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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (26 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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Durante un momento, se apoderó de mí una pequeña oleada de pánico. Me apreté a él un poco más y sentí que sus labios me rozaban con ternura la frente.

Luego se separó con suavidad y se puso boca abajo para dormir, con el rostro a un lado y el brazo izquierdo enrollado debajo del cuerpo.

—Pasaréis la tarde en las cuadras públicas para ser alquilado como corcel—dijo—. Trotaréis por el camino para corceles de las cuadras, enjaezado y preparado, y espero oír que mostrasteis tanto brío que os alquilaron de inmediato.

Mire su elegante silueta bajo la luz de la luna

El blanco reluciente de sus mangas, la forma perfecta de sus pantorrillas enfundadas en el cuero flexible. Le pertenecía. Le pertenecía por completo.

—Sí, amo —respondí con un susurro.

Me puse de rodillas y me doblé en silencio sobre él para besarle la mano derecha que reposaba sobre la hierba.

—Gracias, amo.

—Por la noche hablaré con el capitán para que nos envíen a Bella —añadió.

Debía de haber pasado una hora.

El fuego se había extinguido.

Él estaba profundamente dormido, podía detectarlo por su respiración. No llevaba armas, ni siquiera una daga escondida bajo la ropa. Yo sabía que podía subyugarlo con facilidad. Él no tenía ni mi peso ni mi fuerza; además, seis meses en el castillo habían tonificado mis músculos. Podría haberle quitado las ropas, dejarlo atado y amordazado y emprender la huida hacia la tierra del rey Lysius. Incluso llevaba dinero en los bolsillos.

Pero, con toda seguridad, él ya había tenido en cuenta todo esto antes de que saliéramos del pueblo.

O bien me ponía a prueba o estaba tan seguro

de mí que ni siquiera se le pasaba por la imaginación. Allí echado y despierto, en la oscuridad, yo tenía que aprender por mí mismo lo que él ya sabía. ¿Sería capaz de escaparme entonces, que tenía la oportunidad?

La decisión no fue difícil. Pero cada vez que me decía a mí mismo que, por supuesto, no iba a hacerlo, me encontraba pensando en ello. Escapar, volver a casa, enfrentarme a mi padre, decirle que desenmascarara a la reina, o ir a otra tierra en busca de aventura. Supongo que no hubiera sido un ser humano si al menos no hubiera considerado la posibilidad de hacerlo.

También imaginé que me atrapaban los campesinos. Que me llevaban de regreso al castillo, atado y desnudo, sobre la silla del capitán de la guardia, para recibir alguna penitencia indescriptible por lo que había hecho, y perder tal vez para siempre a mi señor.

Pensé en otras posibilidades. Las consideré exhaustivamente y luego me di media vuelta y me arrimé a mi amo. Deslicé el brazo con suavidad en torno a su cintura y apreté el rostro contra el terciopelo de su jubón. Tenía que dormir un poco.

Al fin y al cabo, había mucho que hacer por la mañana. Casi podía ver a la multitud que rodeaba la plataforma giratoria al mediodía.

En algún momento antes del amanecer, me desperté.

Creí haber oído algún ruido en el bosque.

Pero al escuchar con más atención, tumbado en la oscuridad, percibí únicamente el murmullo habitual de las criaturas de la noche. Nada perturbaba su paz. Miré hacia el pueblo que dormía allá a lo lejos, bajo abombadas nubes luminosas, y creí detectar alguna alteración en su aspecto. Las puertas estaban cerradas.

Pero quizá siempre estaban cerradas a esta hora. No era problema mío. Seguro que por la mañana estarían abiertas.

Me puse boca abajo y me acurruqué otra vez junto a mi amo.

REVELACIONES Y MISTERIOS

En cuanto bañaron a Bella, con su larga melena limpia y seca, la señora Lockley la llevó a palazos a través de la concurrida posada hasta salir bajo el letrero del Signo del León iluminado por la luz de las antorchas. Una vez allí le indicó que permaneciera sobre los adoquines.

La plaza también estaba repleta de gente: hombres jóvenes que entraban y salían en tropel de los diversos mesones, la mayoría de los comerciantes del pueblo y unos pocos soldados. La señora Lockley alisó el cabello de Bella, le ahuecó rudamente los rizos de la entrepierna y le dijo que se irguiera y sacara pecho como era debido.

Casi al instante Bella oyó un caballo que se aproximaba y, al mirar a la derecha hacia el extremo más alejado de la plaza, vio las puertas abiertas del pueblo, la forma de la campiña oscura bajo el cielo más claro y la figura negra de un alto soldado que se aproximaba a caballo.

Los cascos repicaban sobre las piedras y resonaban en los muros mientras la montura avanzaba pesadamente en dirección al Signo del León, hasta que el jinete tiró bruscamente de las riendas al llegar a su altura y se detuvo.

Como había esperado y soñado Bella, era el capitán, con su pelo reluciente como una capa de oro a la luz de las antorchas.

La señora Lockley dio un empujoncito a Bella para alejarla de la puerta de la posada y el capitán obligó a su caballo a rodear lentamente a la muchacha, que permanecía de pie, con la vista baja sobre sus pechos cimbreantes, movidos por aquel violento y delicioso latir de su corazón.

La enorme espada del capitán centelleaba a la luz de las antorchas y el manto de terciopelo caía tras él formando una sombra de un color rosa oscuro. A Bella se le cortó la respiración cuando vio la brillante y lustrosa bota del oficial y el costado poderoso del animal que pasaba de nuevo ante ella. Luego, cuando el caballo se acercó peligrosamente, casi obligándola a retroceder, sintió que el brazo del capitán la cogía y la levantaba por los aires para posarla sobre el caballo, de cara a él, con las piernas desnudas rodeándole la cintura, mientras ella le arrojaba los brazos alrededor del cuello para agarrarse con fuerza.

El caballo se encabritó y partió aceleradamente. Salió de la plaza por las puertas de la muralla y continuó corriendo por la carretera que atravesaba los campos de cultivo.

Bella se movía arriba y abajo con las sacudidas, y su sexo se abría contra el frío latón de la hebilla del cinturón del capitán.

Sus senos se apretaban contra el pecho de él, y su cabeza caía hacia delante, apoyada contra su fuerte hombro.

Casitas y campos pasaban volando ante ella bajo la mortecina luna creciente, y luego divisó el perfil oscuro de una elegante casa solariega.

El caballo penetró en la oscuridad más densa del bosque y continuó trotando mientras el cielo se esfumaba sobre sus cabezas, la brisa levantaba el pelo de Bella y la mano del capitán la abrazaba.

Finalmente, divisaron unas luces, el resplandor vacilante de las hogueras de un campamento.

El capitán aminoró la marcha. Se aproximaron a un pequeño círculo formado por cuatro tiendas blancas como la nieve donde Bella vislumbró a una veintena de hombres reunidos en torno al gran fuego encendido en el centro del círculo.

El capitán desmontó y dejó a Bella postrada de rodillas junto a sus talones. Ella se quedó allí, agazapada, sin atreverse a levantar la vista hacia los soldados. Los altos árboles se elevaban sobre el campamento, delineados por el parpadeo espectral de la hoguera.

Bella se emocionó ante la espeluznante oscilación de la luz, aunque esto le provocó un profundo terror.

Luego, para su consternación, vio una tosca cruz de madera clavada en el suelo frente al fuego, con un corto y grueso falo que se erguía desde el punto de unión de los dos maderos. La cruz no alcanzaba la altura de un hombre. La pieza transversal estaba clavada a la parte delantera del otro madero, desde donde sobresalta el falo hacia arriba y hacia delante formando un leve ángulo.

Bella sintió un nudo en la garganta al mirar fijamente la cruz bajo la tétrica e inconstante luz del fuego y rápidamente bajó la vista en dirección a la bota del capitán.

—Bien, ¿han vuelto ya los patrulleros? —le preguntaba el capitán a uno de sus hombres. Bella vio los pies del soldado plantados ante ella—. Y vosotros, ¿no habéis tenido suerte?

—Han regresado todos menos uno, señor —dijo el hombre— y hemos tenido suerte pero no como esperábamos. La princesa no aparece por ningún lado. Es posible que haya alcanzado la frontera.

El capitán soltó una imprecación de disgusto.

—Pero a éste —dijo el hombre— lo cazamos al anochecer en el bosque, al otro lado de la montaña.

Tímidamente, Bella alzó la vista y distinguió a un príncipe desnudo, alto y fornido, al que empujaron hacia la luz del fuego. Tenía el cuerpo lleno de polvo y los testículos atados a su pene erecto con un par de pesos de hierro que colgaban de las correas.

La alargada y amplia maraña de pelo castaño estaba llena de trozos de hojas y tierra. Sus piernas y su imponente torso exudaban poderío. Era uno de los esclavos más grandes que había visto jamás. Y miraba directamente al capitán con unos ojos marrones que mostraban una mezcla de temor resentido y excitación.

—Laurent —dijo el capitán en voz baja—. El castillo aún no ha avisado de su desaparición.

—No, señor. Ha recibido dos azotainas; tiene las nalgas en carne viva. Los hombres también lo han castigado. Creí que era lo que querríais, nada de dejarlo tranquilo. Pero esperamos vuestra orden para copular con él.

El capitán asintió con un gesto. Estaba estudiando al esclavo con evidente enfado.

—El esclavo personal de lady Elvira —dijo.

El soldado que sujetaba al príncipe por los brazos tiró de su cabellera hacia atrás y la luz alcanzó el rostro del evadido, cuyos ojos se entrecerraron sin dejar de mantener la mirada fija en el capitán.

—¿Cuándo os escapasteis? —preguntó el capitán. Dio dos largas zancadas hacia el príncipe y le retorció la cabeza hacia atrás con más crueldad aún. Bella veía claramente a ambos hombres recortados contra la luz del fuego. El príncipe era más grande que el capitán y su cuerpo temblaba bajo la mirada escudriñadora de éste.

—Perdonad me; señor —susurró el esclavo—.

Ha sido a última hora de hoy cuando he escapado. Perdonad me.

—¿No habéis ido muy lejos, eh, mi guapo príncipe? —preguntó el capitán. Luego se volvió al oficial—: ¿Así que los hombres se han divertido con él?

—Dos y tres veces cada uno, señor. Le han hecho correr y lo han flagelado a conciencia. Está listo.

El capitán sacudió la cabeza lentamente y cogió al esclavo por el brazo.

El corazón de Bella se estremeció. Continuaba arrodillada en el suelo e intentaba mantener las piernas separadas y disimular las miradas furtivas que lanzaba al príncipe—

—¿Planeasteis esta intentona con la princesa Lynette? —inquirió el capitán empujando al esclavo hacia la cruz.

—No, señor, lo juro —respondió el príncipe tropezando—. Ni siquiera sabía que se hubiera escapado. —Mantenía las manos enlazadas tras la nuca pese a que estaba a punto de caerse. Bella lo vio entonces de espaldas por primera vez, era una perfecta malla de marcas de color rosado y erupciones blancas que bajaban hasta sus tobillos.

Cuando le dieron la vuelta para que se quedara de espaldas a la cruz, su pene se convulsionó bajo las ataduras. Era enorme y rojo, con la punta húmeda. Su rostro estaba cada vez más ruborizado.

Un excitado murmullo surgió de la compañía.

Bella percibió el movimiento de los hombres que se agitaban en las sombras, detrás de la luz del fuego, como si se acercaran un poco más, acechándolo.

El capitán indicó a sus hombres que levantaran al príncipe.

Bella sintió un nudo en su seca garganta. Los soldados levantaron al esclavo y tiraron de sus piernas, separándolas a ambos lados. Luego lo colocaron sobre el falo de madera.

La víctima soltó un gruñido ronco, y los soldados mostraron su satisfacción con un vítor apagado.

El príncipe gruñía cada vez con más fuerza mientras le doblaban las piernas completamente hacia atrás, separadas, para atárselas al madero transversal. Aquello provocó un fuerte dolor en los muslos de Bella sólo de mirar al príncipe que estaba totalmente inmovilizado sobre la cruz, con las escocidas nalgas contra la madera que tenía debajo y el falo bien introducido en su interior.

Pero aquello aún no había acabado. Mientras ataban los brazos del príncipe detrás de la cruz, le inclinaron la cabeza completamente hacia atrás, aplastándola sobre lo más alto del madero vertical, y la ataron con un largo cinto de cuero que sujetaron cubriendo su bo.ca abierta y que luego amarraron a la madera por detrás de las orejas, mientras él mantenía la vista desamparada y fija en el cielo. Bella vio el reluciente pelo enmarañado del cautivo que caía por su espalda, y su garganta, que se ondulaba con silenciosas boqueadas.

Peor aún era la exhibición de su sexo hinchado. Cuando le rompieron las traíllas que sujetaban la verga—, se sacudió y tembló, tirando del peso que colgaba de él. Bella sintió otra vez que su propio sexo se contraía y encogía.

Los hombres estaban alrededor de la cruz mientras el capitán inspeccionaba el trabajo. El cuerpo del príncipe se estremecía de pies a cabeza, tenso sobre la cruz, y el peso de hierro oscilaba colgado de su pene tumefacto. Bella vio que incluso las nalgas se alzaban y se contraían sobre el grueso falo de madera.

La figura completa no superaba la altura de un hombre bajo, y el capitán, que permanecía a su lado, miraba despectivamente al príncipe. Le retiró el pelo de los ojos con brusquedad. Entonces

Bella alcanzó a ver el movimiento de los párpados y la boca del príncipe que se esforzaba por cerrarse aunque la amplia tira de cuero la obligaba a permanecer abierta.

—Mañana —dijo el capitán—, tal como estáis ahora, os subirán al carro para conduciros por los campos hasta el pueblo. Los soldados marcharán delante y detrás al son del redoble de tambores para atraer la atención del público. Y haré saber a la reina que habéis sido capturado. Quizá solicite veros, aunque tal vez no. Si lo hace, viajaréis del mismo modo hasta el castillo, donde os colocarán en el jardín, expuesto hasta que ella tome una decisión. Si decide no veros, quedaréis sentenciado a pasar el resto de vuestra vida en el pueblo, sin posibilidad de recurso. Haré que os azoten por las calles, y luego os subastarán. y ahora, os azotaré yo personalmente.

La compañía vitoreó una vez más.

El capitán cogió la correa de cuero que llevaba en la cintura, retrocedió para ganar espacio suficiente y comenzó a azotarlo. No era una correa demasiado pesada ni muy ancha, pero Bella dio un respingo y se cubrió la cara con las manos, escudriñando entre los dedos para ver cómo descendía la plana tralla sobre la parte interior de los muslos del príncipe, lo que provocó quejidos y gruñidos inmediatos.

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