El Caso De Las Trompetas Celestiales (4 page)

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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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—Sí. Su Reverencia en persona, y también Sir John Winston, canciller de la diócesis. Como ve, Roger, hoy alternaremos con la alta sociedad.

—Tiene razón. Pero le diré que hay una coincidencia notable: nosotros también tenemos invitados, y uno de ellos es un obispo, y el otro un noble. En realidad, en cuanto a alta sociedad se refiere, no estoy seguro de que no les hayamos superado, porque
nuestro
obispo es un arzobispo-obispo, y
nuestro
noble es un mariscal de campo. ¡Supere esta oferta si puede!

Carmel silbó quedamente.

—¿Habla en serio? —dijo.

—Muy en serio. Es posible, sin embargo, que la situación pierda algo de su esplendor si agrego que los dos son tíos nuestros, de modo que no cuentan ya tanto. Tío Odo es el Arzobispo-obispo de Arundel, y no trate de hacerme creer que nunca ha oído hablar de él, aun cuando sea la hija de un vicario anglicano. Y tío Pies, como decía, es mariscal de campo. En este momento no desempeña ningún cargo, pero sospecho que será nuestro próximo Jefe de Estado Mayor Imperial.

Carmel suspiró y sonrió.

Nos ha derrotado ampliamente —admitió con un acento de ironía—. Sí, he oído hablar de los dos, desde luego, pero nunca los había relacionado con usted. Dígame, Roger, ¿qué significa exactamente un Arzobispo-obispo? Siempre me lo he preguntado. ¡Ustedes los católicos tienen títulos extraordinarios!

Es verdad. Pero en realidad el título de tío Odo no tiene nada de extraño. Tío Odo encabeza la sede de Arundel, que es simplemente un obispado. Pero tío Odo es un Arzobispo
ad personam
, es decir, que su propio rango individual es demasiado elevado para sus funciones actuales, y como no es posible disminuir de rango a un arzobispo una vez consagrado como tal, le conocen en la actualidad como arzobispo-obispo. Era Arzobispo de Meerut, en la India, pero su salud sufrió ciertos trastornos y debió renunciar a su cargo. Luego mejoró, y como Arundel estaba vacante, le ofrecieron el cargo. Y allí está el tío Odo, vivo y rozagante. —Comprendo.

—Es extraño, no obstante, que tanto él corro el obispo de ustedes se encuentren en Merrington el mismo dia —murmuré—. Tío Odo ha venido a visitar el convento. ¿Y para qué ha venido el obispo de ustedes? ¿para la… Confirmación, o algo semejante?

Carmel movió la cabeza, y un destello de risa iluminó sus ojos. Nuestra conversación, no obstante, ser ajena a sus preocupaciones, le estaba haciendo mucho bien, evidentemente. Por mi parte, no tenía inconveniente alguno en mantenerla.

—Se trata de algo mucho más divertido —dijo ella—. El Obispo y el Canciller deben emitir su juicio acerca de lo que mi padre llama con toda irreverencia « El caso de las trompetas celestiales».

—¿El qué? —repetí mirándola con los ojos muy abiertos. La imagen espontánea provocada por sus últimas palabras era tan diferente de la que existía en la mente de Carmel, que durante un instante me sentí totalmente Desconcertado. Durante dos gloriosos segundos tuve una visión fantástica de un prelado con capa y mitra de la Iglesia Anglicana, acompañado por su canciller seglar, de pie en un rincón de mi jardín, que examinaba y gesticulaba solemnemente frente a la obra de las garras de Grimalkin sobre mi ultrajado parterre de
datura,
. Si el lector me supone loco —sobre todo si se trata de un pálido habitante de la ciudad—, permítame explicar que las grandes flores en forma de trompeta de esta planta llevan el nombre común de estramonio o de trompetas celestiales.

Esta asociación de ideas, explicable a la vista de las circunstancias, no soportó la explicación del misterio que Carmel me dio.

—En realidad es muy sencillo —dijo, aspirando su cigarrillo—. ¿Nunca ha visitado nuestra iglesia, Roger?

—Muchas veces, a intervalos.

—Entonces habrá observado los dos ángeles, uno a cada lado del altar.

—Sí. Son muy viejos y originales, pero… sin desear ser ofensivo, un poco absurdos. La talla de sus túnicas y alas es aceptable, pero tienen unas caras semejantes al tipo más repulsivo de maestra de catecismo de la época victoriana, y el que está del lado de los Evangelios tiene aspecto de estar a punto de vomitar.

Carmel sonrió, pero me devolvió el golpe.

—¡Teniendo en cuenta que son anteriores a la Reforma, y que por lo tanto fueron instalados por ustedes, los papistas, no podía esperarse otra cosa! —replicó—. Sea como fuere, lo importante en lo que a ellos se refiere es que, según los anales de la parroquia, en una época tenían trompetas de oro, con las cuales parecían estar tocando una fanfarria o algo por el estilo. Estas trompetas estaban evaluadas en ochenta libras cada una en el siglo xv, lo cual era, entonces, una enormidad de dinero. Dicho sea de paso, ello explica por qué los brazos de los ángeles están extendidos en posiciones tan raras, y por qué tienen los labios fruncidos y las mejillas infladas. De cualquier manera, vino la Reforma con su saqueo de todos los ornamentos de iglesias, y desaparecieron los ángeles con sus trompetas. Nadie supo qué había ocurrido con ellos hasta hace unos cincuenta años, en que se descubrieron los ángeles, un poco estropeados, debajo de un montón de trastos en el antiguo establo donde se recolectaban los diezmos; pero no había signos de las trompetas. Lo cual no es sorprendente, si en realidad eran de oro.

—Es verdad —dije secamente.

—Bueno, parece que el vicario consideró una lástima dejar que se estropearan definitivamente, por tratarse de verdaderas reliquias, de modo que los lavó, los retocó algo y los colocó otra vez en la iglesia, sin las trompetas, claro está. Y allí están desde entonces, con su aspecto absurdo para cualquiera que no sepa que les falta algo. Esto, hasta el otro día, en que llegaron las trompetas nuevas.

Era ésta una novedad para mí.

—¡Ah! Tienen trompetas nuevas, ¿eh? —murmuré con humildad.

Carmel me miró boquiabierta, sin comprender, evidentemente, que fuese posible que semejante acontecimiento pasara inadvertido, ni siquiera para un papista.

—¡Si tiene trompetas nuevas! ¿Va a decirme que no ha oído hablar de ellas? ¡Sí, trompetas nuevas! Y, lo que es más, son de oro, no de veintidós quilates, desde luego, pero sí de oro, y no de plata dorada.

Emití un silbido.

—Deben haber costado bastante —comenté, algo perplejo—. ¿Son muy grandes?

Carmel extendió sus brazos esbeltos a ambos lados del cuerpo, en la actitud de un pescador describiendo el pez que ha dejado escapar.

—Papá no ha recibido la cuenta definitiva, todavía, pero sé que el presupuesto era de miles —dijo—. Usted sabrá sin duda, que esto forma parte del legado de la vieja Mrs. Beeding.

—Recuerdo a Mrs. Beeding, como asimismo que dejó parte de su fortuna a la iglesia, pero no recuerdo nada relativo a trompetas.

—Pues, Roger, esa era la idea principal en su legado. Durante años estos ángeles sin trompetas le habían despertado gran contrariedad. Sin duda irritan a muchas personas, pero mientras algunas opinaban que debían quitarse los ángeles, Mrs. Beeding sostenía que si tuviesen sus trompetas quedarían muy bien. En vista de ello dejó su dinero a mi padre para la iglesia, con la condición de que la primera inversión del dinero sería la compra de las trompetas de oro. Y como dejó más de 60.000 libras, evidentemente papá debía moverse o, de lo contrario, perdería todo el legado. Papá se movió y como digo, las trompetas, aunque son más bien cuernos de coche de postas, fueron encargadas y ahora están listas. El aspecto de los ángeles ha mejorado mucho con ellas, pero a mi juicio es un despilfarro escandaloso. Conviene que vaya y las observe bien, Roger. No creo que estén allí mucho tiempo, de cualquier manera.

—¿Por qué?

—Existen dos posibilidades. Primero, que las roben. Segundo, que el Obispo ordene que sean retiradas como ornamentos no permitidos. Verá usted: Papá, con su soberano desprecio a todo lo que signifique expedientes y papeles, no pensó en ningún momento que debía solicitar una autorización. Pero alguien debió decírselo al canciller, y el canciller se lo dijo a Bloody Ben, el obispo, con el resultado de que se produjo una gran conmoción en el palacio, y todo el mundo quería saber qué significaba la actitud de mi padre. No sé si usted conoce a Bloody Ben. Es un buen obispo, y muy pacífico cuando se le trata, pero suele desplegar un genio violento y no vacila en decir todo lo que piensa. Estuvo conversando por teléfono con mi padre durante una hora, y le aseguro que fue una conversación bastante profana. Como tal vez sabrá, papá no vacila en llamar las cosas por su nombre cuando se enoja, y, de todos modos, no le interesan mucho los obispos. Total: el majestuoso descenso del obispo y su canciller en el día de hoy a fin de decidir si las trompetas quedarán en su sitio para ser debidamente bendecidas, o bien si serán arrojadas al abismo como elementos que pueden conducir a la idolatría y a la superstición papista.

El tono de Carmel era alegre, y por primera vez parecía haber recobrado su humor habitual. Yo reí.

—¿Y cuáles son las probabilidades en uno u otro sentido? —pregunté.

—He oído decir que están apostando seis a cuatro a favor de mi padre en la taberna de la Doncella Verde. Personalmente, yo diría que iguales en ambos sentidos. Será una lucha muy reñida, estoy segura de ello.

—Pero ¿por qué? —pregunté intrigado—. ¿Ustedes no creen, verdaderamente, que los católicos adoramos trompetas y objetos semejantes?

—Desde luego que no. Por lo menos, es probable que lo creamos oficialmente, pero en la práctica es una especie de fantasma muy útil. El asunto importante en un caso como éste es que mi padre no ha solicitado la autorización correspondiente, como un buen vicario, y con ello ha ofendido la dignidad del obispo, o quizás del canciller, y están un poco molestos. Las patrañas sobre idolatría serían simplemente los fundamentos legales para suprimir las trompetas si mi padre no lograse convencerles.

Yo hice un gesto, acariciándome la barba. Si bien no conocía en persona al obispo de Bramber, conocía su reputación de dignatario exigente. Sabía, además que le consideraban un caso excepcional entre los prelados de la Iglesia Anglicana por el hecho de haber sido ordenado y ungido por un obispo de una de las iglesias cismáticas de Oriente, y que por lo tanto, aun la Santa Sede debía reconocer la validez de sus votos. En otros términos, si decidiera impartir su bendición a estas nuevas trompetas de oro en lugar de disponer que se quiten, quedarían definitivamente bendecidas. No es que ello tenga mucha importancia, pero…

—Por Mr. Gilchrist y por los ángeles, espero que usted haya tenido la previsión de hacer preparar un buen almuerzo —observé—. Conozco muy bien a estos señores. Haga lo que haga, no permita que vayan a la iglesia con el estómago vacío.

—Es lo que le he dicho a la cocinera —repuso Carmel, sonriendo—, y me prometió hacer todo lo posible. Pollo asado y un Budín de Sussex…

5

En el instante en que comenzó a hervir el agua en la marmita eléctrica, me levanté y preparé el té. Carmel se mostró visiblemente agitada cuando mencioné la coincidencia en cuanto al menú, y luego reímos de buena gana. Durante un minuto o dos, en verdad, mientras bebíamos el té, consideramos las delicias de un Budín de Sussex bien preparado, y mediante preguntas cautelosas no tardé en comprobar que, como correspondía a una familia cuyo origen se remontaba a los desiertos de Caledonia, su receta estaba totalmente equivocada. Tanto me gustaba Carmel que durante un instante de insensatez tuve la tentación de iniciarla en los secretos del tradicional método de Old Gumber, el cual, de haber sido llevado a la práctica de inmediato, habría asegurado la existencia de las trompetas de los ángeles; pero, por fortuna, me sobrepuse a esta tentación. De cualquier manera, la receta de que disponían serviría para producir una especie de Budín de Sussex, y es un hecho innegable que siempre es preferible un Budín de Sussex cualquiera a ninguno.

Carmel dejó su taza e hizo un gesto en dirección al reloj de pared.

Debo continuar mi historia, Roger. Hace más de media hora que estoy aquí y ni siquiera la he comenzado. Quizás no hayamos perdido el tiempo —dije—. Por lo menos hemos llegado a conocernos un poco mejor, y ello no deja de ser conveniente.

Ella asintió.

—Sí, será muy conveniente —dijo—. Usted es una persona curiosa, Roger. Tiene un aspecto tan fiero e hirsuto con esa barba; sus libros están tan llenos de aventuras audaces; y a pesar de todo ello se ha mostrado muy comprensivo conmigo esta mañana. Sinceramente, cuando se me ocurrió por primera vez venir a verle, me asusté de mi temeridad, pues temía que gritase y me echase de aquí asiéndome de una oreja. Con deliberación o no, esa es la impresión que usted produce.

Consideré este punto con un poco de vergüenza.

—No es precisamente deliberado —dije—. Pero, por otra parte, no sería honesto fingir que hago algo por contrarrestar esa impresión. Puede que sea antisocial, pero me ahorra muchas dificultades. No adopto una pose deliberada, pero quizás soy demasiado impaciente por naturaleza para ocultar el hecho de que no soporto a los tontos con muy buena voluntad. Eso es todo. No puedo soportar a los charlatanes, pero siempre estoy dispuesto a conversar con quienquiera que tenga algo que decir.

—Esa convicción me impulsó a verle. Quiero significar que, en verdad, tengo algo que decir, a pesar de que necesite tanto tiempo para abordar el tema. He estado charlando esta mañana, pero le diré que en gran parte usted tiene la culpa.

—No ha estado charlando, y yo acepto toda la responsabilidad por los temas considerados hasta ahora —manifesté—. Como decía antes, no tengo ninguna prisa y no quiero que se apresure.

—No, pero el tiempo vuela, y yo también debo irme —cruzando las piernas, fingió examinar la suela de una de sus sandalias—. Mire, Roger: supongamos que comience diciéndole que he estado leyendo, o mejor dicho, releyendo por tercera o cuarta vez uno de sus libros. En parte, porque siempre me gustó, y en parte para convencerme de que usted es la persona indicada para contarle mis dificultades. ¿Adivina a cuál me refiero?

—Probablemente a «El caso de la joven alocada» —diagnostiqué sin vacilar, mirándola con aire calculador.

—Sí.

—Es demasiado joven —le dije en tono de broma.

—¡Le aseguro que no! —dijo ella, sonrojándose levemente.

—Demasiado joven para comprenderlo bien —insistí con un objeto muy personal.

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