—Ayudando a la policía a capturar a un sospechoso. La cosa se nos fue de las manos…
—¿Y qué ha sido del sospechoso? —preguntó Bruno.
—Está muerto.
Una expresión cruzó su cara, demasiado deprisa para interpretarla. ¿Podría ser de respeto? Naaa.
—Sabe por qué la hemos traído aquí, ¿verdad?
—Porque quiere que le levante un zombi.
—Un zombi muy antiguo, sí.
—Ya he rechazado su oferta dos veces. ¿Qué le lace pensar que a la tercera va la vencida?
—Bueno, señorita Blake —dijo risueño—, estoy seguro de que a Bruno y a Tommy se les ocurrirá la forma de sacarla de su error. Sigo dispuesto a pagarle un millón de dólares por levantar al zombi. La oferta sigue en pie.
—La última vez, Tommy me ofreció un millón y medio.
—Eso era por venir voluntariamente. No le podemos pagar la tarifa completa cuando nos obliga a correr tantos riesgos.
—¿Como el de ir a la cárcel por secuestro?
—Exactamente. Ya ha perdido quinientos mil dólares por ser tan obstinada. ¿De verdad cree que vale la pena?
—No pienso matar a un ser humano sólo porque a otro le dé por buscar tesoros.
—Ah, sí, mi querida Wanda ha estado largando.
—Es fácil de deducir, Gaynor. He leído un expediente sobre usted en el que se mencionaba su obsesión con la familia de su padre. —Era una mentira descarada. Al parecer, sólo lo sabía su ex.
—Me temo que es demasiado tarde. Sé que Wanda habló con usted. Lo ha confesado todo.
Me quedé mirándolo, intentando interpretar su semblante afable.
—¿Qué quiere decir con eso de que ha confesado?
—Que Tommy se ha encargado de interrogarla. No es un artista de la talla de Cicely, pero hace menos destrozos. No me gustaría que le pasara nada malo a mi Wanda.
—¿Dónde está ahora?
—¿Le importa lo que le pase a una puta? —Me observaba con los ojos brillantes, muy atento. Estaba evaluando mis reacciones.
—La verdad es que me da igual —contesté con la esperanza de que mi expresión fuera tan indiferente como mi voz. No parecían tener intención de matarla, pero si creían que podían usarla para convencerme, quizá le hicieran algo.
—¿Está segura?
—Yo no soy quien se acostaba con ella. Por mí como si se opera.
Gaynor sonrió.
—¿Cómo puedo convencerla para que levante el zombi?
—No estoy dispuesta a cometer un asesinato por usted, Gaynor. No me cae tan bien.
Suspiró, y su cara redondeada adoptó el aspecto de una muñeca repollo tristona.
—No me va a poner las cosas fáciles, ¿eh, señorita Blake?
—No sé cómo facilitárselas. —Me apoyé en la cabecera de madera resquebrajada. Estaba bastante cómoda, pero aún me sentía un poco alelada. Nada demasiado grave, dadas las circunstancias, y siempre era mejor que estar inconsciente.
—Aún no nos hemos puesto serios con usted —dijo Gaynor—. La reacción de la acepromacina con la otra medicación fue accidental; no se la provocamos a propósito.
Podía habérselo rebatido, pero me abstuve.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora?
—Tenemos sus pistolas —dijo Gaynor—. Desarmada, tan sólo es una mujer indefensa a merced de dos hombres fuertes.
—Estoy acostumbrada a tratar con abusones, Harry —dije con una sonrisa.
—Llámeme Harold o Gaynor, pero nunca Harry. —Parecía afectado.
—Vale. —Me encogí de hombros.
—¿No la intimida ni un poquito estar en nuestras manos?
—Eso habría que verlo.
—¿De dónde sacará tanto aplomo? —preguntó mirando a Bruno. El gorila no contestó; se limitó a mirarme con sus ojos vacuos de muñeca. Ojos de guardaespaldas: atentos, desconfiados e inexpresivos, todo a la vez—. Demuéstrale que vamos en serio.
Bruno sonrió, con un lento ensanchamiento de los labios que no añadió expresividad a sus ojos. Relajó los hombros e hizo unos estiramientos contra la pared, sin dejar de mirarme.
—Supongo que me toca hacer de saco de boxeo —dije.
—Ni yo mismo lo habría expresado mejor —contestó Gaynor.
Bruno se apartó de la pared, preparado e impaciente. Vaya. Me levanté por el otro lado de la cama; no me apetecía que Gaynor me sujetase. Los brazos de Bruno tenían aproximadamente el doble de alcance que los míos, y sus piernas eran interminables. Me sacaría más de veinte kilos, todos ellos invertidos en músculo. Iba a salir muy malparada, pero dado que no se habían molestado en atarme, pensaba ponerles las cosas difíciles. Además, me daría por satisfecha si de paso lograba dejarlo maltrecho.
Me aparté de la cama, dejé los brazos colgando, relajados, y adopté la postura ligeramente agazapada que usaba en el tatami. Dudaba que el judo fuera el arte marcial favorito de Bruno; seguro que prefería el kárate o el taekwondo.
Él estaba en una postura rara, a medio camino entre una equis y una te. Daba la impresión de que le habían retorcido las rodillas, pero en cuanto avancé retrocedió rápidamente, como un cangrejo, y se puso fuera de mi alcance.
—¿Jujitsu? —Era una pregunta retórica. Bruno arqueó una ceja.
—Poca gente lo reconoce.
—Ya ves.
—¿Lo practicas?
—No.
—Entonces lo vas a pasar mal —dijo sonriente.
—Lo pasaría mal aunque supiera jujitsu.
—Sería un combate justo.
—Si los contendientes son igual de hábiles, el tamaño importa. El más corpulento tiene todas las de ganar. —Me encogí de hombros—. No es que me haga gracia, pero así son las cosas.
—Te lo tomas con mucha calma.
—¿Me serviría de algo ponerme histérica?
—No —dijo sacudiendo la cabeza.
—Entonces será mejor que pase el mal trago cuanto antes, como un machote, si me permites la expresión.
Bruno frunció el ceño. Estaba acostumbrado a que la gente le tuviera miedo, pero yo no me asustaba. Estaba resignada a encajar la paliza, y aquello me tranquilizaba en cierto modo. Me iban a pegar; no era agradable, pero ya me había mentalizado. Podía soportarlo. No sería la primera vez. Y si tenía que elegir entre llevarme una paliza y realizar un sacrificio humano, me quedaba con lo primero.
—No sé si ya estás lista…
—Pero allá vas. —Terminé la frase por él. Me estaba hartando de tanta chulería—. Pégame o ponte recto, que en esa postura estás ridículo.
Su puño avanzó hacia mí como un relámpago oscuro, y lo bloqueé con un brazo. Se me durmió. Una de sus largas piernas salió disparada y me dio de lleno en la boca del estómago. Me doblé del dolor, como cabía esperar, mientras se me vaciaban los pulmones de golpe, y su otro pie subió a encontrarse con mi mejilla, la misma en la que me había golpeado Seymour. Caí al suelo, sin saber muy bien a qué parte del cuerpo consolar primero.
Bruno intentó darme otra patada; la intercepté con las dos manos y me puse de pie rápidamente, con la esperanza de atraparle la pierna y dislocarle la rodilla, pero él se zafó de un salto.
Me dejé caer y sentí el rebufo causado por su pierna al pasar por el lugar donde estaba mi cabeza un segundo antes. Por lo menos, esa vez me había tumbado a propósito. Se cernió sobre mí en toda su altura, mientras yo me colocaba en posición fetal.
Cuando se me acercó, con la intención evidente de levantarme, le descargué los dos pies en la rodilla. Para descoyuntar la articulación hay que dar en el punto exacto.
La pierna se le dobló en un ángulo antinatural, y Bruno soltó un grito. Había funcionado. Coño, qué buena soy. No intenté seguir golpeando, ni quitarle la pistola; salí disparada hacia la puerta.
Gaynor intentó agarrarme, pero abrí y atravesé la puerta antes de que él pudiera hacer girar esa silla tan virguera. El pasillo estaba despejado: sólo había unas cuantas puertas, dos esquinas que a saber qué tenían a la vuelta… y Tommy.
Pareció sorprendido de verme. Se llevó la mano a la pistolera, pero le di un empujón en el hombro a la vez que le ponía la zancadilla. Empezó a caer hacia atrás, pero se agarró a mí, de modo que me dejé arrastrar por su caída, apañándomelas para empotrarle la rodilla en los huevos al aterrizar. Aflojó la presa lo suficiente para que pudiera ponerme fuera de su alcance. A mis espaldas se oían sonidos procedentes de la habitación. No volví la cabeza; si iban a pegarme un tiro, no quería verlo.
Estaba llegando a la esquina del pasillo cuando un olor me llamó la atención. Aminoré la marcha: al otro lado había un cadáver. ¿Qué habían estado haciendo mientras dormía?
Me volví para mirar a los hombres. Tommy seguía en el suelo, con las manos en la entrepierna, y Bruno estaba apoyado en la pared, con la pistola en la mano, aunque no me apuntaba. Gaynor, en su silla, sonreía.
Algo marchaba muy mal.
De repente, ese algo que marchaba muy mal dobló la esquina. No mediría más que un hombre alto, puede que un metro ochenta y poco, pero medía casi un metro y medio de ancho. Tenía dos piernas, o puede que tres; a saber. Su palidez era malsana, como la de todos los zombis, pero tenía al menos una docena de ojos. En el lugar que debería ocupar el cuello había una cara de hombre, de ojos oscuros, atentos y desprovistos de cualquier atisbo de cordura. De un hombro le salía una cabeza de perro putrefacta, que lanzó un mordisco en mi dirección. En el centro de aquel amasijo se veía una pierna de mujer, con zapato de tacón y todo.
La cosa avanzó hacia mí. Se arrastraba con varios brazos y dejaba un rastro babeante, como un caracol.
Dominga Salvador apareció detrás.
—Buenas noches, chica.
Si el monstruo me daba miedo, la visión de Dominga sonriente me asustó bastante más.
La cosa se había detenido en el pasillo, más o menos de rodillas, y jadeaba con sus innumerables bocas como si le faltara el aire.
O igual no le gustaba su propio olor; desde luego, a mí no me hacía ninguna gracia, pero no me servía de gran cosa taparme la boca y la nariz con el brazo. Todo apestaba a carne podrida.
Gaynor y sus guardaespaldas heridos se habían quedado en el otro extremo del pasillo. Puede que no les apeteciera estar cerca del animal de compañía de Dominga, y no puedo decir que no los entendiera. Fuera cual fuera el motivo, estaba sola con el monstruo y ella.
—¿Cómo has salido de la cárcel? —Mejor ocuparme primero de los problemas fáciles; en los incomprensibles ya pensaría después.
—Pagando la fianza.
—¿Así de deprisa, con una acusación de asesinato y el agravante de brujería?
—El vudú no es lo mismo que la brujería.
—La ley no hace distinciones en casos de asesinato —dije. Dominga se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa beatífica. Era la versión pesadillesca de una abuelita encantadora—. Has coaccionado al juez.
—Mucha gente me tiene miedo,
chica
. Deberías tomar nota.
—Ayudaste a Peter Burke a levantar al zombi para Gaynor. —Dominga no contestó; se limitó a sonreír—. ¿Por qué no lo levantaste tú misma?
—No quería que una persona con tan pocos escrúpulos como Gaynor me viera hacer un sacrificio humano; podría chantajearme.
—¿Y él no sabía que tenías que matar a alguien para hacerle el
gris-gris
a Peter?
—Exactamente.
—¿Has escondido aquí tus abominaciones?
—No todas. Me obligaste a destruir gran parte de mi trabajo, pero esto lo conservé. Entenderás por qué. —Pasó una mano por aquella piel pringosa.
Me estremecí. Sólo con pensar en tocar aquella quimera me entraban escalofríos. Sin embargo…
—¿Cómo lo has hecho? —La curiosidad me podía. Evidentemente, Dominga sabía más que yo de mi profesión.
—Supongo que puedes reanimar fragmentos de cadáveres.
—Sí. —Pura casualidad: no conocía a nadie más que fuera capaz.
—Pues resulta que he descubierto la forma de unir esos fragmentos.
—¿Unirlos? —Me quedé mirando horrorizada el bicho que tenía delante.
—Soy capaz de crear seres que no existían.
—Fabricar monstruos.
—Me da igual lo que pienses,
chica
. El caso es que he venido a persuadirte para que levantes el zombi de Gaynor.
—¿Por qué no lo levantas tú?
Me giré al oír la voz de Gaynor a mi espalda, y me puse contra la pared para poder verlos a todos, aunque no tenía claro que me sirviera de mucho.
—El poder de Dominga fracasó una vez, y esta es mi última oportunidad, la última tumba que tengo identificada. Prefiero no correr riesgos.
Dominga entrecerró los ojos, y sus manos apergaminadas se convirtieron en puños. No le hacía gracia que dudaran de sus aptitudes; eso sí que lo entendía.
—Le aseguro que ella lo haría mejor que yo, Gaynor.
—Si estuviera de acuerdo con usted, ya la habría matado: no la necesitaría.
Vaya. En eso no había caído.
—En fin, ya le ha pedido a Bruno que me ablande. ¿Qué viene ahora?
—Que una chica tan pequeña haya derribado a mis dos guardaespaldas… —Gaynor sacudió la cabeza.
—Ya le dije que con ella no funcionarían los métodos de persuasión tradicionales —dijo Dominga.
Observé el monstruo que tenía al lado. ¿Aquello era algún tipo de tradición?
—¿Y qué propone? —preguntó Gaynor.
—Un hechizo de instigación. Tendrá que obedecer mis órdenes, pero con alguien tan poderoso como ella llevará su tiempo. Si supiera más de vudú, sería imposible. Por suerte, aunque se le dé bien levantar zombis, no sabe casi nada.
—¿Cuánto tardaría?
—No creo que llegue a dos horas.
—Más vale que funcione —dijo Gaynor.
—No se atreva a amenazarme.
Mira qué bien. Con un poco de suerte, se matarían entre ellos.
—Con lo que le pago podría fundar un país, así que espero resultados.
—Es cierto que paga bien. —Dominga asintió—. No le fallaré. Además, si consigo que Anita realice un sacrificio humano, también podré obligarla a que me eche una mano en el negocio de los zombis, e incluso a que me ayude en la reconstrucción de lo que me hizo destruir. No deja de ser irónico, ¿no le parece?
Gaynor sonrió como un elfo demente.
—Me gusta la idea.
—Pues a mí no —dije.
—Harás lo que se te diga. —Me miró frunciendo el ceño—. Has sido muy mala.
¿Mala? ¿Yo?
Bruno se había acercado y estaba apoyado en la pared, apuntándome al pecho con pulso firme.
—No me importaría matarte ahora —dijo con la voz distorsionada por el dolor.
—Una rodilla dislocada duele que te cagas, ¿verdad? —pregunté con una sonrisa. Prefería que me pegaran un tiro a convertirme en sierva de la reina del vudú.