—¿Se me nota?
—Un poco.
—Debería llamarte
ma vérité
, Anita. Siempre me dices la verdad.
—¿Eso es lo que significa
vérité
? ¿Verdad? —pregunté.
Asintió.
Me encontraba mal. Picajosa, malhumorada, inquieta… Estaba furiosa con Harold Gaynor por haber convertido a Wanda en su víctima; con Wanda, por haberlo permitido, y conmigo, por no ser capaz de hacer nada. Estaba de uñas con el mundo en general. Para colmo de males, ya sabía qué quería Gaynor de mí, y eso no me hacía sentir mejor.
—Siempre existirán las víctimas, Anita. No puedes evitar que existan los depredadores y las presas.
—¿No habíamos quedado en que ya no puedes leerme el pensamiento?
—Pero sí la cara, y además te conozco.
No me hacía gracia que Jean-Claude supiera tanto de mí, que estuviera tan familiarizado con mis expresiones.
—Lárgate, ¿quieres?
—Como desees,
ma petite
.
Y con las mismas, se marchó. Una ráfaga de viento, y ya no estaba.
—Numerero —murmuré. Me quedé de pie en la acera y noté el sabor incipiente de las lágrimas en la garganta. ¿Por qué quería llorar por una puta a la que acababa de conocer? ¿O era por la injusticia del mundo en general?
Jean-Claude tenía razón: siempre habría depredadores y presas. Y yo me había esforzado mucho para pertenecer al primer grupo. Era la Ejecutora. Entonces, ¿por qué me identificaba siempre con las víctimas? Y ¿por qué la desesperación de la mirada de Wanda me avivaba el odio hacia Gaynor más que nada me hubiera hecho a mí?
Eso. ¿Por qué?
Sonó el teléfono. Sólo moví los ojos, lo justo para mirar el reloj: las siete menos cuarto de la mañana. Mierda. Seguí tumbada, y estaba a punto de volver a dormirme cuando saltó el contestador.
—Soy Dolph. Hemos encontrado otro. Llámame al busca.
Busqué el teléfono a tientas y tiré el auricular. Lo recogí.
—Hola, Dolph, estoy aquí.
—¿Una noche movida?
—Sí. ¿Qué pasa?
—Nuestro amigo les ha cogido el gusto a las viviendas unifamiliares. —Tenía la voz ronca por la falta de sueño.
—Virgen santa. No me digas que se ha cargado a otra familia.
—Eso me temo. ¿Puedes salir?
Era una pregunta estúpida, pero no se lo comenté. Se me había caído el alma a los pies. No quería volver a pasar por lo de la casa de los Reynolds; no creía que mi imaginación pudiera con ello.
—Dame la dirección y voy para allá. —Me la dio—. ¿Saint Peters? No está muy lejos de Saint Charles, pero aun así…
—Aun así, ¿qué?
—Es un trecho muy largo si sólo lo recorrió en busca de otra casa con jardín. Hay montones mucho más cerca, así que ¿por qué fue tan lejos?
—¿Me lo preguntas a mí? —En su voz había algo parecido a la risa—. Pásate por la escena del crimen, mi querida experta en vudú, y busca la respuesta.
—¿Es tan espeluznante como la última casa?
—Igual o peor. Espeluznante se queda corto. —Seguía sonando como si estuviera riéndose, pero su voz tenía un matiz de amargura.
—No es culpa tuya —le dije.
—Díselo a mis superiores. Están de los nervios y quieren que rueden cabezas.
—¿Has conseguido la orden de registro?
—La tendré a última hora de la tarde.
—¿En pleno fin de semana?
—Ya te he dicho que están de los nervios. Ven cuanto antes, Anita. Todos queremos irnos a casa.
Colgó el teléfono, así que no me molesté en despedirme.
Otro asesinato. Mierda, mierda, mierda y más mierda. Vaya forma de pasar la mañana del sábado. Pero en fin, por lo menos nos iban a dar la orden de registro. El problema era que no sabía qué buscar; no tenía nada de experta en vudú. Igual debería pedirle a Manny que me acompañara, pero no me apetecía ponérselo a tiro a Dominga, no fuera que a ella le diera por negociar con la policía y delatarlo. El sacrificio humano no prescribe; aún podían condenarlo por lo que había hecho, y aquella mujer era más que capaz de cambiar a mi amigo por su vida y, de rebote, hacerme sentir culpable. Sí, eso le encantaría.
La luz del contestador estaba parpadeando. ¿Por qué no me había fijado antes de irme a dormir? Me encogí de hombros; misterios de la vida. Pulsé el botón.
—¿Anita Blake? Soy John Burke. He recibido tu mensaje. Llámame, sea la hora que sea. Quiero saber todo lo que puedas contarme. —Dejó un número de teléfono y colgó.
Estupendo: una escena de crimen, una excursión al depósito de cadáveres y una visita a Vudulandia, todo en un solo día. Hala, otra vez con la agenda llena de marrones, como la noche anterior y la anterior. Eso sí que era estar de racha.
Delante de la casa había un poli de uniforme echando las papas en un cubo de basura elefantiásico. Mala señal. En la acera de enfrente había una furgoneta de algún informativo. Peor señal. No sabía cómo se las había apañado Dolph para mantener apartados a los periodistas hasta entonces. Los acontecimientos pedían a gritos titulares del estilo de «Los zombis masacran una familia» o «Un zombi asesino en serie anda suelto». Virgen santa, la que se iba a montar.
Los de la televisión, con su presentador trajeado y con micrófono, me observaron mientras caminaba hacia el cordón policial amarillo. Cuando me puse la identificación en el cuello de la camisa, todos los miembros del equipo se acercaron al unísono. El policía que controlaba el cordón los contuvo, y avancé sin mirar atrás. Nunca hay que mirar atrás cuando se tiene a los periodistas respirando en el cogote, porque aprovechan para abalanzarse.
—Señorita Blake, por favor, ¿unas declaraciones? —gritó el rubio del traje.
No deja de hacerme gracia que me reconozcan, pero me hice la sueca y seguí andando con la cabeza gacha.
No hay nada que se parezca más a una escena de crimen que otra escena de crimen, aunque cada una tiene sus peculiaridades pesadillescas. La casa era bonita, de una sola planta. Yo estaba en un dormitorio, y un ventilador de techo giraba lentamente con un ligero chirrido, como si estuviera mal atornillado por un lado.
Más vale concentrarse en alguna nimiedad, como la forma en que la luz atravesaba las persianas, pintando las paredes a rayas. Mejor no mirar lo que había en la cama. No quería mirarlo; no quería verlo.
Pero no había más remedio. Tenía que examinarlo, porque igual encontraba alguna pista. Ya, y los cerdos vuelan. Aun así, la esperanza es lo último que se pierde. Menuda zorra insidiosa, la esperanza.
Un cuerpo humano contiene algo más de siete litros de sangre; por mucha que se vea en las películas, nunca es suficiente. Probad a derramar siete litros de leche en el suelo del dormitorio, mirad la que se monta y multiplicad eso por… No sé por cuánto, pero había demasiada sangre para ser de una sola persona. La alfombra estaba encharcada y hasta salpicaba al pisarla, como el barro después de la lluvia. Antes de llegar a la cama tenía teñidas de rojo las deportivas blancas.
Lección aprendida: para estas cuestiones es mejor llevar calzado negro.
El olor se podía masticar; menos mal que estaba el ventilador. Era una mezcla de matadero y letrina: sangre y mierda. Es el olor más habitual de una muerte reciente.
Las sábanas no cubrían sólo la cama, sino también gran parte del suelo, a su alrededor. Era como si hubieran tirado servilletas de papel gigantes para recoger el mayor charco de zumo de tomate del mundo. Estaba segura de que debajo había montones de cachitos de cadáver; los bultos eran demasiado pequeños para que hubiera un cuerpo entero. No había ni uno suficientemente grande.
—No me hagas mirar, por favor —susurré en la habitación vacía.
—¿Cómo?
Di un brinco y me encontré con que tenía a Dolph detrás.
—Me has dado un susto de muerte.
—Para sustos, espera a ver lo que hay debajo de las sábanas.
No quería ver qué ocultaban todas aquellas sábanas empapadas de sangre. Ya había visto suficiente para toda la semana; dos noches atrás había sobrepasado mi tasa de casquería, y con creces.
Dolph esperaba en el umbral. No me había fijado hasta aquel momento en que tenía patas de gallo. Además estaba pálido y necesitaba afeitarse.
Todos necesitábamos algo. Pero antes tenía que mirar debajo de las sábanas. Si él había sido capaz, yo también. Sí, claro.
—Que venga alguien a ayudarnos a levantar los trapos —gritó Dolph, asomándose al pasillo—. Cuando Blake haya examinado los restos podremos irnos a casa. —Creo que añadió eso porque nadie se había acercado a ayudar; qué raro que no les apeteciera—. Zerbrowski, Perry, Merlioni, moved el culo.
—Hola, Blake —dijo Zerbrowski al entrar. Tenía unas ojeras que parecían cardenales.
—Hola. Estás hecho un asco.
—Y tú estás fresca como una rosa —contestó exhibiendo una amplia sonrisa.
—Desde luego.
—¡Señorita Blake! Es un placer volver a verte —dijo Perry.
No pude evitar sonreír. Era el único policía capaz de mantener las formas hasta con restos sanguinolentos alrededor.
—Lo mismo digo, inspector Perry.
—¿Podemos seguir con esto, o pensáis fugaros juntos? —dijo Merlioni. Era alto, aunque no tanto como Dolph; claro que no existe nadie tan alto como Dolph. Tenía el pelo corto canoso y rizado, con remolinos encima de las orejas. Llevaba una camisa blanca de vestir arremangada, y la corbata aflojada. La pistola le formaba un bulto a un lado del pantalón, como si llevara una cartera repleta.
—Ya que tienes tanta prisa —le dijo Dolph—, levanta tú la primera sábana.
—Vale. —Merlioni suspiró, se acercó a una sábana y se agachó—. ¿Estás preparada, niñata?
—Más vale ser una niñata que ser un espagueti —dije. Sonrió—. Venga, adelante.
—Empieza el espectáculo. —Merlioni empezó a levantar la sábana lentamente, para despegarla de lo que ocultara.
—Échale una mano, Zerbrowski —dijo Dolph.
Zerbrowski no protestó; debía de estar cansado. Los dos hombres levantaron la sábana a la vez, con un movimiento pringoso. La luz de la mañana atravesó la sábana roja y avivó el tono de la alfombra, o puede que la mostrara tal como estaba. Mientras los hombres sujetaban la tela, de las esquinas caían goterones, como si fueran grifos estropeados. Era la primera vez que veía una sábana empapada de sangre. Cuántas cosas nuevas en un solo día.
Escudriñé la alfombra, intentando distinguir algo, pero sólo veía un montículo de bultos pequeños. Me arrodillé, y la sangre me empapó los vaqueros. Estaba fría. Supongo que habría sido peor que estuviera caliente.
El trozo más grande, de superficie húmeda y lisa, mediría poco más de diez centímetros. Era rosa y tenía un aspecto sano; un fragmento de intestino delgado. Justo al lado había un pedazo más pequeño. Lo examiné, pero cuanto más lo miraba, menos capaz me sentía de identificarlo. Podría haber sido un trozo de carne de cualquier animal. Qué coño, el intestino tampoco tenía por qué ser humano. Pero lo era; de lo contrario yo no estaría allí.
Le di un golpecito al fragmento pequeño con el dedo enguantado Aquella vez me había acordado de llevar guantes de látex; bien por mí. Era algo húmedo, denso y sólido. Tragué saliva, pero eso no me ayudó a averiguar qué había tocado. Los dos trozos parecían bocados escupidos, las migajas que habían quedado en la mesa. Virgen santa.
—Siguiente —dije poniéndome en pie. Había hablado con voz normal y firme. Qué mayor.
Hicieron falta cuatro hombres para levantar la sábana que cubría la cama, uno por cada esquina. Merlioni maldijo y dejó caer la suya. La sangre le había goteado por el brazo y le había llegado a la camisa.
—Pobrecito, se ha manchado —dijo Zerbrowski.
—Pues sí, joder. Esto es un asco.
—Me temo que la señora de la casa no tuvo tiempo de limpiar antes de tu visita, Merlioni —dije. Vi los restos de la susodicha en la cama, así que levanté la mirada hacia Merlioni—. ¿O es que el espagueti no puede con la boloñesa?
—Puedo con todo lo que seas capaz de preparar con esto.
—No creo. —Fruncí el ceño y sacudí la cabeza.
—¿Os vais a poner a apostar? —dijo Zerbrowski.
Dolph no nos detuvo, ni nos recordó que eso era la escena de un crimen, no un patio de colegio. Sabía que teníamos que bromear para conservar la cordura. No podía mirar aquello sin ponerme irónica; me volvería loca. Los policías tienen un sentido del humor bastante retorcido, pero no hay más remedio.
—¿Cuánto? —preguntó Merlioni.
—Una cena para dos en Tony's —propuse.
Zerbrowski silbó.
—Hala, qué bestia.
—Puedo permitírmelo —dije—. ¿Trato hecho?
—Mi mujer y yo llevamos siglos sin ir —dijo Merlioni, tendiéndome la mano ensangrentada. Se la estreché. La sangre fría se me quedó pegada en el guante y noté la humedad como si la tuviera en la piel, aunque era mentira. Los sentidos me engañaban: sabía que cuando me quitara los guantes tendría las manos secas, pero aun así era escalofriante.
—¿Cómo y cuándo? —preguntó Merlioni.
—Aquí y ahora.
—Hecho.
Volví a centrarme en la carnicería con ánimos renovados. Quería ganar la apuesta; no pensaba darle el gustazo a Merlioni. Así podía concentrarme en algo distinto de lo que había en la cama.
Era la mitad izquierda de una caja torácica, aún con el pecho en su sitio. ¿La señora de la casa? Todo era de un rojo escarlata intenso, como si lo hubieran rociado con pintura brillante, y costaba distinguir los fragmentos. También había un brazo izquierdo delgado, de mujer.
Le moví los dedos sin dificultad. En el anular llevaba una alianza.
—No tiene rigor mortis. ¿Qué opinas, Merlioni?
Se acercó a mirar la mano. No pensaba ser menos, así que se puso a toquetearla y le dio la vuelta por la muñeca.
—Puede que se le haya pasado. Ya sabes que el rigor mortis no dura mucho.
—¿Crees que han transcurrido casi dos días? —Negué con la cabeza—. La sangre está demasiado fresca. Aún no ha llegado el rigor mortis; murió hace menos de ocho horas.
—No está mal, Blake —dijo asintiendo—. Pero ¿qué me dices de esto? —Clavó el dedo en la caja torácica con suficiente fuerza para hacer temblar el pecho.
Tragué saliva. Estaba dispuesta a ganar la apuesta.
—No sé. Vamos a ver; ayúdame a darle la vuelta. —Lo miré a la cara mientras hablaba. ¿Palideció un poco? Puede.