—Eh, venga, no he querido ofenderte —se disculpó—. Y tú sabes que no vas a poder llevarle a casa sola.
Aun así, se detuvo. Abrí la puerta trasera de la camioneta y traté de arrastrar a papá para bajarle, pero el hombre tenía razón. No podía. Así que volví a subir y a sentarme al lado del conductor, crucé los brazos delante del pecho y clavé la vista delante. Cuando llegamos a la calle Little Hobart, 93, me ayudó a tirar de papá para bajarle.
—Sé que te has ofendido por lo que he dicho —afirmó el hombre—. Pero resulta que te lo dije como un cumplido.
Quizás tenía que habérselo agradecido, pero me limité a esperar a que se alejara en la camioneta, y luego llamé a Brian para que me ayudara a subir a papá por la colina para meterlo en casa.
• • •
Un par de meses después de la muerte de Erma, el tío Stanley se quedó dormido en el sótano mientras leía cómics y fumaba un cigarrillo. La enorme casa de madera se incendió por completo, pero el abuelo y Stanley lograron salir. Se trasladaron a un apartamento de dos habitaciones, sin ventanas, en el sótano de una vieja casa, detrás de la colina. Los traficantes de drogas que vivieron antes allí pintaron con aerosol palabras soeces y dibujos psicodélicos en las paredes y en las tuberías del techo. El casero no se preocupó de taparlos con una mano de pintura, y tampoco lo hicieron el abuelo y Stanley.
El abuelo y el tío Stanley sí que tenían un cuarto de baño que funcionaba, así que los fines de semana algunos de nosotros íbamos a darnos un baño. Un día, estaba sentada al lado del tío Stanley en el sola, en su habitación, mirando
Hee Haw,
el programa de televisión presentado por Buck Owens y Roy Clark, esperando mi turno para entrar en la bañera. El abuelo se había ido al Moose Lodge, donde pasaba siempre la mayor parte del día; Lori se bañaba y mamá estaba sentada en la mesa de la habitación del abuelo, resolviendo un crucigrama. Noté la mano del tío Stanley arrastrándose sobre mi muslo. Le miré, pero él tenía la vista fija en las chicas de
Hee Haw,
tan concentrado que no supe si lo estaba haciendo a propósito, así que le aparté la mano de un manotazo sin decir palabra. Unos minutos después, la mano volvió a deslizarse por mi muslo. Bajé la vista y vi que el tío Stanley tenía abierta la cremallera de los pantalones y se estaba toqueteando. Tuve ganas de pegarle, pero temí meterme en problemas igual que Lori después de darle un puñetazo a Erma, así que fui corriendo al lado de mamá.
—Mamá, el tío Stanley se está portando mal —dije.
—Venga, probablemente es tu imaginación —respondió ella.
—¡Me metió mano! ¡Y se está haciendo una paja!
Mamá ladeó la cabeza y su rostro adquirió una expresión preocupada.
—Pobre Stanley —susurró—. Está tan solo.
—¡Pero es asqueroso!
Mamá me preguntó si yo estaba bien. Me encogí de hombros y asentí.
—Bueno, ahí tienes —dijo, afirmando después que la agresión sexual era un delito de percepción—. Si no crees que te haya herido, entonces no lo ha hecho —añadió—. Muchas mujeres arman tanto alboroto por esas cosas. Pero tú eres más fuerte que eso. —Volvió a concentrarse en su crucigrama.
Después de aquello, me negué a volver a casa del abuelo. Ser fuerte estaba bien, pero la última cosa que necesitaba era que el tío Stanley creyera que volvía para aceptar sus manoseos. Hice cuanto pude para lavarme en la calle Little Hobart. En la cocina teníamos una tina de aluminio en la que podíamos meternos, si se flexionaban las piernas y se ponían contra el pecho. El tiempo ya había mejorado bastante y era lo bastante cálido como para llenar la tina con el agua del grifo de debajo de la casa y bañarme en la cocina. Después del baño, me ponía en cuclillas junto a la tina, metía la cabeza en el agua y me lavaba el cabello. Pero subir a cuestas el agua a casa era un trabajo pesado, y posponía el baño hasta que percibía un olor a animal.
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En primavera llegaron las lluvias torrenciales, que no dejaron de caer sobre el valle durante días enteros, como densas cortinas de agua. El agua corría colina abajo por los surcos de la ladera, arrastrando consigo rocas y pequeños árboles, cayendo sobre carreteras y arrancando trozos de asfalto. Caía a borbotones en los arroyos, que crecían hasta adquirir un color marrón claro espumoso, como un batido de chocolate con leche. Los arroyos desaguaban en el Tug, que se desbordó más allá de las riberas inundando las casas y las tiendas de la calle McDowell. El barro alcanzó un metro de altura en algunas casas y arrastró camionetas y caravanas. En la hondonada de Buffalo Creek reventó el dique de una mina, dejando salir el agua del pantano, y una ola negra de diez metros de altura mató a 126 personas. Mamá dijo que así era cómo la naturaleza se vengaba de los hombres que violaban y saqueaban la Tierra, arruinando los propios sistemas de drenaje naturales al talar bosques y hacer explotaciones mineras a cielo abierto.
La calle Little Hobart estaba demasiado alta dentro de la hondonada como para inundarse, pero el agua arrastró partes de la carretera a los jardines de la gente que vivía en la parte más baja de la calle. El agua también hizo desaparecer la tierra que rodeaba los pilares sobre los que se apoyaba nuestra casa, volviéndola aún más inestable. El agujero del techo de la cocina se amplió, y también aparecieron filtraciones en el de nuestra habitación, del lado de Brian y Maureen. Brian tenía la litera de arriba, y cuando llovía se tapaba con una lona impermeable para evitar mojarse con las goteras.
En la casa reinaba la humedad. Una fina capa de moho verde se esparció por los libros, los papeles y los cuadros, apilados en montones tan altos y tan anchos que apenas si se podía atravesar la habitación. En los rincones crecían pequeños hongos. La humedad carcomió la escalera de madera que conducía a la casa, y subir por ella se convirtió en un peligro cotidiano. Mamá se cayó al ceder un escalón podrido y rodó colina abajo. Los moratones en las piernas y los brazos le duraron semanas.
—Mi marido no me pega —decía cuando alguien se quedaba mirándola—. Pero tampoco arregla la escalera.
El porche también había empezado a pudrirse. Casi toda la balaustrada y el pasamanos se rompieron, y los tablones del suelo se tornaron esponjosos y resbaladizos por el moho y el verdín. Bajar de casa para usar el servicio por la noche se convirtió en un verdadero problema, todos habíamos resbalado y caído del porche al menos una vez. Había unos tres metros hasta el suelo.
—Tenemos que hacer algo para arreglar el porche —le dije a mamá—. Ir al baño por la noche se está convirtiendo en algo extremadamente peligroso.
Además, el retrete colocado bajo la casa había quedado inservible. Se había desbordado; era mejor que cada uno cavara su propio agujero en algún punto de la ladera.
—Tienes razón —asintió mamá—. Hay que hacer algo.
Compró un cubo. Era de plástico amarillo. Lo pusimos en la cocina, en el suelo, y lo usábamos cada vez que teníamos que ir al servicio. Cuando se llenaba, algún espíritu valiente lo llevaba afuera, cavaba un pozo y lo vaciaba en él.
Un día, mientras Brian y yo explorábamos por los límites de nuestra propiedad, él recogió un pedazo de madera podrida, y allí, entre insectos y lombrices, encontró un anillo con un diamante. La piedra era grande. Al principio pensamos que sólo era una baratija, pero le sacamos brillo con saliva y rayamos el cristal, como nos había enseñado papá; nos pareció auténtico. Imaginamos que debía de haber pertenecido a la anciana que vivió allí. Ella había muerto antes de que nosotros nos trasladáramos a la casa. Todos decían que estaba un poco chiflada.
—¿Cuánto crees que valdrá? —le pregunté a Brian.
—Probablemente, más que la casa —respondió él.
Supusimos que podríamos venderlo y comprar comida, pagar la casa —mamá y papá siempre estaban saltándose los pagos mensuales, y empezaban a hablar de que nos iban a desahuciar—, y tal vez todavía nos quedara suficiente para comprar algo especial, como un par de zapatillas de deporte nuevas para cada uno.
Llevamos el anillo a casa y se lo mostramos a mamá. Ella lo levantó para ponerlo a contraluz, y luego dijo que teníamos que llevarlo a tasar. Al día siguiente, cogió el autobús de Trailways a Bluefield. Cuando regresó, nos dijo que era un auténtico diamante de dos quilates.
—¿Y entonces cuánto vale? —pregunté.
—Eso no tiene importancia.
—¿Y eso?
—Porque no lo vamos a vender.
Ella se lo iba a quedar, explicó, para reemplazar el anillo de boda que le regaló su madre, el que papá empeñó al poco de casarse.
—Pero mamá —protesté yo—, con ese anillo podríamos conseguir un montón de comida.
—Eso es cierto —convino mamá—, pero también podría elevar mi autoestima. Y en momentos como éste, la autoestima es aún más vital que la comida.
• • •
La autoestima de mamá necesitaba un poco de apuntalamiento. A veces, las cosas simplemente la sobrepasaban. Se refugiaba en su sofá cama y se quedaba allí durante días, llorando y, a veces, echándonos cosas en cara. A esas alturas podría ser una artista famosa, chillaba, si no hubiera tenido hijos, y ninguno de nosotros le daba valor a su sacrificio. Al día siguiente, si se le había pasado el malhumor, se ponía a pintar y a tararear como si nada hubiera sucedido.
Un sábado por la mañana, poco después de que mamá empezara a usar su nuevo anillo de diamantes, su humor estaba en alza, y decidió que limpiáramos la casa entre todos. Pensé que era una gran idea. Le dije a mamá que deberíamos vaciar cada habitación, limpiarla a fondo, y volver a poner sólo las cosas esenciales. Ésa era la única manera, me parecía, de librarnos del caos. Pero mamá dijo que poner en práctica mi idea llevaría demasiado tiempo, así que lo único que terminamos haciendo fue colocar los montones de papeles en pilas ordenadas y meter la ropa sucia en la cómoda. Mamá insistió en que cantáramos el Ave María mientras trabajábamos.
—Es una forma de quitar las manchas de nuestras almas mientras limpiamos la suciedad de la casa —afirmó—. Así matamos dos pájaros de un tiro.
La razón por la que había cambiado tan bruscamente de estado de ánimo, nos dijo ese día más tarde, era porque no había hecho suficiente ejercicio.
—Voy a empezar a hacer calistenia —anunció—. Cuando uno hace funcionar la circulación, cambia por completo la actitud ante la vida. —Se inclinó hacia adelante y se tocó las puntas de los pies.
Cuando se incorporó, dijo que se sentía mejor y volvió a hacer otra flexión. La miré desde el escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho. Sabía que el problema no era que tuviéramos mala circulación. Lo que necesitábamos no era estirarnos y tocarnos los pies. Lo que necesitábamos eran medidas drásticas. Tenía entonces doce años, y había estado sopesando nuestras posibles opciones, investigando un poco en la biblioteca pública y recogiendo datos fragmentarios acerca de cómo sobrevivían las otras familias de la calle Little Hobart. Ideé un plan y esperaba la oportunidad de comentárselo a mamá. Parecía que la ocasión era apropiada.
—Mamá, no podemos seguir viviendo así —empecé.
—No está tan mal —dijo ella. En cada flexión, estiraba los brazos hacia arriba para inspirar.
—No hemos tenido qué comer durante tres días, aparte de las palomitas —dije.
—Tú siempre tan negativa —respondió—. Me recuerdas a mi madre: criticar, criticar, criticar.
—No estoy siendo negativa —contraataqué—. Estoy siendo realista.
—Lo hago lo mejor que puedo en estas circunstancias —se defendió—. ¿Por qué nunca le echas la culpa de nada a tu padre? Él no es un santo, ¿no?
—No, no lo es, ya lo sé —asentí. Pasé un dedo a lo largo del borde del escritorio. Papá apoyaba siempre allí sus cigarrillos, y el borde estaba lleno de quemaduras, como si fuera un borde decorativo—. Mamá, tienes que dejar a papá —concluí.
Ella paró de hacer flexiones.
—No puedo creer que digas eso —se quejó—. No puedo creer que tú, precisamente tú, puedas volverte contra tu padre. —Yo era la defensora de papá, prosiguió, la única que fingía creer todas sus excusas y cuentos, y tener fe en sus planes para el futuro—. Te quiere tanto. ¿Cómo puedes hacerle esto?
—No culpo a papá —dije. Y así era. Pero él parecía empeñado en su autodestrucción, y tenía miedo de que nos arrastrara a todos con él—. Tenemos que marcharnos.
—No puedo dejar a tu padre —replicó ella.
Le dije que si dejaba a papá tendría derecho a los subsidios del gobierno, a los que ahora no podía acceder porque tenía un marido físicamente capaz. Algunas personas en la escuela —por no hablar de la mitad de la gente de la calle Little Hobart— vivían de las ayudas, y eso no era tan malo. Sabía que mamá se oponía a cobrar el paro y estaba en contra de las ayudas del Estado, pero esos niños tenían vales para comida y asignaciones para ropa. El Estado les traía carbón y pagaba sus comidas en la escuela.
Mamá no quiso saber nada de ello. Las ayudas estatales, dijo, nos causarían a nosotros, sus hijos, un daño psicológico irreparable.
—Puedes pasar hambre en ocasiones, pero una vez que has comido, ya estás bien —señaló—. Y puede que pases frío durante un tiempo, pero siempre terminas entrando en calor.
Una vez que te metes en el círculo de las ayudas, te cambia. Aun cuando abandones el programa de ayudas, ya nunca escaparás al estigma de que recibiste caridad. Quedas marcado de por vida.
—Muy bien —repuse—. Si no podemos recibir caridad, entonces consigue un trabajo. —Había escasez de profesores en el condado de McDowell, exactamente igual que en Battle Mountain. Podía conseguir trabajo en un abrir y cerrar de ojos, y cuando tuviera un salario podríamos trasladarnos a un pequeño apartamento en el pueblo.
—Eso suena a una vida espantosa —se horrorizó mamá.
—¿Peor que ésta? —pregunté yo.
Mamá se calló y guardó silencio un buen rato. Parecía estar reflexionando. Luego levantó la vista. Sonreía serenamente.
—No puedo dejar a tu padre —dijo—. Eso va contra la fe católica. —Luego suspiró—. Y, de todas formas, ya me conoces. Soy adicta a las emociones fuertes.
Mamá nunca le dijo a papá que la había animado a dejarle. Ese verano él todavía pensaba en mí como su mayor defensora, y dado que había tan poca competencia para ese puesto, probablemente lo fuera.
Una tarde de junio, papá y yo estábamos sentados en el porche, con las piernas colgando por el borde, mirando hacia las casas de abajo. Ese verano hacía tanto calor que apenas podía respirar. Hacía más calor que en Phoenix y que en Battle Mountain, donde la temperatura subía a menudo de los cuarenta grados, así que cuando papá me dijo que sólo estábamos a treinta grados le repliqué que me parecía que el termómetro tenía que estar roto. Pero él dijo que no, que estábamos acostumbrados al calor seco del desierto, y éste era un calor húmedo.