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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (29 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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—Repetidme lo que habéis dicho, todo cuanto habéis oído sobre los soldados y esos invasores.

Bella se ruborizó.

—¡Por favor, no se lo digáis al capitán! —suplicó. El cronista asintió y Bella procedió a contar inmediatamente cuanto sabía.

Nicolás permaneció quieto durante un momento, pensando.

—Venid —dijo, y levantó a la muchacha de la cama—. Debo llevar inmediatamente a Bella de regreso al mesón.

—¿Puedo ir yo, por favor, amo? —preguntó Tristán.

Pero el amo Nicolás estaba distraído. No pareció oír la pregunta.

Se dio media vuelta y, con un gesto, les ordenó que lo siguieran. Los dos esclavos caminaron a toda prisa por el pasillo y salieron por la puerta posterior de la casa. El amo Nicolás les indicó que esperaran mientras él se encaminaba hacia las almenas.

Desde la muralla, miró durante un largo momento de un extremo a otro del gran muro. El silencio empezó a amilanar a Bella.

—Esto es una locura —susurró cuando regresó—. Parece que hayan dejado el pueblo sin defensa alguna.

—El capitán cree que primero atacarán las granjas y las casas solariegas, fuera de las murallas —dijo Bella—. y seguro que hay alguna guardia apostada.

El amo Nicolás sacudió la cabeza con gesto de desaprobación. Luego cerró la puerta de la casa.

—Pero, señor —dijo Tristán—, ¿quiénes son estos incursores? —Su semblante estaba serio, y sus maneras no eran en absoluto las de un esclavo.

—Eso ahora no tiene la menor importancia —espetó Nicolás con firmeza mientras emprendía la marcha delante de ellos—. Llevaremos a Bella de vuelta con su señora. Vamos, rápido.

DESASTRE

Nicolás encabezaba la marcha a buen paso a través del laberinto de callejuelas y permitía que

Tristán y Bella caminaran juntos tras él. El príncipe rodeaba a la muchacha con el brazo, la besaba y la acariciaba. El pueblo, a estas altas horas de la noche, parecía muy tranquilo. Sus habitantes no eran conscientes del peligro.

De pronto, cuando ya llegaban a la plaza de los mesones, se oyó muy a lo lejos un terrible alboroto, agudos chillidos y el estruendo provocado por el choque de madera contra madera, el sonido inconfundible de un gigantesco ariete. Inmediatamente comenzaron a tañer las campanas de todas las torres del pueblo y las puertas de todas las casas se abrieron.

—Corred, deprisa —ordenó Nicolás volviéndose para tenderles la mano.

Por todas partes aparecía gente alborotada y dando gritos. Las contraventanas se cerraban de golpe y los hombres corrían a buscar a sus esclavos maniatados. A través de la puerta débilmente iluminada de la taberna del establecimiento de castigo, príncipes y princesas desnudos salían corriendo, disparados como flechas.

Bella y Tristán corrían a toda prisa en dirección a la plaza cuando oyeron el sonido del gran ariete que despedazaba la puerta de la muralla.

Más allá de la plaza, Bella vio ampliarse el cielo nocturno justo cuando las puertas orientales de la ciudad cedían mientras el aire se llenaba de ruidosos gritos y aullidos pronunciados en una lengua extranjera.

—¡Batida de esclavos! —El grito se oyó desde todas direcciones.

Tristán cogió a Bella en brazos y siguió corriendo sobre los adoquines en dirección a la posada junto a Nicolás. Una turbamulta de jinetes tocados con turbantes entró con un gran estruendo en la plaza. Bella soltó un grito aterrador al descubrir que las puertas y ventanas de todas las posadas ya estaban cerradas a cal y canto.

Por encima de ella vio a un jinete de rostro moreno y vestimenta ondeante, cuyo alfanje relució en su costado cuando avanzaba amenazadora — mente sobre ella. Tristán intentó esquivar el caballo, pero un brazo poderoso agarró a Bella y arrojó al suelo a Tristán, que cayó bajo los cascos del caballo encabritado. Jinete y caballo dieron media vuelta, llevándose a Bella sobre la silla.

La princesa esclava gritaba sin parar. Se retorcía bajo la poderosa mano que la sujetaba y levantaba la cabeza para ver a Tristán y Nicolás, que corrían hacia ella. Pero otro jinete de piel oscura había aparecido como un rayo, y luego otro. Tras una veloz secuencia en la que sólo se percibían extremidades blancas agitándose, Bella vio a Tristán sostenido entre dos jinetes ya Nicolás arrojado por el suelo, rodando .para apartarse de los peligrosos cascos de los caballos y cubriéndose la cabeza con los brazos para protegerse. Luego Tristán fue lanzado sobre el caballo de uno de los jinetes con la ayuda del otro.

Clamorosos gritos llenaban el aire, chillidos penetrantes y estremecedores como Bella nunca había oído antes. El secuestrador detuvo el caballo para rodear los hombros de la muchacha con un lazo que apretó y aseguró a la silla sin que ella, entre sollozos y lamentos, dejara de patalear furiosa e inútilmente. El caballo continuó galopando para salir de la plaza y alcanzar las puertas del pueblo.

Los jinetes ocupaban todo el pueblo. Pasaban precipitadamente con sus prendas flotando al viento, y los traseros de esclavos desnudos agitándose desamparadamente en el aire.

En cuestión de segundos estaban cabalgando por un camino llano desde el que el tañido de las campanas del pueblo se hacía cada vez más distante.

Continuaron avanzando a través de la noche, cruzando sembrados, irrumpiendo sobre arroyos y sotos, blandiendo los grandes y relucientes alfanjes en el aire para atajar el follaje que se interponía en su camino.

Bella no era capaz de decir cuán numeroso era el grupo que parecía prolongarse sin fin por detrás de su jinete. Aquellos gritos moderados, pronunciados en una lengua extranjera, llenaban sus oídos, junto con los sollozos y gemidos de los príncipes y princesas capturados.

El destacamento continuó avanzando por las colinas a la misma velocidad desesperada, ascendiendo por peligrosos senderos y bajando por valles arbolados. Luego galoparon a través de un elevado desfiladero que parecía un túnel sin final.

Finalmente, Bella detectó el olor a mar y, al levantar la cabeza, descubrió ante sí el débil resplandor uniforme del agua a la luz de la luna, y la sombra de un gran buque anclado en una ensenada, sin una sola luz que indicara su siniestra presencia.

Entre frenéticos jadeos, mientras los caballos descendían hacia la orilla y atravesaban las profundas olas, Bella se desvaneció.

MERCANCÍA EXÓTICA

Cuando Bella se despertó estaba tumbada y sumida en un fuerte sopor. Permaneció quieta, casi incapaz de abrir los ojos, y entonces percibió el pesado balanceo del barco, una sensación que había conocido sólo en sueños cuando todavía era una muchacha y vivía en el castillo de su padre.

Aterrorizada, intentó incorporarse y, de repente, la silueta de un rostro de piel aceitunada apareció sobre ella.

La observaban un par de ojos negros como el azabache, de exquisita forma almendrada, enmarcados en un semblante joven y casi perfecto. Una rizada cabellera negra completaba aquella imagen casi angelical. También vio un dedo que le acuciaba a mantener el más absoluto silencio. Quien le hacía este gesto era un joven alto que estaba de pie ante ella, ataviado con una reluciente túnica de seda dorada atada con un cinturón plateado sobre unos livianos pantalones largos del mismo tejido.

Luego él la cogió por las manos con unos dedos oscuros y extraordinariamente suaves, la ayudó a sentarse y, al ver que ella obedecía, sonrió, asintiendo vigorosamente con la cabeza. A continuación le acarició el cabello y gesticuló efusivamente para comunicarle que la encontraba hermosa.

Bella abrió la boca para hablar, pero el encantador muchacho le colocó inmediatamente un dedo sobre los labios. El rostro del joven reflejó un gran temor y sus cejas se fruncieron mientras meneaba la cabeza. Bella guardó silencio.

El joven metió la mano entre sus prendas y de un bolsillo sacó un peine alargado con el que ordenó el cabello de la princesa. Bella bajó la vista, aún amodorrada, y descubrió que la habían lavado y perfumado. Sentía cierta embriaguez. Habían untado todo su cuerpo con algún aroma dulzón que no le era desconocido. Su piel resplandecía. La habían embadurnado con un pigmento dorado y fragante. ¡La fragancia era canela! Qué agradable, pensó Bella. Notó el sabor de bayas frescas en sus labios. ¡Pero tenía tanto sueño! Casi no podía mantener los ojos abiertos.

Por todos lados, a su alrededor, varios príncipes y princesas dormían en ese mismo pequeño cuarto, débilmente iluminado. ¡Y allí estaba Tristán! Con una perezosa oleada de excitación intentó acercarse a él, pero el asistente de piel oscura se lo impidió con una gracia felina. Sus gestos urgentes y las expresiones de su rostro hicieron saber a Bella que debía permanecer muy quieta y ser buena. Con un mohín exagerado y moviendo el dedo, la regañó. Luego echó una ojeada al dormido príncipe Tristán y, con la misma ternura exquisita, aquel joven acarició el sexo desnudo de Bella dándole una palmadita, mientras él asentía sonriendo.

Bella estaba demasiado cansada para hacer otra cosa que observar la escena llena de admiración.

Todos los esclavos estaban perfumados y embadurnados con perfume. Parecían esculturas doradas sobre sus lechos de satén.

El muchacho peinó la melena de Bella con tal cuidado que la princesa no sintió el menor tirón ni enredo. Le cogió el rostro entre las manos y lo acunó como si se tratara de un objeto precioso.

Luego volvió a acariciarle el sexo del mismo modo amoroso, con palmaditas, y esta vez lo despertó y sonrió alegremente a Bella con el pulgar pegado a los labios de ésta como si quisiera decirle:

«Sed buena, pequeña.»

De pronto aparecieron más ángeles. Media docena de esbeltos jóvenes de piel aceitunada y con las mismas sonrisas corteses se acercaron a Bella, le levantaron los brazos por encima de la cabeza, obligándola a juntar los dedos, la pusieron en pie y la tumbaron para llevársela. Notó aquellos dedos sedosos sosteniéndola por los codos hasta levantarla y, mirando vagamente los bajos techos de madera, sintió que la subían por una escalera hasta otra habitación donde resonaba la charla de voces extranjeras.

Por encima de ella, vio un tejido brillante diestramente adornado con colgaduras y formado por una franja de color rojo intenso que estaba cubierta de pequeños e intrincados pedazos de oro y cristal. Percibió también un intenso aroma a incienso.

De pronto la instalaron sobre un almohadón de satén mucho más grande y mullido, estirándole los brazos por encima de la cabeza hasta donde llegaban sus dedos.

Hizo un mínimo ruido que provocó el pánico en sus angelicales capturadores, quienes una vez más se llevaron sus dedos a los labios mientras sacudían la cabeza como señal de advertencia ominosa.

Entonces se retiraron y Bella descubrió ante sí un círculo de rostros masculinos, con las cabezas envueltas en turbantes de seda de brillantes colores y las manos enjoyadas. Todos ellos gesticulaban mientras hablaban entre sí, al parecer discutían y regateaban.

Alguien le levantó la cabeza, la cogió del pelo y la examinó con dedos cuidadosos, pellizcándole suavemente los pechos antes de palmotearlos. Otras manos le separaron las piernas y, con idéntico esmero y unos modales casi delicados, unos dedos abrieron los labios púbicos e hicieron girar el clítoris como si se tratara de un cascabel o una uva, mientras a su alrededor continuaba la animada conversación. Bella intentaba mantenerse quieta, observaba los rostros barbudos, las rápidas miradas negras mientras las manos seguían examinándola como si tuviera un objeto sumamente valioso y muy frágil.

Pero la vagina bien enseñada de la muchacha se contrajo, segregó sus fluidos y los dedos recogieron la humedad que brotaba del interior de su cuerpo. Le azotaron los pechos otra vez y gimió, aunque tuvo la precaución de no abrir la boca.

Cerró los ojos mientras le sondeaban incluso los oídos y el ombligo, y le examinaban los pies y los 4 dedos.

Cuando le separaron los labios y le abrieron la boca se sobresaltó y dejó escapar un suspiro. Parpadeó, y de nuevo sintió un fuerte sopor. La estaban volviendo boca abajo. Las voces parecían hablar más fuerte, mientras media docena de manos le apretaban las ronchas y la intrincada maraña de marcas rosadas que con toda seguridad le cubría las nalgas. Por supuesto, iban a abrirle el ano. Entonces se debatió un poco, cerrando de nuevo los ojos con la mejilla apoyada sobre el delicioso satén. Unos pocos cachetes hicieron que se espabilara de nuevo.

Cuando volvieron a ponerla boca arriba vio los gestos de beneplácito. El hombre situado en el centro, a su derecha, le sonrió y palmeó su sexo en señal de aprobación. Luego, los muchachos angelicales la levantaron otra vez.

«He pasado algún tipo de examen», pensó.

Pero estaba más desconcertada que asustada. Se sentía sedada, casi incapaz de recordar sus propios pensamientos. El placer reverberaba zumbando en su cabeza como el eco de una cuerda de laúd al ser pulsada.

La habitación a la que la llevaron en esta ocasión era diferente.

¡Qué cosa tan extraña y maravillosa! La ocupaban seis largas jaulas de oro. En el extremo de cada una había un gancho del que colgaba una pala dorada, delicadamente esmaltada, con el largo mango entretejido con hilo de seda. El colchón que había en el interior de cada jaula estaba forrado de satén celeste. Mientras la introducían en uno de estos recintos se percató de que el lecho estaba cubierto de pétalos de rosa, que desprendían un penetrante perfume. La jaula era lo suficientemente alta como para sentarse, si es que era capaz de recuperar el vigor. Sería mejor dormir, como le indicaban los asistentes. Por supuesto, comprendió el motivo de que le ajustaran una preciosísima malla dorada sobre la vagina, con la que fajaron el húmedo clítoris y los labios púbicos. Luego le sujetaron la prenda alrededor de los muslos y caderas con delicadas cadenas doradas. No podía tacarse el sexo. No, no debía hacerlo. Nunca se lo habían permitido, ni en el castillo ni en el pueblo.

La puerta de su aposento se cerró con un tintineo y la llave giró en la cerradura. Bella, bañada en un calor sumamente sensual, dejó caer los párpados de nuevo.

Más tarde, en algún momento, abrió los ojos, aunque no podía moverse en absoluto. Vio que introducían a Tristán en la jaula que se prolongaba formando un ángulo desde los pies de la suya; aquellos encantadores hombres —eran hombres, no muchachos, tan pequeños y delicados— daban palmaditas a los testículos y el miembro de Tristán con sus oscuros y lánguidos dedos. Le ajustaron a su vez una de aquellas preciosas mallas de protección, y ¡qué grande era! Luego vislumbró por un instante el rostro de Tristán, totalmente relajado, dormido e incomparablemente hermoso.

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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