Pero, mientras desfilábamos, un pensamiento cruzó por mi mente. ¿Dónde estaba Iolinda? ¿Por qué no había salido a mi encuentro? No habíamos tenido mucho tiempo antes de la ceremonia, pero yo había creído que, por lo menos, me haría llegar algún mensaje.
Recorrimos en glorioso desfile las calles serpenteantes de Necranal en aquel alborozado día con el sol refulgente en nuestras armas y nuestras corazas y nuestros estandartes de mil brillantes colores ondeando al viento.
Y yo abría la marcha. Yo, Erekosë, el Eterno, el Campeón, el Brazo Vengador, yo les guiaba. Llevaba los brazos levantados como si estuviera celebrando ya mi victoria. El orgullo henchía todo mi ser. Sabía qué era la gloria y disfrutaba de ella. Así era como se debía vivir: como guerrero, como líder de grandes ejércitos, como portador de armas mortíferas.
Y así desfilamos hacia los barcos que aguardaban, dispuestos para zarpar, junto a la ribera del río. Y me vino a los labios una canción, una tonada cuya letra hacía revivir una versión arcaica del idioma que ahora hablaba. Entoné la canción y todos los guerreros que desfilaban tras de mí se unieron en el canto. Los tambores empezaron a redoblar y las trompetas hicieron sonar sus agudas notas y alzamos nuestras voces celebrando la sangre, la muerte y la gran cosecha roja que obtendríamos en Mernadin.
Así fue nuestro desfile, y ése era nuestro ánimo.
No me juzguéis hasta que os haya contado algo más.
Llegamos a la parte ancha del río donde estaba situado el puerto, y por fin vi las naves. Había cincuenta barcos anclados en ambos embarcaderos, uno en cada orilla del río. Cincuenta barcos que enarbolaban los cincuenta estandartes de cincuenta orgullosos paladines.
Y esos cincuenta barcos eran sólo una parte. El grueso de la flota nos esperaba en el puerto de Noonos. Noonos, el de las Torres Enjoyadas.
Las gentes de Necranal llenaban ambas riberas sin dejar de vitorear a la expedición y llegó el momento en que nos acostumbramos al vocerío igual que los hombres se acostumbran al sonido del mar, y fue como si apenas lo oyéramos.
Contemplé las naves. Sobre las cubiertas se habían construido castillos ricamente decorados, y los barcos de los paladines lucían varios mástiles que incorporaban velas plegadas con la lona pintada de colores. Los remos de las naves ya estaban siendo colocados en sus respectivos postillones y sus palas se hundían en las plácidas aguas del río. En los bancos destinados a los remeros se fueron colocando los musculosos hombres encargados de impulsar los barcos, tres por cada remo. Por lo que pude ver, tales remeros no eran esclavos, sino guerreros libres.
A la cabeza de aquel escuadrón de barcos iba la enorme nave insignia del rey, un espléndido barco de guerra. Llevaba ochenta pares de remos y ocho grandes mástiles. Sus barandillas estaban pintadas de rojo, dorado y negro, sus puentes eran de brillante carmesí, sus velas eran amarillas, azul marino y anaranjadas, y su enorme mascarón de proa tallado, que representaba una diosa sosteniendo una espada entre sus manos extendidas, era predominantemente escarlata y plata. Los castillos sobre la cubierta, llenos de espléndidos adornos, refulgían debido a las capas de barniz reciente que protegían las escenas de antiguos héroes de la humanidad (entre los que me encontraba yo, aunque el parecido no era mucho...) y de antiguas victorias humanas, de animales legendarios, de demonios y de dioses.
Tras apartarme del grupo principal de expedicionarios que se había detenido junto al embarcadero, llegué a la pasarela de la nave insignia, sobre la que se había tendido una alfombra y un dosel de tapices, y tras subir los peldaños puse pie a bordo de la nave. Los marineros se adelantaron apresuradamente a darme la bienvenida.
—La princesa Iolinda os aguarda en el gran salón, excelencia —me indicó uno de ellos.
Di media vuelta y me detuve, admirando la espléndida estructura del puente de mando y sonriendo levemente ante las representaciones pictóricas de mi persona que aparecían en sus paredes de madera. Me encaminé hacia el castillo de popa y penetré por una puerta relativamente baja a una sala cuyo suelo, paredes y techo estaban cubiertos de gruesos tapices de colores dorados, negros y encarnados chillones. Varias linternas colgaban apagadas en las paredes y, en la penumbra, vestida con un traje sencillo y una fina capa oscura, vi de pie a mi Iolinda.
—Esta mañana no me ha parecido conveniente interrumpir los preparativos —me dijo—. Mi padre me explicó su importancia y el poco tiempo de que disponíamos. Así pues, consideré que no desearías recibirme...
—Sigues sin creer en lo que te dije, ¿verdad, Iolinda? —respondí con una sonrisa—. Todavía no confías en mí cuando proclamo mi amor por ti, cuando te aseguro que haré cualquier cosa por ti. —Me acerqué a ella y la estreché entre mis brazos—. Te quiero, Iolinda, y siempre te querré.
—Y yo te querré siempre también, Erekosë. Tú vivirás eternamente, pero...
—Eso es algo de lo que no estoy seguro —repliqué en tono pausado—. En absoluto soy invulnerable, Iolinda. He sufrido suficientes heridas y rasguños haciendo prácticas con las armas para darme cuenta de ello.
—Tú no morirás, Erekosë.
—Me sentiría mejor si pudiera compartir tu convicción.
—No te burles de mí, Erekosë. Ni me trates con condescendencia.—No me burlo de ti, Iolinda, ni mis palabras son de condescendencia. Sólo te digo la verdad, y tú debes afrontarla. Debes hacerlo, amor mío.—Está bien —dijo ella—. Lo aceptaré, pero estoy segura de que no morirás. Sin embargo, si debo hacer caso de tan extrañas premoniciones, mucho me temo que algo peor que la muerte nos esté aguardando.
—Tus temores son naturales, pero no tienen fundamento. No es preciso dejarse llevar por el pesimismo, querida mía. Observa la maravillosa armadura que me protege, la poderosa espada que empuño, la imponente fuerza a mi mando.
—Bésame, Erekosë...
La besé. La besé durante un largo minuto y después ella se liberó de mi abrazo y corrió a la puerta, desapareciendo.
Me quedé mirando la puerta, a punto de salir corriendo tras ella para tranquilizarla y convencerla, pero sabía que era imposible confortarla. Sus temores no eran verdaderamente racionales, sino que reflejaban su constante sentimiento de inseguridad. Me prometí que más adelante le ofrecería una prueba de seguridad. Llevaría a su vida hechos y cosas perennes, en los que pudiera confiar sin reservas.
Sonaron de pronto trompetas. El rey Rigenos estaba subiendo a bordo.
Instantes después, el rey entró en la cámara al tiempo que se quitaba el casco con la corona. Katorn venía tras él, hosco como era habitual en él.
—Las gentes parecen entusiasmadas —comenté—. La ceremonia parece haber tenido el efecto que deseabas, rey Rigenos.
El aludido respondió fatigosamente un «en efecto». Era evidente que el ritual le había dejado exhausto y se derrumbó en una butaca mientras pedía una copa de vino.
—Pronto partiremos. ¿Cuándo, Katorn?
—Dentro de un cuarto de hora, majestad.
Katorn tomó la jarra de vino de manos del esclavo que la traía y le sirvió una copa al rey sin ofrecerme otra a mí. Rigenos hizo un gesto, señalándome.
—¿No quieres un poco de vino, lord Erekosë?
—No, gracias —decliné el ofrecimiento—. Hoy has hablado muy bien en el gran salón, rey Rigenos. Has encendido en nosotros un auténtico deseo de sangre.
—Esperemos que se mantenga hasta que lleguemos ante el enemigo —intervino Katorn, sin mucha convicción—. En esta expedición tenemos demasiada tropa inexperta. La mitad de los guerreros no han combatido nunca y, de éstos, la mitad son apenas muchachos. Incluso hay algunas mujeres en algunas unidades, según he oído.
—Pareces pesimista, lord Katorn —murmuré.
Él respondió con un gruñido.
—Es lo razonable. Todo ese esplendor y esa magnificencia están bien para estimular a los ciudadanos, pero será mejor que no las tomes en serio tú también. Aún tienes que aprender, mi señor Erekosë, qué es la guerra de verdad. Dolor, temor, muerte... Eso, y no otra cosa es la guerra.
—Uno se olvida —respondí—. El recuerdo de mi pasado permanece nebuloso en mi mente.
Katorn volvió a gruñir y apuró su copa de un trago. Puso la copa en la bandeja dando un golpe y salió de la cabina.
—Voy a supervisar los preparativos.
El rey carraspeó cuando Katorn hubo salido.
—Tú y Katorn... —empezó a decir, pero se detuvo—. Tú...
—No somos amigos —respondí—. No me gustan sus modales hoscos y desconfiados, y él sospecha que yo no soy quien represento, sino un traidor, un espía de alguna clase.
El rey Rigenos asintió.
—Ya me lo ha dado a entender —murmuró tras dar otro sorbo a la copa—. Le he dicho que vi cómo te materializabas con mis propios ojos. No hay ninguna duda de que eres Erekosë, y no hay razón alguna para desconfiar de ti..., pero Katorn no ceja. ¿Por qué? ¿Tú qué opinas? Como soldado, es juicioso y fiel.
—Está celoso —respondí—. Le he privado de una parte de su poder.
—Pero anteriormente estuvo tan de acuerdo como los demás en que necesitábamos un nuevo líder que inspirara a nuestro pueblo en la lucha contra los Eldren.
—Al principio, quizá sí —insistí. Después me encogí de hombros—. No importa, rey Rigenos. Me parece que hemos alcanzado un compromiso mutuo.
El rey estaba sumido en sus pensamientos:
—También podría ser que no tuviera nada que ver con la guerra o el poder —murmuró.
—¿A qué te refieres, majestad?
Rigenos me dedicó una mirada llena de sinceridad.
—Quizá se trate de una cuestión amorosa, Erekosë. A Katorn siempre le ha complacido la presencia de Iolinda.
—Puede que aciertes, pero tampoco en este aspecto hay nada que yo pueda hacer. Iolinda parece preferir mi compañía.
—Katorn quizá lo considere una mera adoración por un ideal, más que una auténtica estimación por una persona real.
—¿Y al padre de Iolinda también se lo parece?
—No lo sé —respondió el rey—. No he hablado con ella al respecto.
—Bien, quizá podamos comprobarlo a nuestro regreso.
—Si regresamos... —añadió el rey Rigenos—. Por lo que respecta a la expedición, debo reconocer que estoy de acuerdo con Katorn. El exceso de confianza ha sido a menudo la causa principal de muchas derrotas.
—Quizás estás en lo cierto.
Llegaron hasta nosotros gritos y vítores procedentes del exterior y la nave se balanceó repentinamente mientras recogían el ancla y largaban las amarras.
—Ven, salgamos a cubierta—dijo el rey—. Es lo que esperan de nosotros.
Apuró apresuradamente la copa y se colocó en la cabeza el casco con la corona de hierro. Salimos juntos de la cabina y, al aparecer en cubierta, la algarabía del muelle se hizo aún mayor.
Permanecimos unos instantes allí, correspondiendo a los saludos de la multitud mientras los tambores empezaban a batir y los remos comenzaban a moverse a ritmo lento. Vi a Iolinda sentada en su carruaje, con el cuerpo medio vuelto para verme mientras nos alejábamos. Agité la mano hacia ella y vi que alzaba la suya en un saludo final.
—Adiós, Iolinda—murmuré.
Katorn me dedicó una mirada cargada de cinismo por el rabillo del ojo mientras pasaba ante mí para ir a supervisar a los remeros.
Adiós, Iolinda.
El viento había amainado y sudaba bajo mi traje de batalla, pues el día era tórrido bajo el gran sol ardiente, que caía a plomo en un cielo sin nubes.
Seguí agitando la mano desde la popa de la nave con la mirada fija en Iolinda, que seguía sentada en el carruaje, incorporada hacia delante, hasta que doblamos un recodo del río y sólo pude ver las torres de Necranal sobre la vegetación y escuchar el distante bullicio a nuestras espaldas.
Surcamos el río Droonaa, avanzando con rapidez a favor de la corriente hacia Noonos, la de las Torres Enjoyadas, donde aguardaba el grueso de la escuadra.
¡Oh, ciegas y sangrientas guerras...!
«En realidad, obispo, no comprende que los esfuerzos humanos se resuelven en acciones...»
Frágiles argumentos, causas sin sentido, cinismo disfrazado de pragmatismo.
«¿No descansas, hijo?»
«No puedo descansar, padre, mientras las hordas de infieles están ya a orillas del Danubio...»
«Paz...»
«¿Se contentarán con la paz?»
«Quizás.»
«No se contentarán con Vietnam. No descansarán hasta que sea suya toda Asia... Y, después de ella, el mundo...»
«No somos bestias.»
«Debemos actuar como tales. Ellos se comportan como bestias.»
«Pero si lo intentáramos...»
«Ya lo hemos intentado.»
«¿De veras?»
«El fuego debe combatirse con fuego.»
«¿No hay otro modo?»
«No lo hay.»
«Los niños...»
«No hay otro remedio.»
Un fusil. Una espada, Una bomba. Un arco. Una pistola de vibraciones. Un lanzallamas. Un hacha. Un garrote...
«No hay otro remedio...»
Esa noche, a bordo de la nave capitana, mientras los remos se alzaban y caían y el tambor proseguía su constante batir y los maderos crujían y las olas lamían el casco, mis sueños fueron agitados. Fragmentos de conversación. Frases. Imágenes. Todo se mezclaba en mi mente cansada, negándose a dejarme en paz. Mil períodos diferentes de la historia. Millones de rostros diferentes. Pero la situación era siempre la misma. El tema central, desarrollado en miles de idiomas distintos, permanecía inmutable.
Sólo cuando me incorporé de la cama se me aclaró la cabeza y, ante ello, decidí salir a pasear por cubierta.
¿Qué tipo de ser era yo? ¿Por qué parecía estar condenado para siempre a ir de una época a otra para desarrollar allí donde fuera el mismo papel? ¿Qué truco, qué suerte de broma cósmica me había escogido como víctima?
El frío aire nocturno besó mi rostro y la luz de la luna iluminó el paisaje, atravesando las finas nubes a intervalos regulares, de modo que sus rayos parecían los radios de una rueda gigantesca. Era como si el carro de un dios se hubiera hundido en una nube baja y se hubiera quedado atascado en el aire más denso debajo de aquélla.
Contemplé las aguas y vi las nubes que se reflejaban en ellas, y vi cómo se abrían para dejar ver la pálida luna. Era el mismo astro que había conocido en mi existencia como John Daker. El mismo rostro cuyos rasgos podían perfilarse en el cielo, observando permanentemente y con aire satisfecho las travesuras de las criaturas que poblaban el planeta al que daba vueltas. ¿Cuántos desastres había contemplado aquella luna? ¿Cuántas cruzadas estúpidas? ¿Cuántas guerras, cuántas batallas y asesinatos?