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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (22 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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Estaba casi oscuro cuando Bella se despertó.

Todavía había luz en el cielo, aunque ya se veían un puñado de diminutas estrellas. La señora Lockley, sin duda vestida para la velada de aquella noche, de rojo y con bordados en las abombadas mangas, estaba sentada sobre la hierba con la falda extendida a su alrededor formando un vistoso círculo. Tenía la pala de madera sujeta al cinto de su delantal, medio enterrada entre los volantes de lino blanco. Chasqueó los dedos para que los esclavos, que empezaban a despertarse, acudieran a ella. Una vez reunidos en corro a su alrededor, de rodillas y con las escocidas nalgas apoyadas en los talones, la señora Lockley sostuvo con sus dedos pedazos de fruta fresca, melocotones y manzanas, y los acercó amablemente a las bocas de sus esclavos.

—Buena chica —dijo al tiempo que acariciaba la barbilla de una encantadora princesa de cabello castaño a la que introducía un pedazo de manzana pelada en su ansiosa boca. Luego pellizcó su pezón con delicadeza.

Bella se ruborizó, pero los otros esclavos no mostraron la más mínima sorpresa ante esta muestra de repentino afecto.

Cuando la señora Lockley se quedó mirando directamente a Bella, la princesa, sin excesiva confianza, inclinó la cabeza hacia delante para recibir su pedazo de jugosa fruta y se estremeció al sentir la caricia de los dedos de la mesonera sobre los irritados pezones. Un repentino aluvión de sensaciones confusas le recordó cada detalle de la severa experiencia que había padecido en la cocina.

Volvió a ruborizarse, casi con vergüenza, y dirigió una tímida ojeada al príncipe Richard, que miraba impaciente a su dueña.

El bello rostro de la señora Lockley estaba sereno, su melena negra formaba una profunda sombra detrás de sus hombros. Al besar al príncipe Richard, las bocas abiertas de ambos se acoplaron, y ella procedió a acariciar su pene erecto ya mecer sus testículos. La breve historia del príncipe se había infiltrado en los sueños de Bella mientras ésta dormía tumbada en la hierba. La princesa no pudo evitar sentir una puñalada de celos y excitación al contemplar la escena. La actitud del príncipe era casi alegre. Sus ojos verdes estaban llenos de buen humor y su boca alargada, casi sensual, resplandecía con la humedad del trozo de melocotón que su dueña le introducía lentamente en la boca.

Bella no sabía con exactitud por qué su corazón latía con tal violencia.

La señora Lockley jugueteó del mismo modo con todos los esclavos. Hizo carantoñas entre las piernas a una rubia princesa hasta que ésta se retorció como el gato blanco de la cocina y luego la obligó a abrir la boca para atrapar las uvas que le arrojaba. Besó al príncipe Roger más dilatadamente incluso que a Richard, tirando mientras tanto de los oscuros rizos púbicos que rodeaban su miembro y examinando sus testículos, lo que provocó en él un rubor tan profundo como el de Bella.

Luego la mesonera se sentó como si tratara de pensar. Bella tuvo entonces la impresión de que los esclavos intentaban atraer la atención de su ama de distintas formas sutiles. La princesa de pelo castaño incluso llegó a encorvarse y besar la punta del zapato de la señora Lockley que asomaba debajo de las enaguas de volantes blancos.

Pero una de las muchachas de la cocina se acercaba en ese momento con una gran fuente plana que depositó sobre la hierba. En cuanto la señora Lockley hizo chasquear sus dedos, todo el mundo empezó a sorber a lametazos el delicioso vino tinto de aquel recipiente. Bella nunca había saboreado algo tan dulce y exquisito.

Al vino siguió un denso caldo con pedazos de carne tierna fuertemente condimentados.

Luego, los esclavos volvieron a reunirse en corro. La señora Lockley señaló al príncipe Richard ya Bella y les indicó la puerta de la posada.

Los otros les dirigieron miradas penetrantes, llenas de hostilidad. «Pero ¿qué es lo que sucede? », se preguntó Bella. Richard avanzó a cuatro patas, todo lo rápido que pudo, aunque sin perder en ningún instante su ágil porte. Bella lo siguió pero se sintió torpe en comparación con él.

La señora Lockley encabezó la ascensión por los estrechos escalones que subían por detrás de la chimenea y seguidamente recorrió el pasillo, pasó de largo ante la puerta del cuarto del capitán y siguió andando hasta otro dormitorio.

En cuanto se cerró la puerta y la señora encendió las velas, Bella se percató de que se trataba de la alcoba de una mujer. La cama artesonada estaba guarnecida con coquetos bordados de lino y de los colgadores de la pared pendían vestidos de mujer. También había un gran espejo colocado encima del hogar.

Richard besó los pies de su señora y alzó la vista hacia ella.

—Sí, podéis quitármelas —dijo, y mientras el príncipe empezaba a desatarle las botas, la señora Lockley se soltó el corpiño y se lo pasó a Bella ordenándole que lo doblara cuidadosamente y lo dejara sobre la mesa. Ante la visión de la blusa suelta de su ama, sin la contención del pequeño jubón y la marca de los lazos que aún estrujaban el lino arrugado, dentro de Bella se desató una tempestad. Los pechos le dolían como si aún la estuvieran azotando sobre el tajo de la cocina. Bella ejecutó la orden de rodillas, doblando el tejido con manos temblorosas.

Cuando se dio media vuelta, la señora Lockley se había quitado también la blanca blusa de volantes. La visión de sus pechos era asombrosa.

Desató la pala de madera de su falda y luego se la desabrochó, sacándosela por los pies. A continuación cayeron las enaguas, que Bella recogió, con el rostro encendido por un nuevo sonrojo al vislumbrar el suave y rizado vello negro del pubis y los grandes pechos con oscuros y duros pezones apuntando hacia arriba.

Bella dobló las enaguas, las dejó sobre la mesa y se volvió tímidamente. La señora Lockley, desnuda y probablemente tan hermosa como una esclava, con el pelo suelto como un velo negro que le cubría la espalda, indicó con un gesto a sus dos esclavos que se acercaran a ella.

La mesonera estiró la mano para alcanzar la cabeza de Bella y la atrajo lentamente hacia sí. La respiración de la muchacha surgía ronca y ansiosa.

Su vista estaba fija en el triángulo de pelo que tenía ante ella, bajo el cual apenas eran visibles los labios de color rosado oscuro. Había visto cientos de princesas desnudas, en todas las posiciones, pero aun así, la contemplación de esta señora desprovista de ropas la deslumbraba.

El rostro de Bella estaba empapado. Apretó espontáneamente la boca contra el brillante vello y los labios púbicos que despuntaban en el centro, pero no pudo evitar retraerse, como si se acercara a unas brasas ardiendo, y se llevó las manos a su enrojecido rostro, con gesto de incertidumbre.

Luego se aproximó al sexo de su señora con la boca abierta, sintió los espesos rizos pegados a su cara y los labios púbicos tan suaves y flexibles como nunca había sentido antes otros.

La señora Lockley adelantó las caderas y cogió las manos de Bella para llevarlas a su cintura, de modo que, de pronto, la muchacha tuvo a la mesonera entre sus brazos. Los pechos de Bella palpitaban violentamente, como si fueran a reventar por los pezones, y su propio sexo sufría convulsiones incontenibles. La princesa abrió ampliamente la boca, pasó la lengua bajo el grueso abombamiento de pliegues rojos y la introdujo súbitamente entre los labios púbicos para saborear los fluidos almizcleños, salados. Con un profundo suspiro, abrazó a la señora Lockley, con fuerza. Bella era vagamente consciente de que Richard se había puesto de pie detrás de la mujer y deslizaba los brazos bajo la mesonera para sostenerla. Las manos de Richard, posadas sobre los pechos de su ama, apretaban sus pezones.

Pero Bella estaba perdida en lo que tenía delante. La cálida seda del vello, los rollizos labios mojados, la humedad que rezumaba hasta su lengua, provocaron el frenesí en la muchacha.

Los suaves suspiros que llegaban de la mujer, aquellos jadeos de indefensión, encendieron una nueva chispa en Bella. Empezó a lamer como una loca, lanzando puñaladas con la lengua, como si la deliciosa carne salada fuera su único alimento.

Atrapó el duro y redondo clítoris con la punta de la lengua y lo chupó con toda la presión que podía ejercer, bajo el húmedo vello que tapaba su boca y nariz, empapándolas de la dulce fragancia almizcleña, mientras jadeaba aún con más fuerza que su ama. El diminuto tamaño del nódulo le impedía parar; era tan diferente a una verga y no obstante tan parecido al pene, aquella pequeña almendra que Bella sabía que era la fuente del arrebato de la mesonera. La princesa, entregada únicamente a aquel rapto, chupó, lamió y mordisqueó hasta que la señora se quedó con las piernas separadas, gimiendo intensamente y moviendo las caderas con rápidas fluctuaciones. Todas las imágenes de la tortura en la cocina pasaron como un rayo por la mente de Bella —aquélla era la mujer que le había golpeado los pechos— y devoró la vulva cada vez con más vigor, casi mordiéndola, sorbiendo y ahondando en el sexo con la lengua y balanceando sus propias caderas al compás del movimiento. Finalmente, la señora Lockley gritó a pleno pulmón y sus caderas se congelaron en el aire a la vez que todo su cuerpo se paralizó.

—¡No! ¡Más, no! —casi chilló la señora. Agarró la cabeza de Bella, luego la soltó poco a poco y volvió a hundirse en los brazos del príncipe con la respiración entrecortada.

Bella se echó hacia atrás para sentarse de nuevo sobre sus talones. Cerró los ojos e intentó no esperar ninguna satisfacción, no imaginarse otra vez el pubis oscuro y reluciente, ni pensar en su suculento sabor. Pero no podía evitar tocarse el paladar con la lengua, una y otra vez, como si aún estuviera lamiendo a la señora Lockley.

Finalmente, la mesonera se puso en pie y se dio la vuelta para rodear a Richard con los brazos.

Lo besó y se restregó contra él agitando las caderas.

A Bella le resultaba doloroso observar pero no podía apartar la vista de las dos figuras que se elevaban sobre ella. Richard tenía el rojo pelo caído sobre la frente y con su musculoso brazo acercaba hacia él la estrecha espalda de la mesonera.

Pero entonces la mujer se volvió y, cogiendo a Bella por la mano, la acercó a la cama.

—Poneos de rodillas sobre la cama y quedaos de cara a la pared —ordenó, con las mejillas encendidas de un exquisito color—. y separad bien esa preciosidad de piernas —añadió—. A estas alturas no tendría que hacer falta que os dijeran esto.

Bella obedeció al instante y se desplazó a rastras hasta quedarse de cara a la pared en el otro extremo de la cama, como le habían ordenado. Sentía una pasión tan feroz que le resultaba imposible detener sus caderas. Una vez más, las imágenes de las torturas que había sufrido en la cocina aparecieron como un rayo en su mente: aquel rostro sonriente y la pequeña lengua blanca de la correa que descargaba sus golpes sobre su pezón.

«Oh, perverso amor —pensó—, cuántos componentes inexpresables encierra.»

Pero la señora Lockley se estaba tumbando sobre la cama, colocada entre las piernas estiradas de Bella, con el rostro vuelto hacia arriba. Entrelazó los muslos de su esclava con los brazos e hizo que Bella descendiera hasta quedarse ahorcajadas encima de ella.

Bella fijó la vista en los ojos de la mesonera mientras estiraba las piernas para separarlas aún más, hasta que su sexo quedó justo sobre el rostro de la señora Lockley. De pronto, la boca roja que veía debajo le inspiró tanto miedo como la del gato blanco de la cocina. Los ojos, grandes y vidriosos, eran como los del gato.

«Va a devorarme —pensó—. ¡Me va a comer viva! » Entretanto, su sexo se abría con silenciosas y voraces convulsiones.

Richard, desde detrás, sostuvo a Bella con sus manos y tomó sus irritados pechos igual que había cogido los de la señora Lockley. Al mismo tiempo, la princesa notó un fuerte impacto en la estructura de la cama y vio que la señora Lockley se ponía rígida y cerraba los ojos.

Richard había penetrado a su ama. El príncipe estaba de pie junto a la cama, entre las piernas separadas de la mesonera, y Bella sentía las convulsiones del rápido e impactante ritmo.

Pero la ardiente y delicada lengua de la señora

Lockley había arremetido inmediatamente contra Bella. Chupaba con lametazos largos y pronunciados sus labios púbicos, obligándola a jadear ante la increíble dulzura de la penetrante sensación.

Bella dio un brinco. Temía a aquella lengua mojada, a pesar del vehemente deseo que sentía.

Los dientes de la señora Lockley habían atrapado su clítoris y lo mordisqueaban, chupándolo y lamiéndolo con un ardor que la asombró. La lengua la perforaba y la llenaba, y los dientes la corroían.

Richard aguantaba todo el peso de Bella en sus brazos, alargados y poderosos, mientras con sus embestidas sacudía la cama con un ritmo continuo y acompasado. «¡Oh, sabe cómo hacerlo!», se dijo la muchacha, aunque pronto perdió el hilo de sus pensamientos. Respiraba con exhalaciones prolongadas y graves, mientras las manos de Richard masajeaban sus doloridos pechos y, por debajo, el rostro de la mujer continuaba metido en su vagina, invadiéndola con la lengua y adhiriendo los labios a su boca inferior para chuparla en una orgía de lametazos que hizo que un orgasmo abrasador se propagara por todo su cuerpo.

El clímax se dispersó en oleadas radiantes que casi la obligaron a postrarse, mientras las contundentes embestidas del príncipe continuaban cada vez más rápidas. La señora Lockley gemía contra el pubis de Bella y Richard, desde detrás, soltaba los mismos gritos profundos y guturales.

Bella se quedó colgando entre los fuertes brazos, totalmente extenuada.

Cuando quedó liberada, cayó lánguidamente A un lado y permaneció echada durante largo rato acurrucada al lado de su señora. Richard también se había desplomado formando un bulto sobre la cama. Bella estaba tumbada, medio dormida. Oía los sonidos indistintos del piso inferior, las voces que llegaban del bar, los gritos ocasionales de la plaza, los sonidos de la noche que descendía sobre el pueblo.

Cuando la princesa abrió los ojos, Richard estaba de rodillas, atando los lazos del delantal de su ama, mientras la señora Lockley acariciaba el largo pelo oscuro de su esclavo.

En cuanto el ama chasqueó los dedos para indicar a Bella que se levantara, la muchacha bajó apresuradamente de la cama y alisó rápidamente la colcha.

Se volvió y alzó la vista hacia su señora. Richard también se había arrodillado ante el delantal blanco como la nieve de su dueña, Bella ocupó su lugar junto a él y la mesonera les sonrió.

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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