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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (20 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Ignoro cómo empezó esta situación. Mis recuerdos de eras anteriores son muy imperfectos y me son tan poco asequibles como el instinto atrofiado que un humano tendría de sus encarnaciones previas. Es probable que no interese al Maestro que sepamos más de lo que necesitamos conocer. Al fin y al cabo, no tenemos que apelar a Judas ni a Barba Azul ni a Atila, rey de los hunos, para animar a un borracho a que se tome otra ronda de copitas. Por consiguiente, no tenemos una visión casi definitiva del comienzo de la guerra entre el Dummkopf y el Maligno.

Queda fuera de mi competencia la cuestión de si los dos fueron dioses o, como propuso Milton, la disputa fue entre Dios y un ángel tan importante como Lucifer. Tampoco podemos desechar la posibilidad de que el Dummkopf, al mando (y caos) temprano de esta tierra y este sistema solar, haya tenido dificultades suficientes para recurrir a poderes superiores en las galaxias. Es posible que esos mismos poderes enviasen aquí al Maestro porque estaban descontentos del progreso realizado por el D. K. La evolución ya había conocido numerosos impasses. No obstante, para mí estos asuntos sólo pueden seguir siendo preguntas.

Aun así, si debo ofrecer alguna conjetura respecto a lo que pudo haber acontecido durante los eones ya consumidos, tengo que suponer que el D. K. es el Creador del mundo del clima, la flora, la fauna y todos los seres humanos, y que la evolución fue Su laboratorio: los signos de Su locura, así como las m arcas de Su genio hay que buscarlos entre la miríada de Sus creaciones y los obstáculos que encontró. Basta con pensar en los siglos interminables que transcurrieron hasta que pudo inducir a que volaran a unas pocas de sus criaturas. Añádase a esto la anchura y el volumen de Sus especies terrestres y marinas, o las esperanzas divinas que se depositaron, por ejemplo, en el brontosaurio (hasta que se descubrió que aquel animal concreto y descomunal era demasiado grande para sobrevivir: fue un fracaso). Dejémoslo aquí. El Creador tuvo éxitos relativos y fracasos abismales. Si bien hay que reconocer que nunca desistió, aunque no siempre controlase la tierra que Él había creado, es asimismo indiscutible que los terremotos y las glaciaciones causaron muchas interrupciones a Sus experimentos y devastaron muchos de Sus logros. ¿Por qué? Porque, para empezar, había diseñado incorrectamente este planeta.

Estoy seguro de una cuestión relativamente menor: cuando Su concepto más ambicioso, los hombres y las mujeres, empezaron a existir, hubo un cambio en la importancia del olor. A este respecto, tengo algunos rudimentos que aportar. Se trata de que en la era del hombre primitivo, hace muchísimo tiempo, el olor debió de ser uno de los activos del Creador. ¿Cómo podría no haber utilizado sus señales para ayudar al desarrollo de muchas especies? En gran medida, los humanos se sentían con frecuencia atraídos o repelidos mutuamente gracias a los mensajes que les llegaban a la nariz. Una solución muy simple y elegante. Es de suponer que sus olores revelaban el grado de valentía de cada criatura, de su perseverancia, miedo, perfidia, vergüenza, lealtad y —no lo menos importante— su determinación de reproducirse. El olor facultó al D. K. para dar pasos creativos en la evolución sin tener que supervisar todos y cada uno de los acoplamientos.

Creo que por el tiempo en que nuestro Maestro se dispuso a impugnar el progreso del D. K., Éste ya no se creía todopoderoso y perfecto. La presencia de un colega (probablemente indeseado, de entrada) tuvo que reducir el concepto de Su propia talla. Así que el D. K. empezó a buscar un método por el cual Sus Cachiporras determinasen qué hombres, mujeres y niños se habían pasado al adversario. En realidad, yo sostendría que el D.K. pudo marcar a todos nuestros clientes con un toque de olor merecido, un proceso elegido por su simplicidad y su coste relativamente escaso. Por consiguiente, a partir de la Edad Media, nuestro Maestro había arrumbado este obstáculo a sus intenciones exhortando a muchos de sus alquimistas a crear perfumes cuyas sutilezas sirvieron para enmascarar los olores pútridos con fragancias más agradables, crudas, indetectables y, por último, más atrayentes, y hasta exóticas en su pizca de fetidez por debajo del bouquet. (Es, por ejemplo, imposible investigar la promiscuidad de la vida cortesana en Francia durante el reinado de Luis XIV sin tener en cuenta aquellas fragancias reales, aquellos aromas carnales tan llenos de camuflaje. Demostraron ser un gran auxilio para nuestros clientes lo bastante ricos para costearse buenos perfumes.)

Hacia el final de la Ilustración, el panorama había cambiado una vez más. Los jabones, fabricados por nosotros, anularon las pestilencias mefíticas. En el siglo XX, la supresión creciente del olor humano fue una aportación vital para nuestro progreso. Surgieron las bañeras, los aceites limpiadores y el desarrollo de la fontanería, gracias en gran parte al apoyo que prestamos a los empresarios del ramo.

Hacia el fin del siglo XXI, la dependencia de Dios del olor personal desagradable como medio de advertir a Sus Cachiporras de que nuestros clientes se hallaban cerca se había vuelto obsoleta. Los desodorantes dominaban la época. En la actualidad, en el siglo XXI, no es frecuente encontrar a un marido o mujer que posea un sentido agudo del olor de su compañero más íntimo. (Esto es indudablemente cierto en los países más desarrollados.) La pérdida de esta facultad cognitiva no sólo ha disminuido la dominación del D. K., sino que nos ha dado un impulso.

Sin embargo, si nos remontamos hacia el final del siglo XIX, la eliminación del olor humano no era en absoluto tan completa, y el encuentro entre Alois, Adi y Der Alte se caracterizó por una intimidad curiosa pero inmediata entre el chico y el viejo. En parte, de hecho, fue aromática.

Pero no debo pasar por alto el paseo hasta la granja de Der Alte. En el camino, Alois tuvo la primera conversación auténtica con su hijo Adi.

LIBRO VII
Der Alte y las abejas
1

Pero antes hablaré del sueño que infiltré en Adi mientras dormía. Fue la noche de sábado que precedió al encuentro de Alois el domingo con el apicultor, e introduje el sueño por orden directa del Maestro. Añadiré que crear un sueño, en particular uno que no tenga ninguna relación con la experiencia previa del durmiente, no es tarea fácil. Si bien en ocasiones especiales podemos insertar guiones completos en el sueño del cliente, también es verdad que las obras oníricas producidas
ex nihilo
suponen graves quebrantos en nuestro presupuesto. ¡Exigen un desembolso desproporcionado de tiempo!

Además, cuando el cliente es joven existen riesgos. Los Cachiporras que también tienen tratos con el cliente pueden armar más trifulca si se enteran de lo que estamos tramando. En condiciones de campo de batalla no deben realizarse manipulaciones delicadas con objeto de alterar las reacciones futuras de la psique de un sujeto. Pocas personas se benefician de una pesadilla.

Mi experiencia me dice que la inserción de sueños que son tan intensos como visiones nocturnas pueden deparar muchos efectos deseados, pero el mayor éxito consiste en poder proceder poco a poco a lo largo de muchas noches con el fin de no llamar la atención de los Cachiporras. A buen seguro, a los ángeles les enfurece cualquier sueño que insertamos. Ha sido así desde el comienzo de la existencia humana. El D. K. considera primordial tener el mando sobre todos los sueños. Con ánimo de controlar a los primates a los que inspiraba para devenir humanos, insufló alucinaciones en su sueño que resultaron esenciales. Aceleraron el proceso.

Mucho más tarde, durante lo que el Maestro llama la era de Jehová (que va —perdonen estos cálculos históricos aproximados— desde 1200 a. C. hasta la llegada de Jesucristo), el D. K. dispensó gran cantidad de premios y castigos (algunas veces por medio de milagros, pero más a menudo mediante sueños). Lograba transmitir visiones tanto a profetas como a plebeyos. De este modo llevaba a sus pupilos por muchos itinerarios elegidos, con frecuencia, sospecho, sin más motivo que un capricho imperioso.

Sin embargo, nuestra aparición en la vida en desarrollo de la humanidad redujo estos poderes. Jehová ya no podía emplear sueños con tanta eficacia. Ahora, gracias al uso abundante que hacemos de este medio, los sueños rara vez parecen visiones. Más bien invaden al durmiente como relatos truncados, recortados. Las intrusiones de un lado chocaban contra los objetivos del otro.

Por consiguiente, había quedado anulado el uso imperioso que el D. K. hacía antaño de los sueños. Rara era ya la ocasión en que sus órdenes se transmitían directamente. En cambio, el moderno episodio nocturno proporciona un aviso de trastornos que se avecinan. Si es probable que un amigo de confianza cometa una traición en un futuro próximo, un sueño puede alertar de este peligro. Por otra parte, si es el durmiente quien se dispone a traicionar a un amigo íntimo, un guión imaginario puede dramatizar este acto. De este modo, el D. K. ha descubierto un método de guiar a los seres humanos. Las situaciones falsas creadas por el sueño tal vez no sean totalmente comprensibles, pero ponen a prueba la capacidad que tiene el sujeto de soportar una inquietud intensa. Incluso cuando la interpretación es incompleta, conserva una conciencia nebulosa de que posee menos valentía, lealtad, devoción, amor o menos salud de lo que se suponía. El sueño sirve ahora como una especie de sistema de protección imperfecto que advierte a un hombre o a una mujer de situaciones que no puede controlar o ni siquiera tolerar.

En la medida, sin embargo, en que podemos interferir en el impacto real, el sueño estándar se convierte en un molinete, un desparrame, un caos producido por la refriega entre los Cachiporras y nosotros.

Así pues, la tarea de crear un sueño claro para un niño exigía una atención especial. Como he señalado, el Maestro casi nunca alentaba estas operaciones con niños. Se recordará que cuando la familia Hitler se trasladó desde Passau, me ordenaron que dejase de prestar atención al pequeño Adolf. Él y su familia serían controlados por mis ayudantes en sus viajes rutinarios. Salvo en la única ocasión en que me introduje en el cerebro de Alois el tiempo suficiente para hurgar en su fascinación por la apicultura, estuve trabajando con otros clientes en aquella región de Austria. La información que facilitaron mis asistentes sobre los Hitler de Hafeld demostró ser adecuada.

Ahora había llegado una comunicación directa del Maestro: yo tenía que implantar un sueño particular en la cabeza de nuestro niño de seis años. El verbo destacado era
grabar.

—Quiero que grabes en el cerebro de Adi una idea permanente —dijo—. Es probable que logres acceso. Llevamos tanto tiempo inactivos en ese campo que no creo que los Cachiporras se inmiscuyan.

2

El acto en sí no llevaba más que unos minutos, pero los preparativos no habían sido sencillos.
Grabar,
repito, era la consigna. Una idea fija, una vez implantada con éxito, puede hacer que un cliente se nos aproxime. Pero grabar no es una actividad propia de demonios. Hay que realizarla con toques incisivos. Mal aplicada, puede desequilibrar al destinatario.

Iré hasta el extremo de decir que en aquella ocasión me hice el sordo. Gracias a los datos transmitidos por mis ayudantes, sabía que Alois pronto haría una visita a aquel apicultor de las inmediaciones, Der Alte, también llamado
Der alte Zauberer,
el Viejo Brujo. O así le llamaban los campesinos locales.

El apelativo era exagerado. Aquel viejo era un eremita y sumamente excéntrico. Si le provocaban podía ser tan malvado como un viento invernal, pero en ocasiones especiales sabía ser tan agradable como cualquier viejo supuestamente cordial. Los campesinos de Hafeld, que le conocían desde hacía años, le conocían mejor. No obstante, era el único apicultor que había a un día de camino andando en cualquier dirección, y poseía no poca erudición sobre la apicultura.

Lo más cómodo de Der Alte era que pertenecía a nuestro bando desde hacía décadas. En efecto, era un viejo pensionista. Además, él y Adi olían parecido y no se ofenderían mutuamente. Pronto lo sugirió el propio empuje magnético del sueño. Antes de que se conocieran, yo grabaría en la mente del chico una imagen clara de Der Alte.

Por cuestión de estilo, cuando se trata de una producción onírica, siempre tiendo a evitar los virtuosismos barrocos. Los guiones modestos suelen ser más eficaces. En aquel caso, me contenté con producir una presentación lo más cercana posible de la cara y la voz de Der Alte antes de implantarla en el sueño de Adi. Como decorado utilicé una imagen de una de las dos habitaciones de la choza del viejo, e hice que el patio se viera desde la ventana. La acción del sueño no podría haber sido más directa. Cuando Der Alte les invitó a entrar, a Adi le dio una cucharada de miel. Me aseguré de que tuviera un sabor exquisito para el paladar del chico. Adi despertó con el pijama mojado desde el ombligo hasta la rodilla y una sensación de felicidad completa. Se despojó de la ropa mojada, algo nada insólito en él, volvió a dormirse y recreó el sueño con pequeñas variaciones que añadió de su cosecha, en su afán de probar la miel de nuevo. En su cabeza tenía claro que pronto conocería a Der Alte, y ello le envalentonó para pedirle a su padre que le llevase a verle la mañana siguiente. Como ya he señalado, a Alois le agradó la petición.

Aún no he contado su conversación en el trayecto hasta la casa del Brujo, pero optaré por retrasarla el tiempo necesario para decir un poco más sobre el concepto del grabado que tenía el Maestro. Por ejemplo, ahora sabemos que cuando Adi conoció a Der Alte aquel domingo tuvo una sensación nueva de importancia personal, porque creyó que tenía el poder de ver el futuro. De hecho, yo equilibré los dos lados de aquella relación inminente, pues también di instrucciones a Der Alte de que le diese al chico un poco de su mejor miel, y de que lo hiciera nada más conocerle.

Digámoslo de nuevo, aquel hombre, Magnus Rudiger, conocido como
Der alte Zauberer,
no era en realidad tan viejo brujo. Sus maldiciones no eran notables ni eficaces. Cada vez que le infundían una sensación de miedo fuerzas a las que no sabía poner nombre (por lo general una sección u otra de Cachiporras), consideraba suficiente formar un círculo de sal alrededor de la mesa de la cocina donde se sentaba solo. Esto, a pesar de su nimio efecto, era más eficaz para alejarnos que los Cachiporras. Los clientes así pueden volverse un incordio cuando se hacen viejos.

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