Un par de veces, en las que no había suficiente nieve sobre el suelo, mamá me envió a pedirle un cubo de agua al vecino de al lado, el señor Freeman, un minero jubilado, que vivía en la casa con su hijo y su hija, ya mayores, Peanut y Prissy. No se negó abiertamente, pero me miró en silencio un minuto, luego sacudió la cabeza y desapareció dentro de su casa. Cuando me tendió el cubo, me dedicó otra despreciativa sacudida de cabeza, aunque yo le asegurase que podía venir a buscar toda el agua que quisiera de nuestra casa cuando llegara la primavera.
—Odio el invierno —le dije a mamá.
—Todas las estaciones tienen algo bueno —rebatió—. El tiempo frío os sienta bien. Mata los gérmenes.
Eso parecía cierto, porque ninguno de nosotros enfermaba jamás. Pero aunque me hubiese levantado una mañana hirviendo de fiebre, jamás lo habría admitido ante ella. Estar enferma podría significar quedarse en nuestra casa congelada en vez de pasar el día en un aula calentita.
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Otra cosa buena del tiempo frío era que reducía al mínimo los olores. En Año Nuevo habíamos lavado nuestra ropa sólo una vez desde esa primera nevada de noviembre. En el verano, mamá compró una lavadora a rodillos como la que teníamos en Phoenix, y la colocamos en la cocina. Cuando teníamos electricidad, lavábamos la ropa y la colgábamos en el porche delantero para que se secara. Pero cuando empezó a hacer frío, la colada se congeló en el porche. Llevamos la ropa al interior —los calcetines se habían endurecido, como signos de interrogación, y los pantalones estaban tan tiesos que se los podía apoyar contra la pared— y empezamos a aporrearla contra la estufa, tratando de ablandarla.
—Al menos no tenemos que comprar almidón —señaló Lori.
A pesar del frío exagerado, en enero todos apestábamos tanto que mamá decidió que había llegado la hora del derroche: iríamos al Laundromat, la lavandería autoservicio. Cargamos la ropa sucia en fundas de almohadas y la llevamos a cuestas colina abajo y luego subimos por la calle Stewart.
Mamá se puso la bolsa cargada sobre la cabeza, como hacen las mujeres en África, y trató de convencernos de que hiciéramos lo mismo. Dijo que era mejor para nuestra postura y forzábamos menos nuestra columna, pero no hubo forma de que nosotros nos dejáramos pillar andando por Welch como zombis con bolsas de ropa sobre la cabeza. Seguíamos a mamá con las bolsas al hombro, poniendo los ojos en blanco cuando nos cruzábamos con la gente para hacerles saber que estábamos de acuerdo con ellos: la bolsa en la cabeza le daba a nuestra madre un aspecto bastante peculiar.
El Laundromat, con sus ventanas empañadas, estaba tan cálido y húmedo como un baño turco. Mamá nos dejó introducir las monedas en las lavadoras, y luego nos subimos a ellas sentándonos encima. El calor de las estruendosas máquinas nos calentaba el trasero esparciéndose por nuestro cuerpo. Cuando terminamos de hacer la colada, cargamos la ropa húmeda en nuestros brazos para meterla en las secadoras y miramos cómo rodaban dando tumbos, igual que si estuvieran en una atracción de feria. Cuando el ciclo terminó, sacamos la ropa tan caliente que quemaba y hundimos nuestros rostros en ella. La extendimos sobre las mesas y la doblamos con esmero, plegando las mangas de las camisas y las costuras de los pantalones y haciendo una pelota con los pares de calcetines. En casa nunca doblábamos la ropa, pero esa lavandería era tan templada y acogedora que buscamos cualquier excusa para quedarnos el máximo tiempo posible.
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Una subida de las temperaturas en enero pareció un buen augurio, pero luego la nieve empezó a derretirse, y la leña del bosque quedó completamente empapada. No conseguíamos hacer que el fuego fuera más que una humareda chisporroteante. Si la leña estaba mojada, la humedecíamos con el queroseno usado para las lámparas. Papá odiaba encender el fuego con queroseno. Ningún auténtico pionero de la frontera se rebajaría jamás a usar semejante combustible. No era barato, y tampoco producía mucho calor, se necesitaba demasiado para lograr que la leña ardiera. Además, era peligroso. Papá decía que si uno no tenía mucho cuidado con el queroseno, podía explotar. Pero, aun así, si la leña estaba mojada, no había forma de encenderla y nos encontrábamos al borde de la congelación, le echábamos un poco de queroseno.
Un día Brian y yo subimos la ladera buscando algo de leña seca mientras Lori se quedaba en casa, alimentando el fuego. En el momento en que Brian y yo estábamos sacudiéndole la nieve a unas ramas prometedoras, oímos una tremenda explosión procedente de la casa. Me di la vuelta y a través de las ventanas vi que subía una llamarada.
Soltamos la leña y corrimos colina abajo. Lori anclaba a trompicones, como loca, por todo el salón, con las cejas y el flequillo chamuscados; se notaba el olor a pelo quemado en el aire. Había usado queroseno para que el fuego ardiera mejor, y explotó, tal como dijo papá. En casa no había ardido nada excepto el pelo de Lori, pero la explosión le había abierto el abrigo y levantado la falda, chamuscándole los muslos. Brian salió, trajo un poco de nieve y la pusimos sobre sus piernas, ya de un rosado oscuro.
—Recordad únicamente —dijo mamá después de examinar las ampollas— que lo que no os mata, os fortalece.
—Si eso fuera cierto, yo a estas alturas sería Hércules —replicó Lori.
Unos días después, cuando reventaron las ampollas, el líquido transparente de su interior se deslizó hacia los pies. Durante semanas, la parte delantera de las piernas de Lori se convirtió en una sucesión de heridas purulentas, tan sensibles que le costaba dormir bajo las mantas. Pero para entonces la temperatura había vuelto a bajar, y si se quitaba las mantas, se congelaba.
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Un día, ese invierno, fui a casa de una compañera de la escuela para trabajar en un proyecto escolar. El padre de Carrie Mae Blankenship era el administrador del hospital del condado de McDowell, y su familia vivía en una sólida casa de ladrillo en la calle McDowell. El salón estaba decorado en tonos naranja y marrón, y el estampado escocés de las cortinas combinaba con la tapicería del sillón. Sobre la pared había una foto enmarcada de la hermana mayor de Carrie Mae con la toga de graduación del instituto. Estaba iluminada con su propia lámpara diminuta, igual que en un museo.
También había una cajita de plástico sobre la pared, cerca de la puerta del salón. A lo largo de la parte superior se apreciaba una fila de números, debajo de una palanquita.
—Es un termostato —me dijo el padre—. La palanca se mueve para que la casa esté más fría o más cálida.
Creí que me estaba tomando el pelo, pero él la movió y oí un tenue rugido subiendo del sótano.
—Es la caldera —explicó.
Me llevó hacia un conducto de ventilación en el suelo y me hizo poner la mano encima; sentí el aire caliente ascendiendo. No quise decir nada para que no se notara lo impresionada que estaba, pero las noches siguientes soñé que tenía un termostato en la calle Little Hobart, 93. Soñé que cuanto teníamos que hacer para llenar la casa con ese aire limpio y cálido de la caldera era mover una palanca.
Erma murió durante la última nevada intensa al final de nuestro segundo invierno en Welch. Papá dijo que su hígado, simplemente, abandonó la partida. Mamá sostenía que Erma bebió hasta morir.
—Fue un suicidio, exactamente lo mismo que si hubiera metido la cabeza en el horno —aseguraba mamá—, sólo que más lento.
Fuera cual fuera la causa, Erma había dejado los preparativos hechos para cuando la sorprendiera la muerte. Durante años leyó
The Welch Daily News
sólo para mirar las notas necrológicas enmarcadas con bordes negros, recortando y guardando las que le gustaban más. Era una forma de inspirarse para el anuncio de su propia muerte, sobre el que llevaba trabajando mucho tiempo. También había redactado papeles con instrucciones sobre cómo quería que se llevara a cabo su funeral. Había escogido himnos y oraciones, elegido su tanatorio preferido, reservado un camisón color lavanda de JC Penney con el que quería ser enterrada y seleccionado un ataúd en dos tonos lavanda, con asas cromadas brillantes, del catálogo de la casa de pompas fúnebres.
La muerte de Erma hizo aparecer el lado piadoso de mamá. Mientras esperábamos al predicador, cogió su rosario y rezó por el alma de Erma, que temía estuviera en peligro, dado que, bajo su punto de vista, se suicidó. También trató de hacernos besar su cadáver. Nosotros nos negamos de plano, pero ella se puso al frente de los dolientes, se arrodilló en medio de un tremendo llanto y luego besó a su suegra en la mejilla, tan fuerte que aquel sonoro beso resonó en la capilla.
Me senté al lado de papá. Era la primera vez en mi vida que le veía usar corbata, a la que siempre llamaba «horca». Su rostro estaba tenso e impasible, pero me di cuenta de su consternación. Más consternado de lo que lo vi jamás, cosa que me sorprendió, ya que Erma fue una especie de mal cerniéndose sobre papá, y creí que se sentiría aliviado de librarse de él.
Cuando regresábamos andando a casa, mamá nos preguntó si teníamos algo que decir sobre Erma, ahora que ya había fallecido. Dimos un par de pasos en silencio, y luego Lori dijo:
—Tilín tilín, la bruja ha muerto.
A Brian y a mí nos dio la risa. Papá se dio media vuelta y le echó a Lori una mirada tan fría y colérica que pensé que podía llegar a darle una paliza.
—Era mi madre, por el amor de Dios —dijo, mirándonos furioso—. Niñatos. Me dais vergüenza. ¿Me oís? ¡Vergüenza!
Dobló en una esquina hacia el bar Junior's. Miramos cómo se alejaba.
—¿Tú
te avergüenzas de
nosotros?
—le gritó Lori.
Papá se limitó a seguir andando.
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Cuatro días después, como papá no había regresado a casa, mamá me mandó a buscarle.
—¿Por qué siempre tengo que ir yo a buscar a papá? —pregunté.
—Porque eres su preferida —dijo—. Y vendrá a casa si tú se lo pides.
El primer paso para encontrar la pista de papá fue ir a casa de los vecinos de al lado, los Freeman, que nos dejaban usar su teléfono si les pagábamos diez céntimos, y llamar al abuelo para preguntarle si papá había estado allí. El abuelo dijo que no tenía ni idea de dónde estaba.
—¿Cuándo vais a instalar vuestro propio teléfono? —preguntó el señor Freeman cuando colgué.
—Mamá está en contra de los teléfonos —dije, mientras colocaba los diez céntimos sobre su mesa de centro—. Considera que son un medio de comunicación impersonal.
Mi primera parada, como siempre, era en Junior's. El bar más elegante de Welch, con un gran ventanal, una barbacoa que servía hamburguesas y patatas fritas y un flíper.
—¡Eh! —me llamó uno de los clientes habituales—. Es la pequeña de Rex. ¿Cómo estás, cariño?
—Bien, gracias. ¿Mi padre está aquí?
—¿Rex? —Se volvió hacia el hombre que estaba a su lado—. ¿Dónde está ese viejo borrachuzo de Rex?
—Le he visto esta mañana en el Howdy House.
—Cariño, parece que te vendría bien un descanso —dijo el camarero—. Siéntate y tómate una Coca-Cola, que invita la casa.
—No, gracias. Tengo cosas que hacer y asuntos que atender.
Fui al Howdy House, un punto por debajo del Junior's. Más pequeño, más oscuro y la única comida que servían eran huevos en vinagre. El camarero me dijo que mi padre había ido al Pub, otro punto por debajo del Howdy House —casi tan oscuro como boca de lobo, con una barra pegajosa y donde no servían comidas—. Allí lo encontré, en medio de unos cuantos clientes habituales, contando uno de sus relatos de cuando estaba en el Ejército del Aire.
Cuando me vio, papá se calló y me miró de la misma forma en que lo hacía todas las veces que lo iba a buscar a un bar. Un momento incómodo para ambos. No tenía más ganas de recogerle de las que tenía él de que la golfilla de su hija viniera a buscarle como si fuera un escolar díscolo. Me miró de esa manera fría y extraña un instante, y luego esbozó una cálida sonrisa burlona.
—¡Eh, Cabra Montesa! —gritó—. ¿Qué diablos estás haciendo en este tugurio?
—Dice mamá que tienes que venir a casa —dije.
—¿Eso dice, eso dice? —Pidió una Coca-Cola para mí y otro trago de whisky para él. Insistí en que era hora de irnos, pero él empezó a darme largas y pedir más whisky, como si tuviera que tragarse una tonelada antes de poder enfrentarse a lo que le esperaba en casa. Se dirigió tambaleándose hasta el baño, volvió, pidió otra copa para el camino, dejó el vaso golpeándolo ruidosamente contra la barra y se encaminó hacia la puerta. Tropezó al intentar abrirla, se cayó y quedó despatarrado en el suelo. Traté de ayudarle a levantarse, pero se caía una y otra vez.
—Pequeña, en ese estado no vas a poder llevarle a ninguna parte —dijo un hombre detrás de mí—. Venga, déjame que os lleve a casa.
—Se lo agradecería mucho, señor —dije—. Si es que no se desvía mucho de su camino.
Algunos de los otros clientes nos ayudaron a cargar a papá en la parte trasera de la camioneta del hombre. Lo apoyamos contra un cajón de herramientas. La tarde llegaba a su fin y estábamos a principios de la primavera; la luz empezaba a desvanecerse, y en la calle McDowell la gente cerraba las tiendas y se dirigía a sus casas. Papá empezó a cantar una de sus canciones preferidas.
Swing low, sweet chariot
Coming for carry me home
[5]
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Papá tenía una bonita voz de barítono, potente, sonora y de amplio registro, y pese a estar como una cuba, cantaba aquel himno como lo que realmente era: algo para elevar el ánimo.
I looked over Jordan, and what did I see
Coming for to carry me home?
A band of angels coming after me
Coming for carry me home
[6]
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Subí al lado del conductor. De camino a casa —con papá todavía cantando sin parar en la parte de atrás, arrastrando tanto algunas palabras que a veces parecía una vaca mugiendo—, el hombre me preguntó por la escuela. Le conté que estaba estudiando mucho porque quería ser veterinaria o geóloga especializada en el Mioceno, cuando se formaron montañas al Oeste. Le contaba de qué manera se formaron las geodas a partir de burbujas de lava, cuando me interrumpió.
—Para ser la hija del borrachín del pueblo, tienes planes muy ambiciosos —dijo.
—Deténgase — le ordené—. Podemos ir caminando solos desde aquí.