Llamarla una «joven ligera… de cascos» es una ridícula subestimación. Era una pecadora joven y divertida, y Dios me perdone si juzgo la moral de otra muchacha. De todas las maneras, no la critico. Estoy estableciendo un hecho. Uno la imaginaba como a la muchacha a quien atraería enormemente la idea de «Naxos», y que podría resultar la más entusiasta de todos los cultores. ¿Está usted de acuerdo?
—Sí… —murmuró Thrupp con cautela—. Y ya veo a dónde quiere usted llegar, Barbary. Si Bryony era esa clase de muchacha, y «Naxos» era lo que era, ¿cómo fue que no sólo cayó en desgracia, sino que llegaron a matarla? ¿Es eso, lo que la preocupa?
—Justamente. Parece no tener sentido, ¿no es cierto? No puedo darme cuenta.
Su voz se perdió y durante unos momentos reinó el silencio.
Después habló Thrupp nuevamente con ligero desgano.
—Pero, Barbary, usted olvida. ¿No recuerda acaso la teoría que hemos estado sosteniendo de un club dentro de otro club? Admito que nos quedamos cortos cuando imaginamos un club comparativamente inocente disfrazando a otro que no lo era. No hay rastros de disfraz en «Naxos»; el templo es una habitación en una casa particular. Parece ser que «Naxos» es el club relativamente inocente (aunque bien sabe Dios no es el adjetivo que le cuadra) y creo que todavía debemos descubrir algo más, algo más nocivo, de lo que Naxos no es más que el círculo exterior o la antecámara. ¿Me comprende?
Barbary levantó sus párpados pesados para encontrar su mirada.
—¿Quiere usted decir Montague Summers? —Preguntó con cansancio—. Yo… creí que nos dispensarían eso, después de todo.
—Ya lo sé, ya lo sé. —La voz de Thrupp era acariciadora, pero el movimiento de la cabeza muy expresivo—. Yo también creí eso, pero comienzo a pensar que…
M
UY TEMPRANO
a la mañana del día siguiente, que era jueves, Thrupp y Barbary salieron para Sussex en el auto de ella. Primero se aseguraron, en casa de la pava real, que yo ya había doblado el recodo y que parecía estar destinado a los diez mil amaneceres de la apuesta de mi prima. En vista de los acontecimientos que se desarrollaban en Londres, Thrupp había decidido dejar que el Inspector Browning le representara en el sumario de Bryony, pero ahora había cambiado de opinión. También habían variado los planes en cuanto a dejar que Barbary le acompañara. Parecía que el hecho de que Ann Yorke la reconociera no revestía ya importancia (en mi ausencia Ann Yorke se constituía en el testigo principal) aunque no tenía el propósito de que las muchachas se encontraran si era posible evitarlo. Barbary había querido asistir al funeral y Thrupp no había querido que fuera sola.
Llegaron a Merrington poco después de las nueve y media y a Barbary le dieron instrucciones de que se mantuviera bajo techo en
Gentlemen’s Rest
hasta que el interrogatorio hubiera terminado. Nuestro
coroner
es, comparado con lo que suelen ser estos monstruos, bastante inteligente, y no tardó en complacer el pedido de Thrupp.
El procedimiento duró, por lo tanto, escasamente veinte minutos. Cómo testigo de identificación se presentó una Ann Yorke temblorosa y pálida, horrorizada aún por su visita a la morgue; tan mal se sentía que pidió que la acompañaran a su casa no bien terminó de declarar.
Michael Houghligan indispuso al jurado con su informe médico, el
coroner
musitó algunas palabras sin importancia y a pedido del detective Inspector Principal Robert Thrupp, se suspendió el interrogatorio hasta dentro de catorce días.
Lo entierran a uno bastante bien en Merrington. El cementerio es un terreno rodeado de árboles y cercado de robles en medio de un ondulado campo de diez acres, y lo llevan a uno a pulso entre majadas de ovejas pastando, en su último paseo por la tierra. Aunque Bryony era extraña a este medio, toda la comunidad de Red Cannons caminado de a dos en fondo en su cortejo, y había también bastantes aldeanos, sin mencionar a la inevitable media docena de reporteros.
Por la mañana temprano se dijo en la iglesia una misa solemne de
Requíem
por el alma de la pequeña Bryony, cuyo cuerpo yació sobre un catafalco desde después del interrogatorio hasta la hora del entierro.
El Padre Prior en persona condujo la ceremonia. Thrupp, que cuidaba de Barbary junto a la sepultura, notó, mientras se desarrollaba el acto, la llegada de un nuevo personaje, un hombre de edad mediana a quien nunca había visto y que no parecía un residente local. Cuando todo hubo terminado y emprendían el retorno a través del campo, ese hombre que se había mantenido alejado, sin llamar la atención, se dirigió a Thrupp y trabó conversación.
—Tengo entendido —dijo—, que usted es el detective a cargo de este caso: Permítame presentarme. Mi nombre es Hurst, Coronel Hurst, y soy el padre de la muchacha que acaban de enterrar.
Thrupp contuvo el impulso de una exclamación y estudió al recién llegado. Vió ante sí a un hombre que (en el lenguaje pintoresco de Thrupp) le recordaba a un término medio entre Don Juan y uno de los hombres delgados y morenos de Ethel M. Dell. Era buen mozo, siempre lo había sido, aun en los días en que lo conocí y lo odié como marido de Lulú, pero tenía los ojos prematuramente viejos.
—Me enteré de este terrible asunto ayer –continuó diciendo después que Thrupp lo saludó.
Estaba en
North Wales
, en una pequeña villa llamada Llanflweth, donde los diarios nunca llegan con menos de veinticuatro horas de atraso. Viajé toda la noche y llegué a la
Scotland Yard
poco después de las ocho de la mañana. Me dijeron que usted estaba aquí, y que el entierro era hoy, así que se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era seguirlo hasta aquí.
—Muy bien hecho —se alegró Thrupp—. Yo quería verlo, de todos modos. Permítame que le presente a Miss Poynings. Fue en casa de Miss Poynings y de su primo donde su hija encontró la muerte.
Hurst parecía intrigado mientras saludaba a Barbary con una inclinación.
—Sé muy poco de las circunstancias que rodean a este asunto —explicó— Para decir verdad, no había visto a mi hija desde hacía algunos años, y las nuevas de su muerte me conmovieron. ¿Creo haber entendido que su nombre es Poynings? —preguntó a Barbary—. Conocí un Poynings en la India hace algunos años…
—Mi primo Roger —dijo Barbary—. Le he oído hablar de usted.
—Temo que haya sido con poca simpatía —conjeturó el sujeto—. El mundo es pequeño, ¿verdad? No veo a su primo por aquí —agregó mirando superficialmente a su alrededor.
—No —dijo Barbary con calma—; no pudo venir. Él… Él…
Thrupp se hizo cargo de la situación.
—El Capitán Poynings sufrió un accidente hace uno o dos días —explicó.
Hurst aparentó ligero interés:
—Espero que no sea nada serio.
—Por el contrario —dijo Thrupp, mientras apretaba el brazo de mi prima significativamente—; su estado es tan delicado que los médicos tienen pocas esperanzas de que sobreviva.
Hurst parecía verdaderamente alarmado.
—¡Gran Dios! Lo siento —dijo—. ¿Cómo y cuándo… ocurrió?
—Ocurrió en casa de su hija, Coronel Hurst –dijo Thrupp.
—¿Qué? ¿Quiere decir usted en casa de los Forrester?
—No —el tono de Thrupp era suave y de circunstancias—. De su otra hija, Coronel, en
Shepherd Market
.
Maurice Hurst se detuvo en seco, pasó rápidamente su vista de uno a otro con una mirada curiosa en los ojos.
El hombre estaba turbado.
—¿Mi otra hija? —repitió dudando.
—Sí. Athene Van Huysen, conocida también como Xantippe Gnox. Espero —dijo Thrupp—, que no se atreva a negar que es su hija, ¿verdad, Coronel?
Hurst dudó nuevamente.
—Le explicaré eso después, Inspector —dijo por fin apresuradamente—. Cuénteme primero lo del accidente de Poynings. ¿Cómo ocurrió?
—Le hicieron un disparo.
—¿Un disparo? ¡Buen Dios! ¿Y quién fue?
—Eso no ha sido aún debidamente establecido aunque pienso que pronto se sabrá –observó Thrupp—. Ya sabemos quién es el dueño de la pistola con que se cometió el crimen…
—¿Ah, sí? —Una mirada de temor pasó por los ojos de Maurice Hurst mientras se esforzaba por hacer la pregunta inevitable—. ¿De quién era?
—Suya —dijo Thrupp, con la voz más serena que nunca.
E
NTIÉNDASE
claramente que no soy, ni jamás pretendí ser uno de esos valientes y virtuosos hombres blancos que en las obras de un tal Kipling y de la Dell infestan todas las avanzadas del Imperio en el lejano frente de batalla, sosteniendo en alto el honor del Rajah, mientras dispensan justicia británica e imponen por la fuerza la paz británica a los malvados nativos, siempre prontos para reconocer la blancura de algunos de sus compatriotas y más listos todavía para descubrir la vena amarilla en otros. No soy digo, uno de esos dechados ni jamás reclamé como mío ese don infalible de percepción cromática.
No obstante, una vez llegué a pensar, de un modo vago, en la posibilidad de que Maurice Hurst, a pesar de su apostura y de su porte militar, no fuese completamente blanco; de que, en resumen, su exterior ornamental podía ocultar Una gota apreciable de sangre amarilla. Pero cuando uno es joven y orgulloso y apasionado y, especialmente, cuando uno está enamorado de la mujer de otro hombre, uno es susceptible de juzgar mal al esposo legal de su
innamorata
. Uno o dos años después, cuando se ha enfriado la pasión, uno se reprocha y se desprecia por haber sucumbido a tales tendencias. Esto es, en síntesis, lo que me había ocurrido.
Parece, sin embargo, que no estuve tan errado en mi juicio juvenil como merecí estarlo. Del valor físico de Hurst en la batalla no puedo hablar porque nunca lo vi en tales circunstancias.
Cierto es, sin embargo, que los cincuenta minutos de interrogatorio a que lo sometió Thrupp (siempre encantador pero inexorable) lo redujeron del estado de flor de la caballerosidad, al de un vil gusano. La capa de coraje era muy delgada y la suave presión que el pertinaz Thrupp hizo sobre ella acabó por romperla. Se quebró cuando supo que la
Yard
conocía el parentesco con Xantippe Gnox, y la fisura se hizo mayor con lo de la pistola.
Unos pocos minutos con Thrupp y Browning en mi escritorio de
Gentlemen’s Rest
fueron suficientes para minar su resistencia. Hagámosle, sin embargo, justicia. Concibo como probable que si hubiera sido el autor del disparo se hubiera defendido mejor. Era el temor vago y terrible de ser injustamente condenado por un crimen que no había cometido lo que lo enervaba. Claro que como yo no había muerto, no podía considerarse crimen, pero Thrupp le hacía creer deliberadamente que podía transformarse en tal en cualquier momento.
El motivo, también, aparecía como fatalmente sencillo.
¿Acaso no le había yo robado el afecto de su mujer hacía muchos años en el lejano Oriente?
(Tal sería el comentario fatuo de la prensa.)
De modo que Hurst declaró, o por lo menos dijo, cuanto un individuo de esa calaña puede decir. Muchos hechos aparecieron embarullados, unos importantes y otros no.
Seleccionando los primeros y arreglándolos en orden de secuencia, llegamos a esta conclusión: Cuando era un hombre muy joven (cuando, como se dice, la tinta de su despacho estaba todavía fresca), Maurice Hurst aprovechó la licencia que le dieron antes de irse a la India, para hacer un crucero en un yate por el Mediterráneo Oriental. Iba con otros dos oficiales jóvenes, compañeros de escuela. El padre de uno de ellos era el adinerado dueño del yate y pasaron una temporada ociosa y llena de lujos, explorando las costas de Grecia y Asia Menor y visitando algunas de las hermosas islas del Egeo. Como suelen hacer los jóvenes, probaron los vinos y las mujeres que encontraron a su paso, pero todo a la ligera y promiscuamente hasta que llegaron a la isla de Naxos.
Aquí fue el joven Maurice Hurst quien, hasta cierto punto, dio actualidad a la antigua leyenda del joven Dionisio; una versión más cruda y menos espléndida, por cierto, pero muy similar en los detalles. Su Ariadna era, para ser francos, un modelo pasado de moda, por cuanto había sido la querida de un hombre rico que la había abandonado. Aunque algunos años mayor que Hurst era todavía joven y muy hermosa, y el muchacho se enamoró tan ciegamente que pidió a sus compañeros que continuaran el viaje sin él y lo recogieron al regreso.
Un episodio vergonzoso, según las costumbres más estrictas, podía haber resultado venial si Hurst se hubiera mostrado discreto y precavido. Pero no lo hizo así. En su desvarío no sólo engendró una criatura, sino que dio a su querida detalles completos de su identidad. En realidad, formalizó con ella una especie de casamiento e hizo planes absurdos e irreflexivos para que se le uniera más tarde en la India como esposa legal.
Pero Ariadna (llamémosla así; nunca supe su verdadero nombre) ya conocía esas promesas y es probable que nunca le creyera. Como que era fatalista y de las buenas, sabía, aunque él no lo supiera, que la habría olvidado al cabo de un año y, aunque para mantener la paz aparentaba estar de acuerdo con los planes, creo que nunca tuvo esperanzas de volver a verlo. La verdad es que nunca más lo vió.
Dejó sin contestación sus cartas apasionadas, y me parece verla sonreír cínicamente a medida que se iban haciendo menos apasionadas, después menos frecuentes, hasta que por fin dejaron de llegar. No se tomó siquiera el trabajo de hacerle saber que esperaba un hijo; seguramente aceptó el incidente como una de las cosas que ocurren a las mujeres de su clase y, como no era más que una isleña, no se le ocurrió capitalizar el accidente. De modo que Maurice Hurst, muy comprometido con la mujer del comandante, en la India, nunca supo, en vida de Ariadna, que le había dado una hija.
Después, alrededor de un cuarto de siglo más tarde, esta historia permaneció inconclusa.
Ocurrieron entonces tres cosas. Ariadna murió, no sin antes confiar a la joven Atheae el secreto de su paternidad, mostrándole una prueba escrita por el mismo Hurst. Poco después de la muerte de Ariadna, cuando Athene no sabía qué hacer de su vida, la historia se repitió una vez más; y otro yate con su correspondiente Dionisio llegó al puerto de Naxos. Esta vez el Deus ex machina era un adinerado joven americano, llamado Van Huysen. Athene no era de la misma pasta que su bondadosa madre. Era apasionada y ambiciosa, una complicación de temer. Pudo haber amado a Van Huysen por sus encantos físicos, pero amaba más la riqueza y la posición que podía darle. Es poco probable que Laurie Van Huysen pensara en un matrimonio respetable cuando empezó a enamorarla, antes de instalarla en la antesala sibarítica de su yate. Sin embargo, el hecho es que se casaron antes del mes.