Authors: Lloyd Alexander
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil
Adaon les condujo hasta un espeso macizo de árboles y les indicó que desmontaran.
—No podemos quedarnos mucho tiempo —les advirtió—. Hay pocos escondites que los cazadores de Arawn no sean capaces de encontrar.
—¡Entonces quedémonos aquí y plantémosles cara! —exclamó el bardo—. ¡Un Fflam jamás escurre el bulto!
—¡Sí, sí! ¡Gurgi se enfrentará también a ellos! —afirmó Gurgi, que a duras penas si parecía capaz de sostenerse.
—Presentaremos batalla sólo si nos vemos obligados a ello —dijo Adaon—. Ahora son más fuertes que antes y no se cansarán tan de prisa como nosotros.
—Deberíamos hacerles frente ahora mismo —gritó Ellidyr—. ¿Es éste el honor que ganamos siguiendo a Gwydion? ¿Debemos permitir que se nos persiga y cace como a animales? ¿O acaso les tenéis demasiado miedo?
—No les temo —replicó Taran—, pero evitarles no supone ningún deshonor. Ésa es la orden que daría Gwydion, si estuviera aquí.
Eilonwy, pese a estar cansada y maltrecha, no había perdido el dominio de su lengua.
—¡Oh, callaos los dos! —les ordenó—. Os preocupáis demasiado del honor cuando deberíais estar pensando en un modo de volver a Caer Dallben.
Taran, que había permanecido apoyado en un árbol, alzó la cabeza. A lo lejos resonó un prolongado alarido, que fue respondido por otro y luego por otro más.
—¿Están abandonando la persecución? —preguntó—. ¿Hemos logrado dejarles atrás?
Adaon sacudió la cabeza.
—Lo dudo. No nos habrían perseguido hasta tan lejos para acabar dejándonos huir. —Montó nuevamente en Lluagor, moviéndose con rigidez a causa del cansancio—. Debemos seguir cabalgando hasta encontrar un sitio mejor en el que descansar. No tendríamos muchas esperanzas si cayeran sobre nosotros ahora.
Cuando Ellidyr se dirigía hacia Islimach, tan cansada como los demás, Taran le cogió del brazo.
—Luchaste bien, Hijo de Pen-Llarcau —le dijo en voz baja—. Creo que te debo la vida.
Ellidyr se volvió a mirarle con la misma expresión despectiva que Taran había notado en el bosquecillo.
—La deuda es pequeña —replicó—. Tú la valoras más que yo.
Emprendieron nuevamente la marcha y se adentraron en el bosque con toda la rapidez que les era posible. El día se había encapotado, volviéndose húmedo y frío. El sol, envuelto en deshilachadas nubes grises, apenas brillaba. Su avance se vio entorpecido por la maleza y las hojas mojadas parecían adherirse a los animales, que se debatían para librarse de ellas. Doli, que había estado montando con el cuerpo encogido, se irguió de repente y examinó atentamente los alrededores. Pareció distinguir algo que le animó de un modo extraño.
—Aquí hay gente del Pueblo Rubio —afirmó, al acercársele Taran.
—¿Estás seguro? —le preguntó Taran—. ¿Cómo lo sabes?
Por mucho que mirara, no lograba ver diferencia alguna entre esta parte del bosque y la que habían dejado atrás.
—¿Que cómo lo sé? ¿Cómo lo sé? —le replicó brusca mente Doli —. ¿Cómo sabes tú de qué modo has de comerte la cena?
Apretó con los talones los flancos de su poni y pasó como un rayo por delante de Adaon, el cual se detuvo, sorprendido. Doli desmontó de un salto y, tras examinar varios árboles, corrió rápidamente hacia los restos de un enorme roble cuyo tronco estaba hueco. Metió la cabeza dentro de éste y empezó a gritar tan fuerte como pudo.
Taran desmontó también y, con Eilonwy pisándole los talones, corrió hacia el árbol, temeroso de que el cansancio y las emociones del día hubieran acabado finalmente por enloquecer al enano.
—¡Ridículo! —murmuró Doli, sacando la cabeza del tronco—. ¡No puedo equivocarme de ese modo!
Se agachó hasta casi tocar el suelo, clavando los ojos en él, y empezó a hacer cálculos incomprensibles con los dedos.
—¡Eso debe ser! —gritó—. El rey Eiddileg nunca habría dejado que las cosas fueran tan mal.
Una vez dicho esto, pateó furiosamente las raíces del árbol. Taran estuvo seguro de que el enfadadísimo enano se habría metido dentro del tronco si la apertura hubiera sido lo bastante grande.
—¡Informaré de esto al mismísimo Eiddileg! —exclamó Doli—. ¡Es algo inaudito! ¡Es imposible!
—No sé qué estás haciendo —dijo Eilonwy, apartando al enano y acercándose al roble—, pero si nos dices de qué se trata quizá podamos ayudarte.
Al igual que había hecho el enano, Eilonwy miró en el interior del tronco hueco.
—No sé quién está ahí abajo —gritó—, pero nosotros estamos aquí arriba y Doli quiere hablar con vosotros. ¡Al menos podríais responder! ¿Me oís?
Eilonwy se apartó del roble y meneó la cabeza.
—Sean quienes sean, no son demasiado corteses. ¡Eso es peor que cuando alguien cierra los ojos para que no le veas!
Y entonces una voz, débil pero clara, brotó del tronco.
—Iros —dijo.
Doli apartó presurosamente a Eilonwy de un empujón y volvió a meter la cabeza en el tronco. Se puso a gritar nuevamente, pero la madera apagaba de tal modo el sonido que Taran no logró entender nada de la conversación, que consistió principalmente en largas parrafadas pronunciadas por el enano, a las que seguían breves respuestas.
Por último, Doli volvió a erguirse y les hizo una seña para que le siguieran. Cruzó rápidamente el bosque y, cuando hubo andado un centenar de pasos, bajó de un salto a un pequeño desnivel. Taran, que llevaba el poni del enano y también a Melynlas, se apresuró a reunirse con él. Adaon, Ellidyr y el bardo hicieron volver grupas rápidamente a sus monturas y fueron tras ellos.
El suelo estaba tan inclinado y cubierto de maleza que los caballos a duras penas lograban mantener el equilibrio, por lo que debían caminar con gran cuidado entre los arbustos y rocas. Islimach agitó sus crines y relinchó con nerviosismo. La montura del bardo estuvo a punto de caer e incluso Melynlas piafó brevemente, protestando ante lo difícil del camino.
Cuando Taran logró llegar por fin a suelo llano, Doli ya se había lanzado corriendo hacia la espesura y aguardaba, impaciente y mascullando maldiciones, ante un enorme grupo de arbustos espinosos. Para asombro de Taran, los arbustos empezaron a temblar como si alguien los estuviera removiendo desde el interior y luego, con abundante ruido de ramas que se partían, una grieta se abrió entre los espinos.
—¡Es un puesto avanzado del Pueblo Rubio! —exclamó Eilonwy—. ¡Sabía que hay muchos, repartidos por todos los sitios, pero sólo el bueno de Doli es capaz de encontrar uno!
Cuando Taran se reunió con el enano, la grieta era ya lo bastante ancha como para permitirle ver a una figura.
Doli metió la cabeza dentro para mirar.
—Así que eres tú, Gwystyl —dijo—. Tendría que habérmelo imaginado.
—Así que eres tú, Doli —replicó con tristeza una voz—. Ojalá me hubieras avisado.
—¡Avisado! —gritó el enano—. ¡Te daré algo más que un aviso si no abres! Eiddileg se enterará de esto. ¿De qué sirve un puesto semejante si no puedes entrar en él cuando te hace falta? Ya conoces las reglas: si cualquier miembro del Pueblo Rubio está en peligro… ¡Bueno, pues ahora ésa es exactamente nuestra situación! ¡Y, para rematarlo todo, podría haberme quedado ronco chillando! —Y lanzó una furiosa patada a los arbustos.
La otra figura emitió un largo y melancólico suspiro y la apertura se ensanchó todavía más. Taran vio entonces a una criatura que, al primer vistazo, parecía un amasijo de palos con unas telarañas flotando en la parte superior. Muy pronto se dio cuenta de que el extraño portero se parecía bastante a los otros miembros del Pueblo Rubio que había visto anteriormente en el reino de Eiddileg; aunque este individuo en concreto daba la impresión de necesitar con urgencia unas buenas reparaciones.
Al contrario que Doli, Gwystyl no era precisamente un enano. Era alto y extremadamente delgado. Su revuelta cabellera tenía un aspecto reseco y su nariz se desplomaba como agotada sobre su labio superior, el cual a su vez se abatía hacia su mentón, componiendo con ello una expresión francamente lúgubre. Tenía la frente constelada de arruguitas y sus ojos no paraban de hacer guiños nerviosos: daba la impresión de estar a punto de echarse a llorar. Sus hombros encorvados sostenían una túnica bastante sucia y medio rota, que no dejaba de estrujar con inquietud. Resopló varias veces, volvió a suspirar y, como a regañadientes, indicó a Doli con una seña que entrara.
Gurgi y Fflewddur se habían reunido con Taran; al verles, Gwystyl lanzó un gemido ahogado.
—Oh, no —dijo—, humanos no. Otro día, quizá. Lo siento, Doli, créeme, pero los humanos no.
—Vienen conmigo —le respondió secamente el enano—. Piden la protección del Pueblo Rubio y yo me encargaré de que la consigan.
El caballo de Fflewddur se agitó entre la espesura y lanzó un potente relincho; al oírlo, Gwystyl se golpeó la frente con la palma de la mano.
—¡Caballos! —dijo, casi sollozando—. ¡De eso, ni hablar! Haz entrar a tus humanos si es imprescindible, pero de caballos nada. Hoy caballos no, Doli, sencillamente hoy no estoy de humor para caballos. Por favor, Doli —gimió—, no me hagas esto. No me encuentro bien, la verdad es que no me encuentro nada bien. No puedo ni pensarlo… todos esos bufidos, el resonar de cascos, todas esas enormes cabezas huesudas… Además, no hay sitio. No queda ni un solo hueco para ellos.
—¿De qué lugar se trata? —preguntó Ellidyr con voz irritada—. ¿Adonde nos has traído, enano? Mi yegua no se apartará de mi lado. Podéis entrar vosotros en esa ratonera, si queréis. Yo me encargaré de proteger a Islimach.
—No podemos dejar las monturas arriba —le dijo Doli a Gwystyl, que ya había empezado a retroceder e intentaba escabullirse por el pasadizo —. Encuentra el espacio necesario o agranda el refugio, me da igual —le ordenó—. ¡Eso es todo!
Gimiendo y resoplando mientras movía la cabeza de un lado a otro, Gwystyl, con cara de no gustarle nada lo que hacía, acabó por abrir la puerta de par en par.
—Muy bien —suspiró—, metedlos dentro. Que entren todos. Y si conocéis a alguien más por aquí, invitadle también, no importa… Yo sólo sugería…, bueno, apelaba a tu generoso corazón, Doli. Pero ahora ya no importa, da igual.
Taran empezaba a pensar que Gwystyl tenía buenas razones para preocuparse. La entrada era apenas lo bastante alta para dejar pasar a los animales; la montura de Adaon, con su gran talla, tuvo dificultades para entrar. Islimach piafó, aterrada, al sentir que los espinos le arañaban los flancos.
Una vez rebasada la barrera, sin embargo, Taran pudo ver que se hallaban en una especie de galería, muy larga y con el techo bajo. Uno de los costados era de tierra sólida, y el otro estaba formado por una espesa pantalla de espinos y ramas a través de la que era imposible ver nada, aunque tenía las grietas y resquicios suficientes como para dejar entrar el aire.
—Supongo que podéis meter los caballos por ahí —suspiró Gwystyl, indicando vagamente con la mano hacia la galería—. Lo limpié todo hace poco, pero no esperaba verlo convertido en un establo. Adelante, da igual.
Entre toses y suspiros, Gwystyl condujo a los compañeros a través de un pasadizo que olía a moho. Taran vio que en uno de los lados se había excavado una recámara; estaba llena de raíces, líquenes y hongos que imaginó que serían la despensa del melancólico habitante de aquel lugar. El agua goteaba del techo o corría en riachuelos por la pared. Un olor a humedad y a hojas muertas flotaba en la atmósfera del pasadizo, que un poco más adelante se convertía en una estancia de forma redondeada.
En un hogar diminuto y recubierto de cenizas ardía vacilante un pequeño fuego de turba que emitía frecuentes bocanadas de un humo acre e irritante. Junto al hogar se encontraba un revuelto camastro de paja. Había una mesa rota y dos escabeles; de la pared, puestos a secar, colgaban gran cantidad de manojos de hierbas. Aunque se había hecho un intento de alisar algo los muros de la cueva, en bastantes lugares asomaban por ellos sinuosas raíces que parecían dedos. El lugar estaba tan caldeado que resultaba casi asfixiante; a pesar de ello, Gwystyl se estremeció y se envolvió más apretadamente en su túnica.
—Muy acogedor —observó Fflewddur, tosiendo violentamente.
Gurgi corrió hacia el fuego y, pese a la humareda, se acostó junto a él. Adaon, obligado a permanecer encorvado, no pareció darse cuenta del desorden y fue hacia Gwystyl, al que hizo una cortés reverencia.
—Os damos las gracias por vuestra hospitalidad —dijo—. Hemos pasado momentos bastante difíciles.
—¡Hospitalidad! —bufó Doli—. ¡Poca hemos visto de momento! Venga, Gwystyl, trae algo para comer y beber.
—Oh, claro, claro —murmuró Gwystyl—, si es que realmente queréis tomaros la molestia y el tiempo. ¿Cuándo dijisteis que os iríais?
Eilonwy lanzó una exclamación de placer.
—¡Mirad, tiene un cuervo domesticado! —Junto al fuego, en una rama de árbol que había sido tallada hasta formar una tosca percha, se encontraba agazapado un bulto sombrío que era en realidad un cuervo de gran tamaño. Taran y Eilonwy fueron rápidamente a verlo de cerca. El cuervo tenía el aspecto de una pelota rechoncha, con las plumas de la cola en bastante mal estado y el resto del plumaje tan hirsuto y desordenado como la cabellera de su amo, que tanto recordaba a una telaraña. Pero sus ojos eran tan agudos como brillantes, y en la mirada que clavaron sobre el rostro de Taran se habría dicho que se ocultaba cierta inteligencia. Lanzando unos secos graznidos, el cuervo se afiló el pico en la rama y ladeó la cabeza.
—Es un cuervo precioso —dijo Eilonwy—, aunque jamás había visto ninguno con unas plumas parecidas. Son bastante raras, pero resultan de lo más bonito cuando te acostumbras a ellas.
Dado que el cuervo no parecía oponerse a ello, Taran le acarició suavemente las plumas del cuello y luego pasó el dedo por su pico afilado y reluciente. De pronto recordó con tristeza a la cría de gwythaint con la que había terminado por trabar amistad (algo que, le parecía ahora, sucedió hacía mucho tiempo) y se preguntó qué habría sido de ella. Mientras tanto, el cuervo gozaba al verse objeto de tantas atenciones, ya que obviamente no estaba acostumbrado a recibirlas: con la cabeza aún ladeada y guiñando los ojos con expresión de felicidad, intentó pasar su pico por el pelo de Taran.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó Eilonwy.
—¿Nombre? —le replicó Gwystyl—. Oh, su nombre es Kaw. A causa de los ruidos que hace, ¿entiendes? Se parecen bastante a eso —añadió con expresión indecisa.