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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (19 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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—¿Cómo sabrán estos miles de abejas a qué caja pertenecen? —preguntó Klara.

Su curiosidad agradó a Alois lo suficiente para explicarle que pintaría cada caja de un color distinto, una de verde y la otra de azul cielo, y hasta de rosa, posiblemente, una tercera colmena. Explicó que a las abejas les gustaba volver a unos hogares que tuviesen un color parecido al de las flores cuyo néctar habían recogido.

—Pero me has dicho que esas pequeñas criaturas van todos los días a una flor distinta. Sólo son fieles un día a cada especie de flor. ¿No es así?

—Sí.

No estaba muy convencido de que le gustara esta conversación. ¿Podría responder a todas las preguntas sin deslizarse y desviarse hacia otros temas?

—¿O sea que podría ocurrir que les gustara un color un día y al siguiente otro distinto?

—Sí.

—¿Cómo no se mezclan esas abejas?

Sí, Alois era reacio a decírselo. No era un tema del que hablar. No necesariamente. Pero optó por proseguir. Que Klara se interesara por la apicultura sería, en compensación, mejor para él que si mostrara indiferencia.

—Cada reina tiene su propio olor —informó a Klara—. Como va a fertilizar cada celda de cada panal y pone decenas de miles de huevos para que empiecen su vida en celdas de cera separadas, tiene que asegurarse de que transmite su olor a cada una de sus miles de larvas, sí, a sus huevos, sus futuros hijos.

—Es algo sorprendente —dijo Klara—. ¿Cómo sabes esto, Alois? Sabes muchísimo.

—He leído cosas sobre estos descubrimientos —dijo él, a regañadientes.

—¿No las has olido tú?

—¿Parezco tan imbécil como para meter la cabeza en una colmena y darle a un enjambre la oportunidad de que se me cuele en la nariz?

Ella se rio. En algunas cosas, le conocía muy bien. Ya podía leer libros sobre el tema, pero en el fondo se resistía a admitir que no había adquirido sus conocimientos por medio de las manos, los pies, la fuerza, sus cinco sentidos sólidos de campesino.

Ciertamente, Alois le había dicho demasiado. Ahora Klara tenía que saber más.

Aquella noche, antes de que la conversación concluyera, le pinchó para que explicara cómo fecundaban a la reina. Al fin y al cabo, le intrigaba una monarca que diese a luz tantos miles de hijos sin dejar de ser reina. En los ojos de Alois había una admiración enorme cuando habló de esto. Todo dependía de
la reina
: el éxito de la colmena, nada menos.

Alois, por tanto, decidió ilustrar a Klara mediante unos cuantos pasos descriptivos. Presintió que esa noche habría de favorecerle la emoción evidente de su cónyuge. A todas luces, la enardecía pensar en una criatura tan hembra, tan diminuta y extraordinaria.

Le explicó que la joven reina, muy virginal, menos de veinte días después de salir de su celda de cera (cuya profundidad y anchura no eran mayores que las de la goma de borrar en la punta de un lápiz nuevo), al momento de emerger de la misma sería alimentada por nodrizas y un séquito de ayudantes. Sí, sólo tres semanas después de aquel primer día, estaría lista para emprender el vuelo inaugural desde la colmena. Por lo general, esto sucedía el primer día caluroso de mayo. Se elevaba hacia el cielo y volaba más alto que todos los machos, salvo unos pocos que intentaban seguirla.

—¿Esos que se llaman zánganos?

—Sí, esos tíos gordos y mimados. Obstruyen su rincón de la colmena. Viven para comer, y un buen día revolotean como locos. Por divertirse. Ni siquiera se molestan en recolectar polen. Sólo justifican su existencia cuando la reina virgen, de la que podríamos decir que es todavía una princesa, sale para su primer vuelo. Ese día la están esperando en el aire. Saben que ella llega. La reina que vuela tan alto, que es tan hermosa comparada con todas sus hermanas, esos millares de obreras, sí, bestias de carga siempre en busca de más néctar: como las pobres hembras no tienen ovarios completos salen a explorar, excepto cuando otras tareas las mantienen ocupadas en la colmena. Labores de limpieza. Quehaceres. Pero la reina es distinta, es aún virgen, aún no es una reina del todo, sino más bien, como digo, una princesa. Entonces decide volar tan alto que sólo unos pocos zánganos pueden seguirla. Se reducen a dos, luego a uno solo, pero, oh, este último fortachón la alcanza y saca lo que tiene, sí, ya sabes a qué me refiero, el mismísimo órgano que ha tenido guardado dentro de su cuerpo pero que de repente emerge, se alza, por así decirlo, y se introduce en la, sí, sí, llamémosla vagina, ¿por qué no? Así es, y ella lo absorbe todo mientras los dos solos siguen muy arriba en el aire.

—Es un prodigio —dijo Klara. Los ojos le empezaron a brillar. Poco le faltó para decir: «Un milagro de amor.»

—No, no exactamente —dijo Alois. En aquel momento no supo cómo seguir. Si se excedía, podría malograrse lo que estaba buscando aquella noche. Con todo, su perspicacia se impuso y supo que, sí, lo más provechoso, seguramente, sería decirlo todo.

—Este zángano —dijo—, este único zángano valiente, clava su órgano tan dentro, que es justamente, debemos suponer, lo que la naturaleza exige, que luego no puede extraerlo.

—¿Qué?

—¡No!
¡Donnerwetter,
no puede sacarlo! La reina tiene ganchos o algo parecido, ganchos muy afilados que lo retienen dentro. Le gusta tenerlo allí. Él está encallado. Cuando se debate, cuando tiene que despegarse, no te lo vas a creer, el miembro se le desgaja del cuerpo. No tiene más remedio que desprenderse de él. ¡De su virilidad! La pierde. La pierde entera.

—¿Y él? ¿A él qué le pasa?

—Oh, se muere. Desaparece. Cae al suelo.

—Pobre criatura —dijo ella. Pero no pudo evitarlo. En contra de su voluntad, la boca de Klara esbozó una sonrisita que enseguida desembocó en una sonrisa. Una vez que empezó, ya no pudo contener la risa. Después no pudo parar. Alois nunca la había visto reírse tanto tiempo.

—Vaya una vida —dijo por último, y Alois había hecho bien en contárselo. Estaba embarazada de más de seis meses, pero hicieron el amor aquella noche. Alois había conocido más de una mujer con quien podías darte un buen revolcón incluso en la ultimísima semana antes de que pariese al bebé de algún otro. Pero en absoluto había sido el caso de Klara. Aquella noche, sin embargo, fue distinto. Ella estuvo a la altura de su mejor momento.

Naturalmente, él se abstuvo de decirle las otras dos cosas. La primera era que la reina podía tener perfectamente otros amantes después del primer y fabuloso vuelo. Durante las semanas siguientes, y hasta junio, podía tener cinco o seis amantes nuevos. Así almacenaba más semen en sus ovarios, el suficiente para poner miles y más tarde decenas de miles de huevos, uno para cada celda de los millares de celdas, y seguiría haciéndolo hasta que llegase la estación fría. Así este ciclo podía repetirse cada primavera durante los tres años siguientes. ¡Toda aquella abundancia de impregnación procedía de no más de cinco o seis cópulas! Lo cual significaba que durante el resto de su vida la reina no tendría más relación con los zánganos, pero alimentaría con miel y polen a las crisálidas que había creado mientras su corte, las abejas obreras, la seguían con devoción, tapando las celdas de larvas con una sustancia misteriosa de cera que fabricaban con el polen de las flores de mayo y que ningún químico sabía duplicar en el laboratorio. No, a Klara no le describió la abnegación con que la reina tendría que trabajar toda su vida, y desde luego no le dijo que cuando terminaba la estación de apareamiento, las obreras expulsaban de la colmena a los zánganos. A la hora de lidiar con los poltrones que no se movían de su sitio, las obreras los mataban con sus aguijones. (No lo perdían al utilizarlo. La tripa de un zángano era más blanda que la piel humana.) Después de la matanza, las mismas obreras barrían los cadáveres fuera de la colmena. Alois tampoco le habló de otras complicaciones. Siempre había la tendencia, en cuanto empezaba de verdad el clima caluroso, de que la mitad de la colonia se dispusiera a enjambrar, es decir, a irse volando, a desertar la colmena y retornar al estilo de vida anterior en el hueco de un árbol. En un santiamén perdías tus ganancias. Tampoco le habló de princesas que a menudo eran eliminadas por la corte de abejas en torno a la reina. No mencionó estos detalles. Más valía que Klara siguiera mostrando comprensión hacia lo que sería la empresa actual de Alois.

A Klara no sólo le había cautivado lo que él le contó aquella noche, sino que pensó que acaso distrajera a Angela de sus tribulaciones, y decidió hablarle del fin desventurado del zángano valeroso que lograba dar alcance a la reina. Esta vez la risa de Klara tuvo acompañante. Se comportaron como si las dos tuvieran la misma edad, y a medida que Klara refería más cosas de lo que había aprendido de Alois, el tema no sólo derivó hacia el olor, sino al poder excepcional de la reina. Ahí la tenías, una criatura apenas más grande que sus abejas nodrizas y desde luego más pequeña que cualquier zángano. No obstante, poseía la facultad de impregnar el aire de la colmena y a sus miles de habitantes. Todos ellos reconocían su colmena gracias a que todos olían igual.

—Es como si —dijo Klara, presa de un nuevo arrebato de risas— todos los rusos y rusas tuvieran el mismo olor espantoso, y esos zoquetes polacos otro. Quizás los ingleses tengan un olor aceptable a té, y nosotros, los austriacos, tenemos que ser algo especial, somos calientes como el
strudel.
—A Angela se le contagió de nuevo la risa—. Y los franceses, un olor desvergonzado y feo. ¡Tan fuerte! Peor que el de una cebolla podrida y salsa rancia. Los italianos..., puro olor a ajo. —Ahora las dos se estaban abrazando—. Quizás los peores sean los bohemios. No sabría describirlos. Apestan a col vieja.

Se enjugaron los ojos. Adi, al oírlas reír, fue a reunirse con ellas. Se enfadó porque en vez de explicárselo seguían riéndose al mencionar países.

Toda aquella charla sobre malos y buenos olores produjo un cosquilleo especial en la nariz de Angela. En la escuela era ahora más consciente del olor a polvos de talco de
Fräulein
Werner, y allí estaba también el pequeño Adi. A veces despedía un tufo hediondo, sobre todo cuando subía y bajaba muchísimas cuestas. Ella siempre le estaba instando a que utilizara más jabón, o bien las noches, una vez a la semana, en que Klara hervía agua suficiente para que todos pudieran bañarse en la tina grande, Angela se empeñaba en jabonarle la espalda y los sobacos antes de devolverle la jaboneta. Después le decía, con una sonrisa de lo más pícara:

—Ahora que tienes el jabón, chico sucio, pásalo por donde pueda servir de algo.

Adi gritaba de rabia ante tal descortesía, y gritaba tan alto que Klara acudía corriendo. Pero él no repetía una palabra a su madre. Estaba confundido. ¿Olía tan mal como decía su hermana o estaba loca? ¿Quién sabía? Él apenas percibía olor en su cuerpo.

Angela, sin embargo, empezaba a cavilar de nuevo sobre la muerte de
Rosig
. La cerda ciertamente emanaba un olor intenso, no muy distinto al de Adi cuando más apestaba, ¿o el hedor máximo procedía de
Rosig
? ¡Basta! Angela empezaba a llorar por los dos, por el chico y la cerda. Llena de remordimiento por hostigarle, intentó corregirlo diciéndole algunos de los secretos portentosos que Klara le había revelado, todo aquel conocimiento sobre las abejas, y muchas mañanas en que iban andando a la escuela, ella reanudaba el tema: ella tenía la cabeza tan revuelta por lo que le habían contado que los misterios de la reina pronto inflamaron la imaginación de Adi.

Desde abril, cuando llegaron a la granja, había tenido plena conciencia de la proximidad de las abejas. En mayo y junio había habido horas en que el cielo estaba lleno de lucecitas, destellos que titilaban, volando en muchas direcciones. Su madre no paraba de advertirle que no tocara a ninguna de aquellas criaturillas si las veía posadas encima de una flor. Y aún menos atreverse a matar una. ¡Aquella abeja podía hacer que se acordase de ella! Más tarde, una hermosa mañana de julio, a Edmund le picaron y estuvo chillando un rato interminable. Adolf, en consecuencia, había sido muy respetuoso con los peligros que entrañaban aquellos insectos.

Pero saber que la reina compartía su olor con cada abeja de su colmena había excitado sus pensamientos.

La noche después de haber oído que su padre quizás fuese a hablar con un vecino acerca de la compra de lo que Alois llamaba «los primeros materiales» —un anuncio que hizo una noche de sábado, en la cena—, Adi tuvo un sueño vívido. Vio un ejército de abejas que sobrevolaban en círculos la granja. Cerca de la casa había un viejo vestido de una forma que Adi nunca había visto. La camisa le salía de los pantalones y le llegaba hasta las rodillas, y llevaba un sombrero de punto encima del pelo blanco, un sombrero de lana tan largo como una media. Le colgaba hasta la mitad de la espalda. No era bajo, pero seguía pareciendo un enano porque estaba encorvado. En el sueño Adi conocía su nombre. El viejo se llamaba
Der Alte
[4]
, y el chico, al despertar la mañana del domingo, supo que su padre, en efecto, iba a visitar a un apicultor llamado Der Alte.

¿Cómo no preguntarle a su padre si podía acompañarle? Alois se sorprendió y luego se alegró. Hasta entonces, otra pareja de granjeros recogía a Klara cada domingo en su carreta para ir a misa en la pequeña capilla de Fischlham. Viajaba con los tres niños, aunque Alois se quedaba en la granja. «De verdad, sinceramente, no puedo ir», le decía a Klara, y se quedaba solo para recorrer sus campos. Aquella mañana, sin embargo, le complació tanto más que Adi le pidiera permiso para acompañarle.

Puedo decir que tuve una participación directa en configurar el sueño del niño. Había sido la primera vez que intervenía en la familia desde la noche en que entré en la mente de Alois, justo después de su sermón cervecero en Linz sobre las bellezas y las maravillas de la apicultura.

Siento que debo hablar de nuevo al lector sobre un asunto poco apetecible. Atañe a la fetidez de Adi.

9

Es curioso, aunque, en definitiva, no lo es tanto, que pocos temas relativos a hombres y mujeres sean tan embarazosos como el mal olor. Añadiré que los humanos que trabajan para el Maestro difícilmente eluden esta calumnia.

¡Basta! El hedor no contribuye a la felicidad de los demonios. En aquella época, cercano ya el fin del siglo XIX, nuestros problemas a menudo se reducían a un único fenómeno. Muchos seres humanos de los que enrolábamos consideraban necesario mantenerse sumamente maniáticos en sus hábitos personales. De lo contrario, en diversas ocasiones apestaban tanto que despertaban recelo.

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