de ciervo…, pero ¿humana? Imposible del todo.
Mis ojos lo registraban, pero mi cerebro se negaba a procesarlo. Me acuclillé al lado, con la falda recogida bajo los muslos. La moqueta hacía
chof
cuando la pisaba, como si le hubiera llovido encima, pero yo sabía que no era lluvia.
—¿Tienes unos guantes de sobra? Me he dejado las cosas en la oficina.
—Bolsillo derecho de la chaqueta. —Levantó las manos; tenía los guantes manchados de sangre—. Cógelos tú; mi mujer no soporta que le manche de sangre los trajes.
Sonreí. Asombroso; a veces, el sentido del humor se vuelve obligatorio. Tuve que extender los brazos por encima de los restos para sacar un par de guantes de talla única. Los guantes de látex tienen un tacto polvoriento, y me dan la impresión de estar poniéndome condones en las manos.
—¿Puedo tocar sin miedo de estropear pruebas?
—Sí.
Tanteé con dos dedos. Era consistente, como un corte de ternera. Hasta que noté las costillas bajo la carne no caí en la cuenta de qué había estado viendo. Era un trozo de caja torácica humana: la parte del hombro, con el hueso blanco a la vista donde habían arrancado el brazo de cuajo. Eso era todo. Nada más. Me puse de pie tan deprisa que me tambaleé. Más
chof
en la moqueta.
De repente hacía un calor sofocante. Me aparté del despojo y me encontré delante de un tocador, con el espejo tan lleno de sangre que parecía un muestrario de laca de uñas. Rojo cereza, Carmesí de carnaval, Manzana caramelizada.
Cerré los ojos y conté hasta diez muy despacio. Cuando los abrí tuve la impresión de que había bajado la temperatura. Entonces me di cuenta de que había un ventilador de techo encendido. Ah, sí, me encontraba perfectamente. La cazavampiros que no se arredra ante nada. Y qué más.
Dolph no dijo nada cuando volví a arrodillarme junto a aquello; ni siquiera me miró. Qué gran tipo. Intenté examinar la carne con objetividad y ver lo que tuviera que ver, pero ya no resultaba tan fácil. Era más llevadero cuando no sabía a qué parte del cuerpo correspondía. No lograba ver nada que no fueran los restos sanguinolentos, ni dejar de pensar que aquello había sido un cuerpo humano. Lo había sido: ahí estaba la clave.
—No veo nada que indique el uso de armas, aunque eso te lo podrá decir el forense. —Alargué la mano para volver a tocarlo, pero me detuve—. ¿Me ayudas a levantarlo para que pueda ver la cavidad pulmonar? O lo que quede de ella…
Dolph soltó la sábana y me ayudó a ladear los restos. No había nada debajo de las costillas; los órganos habían desaparecido. Tenía todo el aspecto de un costillar de ternera, con excepción de la parte de arriba, donde quedaba un trozo de clavícula.
—De acuerdo —dije sin aliento. Me puse en pie, con las manos ensangrentadas apartadas de los costados—. Tápalo, por favor.
El inspector colocó la tela de nuevo y se levantó.
—¿Qué impresión tienes?
—Violencia. Mucha violencia. Una fuerza sobrehumana, como si hubieran descuartizado el cadáver con las manos.
—¿Por qué con las manos?
—No hay marcas de cuchillo. —Intenté reír, pero me atraganté—. Casi diría que usaron una sierra de carnicero, pero los huesos… —Sacudí la cabeza—. Esto no lo han hecho con nada mecánico.
—¿Algo más?
—Sí. ¿Dónde está lo que falta?
—Desde aquí, la segunda puerta de la izquierda.
—¿El resto del cadáver? —Volvía a hacer demasiado calor.
—Echa un vistazo y dime qué ves.
—Coño, Dolph, ya sé que no te gusta influir en los peritos, pero no quiero ir a ciegas. —Se limitó a mirarme—. Por lo menos, dime una cosa.
—A ver. ¿Qué?
—¿Es peor que esto?
Pareció meditar la respuesta.
—No. Y sí.
—Vete a la mierda.
—Lo entenderás cuando lo veas.
No quería entenderlo. A Bert le había encantado que la policía me contratara de asesora, y me había dicho que así ampliaría mi experiencia. Pero lo único que se había ampliado era la gama de mis pesadillas.
Dolph encabezó la marcha hacia la siguiente cámara de los horrores. En realidad, yo no quería ver el resto del cadáver; sólo quería irme a casa. Dolph se quedó pensativo frente a la puerta cerrada hasta que lo alcancé. En la puerta había un conejo de cartón, como en Pascua, y debajo, un cartel en punto de cruz:
CUARTO DEL BEBÉ
.
—Dolph —dije en voz baja. El ruido del salón llegaba atenuado.
—¿Sí?
—Nada, nada.
Me llené los pulmones y solté todo el aire. Podía hacerlo. Podía hacerlo. Virgen santa, no quería hacerlo. Recé entre dientes mientras la puerta se abría hacia dentro. Hay ocasiones en las que no se puede seguir adelante sin un poco de inspiración divina, y sospechaba que estaba ante una de ellas.
La luz del sol entraba por una ventana pequeña de cortinas blancas, con patitos y conejitos cosidos en los bordes. Las paredes azul celeste estaban decoradas con recortes de animales. No había cuna, sino una de esas camas infantiles con media barandilla que no sé cómo se llaman.
Allí no había tanta sangre, gracias a Dios, para que luego digan que no atiende los ruegos. Pero en un rectángulo de luz intensa de agosto había un osito recubierto de sangre. Un ojo de vidrio redondo me miraba con sorpresa desde el peluche apelmazado.
Me arrodillé junto a él. La moqueta no hizo
chof
; no estaba pringada de sangre. ¿Qué leches pintaba allí un osito lleno de sangre coagulada? Por lo demás, no parecía que hubiera más sangre en la habitación. ¿Lo habrían colocado allí a propósito? Levanté la mirada y vi una cómoda blanca con más conejitos pintados, y es que hay gente que no se complica la vida con la decoración. La huella de una mano había quedado marcada nítidamente en la superficie blanca; me acerqué a gatas para calibrar su tamaño. Tengo las manos bastante pequeñas, más que la mayoría de las mujeres, pero la que había dejado la huella era diminuta. Dos o tres años, quizá cuatro. Paredes azules: probablemente era un niño.
—¿Cuántos años tenía el niño?
—En el dorso de la foto del salón pone: «Benjamin Reynolds, tres años».
—Benjamin —susurré, mirando la huella de la mano ensangrentada—. En esta habitación no hay ningún cadáver; aquí no han matado a nadie.
—No.
—¿Por qué querías que la viera? —le pregunté desde el suelo.
—Si no lo ves todo, tu opinión no sirve de nada.
—Voy a tener pesadillas con ese puto osito.
—Y yo.
Me levanté y estuve a punto de alisarme la falda; no os hacéis una idea de la cantidad de veces que me toco la ropa sin darme cuenta y me la pringo de sangre. Pero aquel día no.
—¿Lo del sofá del salón es el cadáver del niño? —pregunté rezando para que no fuera así.
—No.
—Gracias a Dios. ¿Es de la madre?
—Sí.
—¿Y el niño?
—No lo hemos encontrado. —Titubeó un momento e hizo la pregunta—: ¿Crees que se lo ha comido entero?
—¿De forma que no quede nada que encontrar, quieres decir?
—Sí. —Había palidecido. Y supongo que yo también.
—Es posible, pero ni siquiera los nomuertos pueden comer tanto. —Respiré profundamente—. ¿Hay algún indicio de… regurgitación?
—Regurgitación. —Sonrió—. Bonita palabra. No, no parece que el bicho haya vomitado. Por lo menos, no por nada que hayamos visto.