El Campeón Eterno (7 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El Campeón Eterno
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Tomé el rostro de Iolinda entre mis manos, me incliné hacia ella y la besé en la frente, y ella me besó en los labios y se fue.

—¿Te volveré a ver antes de la partida? —pregunté antes de que cruzara el umbral de la sala.

—Sí —respondió ella—. Si tenemos ocasión, amor mío.

Una vez se hubo marchado, no me sentí triste. Inspeccioné de nuevo la armadura y bajé al salón principal donde se encontraba el rey Rigenos con muchos de sus mejores ayudantes, que estudiaban un gran mapa de Mernadin y de las aguas entre éste y Necranala.

—Saldremos de aquí por la mañana —me indicó Rigenos señalando la zona portuaria de Necranal. El río Droonaa fluía a través de Necranal hasta el mar, y el puerto de Noonos, donde estaba reunida la escuadra—. Me temo que tendremos que celebrar una cierta ceremonia, Erekosë. Tendremos que efectuar algunos ritos que creo haberte explicado ya a grandes rasgos.

—Así es, en efecto —respondí—. Unos ritos que parecen más complicados que la propia guerra.

Los ayudantes, la flor y nata de sus capitanes, se echaron a reír ante mi comentario. Aunque se mostraban un tanto distantes y algo precavidos ante mi presencia, les caía bastante bien pues había demostrado (para mi propio asombro) tener un don natural para las tácticas y artes de la guerra.

—Sin embargo, la ceremonia es necesaria para el pueblo —dijo Rigenos—. Para mis súbditos, los rituales tienen algo de realidad, ¿comprendes? Así podrán experimentar ellos también, en cierto grado, lo que nosotros llevaremos a cabo.

—¿Nosotros? —exclamé—. ¿He oído bien? ¿significa eso que tú también vendrás con nosotros?

—En efecto —asintió Rigenos en voz baja—. He llegado a la conclusión de que es necesario.

—¿Necesario?

—Sí. —Comprendí que no deseaba profundizar más en el tema, especialmente ante los hombres que iban a mandar sus tropas.— Y ahora continuemos. Mañana tendremos que levantarnos muy pronto y queda mucho por discutir.

Mientras tratábamos esos asuntos finales de orden, tácticas y aprovisionamientos logísticos, estudié el rostro del rey como mejor pude.

Nadie suponía que fuera a viajar con sus ejércitos. Quedarse en la capital del reino no habría supuesto para él la menor pérdida de prestigio. Y, sin embargo, había tomado una decisión que le situaría en una posición de extremo peligro y que le obligaría a emprender acciones para las cuales no estaba en absoluto preparado.

¿Por qué había adoptado aquella decisión? ¿Para demostrarse a sí mismo que también podía luchar, quizá? Si de eso se trataba, ya lo había demostrado anteriormente. ¿Porque sentía celos de mí, entonces? ¿O más bien porque tampoco tenía plena confianza en mí? Estudié el rostro de Katorn pero no vi nada en sus facciones que indicara satisfacción. Katorn mostraba, simplemente, su aspecto hosco habitual.

Me encogí de hombros mentalmente. Las especulaciones a ese respecto no me llevarían a ningún sitio. Lo cierto era que el rey, un hombre que ya había perdido el vigor de la juventud, iba a venir con nosotros. Por lo menos, ello proporcionaría a los guerreros un impulso extra; asimismo, su presencia quizá contribuiría a controlar las especiales y particulares tendencias de Katorn.

Por fin, el grupo de jefes militares se dispersó y cada uno acudió a sus aposentos respectivos. Yo me acosté de inmediato y, antes de que el sueño me venciera, permanecí un rato acostado tranquilamente, pensando en Iolinda, en los planes de batalla que habíamos trazado y en los Eldren. Me pregunté cómo sería combatir a los Eldren, pues todavía no tenía una idea clara de cómo luchaban (salvo que lo hacían «con ferocidad y de modo traicionero»), y ni siquiera del aspecto que tenían (salvo que parecían «demonios surgidos de lo más profundo del infierno»).

Logré conciliar pronto el sueño, seguro de que algunas de mis dudas quedarían pronto resueltas, de un modo u otro.

La noche antes de zarpar hacia Mernadin, mi mente se llenó de extraños sueños.

Vi torres y pantanos y lagos y ejércitos y lanzas que disparaban llamas y máquinas voladoras metálicas cuyas alas batían como las de gigantescos pájaros. Vi flamencos de tamaño monstruoso, extraños cascos como máscaras que asemejaban los rostros de animales...

Vi dragones, enormes reptiles dotados de terribles venenos que surcaban unos cielos oscuros y aciagos. Contemplé una hermosa ciudad en llamas. Observé criaturas inhumanas que sabía que eran dioses. Vi a una mujer cuyo nombre me era desconocido, y junto a ella a un hombrecillo pelirrojo que parecía ser amigo mío. Y vi una espada una espada grande y negra, más poderosa que la que yo mismo tenía, una espada que quizá, sorprendentemente, era yo mismo...

Contemplé un mundo de hielo a través del cual avanzaban unas naves grandes y extrañas con las velas henchidas al viento, y unas bestias negras, como ballenas, que progresaban sobre interminables llanuras blancas.

Vi un mundo ¿o era un universo? que carecía de horizonte y estaba envuelto en una atmósfera semejante a un mosaico rico y lleno de joyas, continuamente cambiante y de la que surgían gentes y objetos, sólo para volver a desaparecer al instante. Se trataba de algún lugar más allá de la Tierra, de eso estaba seguro. Si, eso era: me encontraba a bordo de una nave espacial, pero de una nave que no viajaba por un universo concebido por el hombre.

Vi un desierto por el que avanzaba llorando sin compañía, mássolitario de lo que ningún hombre había estado nunca.

Vi una jungla, una selva de árboles primitivos y helechos gigantes. Y a través de los helechos contemplé unos edificios enormes y extraños, y vi que llevaba en la mano un arma que no era una espada ni un fusil, sino que era mucho más poderosa que ninguna de ambas...

Cabalgué sobre extrañas bestias y encontré gentes más extrañas todavía. Recorrí paisajes que resultaban a la vez hermosos y terribles.Piloté máquinas voladoras y naves espaciales y conduje carros. Sentí odio y me enamoré. Construí imperios y provoqué el hundimiento de naciones enteras y mate a muchos y fui muerto muchas veces. Triunfé y fui humillado. Y tuve muchos nombres, nombres que se agolparon como rugidos en mi mente. Demasiados nombres. Demasiados...

Y no encontré la paz. Sólo encontré muerte y fuego.

8. La partida

A la mañana siguiente, desperté y mis sueños se esfumaron y me dejaron con el ánimo encogido, introvertido, deseoso únicamente de una cosa.

Y esa cosa era un buen cigarro habano, un Coronas Major de Upmann.

Intenté apartar el nombre de mi mente. Por lo que recordaba, John Daker jamás había fumado un habano de esa marca. ¡Ni siquiera habría sabido diferenciar un habano de otro! ¿Cómo habría surgido ese nombre en mi cabeza? De inmediato, otro nombre me vino a ella: el de Jeremiah... Y también éste me resultó vagamente familiar.

Me incorporé en la cama y mientras contemplaba el aposento donde me hallaba, los dos nombres se fundieron con los otros muchos que habían surgido en el sueño. Me levanté y pasé a la cámara contigua, donde los esclavos estaban terminando de prepararme el baño. Me introduje en él con alivio y, mientras me lavaba, empecé a concentrarme de nuevo en el problema que se me presentaba. No obstante, una sensación de depresión continuaba acompañándome y, de nuevo, me pregunté durante un segundo si no estaría loco, envuelto en una especie de complicada fantasía esquizofrénica.

Cuando los esclavos me trajeron la armadura, empecé a sentirme mucho mejor. Admiré de nuevo su hermosura y la perfección del artesano que la había elaborado.

Y por fin había llegado el momento de ponérmela. Primero me enfundé la ropa interior, después una especie de pantalón con peto acolchado, y finalmente empecé a colocarme las distintas piezas, ajustándolas a mi cuerpo. Volvía a resultarme fácil atar cada una de sus correas. Era como si me hubiera enfundado la armadura cada uno de los días de mi vida, y todas las piezas eran exactamente de mi talla. Resultaba muy cómoda y casi no pesaba nada, aunque me cubría totalmente el cuerpo.

A continuación, me dirigí a la sala de armas y descolgué de la pared mi enorme espada. Me ajusté sobre la armadura el cinturón de placas metálicas y coloqué junto a mi cadera izquierda la mortífera arma, enfundada en su vaina protectora. Finalmente, alisé el penacho de crin teñida de escarlata sobre el casco, levanté la visera de éste y me dispuse a salir.

Los esclavos me escoltaron hasta el gran salón donde se habían reunido los pares de la humanidad para efectuar su último adiós a Necranal.

Los tapices que hasta entonces habían cubierto los muros forrados de plata batida habían sido retirados y en su lugar lucían ahora cientos de brillantes gallardetes. Eran los estandartes de los mariscales, capitanes y caballeros reunidos en la sala, situados según su rango y vestidos con sus más espléndidas galas.

El trono del rey había sido situado sobre un estrado especial. Sobre el estrado colgaba un dosel de color verde esmeralda, y tras él podían verse las banderas gemelas de los Dos Continentes. Ocupé mi lugar ante el estrado y me uní a la tensa espera del grupo, que aguardaba la presencia del rey. Previamente, los criados me habían enseñado las respuestas que debería recitar a lo largo de la ceremonia que iba a celebrarse.

Por fin, se oyó un gran estruendo de trompetas y el retumbar de los tambores marciales procedente de la galería situada sobre nuestras cabezas, y apareció el rey por una de las puertas.

El rey Rigenos parecía haber ganado en estatura, pues iba enfundado en una armadura dorada sobre la que colgaba una capa blanca y roja. Sobre el casco lucía su corona de hierro y diamantes. Avanzó con paso orgulloso hasta el estrado y subió hasta el trono, donde tomó asiento con ambos brazos posados en los respectivos apoyamanos.

Todos los presentes alzamos las manos en un saludo al unísono:

—¡Salve, rey Rigenos! —fue el rugido que salió de nuestras gargantas.

A continuación, nos postramos de rodillas. Yo fui el primero en hacerlo. Detrás de mí lo hizo el pequeño grupo de mariscales. Después de éstos venían un centenar de capitanes y, tras ellos, cinco mil caballeros, todos los cuales pusieron rodilla en tierra. Y alrededor de los guerreros, situados a lo largo de los muros del salón, se situaron los nobles ancianos, las damas de la corte, los soldados armados en posición de firmes, los esclavos y criados y los alcaldes de los diversos barrios de la ciudad, así como los de otras poblaciones de las diversas provincias en que se dividían los Dos Continentes.

Y toda la multitud contempló al rey Rigenos y a Erekosë, su Campeón.

El rey Rigenos se levantó de su trono y dio un paso hacia delante. Alcé la mirada hacia él y vi en su rostro una expresión seria y adusta y un porte majestuoso como jamás había observado en él hasta entonces.

Ahora notaba que la atención de los presentes se iba centrando únicamente en mí. Yo, Erekosë, Campeón de la humanidad, iba a ser su salvador, y todos lo sabían.

Incluso yo estaba seguro de ello, rebosante de confianza y orgullo.

El rey Rigenos alzó las manos, las extendió hacia la multitud y empezó a hablar:

—Erekosë, el Campeón, mariscales, capitanes y caballeros de la humanidad, nos dirigimos a la guerra contra el mal inhumano. Nos disponemos a luchar por algo más que una conquista o una derrota del enemigo. Vamos a luchar contra una amenaza que pretende destruir a toda nuestra raza. Nos disponemos a salvar a dos maravillosos continentes de la aniquilación total. El vencedor de esta guerra dominará toda la Tierra, y el perdedor será reducido a polvo y será olvidado como si jamás hubiera existido.

»La expedición que estamos a punto de emprender será decisiva. Con Erekosë al frente, nos apoderaremos del puerto de Paphanaal y de la provincia que lo circunda. Sin embargo, eso será sólo el inicio, el primer paso de nuestras campañas.

El rey Rigenos hizo una pausa y volvió a hablar sobre el impresionante silencio absoluto que parecía envolver el gran salón:

—Después de la primera, deberemos librar más batallas en poco tiempo para que la odiada Jauría del Mal sea destruida de una vez y para siempre. Los Eldren, hombres y mujeres e incluso niños, deben morir. Ya en otra ocasión les obligamos a huir a sus madrigueras en las montañas del Dolor, pero esta vez no debemos dejar que sobreviva ninguno de su raza. ¡Que sólo permanezca vivo su recuerdo durante algún tiempo, para así recordar qué es el mal!

Todavía arrodillado, alcé ambos brazos por encima de la cabeza y uní los dedos.

—Erekosë —dijo el rey Rigenos—. Tú que mediante el poder de tu voluntad eterna te has reencarnado de nuevo y has venido a nosotros en este tiempo de necesidad, tú serás el poder mediante el cual destruiremos a los Eldren. Tú serás la guadaña de la humanidad que caerá sobre nuestros enemigos y segará las cabezas de los Eldren. Tú serás el pico de la humanidad que desentierre las raíces de nuestros enemigos allí donde hayan crecido. Tú serás el fuego de la humanidad que quemará sus desperdicios hasta convertirlos en meras cenizas. Tú, Erekosë, serás el viento que dispersará esas cenizas como si jamás hubiesen existido. ¡Tú serás el destructor de los Eldren!

—¡Yo destruiré a los Eldren! —grité, y mi voz resonó en el gran salón como la de un dios—. ¡Yo destruiré a los enemigos de la humanidad! ¡Pasaré sobre ellos con mi espada Kanajana y les arrasaré con el corazón henchido de odio y crueldad y afán de venganza, y acabaré con todos los Eldren!

Tras mis palabras, un rugido ensordecedor se alzó a mis espaldas:

—¡Acabaremos con los Eldren!

El rey alzó entonces la mirada y sus ojos brillaban y en su boca había una expresión de intensa firmeza.

—Juradlo! —exclamó.

Los presentes estábamos embriagados por la atmósfera de odio y furor que envolvía el gran salón.

—¡Lo juramos! —rugimos todos—. ¡Vamos a destruir a los Eldren!

En los ojos del rey había ahora una mirada de odio extremo que se reflejó en su voz al decir:

—¡Id, pues, paladines de la humanidad! ¡Id, y destruid a esa carroña! ¡Limpiad nuestro planeta de esa basura de los Eldren!

Como un solo hombre, nos pusimos en pie y lanzamos nuestros gritos de guerra. Dimos media vuelta con aire marcial y salimos desfilando del gran salón, recorriendo el Palacio de las Diez Mil Ventanas, hasta aparecer bajo la luz del día, al aire libre, que vibraba con los vítores del pueblo que despedía a sus héroes.

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