El caso de Charles Dexter Ward (5 page)

BOOK: El caso de Charles Dexter Ward
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Se cree que Weeden y Smith quedaron convencidos al poco tiempo de comenzar sus investigaciones de que por debajo de la granja se extendía una red de catacumbas y túneles habitados por numerosas personas además del viejo indio y su esposa. La casa era una antigua reliquia del siglo XVII, con una enorme chimenea central y ventanas romboides y enrejadas, y el laboratorio se hallaba en la parte norte, donde el tejado llegaba casi hasta el suelo. El edificio estaba completamente aislado, pero, a juzgar por las distintas voces que se oían en su interior a las horas más inusitadas, debía llegarse a él a través de secretos pasadizos subterráneos. Aquellas voces, hasta 1766, consistían en murmullos y susurros de negros mezclados con gritos espantosos y extraños cánticos o invocaciones. A partir de aquella fecha, se convirtieron en explosiones de furor frenético, ávidos jadeos y gritos de protesta proferidos en diversos idiomas, todos ellos conocidos por Curwen, que provocaban réplicas teñidas en muchos casos de un acento de reproche o de amenaza.

A veces parecía que había varias personas en la casa: Curwen, varios prisioneros y los guardianes de estos. Había acentos que ni Weeden ni Smith habían oído jamás, a pesar de su extenso conocimiento de puertos extranjeros, y otros que identificaban como pertenecientes a una u otra nacionalidad. Sonaba aquello como una especie de catequesis o como si Curwen estuviera arrancando cierta información a unos prisioneros aterrorizados o rebeldes.

Había recogido Weeden en su cuaderno al pie de la letra fragmentos de conversaciones en inglés, francés y español, las lenguas que él conocía y que con más frecuencia utilizaba Curwen, pero ninguna de aquellas notas se habían conservado. Afirmaba el mismo Weeden que aparte de algunos diálogos relativos al pasado de varias familias de Providence, la mayoría de las preguntas y respuestas que pudo entender se referían a cuestiones históricas o científicas a veces pertenecientes a épocas y lugares muy remotos. En cierta ocasión, por ejemplo, un personaje que se mostraba a ratos enfurecido y a ratos adusto, fue interrogado acerca de la matanza que llevó a cabo el Príncipe Negro en Limoges en 1370 como si la masacre hubiera obedecido a un motivo secreto que él debiera conocer. Curwen le preguntó al prisionero —si es que era prisionero— si el motivo había sido el hallazgo del Signo de la Cabra en el altar de la vieja Cripta romana sita bajo la catedral, o el hecho de que el Hombre Oscuro del Alto Aquelarre de Viena hubiera pronunciado las Tres Palabras. Al no obtener respuesta a sus preguntas, el inquisidor recurrió, al parecer, a medidas extremas, ya que se oyó un terrible alarido seguido de un extraño silencio y el ruido de un cuerpo que caía.

Ninguno de aquellos coloquios tuvo testigos oculares, ya que las ventanas estaban siempre cerradas y veladas por cortinas. Sin embargo, en cierta ocasión, durante un diálogo mantenido en un idioma desconocido, Weeden vio una sombra a través de una cortina que le dejó asombrado y que le recordó a uno de los muñecos de un espectáculo que había presenciado en el Hatcher’s Hall en el otoño de 1764, cuando un hombre de Germantown, Pensilvania, había dado una representación anunciada como «Vista de la Famosa Ciudad de Jerusalén, en la cual están representadas Jerusalén, el Templo de Salomón, su Trono Real, las Famosas Torres y Colinas, así como los sufrimientos de Nuestro Salvador desde el Huerto de Getsemaní hasta la Cruz del Gólgota, una valiosa obra de imaginería digna de verse». Fue en aquella ocasión cuando el oyente, que se había acercado más de la cuenta a la ventana de la sala donde tenía lugar la conversación, dio un respingo que alertó a la pareja de indios, los cuales le soltaron los perros. Desde aquella noche no volvieron a oírse más conversaciones en la casa, y Weeden y Smith llegaron a la conclusión de que Curwen había trasladado su campo de acción a las regiones inferiores.

Que tales regiones existían, parecía un hecho cierto. Débiles gritos y gemidos surgían de la tierra de vez en cuando en lugares muy apartados de la vivienda, y cerca de la orilla del río, a espaldas de la granja y allí donde el terreno descendía suavemente hasta el valle del Pawtuxet, se encontró, oculta entre arbustos, una puerta de roble en forma de arco y encajada en un marco de pesada mampostería que constituía evidentemente la entrada a unas cavernas abiertas bajo la colina. Weeden no podía decir cuándo ni cómo habían sido construidas aquellas catacumbas, pero sí se refería con frecuencia a la facilidad con que por el río podían haber llegado hasta aquel lugar grupos de trabajadores. Era evidente que Joseph Curwen encomendaba a sus marineros las más variadas tareas. Durante las intensas lluvias de la primavera de 1769, los dos jóvenes vigilaron atentamente las empinadas márgenes del río para comprobar si las aguas ponían al descubierto algún secreto soterrado, y su paciencia se vio recompensada con el espectáculo de una profusión de huesos humanos y de animales en aquellos lugares donde el agua había excavado unas profundas depresiones. Naturalmente, el hallazgo podía tener diversas explicaciones dado que en la granja cercana se criaba ganado y que por aquellos parajes abundaban los cementerios indios, pero Weeden y Smith prefirieron sacar del descubrimiento sus propias conclusiones.

En enero de 1770, mientras Weeden y Smith se devanaban inútilmente los sesos tratando de encontrar una explicación a aquellos desconcertantes sucesos, ocurrió el incidente del
Fortaleza.
Exasperado por la quema del buque aduanero
Liberty
ocurrida en Newport el verano anterior, el almirante Wallace, que mandaba la flota encargada de la vigilancia de aquellas costas, ordenó que se extremara el control de los barcos extranjeros, a raíz de lo cual el cañonero de Su Majestad
Cygnet
capturó tras corta persecución a la chalana
Fortaleza
, de Barcelona, España, al mando del capitán Manuel Arruda. La chalana había zarpado, según el diario de navegación, de El Cairo, Egipto, con destino a Providence. Cuidadosamente registrada en busca de material de contrabando, la chalana reveló el hecho asombroso de que su cargamento consistía exclusivamente en momias egipcias consignadas a nombre de «Marinero A. B. C.», quien debía acudir a recoger la mercancía a la altura de Nanquit Point y cuya identidad el capitán Arruda se negó a revelar. El vicealmirante Court, de Newport, no sabiendo qué hacer ante la naturaleza de aquel cargamento, que, si bien no podía ser calificado de contrabando, tampoco se atenía, por el secreto con que era transportado, a las normas legales, dejó a la chalana en libertad prohibiéndola atracar en las aguas de Rhode Island. Más tarde circuló el rumor de que había sido vista a la altura de Boston, aunque nunca llegó a entrar en aquel puerto.

El extraño incidente fue muy comentado en Providence y pocos fueron los que dudaron que existiera alguna relación entre el extraño cargamento de momias y el siniestro Joseph Curwen. Nadie que supiera de sus exóticos estudios y extrañas importaciones de productos químicos, a más de la afición que sentía por los cementerios, necesitó mucha imaginación para conectar su nombre con un cargamento que no podía ir destinado a ningún otro habitante de Providence.

Probablemente apercibido de aquella lógica sospecha, Curwen procuró dejar caer en varias ocasiones ciertas observaciones acerca del valor químico de los bálsamos contenidos en las momias pensando, quizá, revestir así al asunto de cierta normalidad, pero sin admitir jamás que tuviera participación alguna en él. Weeden y Smith no tuvieron por su parte ninguna duda acerca del significado del incidente y continuaron elaborando las más descabelladas teorías respecto a Curwen y sus monstruosos trabajos.

Durante la primavera siguiente, al igual que había sucedido el año anterior, llovió mucho, y con tal motivo los dos jóvenes sometieron a estrecha vigilancia la orilla del río situada a espaldas de la granja de Curwen. Las aguas arrastraron gran cantidad de tierra y dejaron al descubierto cierto número de huesos, pero no quedó a la vista ningún camino subterráneo. Sin embargo, algo se rumoreó por aquel entonces en la aldea de Pawtuxet, situada a una milla de distancia y junto a la cual el río se despeña sobre una serie de desniveles rocosos formando pequeñas cascadas. Allí donde dispersos caserones antiguos trepan por la colina desde el rústico puente y las lanchas pesqueras se mecen ancladas a los soñolientos muelles, se habló de cosas misteriosas que arrastraban las aguas y que permanecían flotando unos segundos antes de precipitarse, corriente abajo, entre la espuma de las cascadas. Cierto que el Pawtuxet es un río muy largo que pasa a través de regiones habitadas en las que abundan los cementerios, y cierto que las lluvias primaverales habían sido muy intensas, pero a los pescadores de los alrededores del puente no les gustó la horrible mirada que les dirigió uno de aquellos objetos ni el modo en que gritaron otros que habían perdido toda semejanza con las cosas que habitualmente gritan. Weeden estaba ausente por entonces, pero los rumores llegaron a oídos de Smith, que se apresuró a dirigirse a la orilla del río, donde halló evidentes vestigios de amplias excavaciones. No había quedado al descubierto, sin embargo, la entrada a ningún túnel, sino muy al contrario, una pared sólida mezcla de tierra y ramas recogidas más arriba. Smith empezó a cavar en algunos lugares, pero se dio por vencido al ver que sus intentos eran vanos, o, quizá, al temer que pudieran dejar de serlo. Habría sido interesante ver lo que habría hecho el obstinado y vengativo Weeden de haberse encontrado allí en esos momentos.

3

En el otoño de 1770, Weeden decidió que había llegado el momento de hablar a otros de sus descubrimientos, ya que poseía un gran número de datos, y disponía de un testigo ocular para desvirtuar la posible acusación de que los celos y el afán de venganza le habían hecho imaginar cosas que no existían. Como primer confidente escogió al capitán James Mathewson, del
Enterprise
, que por una parte le conocía lo suficiente para no dudar de su veracidad, y, por otra, tenía la suficiente influencia en la ciudad para hacerse escuchar a su vez con respeto. La conversación tuvo lugar cerca del puerto, en una habitación de la parte alta de la Taberna de Sabin, y en presencia de Smith, que podía corroborar cada una de las afirmaciones de Weeden. El capitán Mathewson quedó sumamente impresionado. Como casi todo el mundo en la ciudad, albergaba sus sospechas acerca del siniestro Joseph Curwen, de modo que aquella confirmación y ampliación de datos le bastó para convencerse totalmente.

Al final de la conferencia estaba muy serio y requirió a los dos jóvenes para que guardaran absoluto silencio. Dijo que él se encargaría de transmitir separadamente la información a los ciudadanos más cultos e influyentes de Providence, de recabar su opinión, y de seguir el consejo que pudieran ofrecerle. En cualquier caso, era esencial la mayor discreción, ya que el asunto no podía ser confiado a las autoridades de la ciudad y convenía que no llegara a oídos de la excitable multitud para evitar que se repitiera aquel espantoso pánico de Salem, ocurrido hacía menos de un siglo y que había provocado la huida de Curwen de aquella ciudad.

Las personas más indicadas para conocer el caso eran, en su opinión, el doctor Benjamin West, cuyo estudio sobre el último tránsito de Venus demostraba que era un auténtico erudito así como un agudo pensador; el reverendo James Manning, rector de la universidad, que había llegado hacía poco de Warren y se hospedaba provisionalmente en la nueva escuela de King Street en espera de que terminaran su propia vivienda en la colina que se elevaba sobre la Presbyterian Lane; el exgobernador Stephen Hopkins, que había sido miembro de la Sociedad Filosófica de Newport y era hombre de amplias miras; John Carter, editor de la
Gazette
; los cuatro hermanos Brown, John, Joseph, Nicholas y Moses, magnates de la localidad; el anciano doctor Jabez Bowen, cuya erudición era considerable y tenía información de primera mano acerca de las extrañas adquisiciones de Curwen; y el capitán Abraham Whipple, un hombre de fenomenal energía con el cual podía contarse si había que tomar alguna medida «activa». Aquellos hombres, si todo iba bien, podían reunirse finalmente para llevar a cabo una deliberación colectiva y en ellos recaería la responsabilidad de decidir si había que informar o no al gobernador de la Colonia, Joseph Wanton, residente en Newport, antes de adoptar ninguna medida.

La misión del capitán Mathewson tuvo más éxito del que esperaban, ya que, si bien un par de aquellos confidentes se mostró algo escéptico en lo concerniente al posible aspecto fantástico del relato de Weeden, todos coincidieron en la necesidad de adoptar medidas secretas y coordinadas. Era evidente que Curwen constituía una amenaza en potencia para el bienestar de la ciudad y de la Colonia, amenaza que había que eliminar a cualquier precio. A finales de diciembre de 1770, un grupo de eminentes ciudadanos se reunieron en casa de Stephen Hopkins y discutieron las medidas que podían adoptarse. Se leyeron con todo cuidado las notas que Weeden había entregado al Capitán Mathewson y tanto Weeden como Smith fueron llamados a presencia de la asamblea para que las confirmaran y añadieran algunos detalles. Algo parecido al miedo se apoderó de todos los allí presentes antes de que terminara la conferencia, pero a él se sobrepuso una implacable decisión que el Capitán Whipple se encargó de expresar verbalmente con su pintoresco léxico. No informarían al gobernador, porque era evidente la necesidad de una acción extraoficial. Si Curwen poseía efectivamente poderes ocultos, no podía invitársele por las buenas a que abandonara la ciudad, pues tal invitación podía acarrear terribles represalias. Por otra parte y en el mejor de los casos, la expulsión del siniestro individuo solo significaría el traslado a otro lugar de la amenaza que representaba. La ley era por entonces letra muerta, y aquellos hombres que durante tantos años habían burlado a las fuerzas reales no eran de los que se amilanaban fácilmente cuando el deber requería su intervención en cuestiones más difíciles y delicadas. Decidieron que lo mejor sería que una cuadrilla de soldados avezados sorprendiera a Curwen en su granja de Pawtuxet y le dieran ocasión para que se explicara. Si quedaba demostrado que era un loco que se divertía imitando voces distintas, le encerrarían en un manicomio. Si se descubría algo más grave y los secretos soterrados resultaban ser realidad, le matarían a él y a todos los que le rodeaban. El asunto debía llevarse con la mayor discreción y en caso de que Curwen muriera no se informaría de lo sucedido ni a la viuda ni al padre de ésta.

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