—¿Qué te pongo, Anita?
—Lo de siempre.
Me sirvió un zumo de naranja disfrazado de destornillador. Soy abstemia, pero ¿qué pintaba en un bar si no bebía?
—El amo me ha dado un recado para ti —dijo mientras limpiaba el mármol con un paño blanquísimo.
—¿El amo de los vampiros de la ciudad? —preguntó Irving emocionado. Olfateaba la noticia.
—¿Qué quiere? —pregunté sin el menor atisbo de interés.
—Quiere hablar contigo, sin falta. —Miré a Irving y volví a mirar a Luther, intentando enviarle el mensaje telepático de que cerrara la boca delante de la prensa. No lo captó—. Ha hecho correr la voz —continuó—, y si alguien te ve, tiene que darte el recado.
Irving nos miraba como un cachorro nervioso.
—¿Qué quiere de ti el amo de la ciudad, Anita?
—Recibido —le dije a Luther.
—No piensas ir a verlo, ¿verdad? —me preguntó sacudiendo la cabeza.
—No.
—¿Por qué? —preguntó Irving.
—No es asunto tuyo.
—¿Y extraoficialmente?
—Tampoco.
—Escúchame, niña. —Luther me miró muy serio—. Vete a verlo. Ahora mismo, todos los vampiros y los
freaks
tienen que decirte que el amo quiere hablar contigo. Lo siguiente será que se ofrezcan a acompañarte.
Bonito eufemismo para un secuestro.
—No tengo nada que decirle.
—Ve con cuidado, no dejes que las cosas se desmadren —insistió Luther—. No pierdes nada por hablar con él.
Eso era lo que él creía.
—Puede ser.
En el fondo, Luther tenía razón: tendría que hablar con Jean-Claude más tarde o más temprano, y seguro que más tarde seria menos agradable.
—¿Por qué quiere hablar contigo? —preguntó Irving, con los ojos brillantes como los de un pájaro que hubiera visto un gusano.
Decidí contraatacar con otra pregunta:
—¿Tu compañera no te ha dado ninguna pista sobre las partes relevantes del expediente? No puedo leerme
Guerra y Paz
en una noche.
—Dime lo que sepas del amo y te doy las pistas que quieras.
—Muchísimas gracias, Luther.
—No pretendía azuzarlo —dijo Luther, mientras su cigarrillo subía y bajaba. Nunca entendí cómo lo hacía; supongo que esa destreza labial sólo se adquiere tras años de práctica.
—Dejad de tratarme como si tuviera la puta peste bubónica, joder —dijo Irving—. Sólo intento hacer mi trabajo.
Bebí un trago de zumo de naranja y lo miré.
—Te estás metiendo en camisas de once varas… No puedo darte información sobre el amo, de verdad.
—Querrás decir que no te da la gana.
—Pues no me da la gana —contesté encogiéndome de hombros—, y no me da la gana porque no puedo.
—Eso es un razonamiento circular.
—Te aguantas. —Me terminé el zumo, aunque no me apetecía—. Escúchame, Irving: teníamos un trato. El expediente a cambio de los artículos sobre los zombis. Si quieres echarte atrás, pues qué se le va a hacer, pero dímelo, porque no tengo tiempo para andar con tiras y aflojas.
—Me mantendré fiel a mi palabra —dijo con la voz más afectada que le permitió el ruido ambiental.
—Entonces dame alguna pista de una vez, que quiero largarme de aquí antes de que el amo dé conmigo.
—Tienes problemas, ¿no? —De repente se había puesto serio.
—Es posible. Échame un cable, por favor.
—Venga, échale un cable —dijo Luther.
Tal vez fuera el
por favor
, o tal vez, la presencia imponente de Luther. En cualquier caso, Irving asintió.
—Según mi compañera, es inválido y va en silla de ruedas. —No dije nada; no quería que supiera qué me interesaba—. Y además le gustan las minusválidas.
—¿Qué quieres decir? —pregunté recordando a Cicely, la chica de mirada vacía.
—Ciegas, paralíticas, mujeres con miembros amputados… Cosas por el estilo.
—¿Sordas?
—También su tipo.
—¿Por qué? —Yo y mis preguntas sagaces.
—Puede que sea para no sentirse en inferioridad de condiciones por lo de la silla de ruedas. Mi compañera no sabe por qué; sólo que tiene esa fijación.
—¿Qué más te ha dicho?
—Que nunca lo han acusado de ningún delito, pero corren rumores muy bestias. Se sospecha que está relacionado con la mafia, pero nadie tiene pruebas.
—¿Algo más?
—Una ex novia lo demandó para intentar sacarle una pensión. Desapareció.
—Y ya podemos darla por muerta.
—Exacto.
Sonaba verosímil. Y si ya les había encargado a Tommy y a Bruno que mataran a alguien, no le costaría nada darles la orden por segunda vez. O puede que la hubiera dado montones de veces y no lo hubieran pillado nunca.
—¿Qué hace para la mafia que le haga necesitar dos guardaespaldas?
—Así que has conocido a sus especialistas en seguridad… —Se lo confirmé asintiendo—. A mi compañera le encantaría hablar contigo —comentó.
—No le habrás dicho nada de mí, ¿verdad?
—¿Por quién me has tomado? —Me dedicó una sonrisa radiante.
Lo dejé estar.
—Bueno, y ¿qué hace para la mafia?
—Sospechamos que se encarga de blanquear dinero.
—¿No tenéis nada concreto?
—Nada. —Y no le hacía ninguna gracia.
Luther sacudió la cabeza y echó la ceniza en el cenicero. Cayó un poco en la barra, y la limpió con el paño.
—No parece una compañía muy recomendable —me dijo—. Yo en tu lugar me mantendría lejos de él.
Era un buen consejo, pero por desgracia…
—No creo que me deje en paz.
—No voy a preguntar; no quiero saberlo.
Varios clientes hacían señas frenéticas para que los atendiera, y Luther se fue hacia ellos. El espejo de detrás de la barra me permitía controlar todo el bar, y hasta podía ver la puerta sin girarme. Era práctico y reconfortante.
—Yo sí que voy a preguntar. Yo sí que quiero saberlo —dijo Irving. Cuando vio que me limitaba a negar con la cabeza, añadió—: Además sé una cosa que tú no sabes.
—¿Y me interesa? —Asintió con tanto ímpetu que se le agitó el pelo frito. Suspiré—. Venga, dímelo.
—Tú primero.
—Ya te he dicho todo lo que pensaba decirte esta noche, Irving. —Me tenía hasta los mismísimos—. Tengo el expediente, pero si me puedes ahorrar un poco de tiempo, te aseguro que me vendrá de puta madre.
—Joder, contigo no tiene gracia ponerse en plan periodista implacable. —No, si al final empezaría a hacer pucheros.
—Dímelo de una vez si no quieres que me ponga violenta.
Soltó una risita; sospecho que no se lo había tomado en serio. Bendita inocencia.
—Tachán…
Se llevó una mano a la espalda, con un gesto de mago de feria, y sacó una foto en blanco y negro. Era de una mujer de veintitantos años, con el pelo castaño, largo y bien peinado, y la gomina justa para afilar las puntas. Era guapa, pero no la reconocí. Evidentemente, no era ningún posado; su expresión no parecía la de alguien que espera que le saquen una foto.
—¿Quién es?
—Era la novia de Gaynor hasta hace cinco meses.
—¿Tiene alguna minusvalía? —Miré aquel rostro atractivo de expresión franca; por la foto no se podía saber.
—Es Wanda la Tragamillas. Ha conseguido convertir en negocio su silla de ruedas. Hay gente que se la rifa.
—¿En serio? —Lo miré sin poder evitar que los ojos se me abrieran como platos. Una prostituta en silla de ruedas… Demasiado raro para mí. Sacudí la cabeza—. Vale. ¿Dónde puedo encontrarla?
—Nosotros también queremos ir.
—Por eso tenías la foto aparte.
—Wanda no soltará prenda si te presentas sola. —Ni siquiera tuvo el detalle de simular vergüenza.
—¿Ya ha hablado con tu compañera? —Irving frunció el ceño, y sus ojos perdieron el brillo de triunfo. Sabía qué significaba aquello—. No quiere hablar con la prensa, ¿verdad?
—Tiene miedo de Gaynor.
—No es para menos.
—¿Y por qué esperas que te cuente a ti lo que no nos cuenta a nosotros?
—¿Por mi irresistible encanto personal?
—Menos lobos, Blake.
—¿Qué sitios frecuenta?
—Ah, mierda. —Irving apuró el whisky de un trago—. Trabaja en un putero que se llama El Gato Pardo.
¿Sería por la peli o por aquello de que de noche, todos los gatos…? Qué ingenioso.
—¿Dónde está?
Contestó Luther, aunque no lo había visto volver.
—En la calle principal del Tenderloin: Grand, esquina con la Veinte. Pero no deberías ir sola.
—Soy mayorcita.
—Sí, pero no lo pareces, y no creo que te apetezca liarte a tiros con el primer mindundi que te meta mano. Si vas con alguien que imponga un poco, todo eso que te ahorras.
—Yo no iría solo, desde luego —dijo Irving encogiéndose de hombros.
No me hacía gracia reconocerlo, pero tenían razón. Puede que sea una matavampiros de la hostia, pero no se me nota a simple vista.
—De acuerdo, me llevaré a Charles. Tiene pinta de poder vérselas sólito con un equipo de fútbol americano, aunque es un pedazo de pan.
—Pues no dejes que vea según qué cosas —dijo Luther, riendo mientras soltaba el humo—, no sea que se te desmaye.
Pobre Charles; se desmaya una vez en público, y la gente le cuelga el sambenito.
—Lo mantendré a salvo.
Dejé en la barra más dinero del necesario. No es que Luther me hubiera dado demasiada información, pero siempre me proporcionaba datos muy útiles. En cualquier caso, valían mucho más de lo que le pagaba, pero no se quejaban porque estaba relacionada con la policía. Dave el Muerto había sido poli, pero sus superiores lo echaron por convertirse en nomuerto. Qué gente más quisquillosa. Él se seguía haciendo el ofendido, pero en realidad quería echar una mano, así que me daba la información a mí, y yo les transmitía a sus antiguos compañeros lo que me parecía.
En aquel momento, Dave apareció por la puerta de detrás de la barra. Miré las ventanas oscuras; no se notaba nada, pero si el dueño del bar estaba en pie, ya era de noche. Mierda. Me tocaba volver al coche rodeada de vampiros. Por lo menos llevaba la pistola; algo es algo.
Dave es alto y corpulento, y el pelo castaño le empezaba a clarear cuando murió. No había seguido perdiéndolo, pero tampoco lo había recuperado. Me dedicó una sonrisa suficientemente amplia para que le viera los colmillos, y un murmullo de nerviosismo recorrió el bar. Los susurros se extendieron como las ondas en un estanque. Había aparecido un vampiro: empezaba el espectáculo.
Nos saludamos con un apretón de manos. La de Dave estaba cálida, firme y seca, y él estaba sonrosado y alegre: ya había comido. ¿Se habría dejado la víctima? Seguro que sí. Dave no era mal tipo para ser un nomuerto.
—Luther me dice muchas veces que has estado, pero siempre vienes de día. Me alegro de que te hayas quedado un poco más.
—La verdad es que tenía intención de salir del barrio antes de que se hiciera de noche.
Frunció el ceño.
—¿Vas preparada? —me preguntó.
Le dejé entrever la pistola, y el metomentodo de Irving abrió los ojos desmesuradamente.
—¡Vas armada! —Pareció que lo decía a gritos, pero no.
El bullicio se había convertido en un murmullo de expectación. Suficiente para que nos oyeran los parroquianos, pero a eso habían ido: a escuchar a los vampiros, a hacerles confidencias a los muertos.
—¿Por qué no lo publicas en portada? —dije bajando la voz.
—Lo siento. —Irving se encogió de hombros.
—¿De qué conoces a nuestro intrépido reportero? —preguntó Dave.
—A veces me ayuda a investigar.
—Vaya, vaya, investigar. —Sonrió sin que se le vieran los colmillos; un truco que se aprendía con los años—. ¿Luther te ha dado el recado?
—Sí.
—¿Vas a ser lista o tonta?
Dave es un poco bestia, pero me cae bien de todas formas.
—Tonta, probablemente.
—Ya sé que tienes una relación muy especial con el nuevo amo, pero no te confíes. Sigue siendo un maestro vampiro, y siempre es peligroso joderlos. No te busques un lío con él.
—Eso es justamente lo que pretendo evitar.
Dave sonrió tanto que se le vieron los colmillos.
—¡Mierda! ¿Quieres decir que…? Naaa, lo que quiere es algo más que echar un buen polvo.
Así que consideraba que yo tenía un buen polvo. Todo un detalle por su parte. Supongo.
—Sí —confirmé.
—¿De qué va esto, Anita? —dijo Irving. Muy buena pregunta. La conversación lo tenía dando saltitos en el taburete.
—No es asunto tuyo.
—Anita…
—No seas cargante, Irving.
—¿«No seas cargante»? No había oído esa expresión desde que murió mi abuela.
—Pues deja de darme el coñazo —le dije con firmeza, mirándolo a los ojos—. ¿Te gusta más así?
—Sólo intento hacer mi trabajo —dijo extendiendo los brazos en un gesto de rendición.
—Pues hazlo en otro sitio. —Me bajé del taburete.
—Ha dado instrucciones de localizarte —me dijo Dave—. Si algún vampiro actúa con exceso de celo…
—¿Quieres decir que emplearían la fuerza? —Asintió—. Llevo pistola, crucifijo y toda la pesca. No te preocupes.
—¿Te acompaño al coche? —preguntó Dave.
—Gracias mil —dije mirándolo a los ojos marrones y sonriendo—, pero puedo cuidarme sola.
La verdad era que muchos vampiros estaban cabreados con Dave por facilitarle información al enemigo. Yo era la Ejecutora, y si un vampiro se pasaba de la raya, me avisaban a mí para que le parase los pies. Con los nomuertos no había cadena perpetua ni hostias: pena de muerte o nada. Las cárceles no eran para los vampiros.
En California lo habían intentado, pero un maestro vampiro se les escapó, y se cargó a veinticinco personas en una sola noche. No les chupó la sangre; sólo las mató. Supongo que el encierro lo había puesto de mal humor. Las puertas y los guardas estaban cubiertos de crucifijos, pero el caso es que sólo funcionan si quien los lleva cree en ellos y, desde luego, dejan de funcionar en cuanto un maestro vampiro convence a alguien para que se los quite.
Para los vampiros, yo era el equivalente de la silla eléctrica y, qué sorpresa, no les caía muy bien.
—Yo la acompaño —dijo Irving. Pagó sus copas y se levantó. Yo llevaba el carpetón debajo del brazo, y al parecer, no estaba dispuesto a perderlo de vista. Cojonudo.
—Tendrá que protegerte a ti también —dijo Dave.
Irving abrió la boca para contestar, pero se lo pensó mejor. Podía decirles que era licántropo, pero no quería que nadie se enterase. Se esforzaba mucho, mucho por parecer completamente humano.