En el extremo opuesto de la habitación había lo que pasa por estufa en las casas modernas o recientemente refaccionadas, un rectángulo de ladrillos artísticos con una radio encima y un fuego eléctrico debajo. Aunque estábamos a mediados del verano, un par de sillones cubistas daban frente a la estufa. En estas sillas nos sentamos en silencio. En la pared frente a nosotros, un reloj de forma grotesca indicaba la hora; eran las siete menos siete.
—Como fuera de casa a las ocho —me informó Xantippe Gnox—; a las ocho menos cuarto vendrán a buscarme y como usted ve, aún no me he vestido. Puedo dedicarle a usted hasta; las siete y cuarto, ni un minuto más. Si todavía no ha terminado para ese entonces, tendrá que volver otro día.
Su tono era aún remoto, aunque menos hostil que hasta entonces.
—Gracias —le contesté acomodando mis maneras a las de ella—. La duración de esta entrevista depende enteramente de usted, mi querida Miss Gnox. Tengo muy pocas preguntas que hacerle; si usted las contesta pronto y con claridad puedo librarla de mi presencia en menos de diez minutos. Si, por el contrario, usted falta a la verdad o se niega a, contestar, me parece que ambos tendremos que cancelar nuestros compromisos para la hora de la comida. Y como veréis, decía la verdad cuando aseguraba que no había de abandonar la casa sin cumplir mi propósito.
Extendió la mano y levantó una cigarrera de una mesa vecina. Era de
papier mâché
negro y oro y me pareció reconocerla como de origen Kashmin. Al azar la asocié con Maurice Hurst. Xantippe la abrió y me ofreció un cigarrillo, pero aunque me moría por fumar, no lo acepté. Ella se sirvió un cigarrillo de fino papel castaño, que parecía ruso, pero olía de otro modo. Juzgué que era de una mezcla turca o balcánica no exenta de opio.
Cuando procedió a encenderlo, vi algo que me hizo latir con fuerza el corazón. En el dedo mayor de su mano derecha había un anillo, una argolla delgada y graciosa de platino, exactamente igual al anillo de compromiso que habíamos descubierto en la cartera de Bryony. Podía yo imaginarme las cuatro letras griegas grabadas en los cuatro puntos cardinales de su interior y no tenía duda alguna de que si Xantippe Gnox me mostraba su anillo, encontraría en él marcas similares.
Era inútil ahora que Xantippe negara conocer la existencia del misterioso
Saxon Club
, o que fuera consocia de Bryony. La prueba estaba allí, en su dedo, y estaba dispuesto, si fuera necesario, a arrancársela por la fuerza para probar mi razonamiento. Desde este nuevo frente de avanzada emprendí mi ataque.
—Tal vez haga las cosas más fáciles y abrevie nuestra discusión —comencé—, si le digo a usted qué es lo que ya sé. Primero, conozco la existencia del
Saxon Club
, o más bien, sé que existe y que tanto usted como Bryony figuran entre sus socias. Sé de qué clase de Club se trata. Bryony me dijo lo suficiente para adivinarlo. No quiero que le resulte embarazosa una explicación más detallada. Sé también el nombre de algunos de sus socios —no los del total— sino el de los que forman la… bueno, digamos la Comisión Directiva. Conozco también otros detalles de esta organización que aunque sumamente interesantes no nos conciernen ahora. Quiero saber una o dos cosas que necesito que usted me aclare. En primer lugar, quiero saber dónde funciona el Club…
Me interrumpí abruptamente pues de pronto advertí que Xantippe Gnox se reía silenciosamente. La miré a los ojos y parecía verdaderamente divertida.
—Ésta no es una cosa de broma —dije secamente.
—¿No? —preguntó bromeando—. Lo siento. Personalmente la considero muy graciosa.
—¿De modo que sí, verdad? ¿Puedo preguntar por qué?
Nuevamente el borbotón de una risa muy distinta de lo que pudiera considerarse como manifestación de sana alegría; era la risa de una diablesa, secreta, oculta, malévola. No cabía duda: Xantippe Gnox era una excelente actriz; sin embargo había algo desconcertante y genuino en su diversión. Me llenaba de lo que los franceses llaman la folie de doute, esa horrible aprensión que nos invade entre el período de comienzo de un proyecto y su ejecución.
—Por cierto tiene mucha gracia —aseguró Xantippe formalmente—. Aunque temo que usted no pueda apreciar lo cómico de la situación por diversos motivos. Ya sé que no ha de creerme, Mr. Poynings. Sin embargo le aseguro que si existe una institución que se llama
Saxon Club
nunca la oi nombrar. Por cierto, no me cuento entre sus socios y si Bryony pertenecía a la misma no me lo comunicó.
—¡Ésa es una mentira descarada! —dije con ardor.
—No es mentira —aseguró Xantippe—. Es la pura verdad.
Creo haber dicho que soy experto en mentiras, vale decir, entre otras cosas, que reconozco la verdad cuando la oigo. Sentí una rara sensación en el estómago mientras la oía enunciar con calma esas palabras.
Todavía no me daba por vencido.
—Me va a hacer el favor —dije del modo más dominante— de quitarse el anillo de platino y permitirme examinarlo.
—No haré tal cosa —replicó—. Usted no tiene derecho.
—Perdón. Como buen demócrata hago por lo general poco uso de la teoría nazi de que la razón es del más fuerte. Sin embargo en la ocasión me propongo adoptarla. ¿Debo hacer nuevamente uso de la fuerza?
Me dirigió una mirada áspera.
—No le va a resultar tan fácil como sacarme de la bañera, Mr. Poynings, y no tengo más que gritar…
—¡Para que una bala le atraviese el corazón! —dije terminando su frase y extrayendo la pistola que había sacado de la valija de Hurst—. Tenga cuidado, porque no bromeo, señora. Lo digo en serio. Nunca he disparado contra una mujer, pero sentiría menos matarla a usted que a cualquier otra. Moral, si no físicamente, mató usted a Bryony, la corrompió primero, o intentó hacerlo, y después, cuando descubrió que su corrupción era sólo de la carne y que su alma se mantenía incólume, decidió darle muerte como si fuera un gatito no deseado, simplemente para asegurarse el secreto de sus costumbres inmundas y diabólicas. ¡Por Cristo que haría un servicio al mundo si la matara ahora mismo! ¡Y juro que lo haría si no creyera que no merece usted una muerte tan benigna! ¡Bien!. Éste es el fin del guante de terciopelo, mi señora. Desde ahora en adelante he de usar el puño de hierro. ¿Me entiende? Para comenzar, déme usted ese anillo…
Tengo que decir en su favor, que no daba muestras de temor durante este episodio melodramático. Manifestaba odio y no poca aprensión, como si se viera acorralada y no encontrara la salida. Pero no daba muestras de terror ni de desesperación. Lentamente, casi con desdén, se quitó el anillo del dedo y lo sostuvo un instante en su mano izquierda antes de alcanzármelo.
—Por curiosidad —dijo con calma—, ¿puedo preguntarle qué espera descubrir?
—Por cierto —repliqué—. He de encontrar en su interior cuatro letras griegas grabadas. Sigma, alpha, xi y nu. El círculo del anillo representa omicrón y todas forman la palabra S A X O N.
—¡Pero qué interesante! —repitió Xantippe levantando las cejas y entreabriendo los labios—. Y eso prueba, claro está, que yo soy socia de este misterioso
Saxon Club
(¿es así como lo llamó?), que existe con… bien, fines inconfesables. Pero, ¿por qué Saxon? —continuó pensativamente.
—Quiero decir, ¿son acaso los sajones dados a esa clase de diversiones?
—
Camouflage
—informé lacónicamente—. En cierto modo inteligente, pero no inteligente del todo. Estoy cansado de esperar, Miss Gnox. Déme ese anillo.
—No lo suficientemente inteligente —repitió Xantippe quedamente, como hablando consigo misma, y me alcanzó el anillo en la palma de la mano izquierda.
Lo tomé también con mi mano izquierda mientras sostenía la pistola con la derecha. Por pura fórmula y sólo para confirmar lo que ya casi sabía, tomé el anillo entre los dedos y examiné la superficie interior.
—No lo suficientemente inteligente —oí murmurar nuevamente a Xantippe. Y ahora, por primera vez, comenzaba a darme cuenta, por qué persistía en repetir esa frase. Los grabados de su anillo diferían de los que había visto en el de Bryony. Eran como los otros, cuatro en número, excluyendo los signos del código de los joyeros. Moviendo el anillo lentamente entre los dedos, descubrí lo que Parecía ser un Tirso y otro símbolo que representaba una Cruz Ansata. Había también una Svástica y otra cosa que no podía distinguir a simple vista.
Tan distraído estaba tratando de identificar el cuarto símbolo que, sin darme cuenta, bajé momentáneamente la boca de la pistola.
Con la celeridad de una cobra, Xantippe extendió la mano y me arrebató el arma. Y después, sin un segundo de vacilación, me disparó un tiro en el abdomen.
¡Ah! ¿Muerto? ¡Imposible!
¡No puede ser!
No lo creería aunque
él mismo me lo jurara.
HENRY CAREY
I
NDISTINTA
Y sin embargo clara, como campanada distante traída por el viento a través de un gran valle, oí una voz, una voz que se elevaba y caía, y surgía y desaparecía poco a poco, y crecía y menguaba, pero que siempre sollozaba e imploraba.
«¡Oh Dios!, no lo dejéis morir… ¡Oh Dios!, no me lo quitéis. Lo amo, Dios; no puedo vivir sin él. ¡Perdónalo, Señor! ¡Oh Dios! ¡Os lo ruego! ¿Por nuestra Bendita Madre, dispénsalo…! María, Madre de Dios, ten piedad de él y de mí e intercede por él… ¡Oh Dios!, no permitáis que muera. Lo amo tanto… Os lo ruego, dejadle vivir…»
*
Y nuevamente, un año o un minuto después, oí otra voz; y esta segunda voz también rezaba, aunque en términos más ricos y más coherentes que los otros. Rezaba en una lengua que los tontos llaman muerta, aunque no puede morir, y decía:
In nomine Patris et Filii et Spiritiis sancti, extinguatur in te omnis virtus diaboli per impositionem mannumnostrarum, et per invocationem omnium Sanctorum Angelorum, Archangelorum, Patriarcharum, Prophetarum, Apostolorum, Martyrum, Confessorum, Virginum, atque omnium simul Sanctorum…
Y de pronto, algo suave y balsámico me rozó los párpados, y la voz rogó:
Per istam sanctam Unctionem et suam piisimam miserieordiam indulgeat tibi Dominus quidquid per visum deliquisti…
La voz era infinitamente consoladora, compasiva, piadosa, confiada, ligeramente familiar.
Los dedos suaves llegaron hasta mis oídos, mi nariz, mis labios, mis manos y mis pies y la voz serena siempre murmuraba la sagrada fórmula:
Per Islam sactan Unctionen et suam priisiman misericordiam…
y luego una petición más larga:
Respice quasumus Domine famulum tuum Rogerum in infirmítate sui corporis fatiscentem, et animam refove quan creaste… ut eastigationibus emendatus, se tua sentiat medicina salvatium, per Christum Dominum nostrum…
Aunque mis ojos permanecían cerrados, sabía que había velas encendidas y vacilantes.
*
Después, las velas se apagaron, Y una gran oscuridad se adentró en mí. No era oscuridad negativa e impalpable, que es la mera ausencia de luz, sino una oscuridad espesa, positiva y casi tangible. En esa oscuridad me agité y luché como un palo en un remolino, de agua, ciego, impotente, lleno de temor. Sombras extrañas hacían cabriolas en esas impenetrables tinieblas y extendían sus manos espectrales para apoderarse de mí. Había aun más silencio; un silencio tan tenso y sobrecargado que, por analogía con la oscuridad, no era ausencia de sonido, sino una cualidad completamente positiva por derecho propio.
Aquí en este espantoso mundo a medias, aprendí una verdad muy extraña, ajena a toda experiencia humana normal: que dos positivos forman un negativo. Pues la oscuridad positiva y el silencio positivo se unían para formar la negación de la vida que no es lo mismo que esa cosa positiva por excelencia: la Muerte. No estaba vivo en el verdadero sentido de la palabra, pero tampoco estaba muerto. Parecía estar, en el sentido más lógico del término, in suspense.
*
Y luego, después de un siglo de nada, volvieron las voces, ahora suaves, ahora altas, ahora solas, ahora en concierta, a romper el silencio como los ruidos de la naturaleza en una noche callada.
Un murmullo decía: «¡Oh Dios!, dejadle vivir para mí…»
Un susurro rogaba:
neque vindictam sumas peccatis eius…
Una pava real chirriaba: «No hay que hacerse muchas ilusiones…»
Un camello gruñía: «No se puede decir y no estoy nada seguro…»
Un terrier ladraba: «Bien, Bien, Bien…»
El murmullo recrudecía:
et ad gandta sempiterna perducat…
El susurro se perdía… «Hágase tu voluntad… pero… ¡Oh Dios!»
*
El silencio perturbado pareció cortar el hilo que me unía al negro suspenso. Me sentí caer, caer, caer nuevamente a la tierra y adquirir mayor momento mientras alguna fuerza metafísica de gravedad me arrastraba hacia abajo.
Llegué con un estallido que me hizo abrir los ojos. Estaba acostado en una habitación extraña, desnuda, blanda y silenciosa, terriblemente higiénica. El murmullo se arrodilló a mi lado con sus rizos oscuros contra la colcha. La pava real con su gorro almidonando y su delantal resplandeciente escuchaba atentamente las órdenes dadas en voz baja por el camello de
over all
blanco. El terrier, el escocés y el cura no sé veían. Tuve conciencia de que algo andaba muy mal en mi abdomen.
No podía hablar, pero sin embargo hablé.
Dije:
—Barbary, amor mío, esa sigma nos jugó sucio. Era, otra forma. Era otra forma. Final no inicial. Dile a Thrupp…
Y después, perdí nuevamente el sentido.
Aguardad en Jericó,
hasta que os crezcan las barbas.
SAMUEL, II, 10,5
C
UANDO
por fin regresé de ese desconocido lugar en que se vive durante los períodos de inconsciencia, estaba preocupado, tan preocupado que hice un gesto que, tengo entendido, hacen invariablemente las personas en caso semejante. No sin dificultad saqué una mano de bajo las cobijas y me la pasé por la cara.
Tan extasiado y arrebatado estaba que, durante un instante, no me atreví a creer a mis dedos. Un reconocimiento posterior confirmó mis sospechas.
—¡Dios sea loado! —dije con dificultad—. ¡Si mi cara está cubierta por una barba, quiere decir que la pesadilla durante la cual creí perderla no fue después de todo más que eso, una pesadilla!