El caso de Charles Dexter Ward (19 page)

BOOK: El caso de Charles Dexter Ward
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«B. no habló. Escapar pudo a través de los muros y halló el lugar profundo.»

«Vi al viejo V. recitar el Sabaoth y aprendí la Manera.»

«Invocado he por tres veces la presencia de Yog-Sothoth y al tercer día cedió.»

«Necesario es que F. confiese lo que sabe acerca del modo de invocar a Los del Exterior.»

La potente lámpara de Argand iluminaba toda la habitación y así fue como el doctor pudo ver en la pared situada frente a la puerta, en el espacio que quedaba entre los dos grupos de instrumentos de tortura, una serie de colgadores de los que pendían túnicas de un blanco amarillento. Pero mucho más interesantes le resultaron las dos paredes laterales, las cuales estaban cubiertas de símbolos místicos y de fórmulas burdamente talladas en la piedra. Había también símbolos grabados en el suelo, entre los cuales destacaba un enorme pentágono que ocupaba el centro exacto de la habitación, y sendos círculos de unos tres pies de diámetro situados en un punto equidistante de cada una de las cuatro esquinas del cuarto y el pentágono central. En uno de aquellos cuatro círculos, muy cerca del lugar donde vio Willett caída en el suelo una túnica amarillenta, había un recipiente
kylyk
como los que se alineaban en la estantería colocada junto a los látigos, y fuera del círculo, aunque muy próximo a él, uno de los recipientes
phaleron
de la habitación contigua con una etiqueta que llevaba el número 118. Este último recipiente estaba destapado y Willett comprobó que no contenía nada en su interior. Pero comprobó también con un estremecimiento que el otro no estaba vacío, sino que contenía una pequeña cantidad de polvos de un color verdoso. Un escalofrío recorrió el cuerpo del médico mientras relacionaba mentalmente los elementos y antecedentes relacionados con aquella escena. Los látigos y los instrumentos de tortura, las sales de los recipientes que correspondían a «materia», los dos
lekythos
de las estanterías alineadas bajo la palabra «Custodios», las túnicas, las fórmulas grabadas en las paredes, las notas del bloc, las sospechas que habían despertado las cartas y leyendas, y los millares de dudas y suposiciones que habían atormentado a los amigos y a los padres de Charles Ward... todo aquello envolvió al doctor como una ola de horror mientras contemplaba el polvo verdoso contenido en el recipiente de plomo.

Sin embargo, y gracias a un esfuerzo sobrehumano, consiguió dominarse y empezó a estudiar las fórmulas grabadas en las paredes. Era evidente que habían sido talladas en la época de Joseph Curwen, y el texto no podía por menos que resultar familiar a un hombre que tanto había leído sobre tal personaje y que estuviera familiarizado con la historia de la magia. En una de ellas reconoció el doctor inmediatamente la que la señora Ward oyera canturrear a su hijo aquel malhadado Viernes Santo del año anterior y que una autoridad en la materia le había descrito como terrible invocación dirigida a los dioses secretos que moran más allá de la esfera de la normalidad. No figuraba allí exactamente tal y como la señora Ward la había repetido, ni siquiera como aparecía en la versión que aquel experto en la materia le mostrara en las páginas prohibidas de «Eliphas Levi», pero era indiscutiblemente la misma, y Willett se estremeció de horror al reconocer en ella palabras tales como Sabaoth, Metraton, Almonsin y Zariatnamik.

La fórmula en cuestión estaba grabada en el muro situado a la izquierda de la entrada. El de la derecha estaba igualmente cubierto de invocaciones que Willett reconoció gracias a las notas que había encontrado en la biblioteca. Eran de hecho casi idénticas a éstas e iban igualmente encabezadas por los antiguos símbolos de «Cabeza de dragón» y « Cola de dragón», como en las notas de Ward, pero la ortografía variaba mucho de la versión moderna, como si el viejo Curwen hubiera tenido un modo distinto de representar los sonidos o como si estudios posteriores hubieran dado como resultado variantes más perfectas y eficaces. El doctor trató de reconciliar la fórmula tallada en la piedra con la que resonaba persistentemente en su cabeza, y tras grandes trabajos logró conseguirlo. La que él sabía ya de memoria comenzaba «Y’ai’ng’ngah, Yog-Sothoth», mientras que la que se leía en el muro empezaba: «Aye, cngengah, Yogge-Sothotha» lo cual significaba una marcada alteración de la segunda palabra.

Aquella discrepancia le desconcertó y al poco comenzaba a recitar en voz alta la primera de las fórmulas tratando de reconciliar los sonidos que él recordaba con las letras que veía esculpidas en la piedra. Su voz se alzó extrañada y amenazadora en aquel abismo de misterios como siniestro contrapunto a los inhumanos lamentos que llegaban hasta él a través de la fetidez del aire y de la oscuridad.

«Y’AI’NG’NGAH

YOG-SOTHOTH

H’EE-L’GEB

F’AI THRODOG

UAAAH»

Pero, ¿qué era aquel viento frío que se había levantado al son de su invocación? Las lámparas chisporrotearon como si fueran a apagarse y por unos instantes la oscuridad se hizo tan densa que las palabras esculpidas en la piedra de los muros casi se borraron de su vista. La habitación se llenó de humo y de un olor acre que ahogó por completo el hedor procedente de los fosos. Era un olor parecido al que Willett había percibido anteriormente, pero mucho más intenso y penetrante. Se volvió de espaldas a las inscripciones para enfrentarse con la estancia y su extraño contenido, y descubrió entonces que del recipiente que estaba en el suelo y que contenía el ominoso polvo de color verdoso, surgía una nube de vapor compacto, entre verde y negro, y de una opacidad y una densidad asombrosas.

¡Santo Cielo! ¡Aquel polvo correspondía a los anaqueles dedicados a «Materia»! ¿Qué estaba ocurriendo y qué había provocado aquel suceso? La fórmula que había estado recitando, la primera de las dos, la que correspondía a la Cabeza de Dragón, al nodo ascendente... ¡Dios bendito! ¿Podría ser...?

La cabeza le dio vueltas y por su cerebro cruzaron en vertiginosa sucesión las imágenes dispersas de todo lo que había visto, oído y leído en relación con el espantoso caso de Joseph Curwen y Charles Dexter Ward. «Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda hacer desaparecer... Tenga siempre su merced preparada la Invocación necesaria para ello y nunca confíe hasta estar bien seguro de Quién ha requerido a su presencia... Por tres veces he hablado con lo que en él estaba inhumado...»
¡Dios del Cielo! ¿Qué era aquella forma que se elevaba entre el humo?
 

4

Marinus Bicknell Willett no espera que crean su historia sino unos cuantos de sus amigos íntimos y, en consecuencia, sólo a ellos ha tratado de contarla. Las pocas personas ajenas a ese círculo que la han escuchado de sus labios, se han limitado a sonreír y a comentar que el doctor empieza a hacerse viejo. Le han aconsejado que se tome unas largas vacaciones y que en el futuro no vuelva a intervenir en casos de desequilibrio mental. Pero el señor Ward sabe que lo que dice el médico no es más que la terrible verdad. ¿Acaso no vio él con sus propios ojos la fétida abertura practicada en el suelo de la bodega del
bungalow
?. ¿Acaso el doctor Willett no le envió a su casa, trastornado y enfermo, hacia las once de aquella ominosa mañana? ¿Acaso no telefoneó al doctor inútilmente aquella noche y no se dirigió al
bungalow
a la mañana siguiente, encontrando a su amigo inconsciente, aunque ileso, tendido en la cama de uno de los dormitorios? Respiraba trabajosamente y cuando el señor Ward le hizo beber un poco de coñac, entreabrió lentamente los párpados, se estremeció y gritó: «
¡Esa barba! ¡Esos ojos! ¡Dios mío! ¿Quién es usted?
» palabras bastante extrañas teniendo en cuenta que las dirigía a un hombre perfectamente rasurado y de ojos azules, un hombre que conocía desde su infancia.

A la brillante claridad del mediodía, el
bungalow
no había cambiado en lo más mínimo desde la mañana anterior. Las ropas de Willett parecían en perfecto estado aparte de unas leves rozaduras en los codos y en las rodillas, y sólo un leve olor acre le recordó al señor Ward el hedor que despedía el traje de su hijo el día que le trasladaron al hospital. Faltaba la linterna del médico, pero su maleta seguía allí tan vacía como la había traído. Antes de dar ninguna explicación y haciendo, evidentemente, un gran esfuerzo moral, Willett descendió tambaleándose a la bodega y trató de correr la plataforma situada ante los lavaderos. No se movió. Acercándose al lugar donde el día anterior había dejado su saquito de herramientas, Willett cogió un escoplo y trató de hacer palanca. Se adivinaba bajo ella la capa de hormigón, pero nada indicaba que hubiera habido allí jamás una abertura. Esta vez el asombrado padre de Charles Ward que había seguido a su amigo, no tuvo ocasión de enfermar con las emanaciones del horrible agujero: ni pozo fétido, ni mundo de horrores subterráneos, ni biblioteca secreta, ni documentos de Curwen, ni laboratorio, ni estantes, ni fórmulas grabadas. Nada. El doctor Willett palideció y se apoyó en el brazo de su compañero.

—Ayer —murmuró— usted lo vio y lo olió, ¿verdad?

Y cuando el señor Ward, asombrado y aturdido, reunió las fuerzas suficientes para asentir con un gesto, el médico suspiró y asintió a su vez.

—Entonces voy a contárselo todo —dijo.

Por espacio de una hora y en la habitación más soleada que pudieron encontrar, el médico susurró su fantástica historia a aquel asombrado padre. No supo continuar una vez que hubo narrado la aparición de aquella extraña forma y hubo descrito cómo del recipiente de plomo se elevaba un vapor verde negruzco, y, por otra parte, estaba demasiado cansado para preguntarse qué había ocurrido.

Cuando acabó su relato, el señor Ward sugirió tímidamente:

—¿Cree que una excavación serviría de algo?

El doctor guardó silencio. No le parecía propio responder a esa pregunta cuando unas fuerzas procedentes de esferas desconocidas habían invadido esta orilla del Gran Abismo. Los dos hombres menearon la cabeza y el señor Ward preguntó:

—Pero, ¿dónde puede haberse metido? Es indudable que alguien le trajo aquí y que luego, de algún modo, selló la abertura...

Willett dejó de nuevo que el silencio respondiera por él.

Pero no fue aquello todo. Antes de abandonar el
bungalow
, al introducir el doctor una mano en el bolsillo para sacar el pañuelo, sus dedos tropezaron con un papel que no estaba allí antes de la expedición al subterráneo y que acompañaba a los fósforos y a las velas que había cogido en la desaparecida biblioteca. Era una hoja corriente, arrancada sin duda del bloc de notas que Willett había visto en aquella estancia, y los rasgos habían sido trazados con lápiz, probablemente el mismo que había visto junto al bloc. El texto les resultó incomprensible a los dos hombres a pesar de que reconocieron en él ciertos símbolos que les parecieron vagamente familiares.

Aquel breve mensaje y el misterio que entrañaba intrigó sobremanera a los dos amigos, quienes inmediatamente subieron al coche de Ward y dieron instrucciones al chófer para que les condujera primero a cenar a un sitio tranquilo y luego a la Biblioteca John Hay situada en la colina. No les fue difícil hallar allí buenos manuales de paleografía, que estudiaron detenidamente hasta que las luces brillaron en la gran araña. Al fin encontraron lo que buscaban. Aquella caligrafía no constituía una invención fantástica, sino que había sido la normal en un período muy oscuro. Correspondía a las minúsculas sajonas del siglo VIII y IX y traía con ella recuerdos de un tiempo inculto en que bajo la fresca corriente del cristianismo rebullían aún furtivamente creencias antiguas y viejos ritos, un tiempo en que la pálida luna de Britania era testigo a veces de extraños ritos celebrados entre las ruinas romanas de Caerleon y Hexhaus y junto a las torres desmoronadas del muro de Adriano. La lengua era el latín de aquellas edades bárbaras y el texto era el siguiente: «
Corwinus mecandus est. Cadaver aqua forti dissolvendum, nec aliquid retinendum. Tace ut potes
», lo que, traducido, significaba: «Curwen debe morir. El cadáver debe ser disuelto en agua fuerte sin que quede residuo alguno. Guarda el mayor silencio posible.»

Willett y el señor Ward quedaron mudos y desconcertados. Se habían enfrentado con lo desconocido y ahora descubrían que carecían de las emociones que a su juicio debían experimentar. En Willett especialmente, la capacidad de recibir nuevas impresiones parecía totalmente agotada, y así los dos hombres permanecieron sentados en silencio hasta que llegó la hora en que se cerró la biblioteca. Desde allí se dirigieron a la mansión de Prospect Street. El doctor se quedó en ella a pasar la noche y allí seguía el domingo cuando llamaron por teléfono los detectives encargados de la vigilancia del doctor Allen.

El señor Ward, que en ese momento paseaba nerviosamente por la habitación vestido con un batín, respondió personalmente a la llamada y, al saber que el informe que había solicitado estaba casi listo, citó a los detectives para primera hora de la mañana del día siguiente. Tanto Willett como él estaban deseosos de que el asunto llegara a su término, ya que cualquiera que fuese el origen del extraño mensaje que el doctor había encontrado en su bolsillo, una cosa parecía cierta: el Curwen que debía ser destruido no podía ser otro que el barbudo desconocido de gafas oscuras. Charles temía a aquel hombre y en la carta que había dirigido al médico había pedido que le matara y disolviera su cadáver en ácido. Además, Allen había estado carteándose con extraños personajes de Europa bajo el nombre de Curwen y era evidente que se consideraba una reencarnación del desaparecido nigromante. Ahora, de fuente nueva y desconocida, llegaba un mensaje en que se afirmaba que Curwen debía morir y que había que disolver su cuerpo en ácido. La relación entre todos aquellos sucesos era demasiado evidente y no podía ser ignorada. Por otra parte, ¿acaso Allen no planeaba asesinar al joven Ward siguiendo el consejo de ese individuo llamado Hutchinson? Desde luego que la carta que ellos habían visto no había llegado jamás a manos del barbudo colega de Charles, pero de su texto se deducía que Allen había trazado ya planes para deshacerse del joven en el momento en que éste mostrara demasiados «escrúpulos». En consecuencia había que detener a Allen y, aún en el caso de que no se adoptaran contra él medidas más drásticas, habría que encerrarle en un lugar desde el cual no pudiera infligir ningún daño al joven Ward.

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