El Cadáver Alegre (18 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: El Cadáver Alegre
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Era como especializarse en la antigua Grecia o en poesía romántica: interesante, y puede que divertido de estudiar, pero ¿para qué demonios sirve? Sólo para dedicarse a la enseñanza, y de hecho tenía intención de hacerme profesora universitaria cuando apareció Bert y me enseñó la forma de sacar partido a mis dotes… Y por lo menos puedo afirmar que los estudios me sirven de algo.

Nunca me pregunté de dónde había sacado esas habilidades. No era ningún misterio: las llevaba en la sangre.

El caso es que allí estaba, rodeada de tumbas. Respiré profundamente, y una gota de sudor me bajó por la cara. Me la enjugué con el dorso de la mano; sudaba como un cerdo, pero estaba temblando. No por miedo al hombre del saco, sino por lo que yo me disponía a hacer.

Si fuera un músculo, lo movería; si fuera una idea, la pensaría; si fuera una palabra mágica, la diría. Pero no es nada parecido; es como si desaparecieran la piel y la ropa, como si las terminaciones nerviosas me quedaran al aire. Y a pesar del bochorno de la noche de agosto, tenía frío y la sensación de que el viento emanaba de mi piel. Aunque no es viento, porque nadie más lo percibe ni sopla en habitaciones cerradas como en las películas de terror. Nada llamativo; es algo silencioso, privado, sólo mío.

Las ráfagas heladas se dispersaron a mi alrededor, y supe que podría explorar todas las tumbas que tuviera cerca, en casi cinco metros a la redonda. A medida que avanzara, el círculo avanzaría conmigo, sin dejar de buscar.

¿Qué se siente cuando se explora bajo la tierra, en busca de cadáveres? No se parece a ninguna percepción humana. La descripción más ajustada que se me ocurre es que tengo la impresión de que me salen unos dedos incorpóreos con los que puedo atravesar la tierra, aunque tampoco es eso exactamente. Se parece, pero no.

Hacía años que la humedad había deshecho el ataúd que tenía más cerca. Había fragmentos de madera y hueso mezclados con tierra: nada entero, todo muerto e inerte. La zona activa, en cambio, casi quemaba, custodiando sus secretos. No podía averiguar nada de aquel ataúd, pero tampoco valía la pena investigarlo: había una especie de fuerza vital atrapada en la tumba muerta, y allí seguiría hasta que se desvaneciera. Qué mal rollo.

Seguí caminando lentamente, rodeada por el círculo invisible. Toqué huesos, ataúdes intactos, jirones de ropa en las tumbas más recientes… Era un cementerio antiguo, y no había cadáveres en plena descomposición. La muerte había alcanzado la etapa pulcra.

Noté que me agarraban por el tobillo. Di un salto y seguí avanzando sin bajar la vista; nunca hay que bajar la vista, pase lo que pase. Vi, aunque sin llegar a verlo, algo pálido y nebuloso, unos ojos desorbitados e implorantes.

Un fantasma de verdad. Le había pisado la tumba, y quería demostrarme que no le había hecho gracia. Pero ya veis lo que me impresiona que un fantasma me agarre el tobillo; si no se les hace ni caso, las manos espectrales se desvanecen. Lo problemático es fijarse en ellos: entonces es cuando cobran forma física y pueden causar problemas.

Es una máxima que se puede aplicar a casi todos los entes sobrenaturales: son más inocuos cuanto menos caso se les hace. Claro que esto no se aplica a los demonios ni a los seres de ese estilo. Tampoco a los vampiros, ni a los zombis, ni a los algules, ni a los licántropos, ni a las brujas… Bueno, vale, lo de hacerse el sueco se aplica sólo a los fantasmas. Pero funciona.

Las manos me tiraron de la pernera del pantalón, y noté que los dedos intentaban aferrarse, como si el fantasma quisiera usarme para salir de la tumba. Mierda, mierda, mierda. Tenía que seguir andando como si nada.

Al final, los dedos se dieron por vencidos. Algunos fantasmas parecen guardarnos rencor a los vivos, como si nos tuvieran envidia. Aunque no puedan hacernos daño, creo que nada les resulta más divertido que darnos sustos de muerte.

Encontré una tumba vacía, cubierta de hierba alta. La madera se estaba deshaciendo, pero no había huesos. No tenía ningún cadáver. La tierra estaba seca y compacta por la falta de lluvia, pero se notaba que se habían removido los matojos: había raíces a la vista, como si hubieran intentado arrancarlos. O quizá fuera el rastro de algo que había salido de la tierra.

Me puse a cuatro patas al lado. Apoyé las manos en la tierra rojiza y pude sentir el interior de la tumba. Es como pasarse la lengua por los dientes: no se ve qué hay, pero se percibe.

El cadáver no estaba, pero el ataúd seguía en su sitio: de ahí había salido un zombi, aunque nada me garantizaba que fuera el que buscábamos. Aun así, era el único levantamiento que había encontrado.

Miré a mi alrededor. Me costó usar sólo los ojos para examinar la hierba; casi podía ver lo que había debajo. Captaba la tumba en algún lugar del cerebro que no recibe estímulos del nervio óptico. Mi campo de visión, lo que veía con los ojos, acababa en una verja, a poco menos de cinco metros. ¿Había recorrido el cementerio entero? ¿Era esa la única tumba vacía?

Me incorporé y miré a mi alrededor. Dolph y los dos exterminadores seguían por allí, a unos treinta metros de distancia. ¿Treinta metros? Pues vaya forma de cubrirme las espaldas.

Sí, había recorrido todo el cementerio. Distinguí el lugar donde estaba el fantasma sobón, la zona activa… La tumba más reciente quedaba un poco más allá. Ya me sabía todo el cementerio, y me había enterado de qué muertos estaban inquietos… o había inquietado yo. Todo lo que no estaba completamente muerto se había puesto a bailar sobre la tumba: fantasmas blanquecinos, luces furiosas y agitadas… Hay formas y formas de levantar cadáveres.

Pero ya se tranquilizarían y seguirían durmiendo, si se puede llamar así. No era grave. Bajé la vista a la tumba vacía. ¿No era grave?

Les hice una seña a Dolph y a los otros para que se acercaran. Mientras tanto, me saqué una bolsa de plástico del bolsillo del mono y metí en ella un puñado de tierra de la tumba.

De repente, la luz de la luna pareció atenuarse. Dolph estaba a mi lado y la opacaba con su presencia.

—¿Y bien? —preguntó.

—De esta tumba ha salido un zombi —dije.

—¿Es el zombi asesino?

—No puedo estar segura.

—No lo sabes.

—Aún no.

—¿Y cuándo lo sabrás?

—Voy a llevarle esto a Evans, para que haga todo eso de toquetear y notar cosas.

—¿Evans? ¿El vidente? —preguntó Dolph.

—Ese mismo.

—Es un bicho raro.

—Pues sí, pero es bueno.

—La policía ha prescindido de sus servicios.

—Asunto vuestro —dije—. En Reanimators seguimos recurriendo a él cuando toca.

—No confío en Evans —dijo Dolph sacudiendo la cabeza.

—Y yo no confío en nadie, así que ¿dónde está el problema?

—Apúntate un punto —contestó con una sonrisa.

Metí en otra bolsa unos hierbajos, con cuidado de dejar las raíces intactas, y después aparté los matojos de la cabecera de la tumba. No había lápida. Mierda. Sólo quedaba la base; la habían roto y se habían llevado los fragmentos. Ya empezamos.

—¿Por qué se habrán cargado la lápida? —preguntó Dolph.

—El nombre y las fechas podrían habernos dado alguna pista sobre el motivo por el que levantaron al zombi y sobre qué salió mal.

—¿Mal?

—Habría gente capaz de levantar un zombi y ordenarle que matara a una o dos personas, pero no que organizara una masacre. Nadie haría eso.

—Excepto un lunático.

—Eso no ha tenido gracia —dije mirándolo fijamente.

—Ya.

Un maniaco que levantaba muertos; un zombi asesino controlado por un psicópata… Cojonudo. Y si lo había hecho una vez…

—Mira, Dolph, si fuera cosa de un lunático, podría haber más de un zombi.

—Y según lo loco que esté, puede que no tenga pauta.

—Mierda.

—Eso mismo.

Si no había pauta, no había motivo; si no había motivo, quizá no fuéramos capaces de resolver el caso.

—Prefiero no pensar eso —dije.

—¿Por qué?

—Porque significaría que estamos perdidos. —Saqué la navaja que llevaba para esos casos y me puse a raspar los restos de la lápida.

—Es ilegal deteriorar tumbas —dijo Dolph.

—Qué pena.

Seguí raspando y metiendo las limaduras en una bolsa hasta que desprendí un trozo de piedra de buen tamaño. Después me guardé las tres bolsas en los bolsillos, junto con la navaja.

—¿De verdad crees que Evans podrá sacar algo en claro de todo eso?

—No lo sé. —Me incorporé y eché un vistazo. Los dos exterminadores guardaban las distancias, para dejarnos hablar en privado. Qué educados—. Aunque hayan destrozado la lápida, la tumba sigue en su sitio.

—Pero sin cadáver.

—Ya, pero puede que el ataúd nos diga algo. Cualquier pista podría ser útil.

—De acuerdo —dijo asintiendo—. Pediré una orden de exhumación.

—¿No podemos ponernos a cavar ahora mismo?

—No, tengo que guardar las formas. —Me miró con dureza—. Y no quiero volver y encontrarme con que se me han adelantado; las pruebas no valdrían para nada si las hubieran manipulado.

—¿Pruebas? ¿Es que crees que esto va a llegar a los tribunales?

—Sí.

—Por favor, Dolph, lo que tenemos que hacer es pararle los pies a ese zombi.

—También quiero pillar a los hijoputas que lo levantaron y presentar cargos de asesinato contra ellos.

Asentí. Estaba de acuerdo con él, pero me parecía muy poco factible. Dolph era policía y tenía que preocuparse por la ley; yo me preocupaba por cosas más sencillas, como la supervivencia.

—Si Evans descubre algo útil, te avisaré.

—De acuerdo.

—Y no sé dónde estará el bicho, pero sé dónde no está.

—¿Ha salido del cementerio?

—Sí —dije.

—Y estará matando a más gente mientras nosotros perseguimos fantasmas.

Me apeteció darle unas palmaditas en el hombro y asegurarle que todo iba bien, pero no me lo creía ni yo. Lo entendía perfectamente, y en efecto, sólo estábamos persiguiendo fantasmas. Aunque aquella fuera la tumba del zombi asesino, dar con ella no nos había servido para encontrarlo, y teníamos que encontrarlo, atraparlo y acabar con él. La pregunta del millón era: ¿lo conseguiríamos antes de que le diera otra vez por comer? No tenía la respuesta. Mentira, sí que la tenía, pero no me gustaba: fuera, en algún sitio, el zombi se estaba poniendo ciego.

QUINCE

El cámping de caravanas en el que vive Evans está en Saint Charles, al lado de la autopista 94: una extensión enorme con casas rodantes por todas partes… aunque de rodantes tienen poco, la verdad. Cuando yo era pequeña, había quien enganchaba la caravana a la parte trasera del coche para irse de viaje; para eso estaba. Ahora hay casas móviles que tienen tres o cuatro dormitorios y varios baños, y para moverlas haría falta un tráiler o un tornado.

La de Evans era de un modelo antiguo. Supongo que en caso necesario podría engancharla a la parte trasera de una furgoneta para llevársela. Mucho más fácil que contratar un camión de mudanzas, pero dudo que Evans llegue a mudarse nunca. Si ni siquiera ha salido de su caravana en un año…

Las ventanas refulgían al sol, y un porche artesanal, con toldo y todo, protegía la puerta. Sabía que Evans estaría levantado; siempre estaba levantado. El insomnio parece algo inofensivo, pero lo elevaba a la categoría de enfermedad.

Me había vuelto a poner el conjunto de los pantalones cortos negros, y llevaba las tres bolsas de muestras en una riñonera; si me hubiera presentado con ellas a la vista, a Evans le habría dado un ataque. Tenía que actuar con sutileza, como si pasara por allí, decidiera visitar a un viejo amigo y no pretendiera nada más. Ya.

Abrí la mosquitera y llamé. Silencio, ni un movimiento, nada. Fui a llamar otra vez, pero dudé. ¿Y si Evans había conseguido echar una cabezada por fin? No había dormido en condiciones desde que lo conocía. Mierda. Seguía allí plantada, sin saber si seguir llamando, cuando noté una mirada.

Subí la vista hacia la ventanita de la puerta y vi una cara pálida que asomaba entre las cortinas. Los ojos azules de Evans se clavaban en mí.

Lo saludé con la mano.

El rostro desapareció; después oí que quitaban el cerrojo, y se abrió la puerta. No había ni rastro de Evans, sólo la puerta abierta. Entré. Evans estaba escondido detrás.

Se apoyó en la puerta para cerrarla. Tenía la respiración agitada, como si hubiera estado corriendo, y un pelo amarillo como las guedejas de una fregona le caía por un albornoz azul oscuro. Tenía la cara cubierta por una barba rojiza, descuidada.

—¿Cómo estás? —pregunté. Evans se apoyó en la puerta con los ojos desorbitados. Seguía respirando demasiado deprisa. ¿Estaría colocado?—. ¿Cómo estás? —repetí algo alarmada. En caso de duda, cambia la entonación.

—¿Qué quieres? —jadeó.

Tenía el palpito de que no iba a tragarse lo de la visita de cortesía.

—Necesito tu ayuda.

—No —dijo sacudiendo la cabeza.

—Ni siquiera sabes qué quiero.

—No importa. —Siguió sacudiendo la cabeza.

—¿Puedo sentarme? —Ya que no funcionaba lo de abordarlo directamente, a ver si apelando a su educación…

—Sí, claro. —Asintió.

Miré a mi alrededor. Estaba segura de que había un sofá debajo de las pilas de periódicos, platos de papel, tazas medio llenas y ropa sucia; la mesita estaba ocupada por un fósil de pizza. El aire estaba viciado.

Igual se ponía histérico si empezaba a mover cosas. ¿Sería capaz de sentarme en la montaña bajo la que suponía que estaba el sofá sin provocar una avalancha? Decidí intentarlo. Con tal de conseguir su ayuda, hasta me habría sentado en los restos de la pizza enmohecida.

Me encaramé a un montón de periódicos. Sin duda, debajo había algo grande y consistente, quizá el sofá de marras.

—¿Me invitas a un café?

—No tengo tazas limpias —dijo con un gesto de negación.

Me lo creía. Seguía aplastado contra la puerta, como si le diera miedo acercarse, y tenía las manos en los bolsillos del albornoz.

—¿Podemos hablar, simplemente?

Sacudió la cabeza, y lo imité. Vi que me miraba extrañado; igual le quedaba alguna neurona.

—¿Qué quieres? —me preguntó.

—Ya te lo he dicho: que me ayudes.

—Lo he dejado.

—¿Qué?

—Ya lo sabes.

—Pues no, no lo sé. ¿Me lo cuentas?

—He dejado de tocar cosas.

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