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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (20 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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Bella asintió con furor, pese a tener la cabeza pegada a la madera.

Sus pechos escocidos eran puro calor contra la madera, y su sexo goteaba. La tensión era inaguantable.

—Estáis bien condimentada por vuestros propios jugos, ¿verdad que sí? —preguntó la mesonera.

Bella soltó un sonoro gemido quejumbroso, ya que no sabía cómo responder.

La señora Lockley sobó con energía sus nalgas, dejándolas caer pesadamente como había hecho anteriormente con los pechos.

Entonces llegaron los fuertes azotes de castigo. Bella botaba, culebreaba y gritaba con los dientes apretados como si nunca hubiera sabido lo que era la resistencia, la dignidad. Era capaz de hacer cualquier cosa con tal de complacer a esta ama aterradora, fría e intransigente; lo que fuera para hacerle saber que iba a ser buena, que no sería una chica mala, que se había equivocado. Tristán la había advertido. La azotaina continuaba, castigándola severamente.

—¿Está bastante caliente, está en su punto? —inquirió la mesonera que esgrimía la pala cada vez con más rapidez. Se detuvo y apoyó su fría palma sobre la piel llena de ampollas—. ¡Pues sí, creo que nuestra princesa ya está bien asada!

Pero continuó azotando. Los sollozos de Bella surgían como si los extrajeran de ella con un purgante.

La idea de que tendría que esperar hasta el anochecer ya su capitán para que su sexo atormentado sintiera cierto alivio la hizo sollozar sumida en un desenfreno casi sensual.

Se acabó. Los estallidos todavía resonaban en sus oídos. Aún podía sentir la pala como en un sueño. Su sexo parecía una cámara hueca en la que todos los placeres que había conocido dejaban su eco sonoro y reverberante. Pasarían horas hasta que llegara el capitán, largas horas...

—Levantaos y poneos de rodillas —acababa

de decirle la mesonera. ¿Por qué vacilaba?

Se dejó caer al suelo y apretó frenéticamente sus labios contra las botas de la señora Lockley.

Besó el extremo del calzado puntiagudo, los tobillos bien formados que aparecían por debajo de la delicada funda de cuero.

Bella notó las enaguas de la señora Lockley sobre su húmeda frente y los besos de la princesa se tornaron más fervientes.

—Ahora, limpiaréis esta posada de arriba abajo —ordenó la señora Lockley— y mientras lo hacéis seguiréis con las piernas bien separadas.

Bella asintió.

La señora Lockley se apartó y se encaminó a la entrada del mesón.

—¿Dónde están mis demás preciosidades? —murmuró malhumorada en voz baja—. En el establecimiento de castigos no acaban nunca.

Bella estaba arrodillada observando la excelente figura de la señora Lockley que se recortaba a la luz de la entrada, su menuda cintura resaltada por el fajín blanco y el cinturón del mandil.

Bella respiró ruidosamente. «Tristán, teníais razón —pensó—. Es duro ser mala a todas horas.» y se limpió silenciosamente la nariz en el dorso de la mano.

El grande y provocador gato blanco volvió a hacer acto de presencia. Apareció silenciosamente, a tan sólo unos centímetros de Bella. Ésta se encogió mordiéndose el labio y luego se tapó la cabeza con los brazos pues la señora Lockley continuaba apoyada ociosamente en la puerta del mesón mientras el gran gato peludo se acercaba cada vez más.

CONVERSACIÓN CON EL PRÍNCIPE RICHARD

A última hora de la tarde, Bella estaba echada sobre la fresca hierba del patio junto con los demás esclavos.

La vara punzante de alguna de las muchachas de la cocina la importunaba de vez en cuando forzándola a separar las piernas. Sí, no debo juntar las piernas, pensó amodorrada.

El trabajo de la jornada la había dejado exhausta. Durante una hora estuvo encadenada a la pared de la cocina, cabeza abajo, porque se le habían caído al suelo un puñado de cucharillas de peltre. Luego, a cuatro patas, cargó los pesados cestos de la colada sobre su espalda hasta llevarlos a los tendederos de ropa donde tuvo que permanecer inmóvil de rodillas mientras, a su alrededor, las muchachas del pueblo colgaban las sábanas charlando alegremente. Había restregado, limpiado y lustrado, y cada muestra de torpeza o vacilación había sido castigada con una azotaina.

Finalmente, de rodillas y sin utilizar las manos, compartió la cena que sirvieron en una gran bandeja para todos los esclavos y agradeció en silencio el agua fresca de la fuente con que calmaron su sed.

Por fin había llegado la hora de dormir. Hacía ya más de una hora que medio dormitaba sobre el césped.

Pero, poco a poco, cayó en la cuenta de que no había nadie rondando por los alrededores. Estaba a solas con los esclavos que dormían, y frente a ella vio tumbado a un apuesto príncipe pelirrojo que la miraba con la mano en la mejilla.

Era el príncipe que había visto la noche anterior sentado sobre el regazo del soldado, basándolo. Él le sonrió y le lanzó un beso con la mano derecha.

—¿Qué os ha hecho la señora Lockley esta mañana —susurró el esclavo.

Bella se sonrojó.

El príncipe estiró el brazo para cubrirle la mano.

—Tranquila, no pasa nada —le susurró—.

Nos encanta ir al establecimiento de castigos —le comentó, riéndose entre dientes.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —preguntó Bella. Era más guapo incluso que el príncipe Roger. En el castillo no había visto a ningún esclavo tan aristocrático. Los rasgos de su rostro eran fuertes, como los de Tristán, aunque su constitución era más menuda y juvenil.

—Me mandaron del castillo hace un año. Soy el príncipe Richard. Estuve allí seis meses, hasta que me declararon incorregible.

—Pero ¿por qué erais tan malo? —preguntó Bella—. ¿Lo hacíais intencionadamente?

—En absoluto —respondió—. Intentaba obedecer pero el pánico se apoderaba de mí y me escapaba corriendo a un rincón. A veces no podía realizar las tareas, debido a la vergüenza y la humillación que sentía. Era incapaz de dominarme, y apasionado, como vos. Cada vez que me tocaba una pala, un pene o la mano de alguna dama encantadora, se desataba en mí una exhibición mortificante de incontrolable placer. Pero no era capaz de obedecer, así que me vendieron en la subasta para que mi estancia durante todo un año aquí, en el pueblo, lograra disciplinarme.

—¿Y ahora? —preguntó Bella.

—He avanzado mucho —respondió él—. He aprendido. y se lo debo a la señora Lockley. Si no hubiera sido por ella, no sé qué hubiera sido de mí. La señora Lockley me maniató y castigó, me enjaezó y sometió a una docena de trabajos forzados antes de esperar algo de mi voluntad. Una noche sí, otra no era azotado con la pala en el lugar de castigo publico o me hacían correr en círculo alrededor del mayo. Me llevaban a alguna de las tiendas públicas, donde me ataban y tenía que chupar todas las vergas que venían. Las jovencitas se burlaban de mí y me perseguían. Normalmente pasaba el día colgado debajo del signo del mesón y luego me ataban de pies y manos para recibir la tanda de azotes diarios. Sólo después de cuatro semanas completas, me desataron y me ordenaron encender el fuego y poner la mesa. Os aseguro que cubrí de besos las botas de la señora. Comía de la palma de su mano y lamía literalmente la comida de sus dedos.

Bella asintió lentamente. Le sorprendió que el príncipe hubiera tardado tanto tiempo.

—La adoro —continuó él—. Me estremece pensar qué hubiera sido de mí si me hubiera comprado alguien más indulgente.

—Sí —admitió Bella. La sangre afluyó de nuevo a su rostro, y la notaba también en las nalgas.

—Nunca pensé que podría permanecer quieto sobre de la barra del bar para recibir mis azotes matinales —explicaba él—. Nunca creí que llegaría a ir desatado por las calles del pueblo hasta el lugar de castigo público, o que ascendería los peldaños y me arrodillaría sobre la plataforma giratoria sin necesidad de llevar grilletes. O que podrían enviarme solo al cercano local de castigos al que hemos acudido esta mañana. Tampoco pensaba que sería capaz de dar placer a los soldados de la guarnición sin acobardarme o sin demostrar pánico al ser amarrado. Pero ahora puedo hacer todas esas cosas. Ya no hay nada que no pueda sobrellevar.

Hizo una pausa.

—Vos también habéis aprendido todas estas cosas —dijo a continuación—. Me di cuenta anoche y me he percatado hoy mismo. La señora Lockley os adora.

—¿De veras? —Bella experimentó un fuerte deseo que recorrió toda su pelvis—. Oh, debéis estar equivocado.

—No, no me equivoco. No es fácil que un esclavo llame la atención de la señora Lockley. Sin embargo, rara vez aparta la vista de vos cuando estáis cerca.

El corazón de Bella se aceleraba silenciosamente en su pecho.

—Escuchad, tengo algo terrible que deciros —anunció el príncipe.

—No hace falta que me lo expliquéis. Ya lo sé —respondió Bella con voz susurrante—. Ahora que vuestro año en el pueblo llega a su fin, no podéis soportar la idea de regresar al castillo.

—Sí, precisamente —dijo—. No porque no sea capaz de obedecer y complacer. De eso estoy convencido. Pero... es diferente.

—Lo sé —dijo Bella. Su mente bullía de ideas.

De modo que su cruel dueña la quería, ¿era eso? ¿Y por qué aquello la satisfacía tanto? Cuando estaba en el castillo nunca le había importado verdaderamente si lady Juliana la adoraba o no, pero aquella perversa y orgullosa mesonera y el apuesto y remoto capitán de la guardia le llegaban al corazón de un modo singular.

—Necesito sufrir castigos duros —seguía explicando el príncipe Richard—. Necesito órdenes directas y saber cuál es mi lugar, sin vacilaciones. Ya no me complacen los tiernos arrumacos ni tanta adulación. Prefiero que me arrojen sobre la grupa del caballo del capitán y me lleven al campamento para acabar atado a la estaca y que se aprovechen de mí tal como han hecho hasta ahora.

Una fulgurante imagen centelleó en el pensamiento de la princesa.

—¿Os ha poseído el capitán de la guardia? —preguntó Bella con timidez.

—Oh, sí, por supuesto —contestó—. Pero no temáis. Anoche le vi y él también está absolutamente enamorado de vos. En lo que a príncipes se refiere, le gustan un poco más robustos que yo, aunque de vez en cuando... —sonrió.

—¿Y tenéis que regresar al castillo? —inquirió Bella.

—No sé. La señora Lockley disfruta del favor de la reina ya que buena parte de la guarnición de su majestad se aloja aquí. Mi señora podría quedarse conmigo, creo yo, si pagara el precio de mi compra. Soy de gran provecho para la posada. y cada vez que me envían al establecimiento de castigos, los clientes pagan por presenciar mi penitencia. En el local se reúne siempre gente, toman café, hablan, las mujeres cosen... y observan cómo zurran uno a uno a los esclavos. y aunque el servicio lo pagan los dueños y las amas de los esclavos, los clientes pueden aportar, si lo desean, diez peniques para presenciar otra buena tanda de azotes.

Casi siempre que voy, me zurran tres veces, y ese dinero se reparte entre el local y mi señora. De modo que a estas alturas ya he recuperado con creces el precio pagado por mí en la subasta, y podría doblarlo si la señora Lockley me quisiera con ella.

—¡Oh, yo también tengo que hacer eso! —susurró Bella—. ¡Quizás haya sido demasiado obediente, demasiado pronto! —torció la boca llena de inquietud.

—No, no os preocupéis, eso no es cierto. Lo que debéis hacer es congraciaros con la señora Lockley. Y eso no se consigue siendo desobediente sino con buenas muestras de sumisión. Cuando acudáis al local de castigos, al que seguro iréis pronto porque nuestra ama no tiene tiempo para azotarnos a todos cada día como es debido, debéis ofrecer el mejor espectáculo posible, por muy duro que sea. En cierta manera, ese lugar resulta más duro que la plataforma pública.

—Pero ¿por qué? Vi la plataforma giratoria y me pareció atroz.

—El local para castigos es más íntimo, menos teatral —explicó el príncipe—. Siempre está muy concurrido. En un repecho de poca altura situado en la pared de la izquierda se alinean los esclavos, que esperan como yo he esperado esta mañana. Luego, en un pequeño estrado que apenas sobresale un metro por encima del suelo, se encuentran el encargado y su asistente, y las mesas de los clientes están pegadas al repecho y al escenario. El público se ríe y habla entre sí, no hace ni caso de gran parte de lo que pasa, y únicamente comenta algún hecho a la ligera.

»Pero si les gusta el esclavo, dejan de hablar y observan con atención. Se les puede ver por el rabillo del ojo, con los codos apoyados sobre el borde del escenario, y luego se oyen los gritos de "diez peniques" y vuelta a empezar. El encargado es un hombre grande y tosco. En cuanto llega vuestro turno, sois arrojado directamente sobre su rodilla. Lleva puesto un mandil de cuero y, antes de empezar, os embadurna con grasa, y lo cierto es que se agradece. los azotes escuecen más pero, por otro lado, la grasa protege la piel, de veras. El mozo que le ayuda os sostiene la barbilla y espera el momento de sacaros fuera del escenario.

Entre ellos intercambian comentarios y risas. El encargado me estruja siempre con fuerza y me pregunta si estoy siendo buen chico. Lo hace del mismo modo en que le hablaría a un perro, con idéntica voz. Luego me coge bruscamente del pelo e importuna sin piedad mi pene, advirtiéndome que mantenga bien levantadas las caderas para que mi verga no se deshonre sobre su delantal.

»Recuerdo una mañana en la que un príncipe se corrió sobre el regazo del encargado. y no he olvidado el castigo que se llevó. La zurra fue despiadada. Luego le hicieron andar en cuclillas por toda la taberna, obligándole a tocar con la punta de su verga todas las botas que había en el local para pedir perdón, siempre con las manos detrás de la nuca. Deberíais haberlo visto, adelantando y apartando sus caderas con grandes esfuerzos. A veces los parroquianos se compadecían de él y le despeinaban el pelo, aunque en la mayoría de casos no le prestaban la menor atención. Luego le obligaron a volver a casa en la misma dolorosa e ignominiosa postura, con la verga atada de tal manera que señalara directamente al suelo, pues para entonces ya volvía a estar lo suficientemente dura.

Oh, sí, al anochecer, el lugar de castigos, iluminado con velas y lleno de clientes bebiendo vino, puede llegar a ser peor que la plataforma giratoria.

Tengo que reconocer que en la plataforma nunca he llegado a perder toda la resistencia, ni quejarme y gemir pidiendo clemencia tanto como allí.

Bella permanecía callada, totalmente cautivada.

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